17 – El aforismo «Los padrinos del hombre»

Lo único que tienen en común Prometeo y Epimeteo es el prejuicio.

Proteófilo Cantejero

16 – El ensoñante

Le pedí dos cafés para llevar. En el mostrador había una variedad de panes, muchos de ellos con queso gratinado, con especias y cebolla o salados solamente. Al fondo la música desconocía las restricciones de los trastes y los tonos enarmónicos. Sobre la barra, una dulcera decía «tome uno, son gratis» ofreciendo lokum anaranjados, esos dulces cúbicos, muy parecidos a los borrachitos (aunque sin alcohol) por su suavidad con algo como la resistencia de la goma, pero sólo al primer momento. Como cede esa dureza, así también se diluyó su sonrisa a poco de contestar que con gusto. Tomó el grano, lo vertió en la máquina y mientras lo molía parecía herir el muro con su vista. ¿Qué se revolvía en su interior?

Había leído esa mañana una carta de su hermana con noticias enigmáticas. Su padre, un hombre impulsivo y de cambiantes convicciones, había anunciado su salida del país en que había vivido sus más de cincuenta años. Nunca había estado en otra tierra. Nunca había sentido con sus manos la incertidumbre de gestos natos que frente a alguien ajeno pasan de transparentes a conspicuos. Sabía del peligro. Lo había escuchado. No sabía del peligro. Nunca lo había vivido. Se topó con la decisión de súbito y, sin embargo, había sido predecible, según la descripción de la hermana. Para mí las palabras de cualquiera de ellos hubieran significado poca cosa. Su lengua me era extraña, tanto como a casi cualquiera aquí. El dueño del café pasaba por turco porque era lo que esperaban sus clientes, lo que veían en él, lo que era más fácil. No se esforzaba, no «se hacía pasar»; pasaba. Era más bien un silencio que fomentaba la inercia del hábito al pensar. ¿Y cómo repararía alguien en diferencias que no puede distinguir? De Turquía, entonces, a efectos prácticos, aunque su país fuera otro. Ni siquiera reconocido por los más poderosos; pero no era él uno de los que había luchado por ese reconocimiento. Se había ido. Los hombres que trazan fronteras son niños hendiendo la tierra con el dedo. Unos declaran que un valle es un reino, que un río es el confín de la ley, que el bosque que mira a este lado creció para ellos; los otros declaran que un bache es un valle, tal canal es un río y esta maceta su bosque. Y por eso quizá, ponderaba, su padre había tomado lo que cupiera en una maleta y había desaparecido de un día a otro. Una parte de imitación envidiosa, otra parte de recriminación y un pilón de algo más, algo más amargo. Así había hecho él mismo años atrás.

No, era otra cosa. Reparaba al presionar el botón del agua hirviente que tendría que inyectar veneno en sus venas (él no sería consciente de la melodía del ven- ven-). Pronto mejor que tarde, o la enfermedad avanzaría. Antes, al opinar sobre otros, había pensado que era mejor dejarse consumir. Ya teniendo cáncer, había opinado, ya era tarde. Mejor dejarse ir en esa rebelión de vida irrestricta que es el crecimiento del tumor, el aumento sin orden de la carne, la reproducción febril de las células sin freno, como volcadas en una locura de ser que no distingue lugar, que se arroja a siempre ser más, al proyecto sin fin, a nunca ceder, a nunca descansar. En la calma es clara la vanidad de ese arrojo. Pero no en el clamor vaporoso. La vida se habría tornado en fricción contra sí misma, y mejor era dejarla quemarse sola en un flamazo: se había sentido seguro de esa posición alguna vez. Pero ahora eran sus venas las que empezaban a ebullir. Era su sangre la que necesitaba el veneno. Era una quema controlada, pensaba con negro humor. En su aceptación se daba cuenta de qué había desatendido antes, y ahora lo sentía en sus propios miembros. ¿Habrá juzgado que uno es dueño de su futuro?

