Mutaciones y Fijezas

A. Cortés

esperando aquel día en que cayera, funesta,
hirviendo en la mente y el pecho de hombres,
sembrando el veneno que acaba con todo.


La confianza en la palabra es aliento del filósofo. No hace mucho tiempo que el hombre veía en el aliento el signo inequívoco de su fuerza vital. Y diferente al resto de los animales, se cierne lo humano en la palabra como una entrega misteriosa que comienza con un hálito ordenado, articulado y pronunciado en concordancia con el pensamiento, y que culmina con la pretensión de dar junto con el fonema, expresión de una visión susceptible de ser comunicada.

Comunica quien con la palabra puede dar a otro lo que tiene y que el otro puede tener también. Y si lo puede tener, es en este ejercicio de comunión. Se comparte la palabra porque los hombres vivimos en un mundo. Pero lo dicho es blanco de desconfianza y resquemortan pronto como se hace evidente la posibilidad de la mentira. Es efectivamente posible mentir, y de eso no tenemos dudas serias. Sin embargo, ésto no salva al hombre de la mayor obscuridad discursiva: la desconfianza se vuelve mucho más áspera si se mantiene a raya de algo que forzosamente será verdadero, pero que al mismo tiempo pone en su velo lo más importante de todo. Ésto ocurre si se duda de la verdad valiosa, y con ella de la posibilidad de la ciencia[1].

Intentemos reflexionar si “lo más importante de todo” lo es en verdad: “apreciamos lo que permanece por sobre lo que cambia”. Ésto es lo que se está dando por sentado en estos párrafos, ¿y será cierto? Para responder a esa pregunta, tenemos que ponernos a considerar con detenimiento cómo vamos a avanzar: ¿qué hacer primero, ver ejemplos, pensar en la necesidad del conocimiento, confrontar las respuestas contradictorias con la experiencia? Seguro lo mejor sería decir primero lo que vemos primero, y tratar de que eso nos lleve a lo que posibilita que veamos lo que vemos. Y, según yo, eso es lo que Aristóteles dice al principio de la Metafísica: “todos los hombres por naturaleza están tendidos hacia el saber; prueba de ello está en nuestro afecto a los sentidos”. ¿A cuál sentido le tenemos más afecto? En esa respuesta se encuentra la prueba a la que alude Aristóteles: de los sentidos, incluso considerados sin que estén realizando su función, nos parece la vista por sí mismo el más valioso de todos. Porque gracias a él sabemos más, en comparación con los demás, y nos ayuda a ver más distinciones en las cosas que cualquier otro. Con el oído diferenciamos la altura, la duración, la intensidad; con el tacto, la dureza, la asperidad; con el gusto, la acidez, el amargor; con el olfato, la dulzura. Pero con la vista distinguimos muchas más características de las cosas, vemos colores, figuras, profundidad, claridad, quizá hasta cabría decir que vemos movimiento.

Hasta aquí, pues, es paráfrasis de Aristóteles: le parece que por el hecho de que apreciamos más la vista se evidencia que los hombres tienen una disposición natural hacia el conocimiento. ¿Qué les parece a ustedes? Rousseau, por su lado, no estaría tan de acuerdo, pues piensa que el órgano más importante de nuestra sensibilidad es el acústico: es el único que no se puede apartar naturalmente de su función, todos los otros, se cierran o se detienen. ¿Será más bien que tenemos en mayor estima al oído? Sea como fuera, tenemos que apartarnos de la discusión sobre la sensibilidad -que seguro puede traer como consecuencia muchas conclusiones interesantes sobre el modo de conocer de los hombres-, pues lo importante aquí es ponderar si somos o no seres que están dispuestos naturalmente al conocimiento, pues quizá en cómo entendemos lo que es conocer se nos aclara también si somos seres que inevitablemente valoran más lo que permanece.

Yo, por mi parte, puedo pensar en que nos dedicamos toda la vida a conocer y a vivir de acuerdo a lo que conocemos en muchísimas maneras distintas. Pero cuando hablamos de ciencia como conocimiento de lo universal y necesario, aparte damos a cierto saber el privilegio de ser estable posesión de todo hombre posible, no sólo de uno o de algunos. Piensen en todos los productos comerciales que nos rodean: la verdad a la que aluden ha de ser científica si se le quiere dar verdadero peso (claro, con la concepción contemporánea de ciencia), y con esto sólo estamos mostrando nuestra mayor confianza sobre aquello que nos dicen pretendiendo mencionar su universalidad y su necesidad. Una caja de cereal con su “tabla de valor nutrimental” no hace otra cosa que ésto, porque los datos recopilados en dicha tabla tienen la pretensión de presentarnos un estado no-cambiante, una disposición irremediablemente encontrada en el interior del rico cereal. El esfuerzo científico se dedica a ello, a pelearse con quien diga que su saber es particular, o que es temporal. Es cierto –no sería justo pasarlo de largo- que la ciencia contemporánea (pienso en física newtoniana aplicada a la astronomía y física cuántica aplicada a la electroquímica, o en las teorías de la naturaleza doble de la luz[2]) no siente escrúpulos en admitir juicios y teorías que no expliquen la verdad, sino que sirvan a sus propósitos experimentales y observacionales; sin embargo, admitamos que esta disposición es consecuencia de un esfuerzo grande pero infructuoso por fundamentar la ciencia como sistema universal y necesario: el día que alguien exponga la naturaleza de la luz de manera clara y distinta, tal que aparezca a todos como fundada en principios universales y necesarios, las dos teorías ahora aceptadas y cambalacheadas se dejarán inmediatamente de lado y se admitirá la que, siendo una, explica los dos ámbitos de la cuestión.

Sea o no el modo contemporáneo el mejor para hacer ciencia, la pretensión de verdad a la que apunta es la necesidad y universalidad de su juicio; aun cuando intente establecer que, por necesidad, no ha habido nunca ni habrá una sola cosa en el mundo que pueda ser eterna. Parece que nosotros por naturaleza preferimos tener esta clase de verdad en nuestro poder; aunque, como ya hemos dicho, la mayoría de los hombres vivos hoy desconfía de la posibilidad de alcanzar tal tesoro. Aún más evidente, todo lo que hacemos está implicado en lo que sabemos, en lo que supimos, lo que aprendimos, lo que hemos descubierto. Incluso se nota que nos comportamos de maneras distintas dado el olvido de algo que sabíamos, o de la patente ignorancia. El recuerdo y la capacidad de recordar son fundamentales para el ejercicio del intelecto sano. Y todo ésto gana nuestra admiración si se trata de la relación del conocedor con lo universal y necesario de la ciencia.

Este tipo de relación es visible en el caso de algunas de las ocupaciones del intelecto como las matemáticas o la lógica, o con todo aquello que consideramos conocimiento perenne.Es decir, aquello que llamamos ‘ciencia’ se nos presenta con apariencia de ser cierto tipo de conocimiento racional con la pretensión de ser (y así intentamos enérgicamente que sea) válido para todo tiempo y hombre posible[3]. Cualquier discurso científico por tanto versa sobre lo general, y en ésto cae en un ámbito que se desprende del sensible en el mundo que fue generado y que por tanto perece. De allí su pretensión: dado que lo particular y mundano es perecedero, parece lícito el intento por alejarse de él si se quiere un discurso inmortal. Gracias a esta separación, al legar la razón en la generalidad el hombre se pliega a hablar de lo que va a durar más allá de lo sensible que se corrompe ante sus ojos, es decir, a discurrir de aquello tan viejo como el triángulo, tan vigente como el deseo y tan certero como el movimiento. El punto de partida, por tanto, es el hecho de que vemos algo más general que el individuo solo que se nos presenta a los sentidos, y esto no se hace con el cuerpo, como facultad sensorial, sino con el intelecto. Luego se desprende que en ningún caso las razones particulares constituyen conocimiento científico en el sentido de universal y necesario[4], que aplica para todos y que no puede ser de otra manera.

La palabra es término porque expone (pone fuera) lo que se conoce. Da de ver la posesión de quien lo exhibe, y lo regala. Por otro lado, la desconfianza en esta posibilidad merma el trabajo científico eximiéndolo de dar razón, arrebatándole la responsabilidad de su ejercicio por negar que ésta tenga algún fundamento real. Es éste, el científico, el discurso que más vivamente proclama su lugar certero sobre eltrono del conocimiento[5], por sostenerse con rigor y confianza en su base (tal sucede con la mencionada matemática, por ejemplo). Y ¿cómo habría de pasar ésto si no fuera que tenemos por más valiosa la permanencia que el cambio? Cualquier otro modo de hablar refiere por lo frecuente a la opinión o a la ignorancia: lo que decimos de lo particular siempre es algo que pudo ser o no ser así (y esta misma oración pretende poder desprenderse de lo particular para que sea tomada en cuenta). Pero conocer científicamente se torna problema desde que no se acepta la validez de hallar en la experiencia evidencia suficiente para el hombre impulsado a resolver si en verdad conoce, y si eso que conoce no es moda, sino permanencia.