No, no era eso tampoco. Quiso ocultar el leve temblor en sus muñecas al poner los vasos de cartón bajo la manguera. Negro y vaporoso salió el chorro de café. Al volver a sonreír, preguntar por el azúcar y cobrar el total, intentó, por así decirlo, acomodar la experiencia. Quiso que en la intuición la mente tomara los eventos según ese orden agradable, cómodo, esperado: dos sonrisas. Como hace el improvisador de jazz cuando pierde un paso, si acaso se conduce sin perderse, repone el siguiente y permite que la percepción oyente los organice, como si ambos pasos hubieran estado siempre en su lugar. Eso había pasado. La atención en la sonrisa que abre y la sonrisa que cierra hubiera conseguido que el tembloroso medio y la mirada aterrada sonrieran también en la memoria; pero yo estaba mirando con cuidado. Tal vez el montaje no era para mí, sino para sí mismo. Y había funcionado. Ya no quedaba rastro en su mente de que por un instante se acordó del horror. Tal vez era demasiado pesado reparar en lo que lo esperaba al volver a su casa. No pensaba en ello por algo parecido a la convicción, si hay tal cosa en la inconsciencia. Casi como un hábito del que no hay quien recuerde el comienzo. Y sin embargo, todas las noches volvía, olvidado por completo, y pasaba la noche en un silencio intranquilo hasta el momento de dormir. Pero se acostaba y entonces eso se hacía recordar. Venía a sentarse al pie de su cama. Hablaba. Le recordaba entonces por qué temblaba a veces al servir café, al ofrecer sus panes, al querer sonreír y fracasar. Por qué por súbitos instantes perdía el paso de su mente y se abrían hipos en su pensamiento. Le recordaba lo que olvidaría irremediablemente al despertar: que todas las noches, o eso decía aquél, había estado allí con él, conversando antes de dormir.

Me acercó los cafés y casi resollo al despertar de mis ensueños. Me indicó dónde estaban las tapas de plástico por si quería usarlas, me negué agradeciendo y me fui anhelando por el delicioso aroma. Francamente, no creo preguntarle nunca qué le pasó.

Proteófilo Cantejero

15 – La erupción de Reyes

Deseando que quienes lo celebran hayan pasado un feliz día de Reyes, leyéndolo y pensándolo, comparto ahora algo escrito en una tal ocasión de hace probablemente muchos años, pero sin fecha registrada que me lo asegure.


En una ocasión Alfonso Reyes hizo esta observación sobre una divertida ocurrencia de la vida literaria. Supervielle escribió en El hombre de la Pampa sobre un personaje que «se empeña en transportar un volcán de América a París». Tiempo después, cuando el poeta regresó a su natal Uruguay unos «señores muy cavilosos» manifestaron su descontento con la obra. Se sintieron, cuenta Reyes, aludidos y hasta difamados por la imagen del estanciero sudamericano que cruza el mar con su volcán a cuestas. Intitula a su notita «Realismo» con pluma jovial y en una exclamación en la que puede leerse la risa borboteando dice: «¡oh paradoja estética, oh símbolo provechoso para los realistas del arte!».

¿Qué nos enseña el maestro en su buen humor? Un poco nos complacemos por la desventura del muy caviloso, seguramente muy profesional y gran administrador de su tiempo: ocupadísimo, condenado a la importancia. Otro poco nos condolemos de la envidia que mal esconde mirando a este estanciero ilusionado por sus delirios imposibles, entrometiéndosele de llena atención por llevarse un corazón de fuego para presumirlo lejos, donde sí le presten atención. Sorprende el desatino de este hombre dizque simple y confirma con algo de admiración que, como se sabe desde hace mucho, es muy probable que pasen muchas cosas improbables. Pero, cuidado, Reyes no se ríe de los muy cavilosos (no principalmente). Se ríe de los realistas del arte. Se ríe de que hayan sido puestos en jaque por los muy cavilosos. ¡Mayor la desventura y más honda la envidia! ¿Por qué? Pues porque en los eventos de la vida diaria, de la real existencia del hombre, resulta tan elocuente y bien formada la descripción del fantasioso viaje que en todo su tangible realismo hay pechos calentados y recrujiendo de tectónicos corajes. No hay cómo negarlo sin trenzar cuentos. Mientras, lo ridículo del realismo así autonombrado «del arte», se revela en su fealdad: no es sino misología disfrazada de sabiduría. Absurdo de absurdos, el realista dice olvidarse de las ilusiones y posarse en lo crudo, y para ello tiene que hacer un arduo trabajo de abstracción. Más que muchos se esfuerza negando la realidad. Tarde o temprano esto lo lleva a estacionarse en lo más feo que su imaginación le da para figurarse y proclama que tal condición es la prueba incontestable de verdad; pero por supuesto que para entonces ya hasta a la verdad le agarró suspicacia. Tal niñería Reyes se la toma con regocijo. Lo valioso queda repicando tras la claridad de la risa: el fabricante de volcanes es una maravilla. Que la literatura abre la vida, que la palabra expande el mundo y que afina la vista para ver mejor lo que ya estaba ahí, se percibe con realismo incandescente. Pues prorrumpe lo obvio: si de veras los realistas del arte aprovecharan el símbolo, como les propone Reyes, precisamente por eso «se les caería el teatrito».

Proteófilo Cantejero

14 – El poema «Taño»

Tiende de mi carne un hilo,

su cabo va lejos,

se pierde de vista

y de oído se acalla

aun grite lanzando

voces cual cantos de río

tirados al mar.

Pende sobre mar y olas,

se adentra en la arena,

ahueca las calles

y anuda una nube:

ya alguien se cuelga

como tocando campanas.

Repica mi piel.

Tiende de mi carne un hilo,

cual cantos de río,

sobre mar y olas.

Tiro y trina la memoria

amueblada y llena y

luminosa y quieta.

Como tocando campanas

tiran y yo trino

donde más hay eco

suena en armonía un suspiro.

Proteófilo Cantejero

13 – La duda del corazón

Hoy caminé con un conocido que hice por unas lecturas en común. No compartimos ni lengua materna ni segunda lengua, y aún así, nos las arreglamos para decirnos algunas cosas a veces. Hablando así de tropezadamente, anduvimos un rato por un bosquecillo contiguo a la universidad a la que vino de intercambio. Hablamos sobre la carencia de claridad de nuestros días en lo dicho, sobre excesos o faltas en la palabra compartida, sobre obscuridades que parecemos hacernos de puro gusto, como si no estuviéramos ya conformes con la penumbra como está y hubiera que espesarla. Y en ello, me contó sobre su país y estos días. Un lugar lejano; tal vez no en los mapas, pero sí en mi mente en que lo tengo como una de esas cosas que apenas se sospechan en el fondo borroso de una fotografía, extrañas, dudosas. El grosor de una película de clara de huevo endurecida, así es mi conocimiento de su tierra. De ella me contó sobre una grave dificultad. En estos días, me dijo, todos desconfían de todos los demás. La causa es llamativa, por lo menos si uno le toma la palabra: lo atribuye a la diversidad tan grande de grupos religiosos que hay allá. Pocas personas enclaustradas en pocas cabezas, escuchando apenas lo que dice una docena cuando más, y creyendo que entienden el rumor del mundo entero. Fácilmente esa existencia hace que todos los otros parezcan mentirosos. Enjambres de extraños mirándose los pies y sin volver nunca la vista, enrollados todos con la cara al ovillo, amadejados y enajenados. Me dejó pensando incluso mientras él hablaba. Qué catástrofe la que puede venírseles encima. (¿No es la que ya se les vino bastante?). Allí todo es hipocresía porque nada hay más que las máscaras de las capillas, cada cual con la suya, cientos, como si pelearan por un señor feudal y marcharan en campos mundanos a poner orden divino a los enemigos, cada cual con La Verdad enarbolada y todas difieren entre sí. Arrogancia suprema la del escudo de armas, pues enaltece no una opinión sobre cosas de poco valor, sino la verdad del Cielo, sobre todas las cosas del cosmos, sobre su orden y jerarquía. Vana marcha a la guerra, a dar en tierra con el hermano.

Nos habíamos perdido en el bosque pero recuperamos el rumbo un poco después y la conversación se dispersó. Disfrutamos algunas curiosidades cómicas, como que al percibir un movimiento veloz en las ramas ambos pensáramos en una ardilla, aunque no pudiéramos decir cómo se llamaba tal animal en una lengua que entendiéramos. Le conté sobre la mudanza en que todo se mudó menos yo (de la que tal vez escriba mañana). Al despedirnos, me quedé con una sensación cosquilleante. Lo que aqueja a su país no se me fue en todo el día del pensamiento. Un vecino –es el ejemplo que se me fijó– no puede confiar en que sea cierto que quien vive del otro lado del muro cayó enfermo. No puede siquiera creerle a la familia que uno de ellos ha muerto. No, si no son parte del mismo grupo religioso. ¿Cómo entonces, si lo está viendo padecer, frente a sí? ¿Si está viendo el duelo, la desesperación, la zozobra? No, me dijo, descree. No solamente eso, sino que cree que quizá es parte de alguna puesta en escena del gobierno, de un elaborado plan para hacer que todos los que no pertenecen al mismo bando sufran las consecuencias del engaño. Que todos, cientos de miles, estén engañados por una complicada trama de cuerdas y ruecas y contrapesos de arena y maquinaria con poleas y escenografía y luces de colores y actores millonarios que ganan otros millones para amontonarlos encima de los otros; con el propósito de… y esto es lo más impresionante de todo, con el propósito de engañar. Cuando hay una teoría de éstas de «conspiración» como suelen llamarlas, hay siempre por lo menos un propósito obscuro oculto, una explicación por lo más jalada de los pelos que sea, que pone en tierra todo el andamiaje del edificio de ilusiones. Siempre quiere tal magnate comerse el mercado completo, o tal grupo de poder controlar todas las mentes jóvenes de naciones poderosas para formar su ejército de juventudes partidistas, o quiere tal poderoso esconder lo que hizo cuando era joven para nunca enfrentar su pasado criminal ante la sociedad. Pero en este caso, no es así. La duda que aqueja no es de las intenciones de los otros; es la duda del corazón. Los vecinos dudan del corazón del otro a quien le ven la cara. A quien ven en pleno sufrimiento o en la palidez azul de la muerte. Ha de ser que quienes viven en la obscuridad no pueden creer en las sombras. Piensan que los quiere engañar este otro, enviado del enemigo, soldado del otro amo y señor de otras tierras incomprensibles donde la piedad está torcida. Piensan que los engaña para poder engañarlos. Todos además piensan de sí mismos que son los únicos que no se tragan el engaño. La barbarie. La salvajía. En suma, la crueldad desbocada, sin dueño. La cosquilla en la nuca la tengo porque no es esto tan ajeno como me son las lenguas de medio oriente. Para encontrármelo solamente tengo que conectarme a internet y buscar qué trending topics hay hoy.

Proteófilo Cantejero

12 – La emergencia

Recorrí hoy calles despobladas junto a otros como yo. Pavimento para nadie, flores de apenas unos días con días sin olerle a nadie. Cielos despejados de estrellas que deslumbran, que lastiman. El aire está estancado (aunque lo confundan con el aire en calma). ¿Excepción? ¿Emergencia? La emergencia es que vivimos en la emergencia. No estamos descubriendo una nueva existencia interior que cambiará para siempre el modo de vivir; exagerados. ¿Quién está cambiando su modo de vivir? Lo único descubierto es que escuece la obsesión de vivir por encima, de vivir por afuera, de salir todo el tiempo. Emergencia. No de casa, de uno. De vivir por encima incluso dentro de uno, corriendo en la caminadora o sentado en casa con los ojos tragando luz de pantallas que no sacia. Recorrí hoy calles y estaba enmimismado. ¿A quién le escribo? Esto es un diario. Divago y digo de disparates diario.

Proteófilo Cantejero

11 – El hombre moderno

El hombre moderno vive atrapado. Él es su mismo captor, además. Pero esto no le avergüenza. Se ocupó de no poder sentir vergüenza nunca más. Lo consiguió perdiendo la cara y, aunque suene fácil, no lo es tanto. Perder la cara tiene sus dificultades. Empezó desconfiando de la palabra, con lo que poco a poco la voz se le fue degradando. Hubo que desestimar muchas miradas y que obviar muchas razones antes de que el efecto fuera de verdad notorio. Ayudó solamente fijarse en los efectos y olvidarse de las causas, por cierto. Cuando ya sólo bramaba, entonces sí ya no tardó tanto en olvidarse de la expresión. De ahí dejó de haber qué hacer sonar y personar; al fin, se convenció de que no había ningún mundo que encarar. Repito, no fue fácil, pero de hecho no lo hizo a propósito. Fue una de esas muchas suertes ya insondables que sufrió el hombre moderno por haberse atrapado a sí mismo entre el febril anhelo de un futuro rebosante con los frutos del progreso y la melancólica añoranza por un pasado sencillo, dorado. La trampa del hombre moderno fue medir ambos por sus placeres. Ah, generaciones enteras abocadas a luchar por regresar a lo que era; y lo que era, eran generaciones enteras luchando por lo mismo. Los placeres de la comodidad. Ah, vidas consumidas, apostadas de espíritu entero al momento venidero en que todo lo invertido se podrá cobrar con creces, mieses e intereses. Los placeres de la facilidad. Fue un moderno de hueso colorado quien distinguió entre salvajes y bárbaros. Los primeros odian el arte, los segundos odian la naturaleza, enseñó. Él, civilizado que se creyó, amó más bien ambos, pues sometió a la naturaleza con su arte y así quedó la naturaleza embellecida, llegada a ser lo que ella sola nunca fue. Valiente amor. ¿Y dónde queda tal civilización? No se le halla entre naciones donde el mismo hombre moderno es el que se desbarata en la crueldad salvaje de no poder tener claridad sobre la vida. Y esto además lo logra con armas de obscena barbarie, con las que aplasta al que le toque estar de paso hacia la constante mejora del alma sofisticada. Civilizado que tuvo que reinventar la civilización, como en mucho más, el hombre moderno se atragantó de análisis. Son estos su nueva necesidad, su sed y hambre. Sed de antes, hambre de después. Voraz cada una. Así, el hombre moderno vive atrapado porque quiere apoderarse de todo y, sometido al poder, es él su mismo captor.

Proteófilo Cantejero