Si le tratamos de dar valor a la moda, a lo mutable, por estar habituados a ella y nos detenemos a apreciar lo dispuesto al cambio en lugar de a lo que se mantiene, ¿no estamos apreciando más lo que siempre cambia en tanto que lo hace siempre? Creo que no tenemos salida, por más que se nos haga evidente el movimiento, lo más valioso es poder decir qué es lo que todo movimiento es siempre. La moda en tanto que efímera, considerada por separado en cada etapa, si se quisiera de verdad someter a un discurso que por ello la valorara, tendría que admitir no sólo la carencia de tales ‘etapas’ (porque esa manera ya organiza la experiencia en la palabra como algo que permanece durante la etapa), sino que tendría que obligar al discurso a expresar de ella un movimiento continuo en el que nunca se aprecia nada que hubo de quedarse quieto. ¿Y cómo hablar de la moda entonces, si ella misma no es una sola cosa? Tratar de hablar en forma mutable de lo mutable termina por cancelar el discurso. Y esto no es accesorio, ni agregado, sino perfectamente natural: la palabra tiene tal modo de ser que no puede dar razón de lo que no es en tanto que no es. ¿Y no es esa suficiente evidencia de que, naturalmente, el hombre tiene por más valiosa la permanencia que el cambio?

Que conste que no estoy diciendo que del cambio no puede hablarse (si acaso sí digo que es bastante difícil), estoy diciendo que apreciamos en el cambio lo que podemos decir que es, y sólo encontramos las cosas que son por ser unas y las mismas al mismo respecto del que hablamos de ellas. Por eso tenemos palabra ‘cambio’, porque nos parece que el cambio es una sola cosa que siempre aparece ante nosotros como lo mismo, si bien de modos distintos. La moda, por su parte, es un hábito corriente en lo contemporáneo, y habría que poner en duda qué tanto vale la pena que lo consideremos seriamente en cada una de sus etapas, o en tanto que cambio continuo; así como también valdría la pena intentar decir qué es lo que alcanzamos a ver que acontece con los hombres vivos hoy, en los que habita esta obscura desconfianza en la posibilidad de hallar la verdad valiosa.



[1] Tal como sucede con consecuencias máximas con Jonathan Dancy cuando afirma que del mundo, en el mejor de los casos, sólo podemos tener una acepción imperfecta, y que ésto mismo es lo que admiten los realistas. Ésto equivale a afirmar que los más preocupados por lo real son quienes pasan de largo el hecho de que, de la realidad, lo más noble que tenemos es nuestra propia interpretación, pues nada hay que sea cognoscible como pretendemos. Este escepticismo niega el valor real del mundo y la posibilidad de saber sobre las cosas con las que tenemos experiencia se cancela. Para éstos que se encuentran en tal extremo, quizá la mejor vida esté dentro de casa tomando antidepresivos y calmantes.

[2] Me refiero a las teorías que dicen, la una, que la luz está compuesta por ondas, la otra, que está compuesta por partículas. Actualmente, la exposición de la luz se hace tomando en cuenta ambos aspectos, a veces uno, a veces el otro, dependiendo de la naturaleza del experimento en cuestión.

[3] Por ejemplo, me parece que Kant admite en La Fundamentación de la Metafísica de las Costumbres, “Prefacio”, § 7, que no debe pensarse solamente en lo correspondiente al ‘hombre’, sino que ha de abarcarse con la noción a todo ‘ente racional’ posible.

[4] ARISTÓTELES, en su “Libro V” de la Metafísica, Capítulo 5, dice que la necesidad (a)nagkai=oj) es “en sentido fundamental y primero, lo simple, lo que no puede tener más que un modo de ser”. En griego y fuera de Aristóteles, esta palabra era entendida mayormente como ‘lo forzoso’ o ‘lo impuesto’. La universalidad, por otra parte, es usada en la misma obra como lo relativo a un todo, como lo que abarca algo totalmente (kaqo/lou).

[5] Y con más razones de peso cuando se trata de ciencia entendida como directamente proveniente del término latino scientia, conocimiento. En este caso, hablo de las ciencias limitadas por su naturaleza sistemática (organizada por principio, medio y fin de acuerdo a la razón) y abocadas a un sólo objeto bien definido cada una de ellas.

La Verdad Valiosa

A. Cortés

Mas no por aquello la danza cesó,
de cierta sentencia impendiente en los aires
que dicha en silencio ululaba paciente


La verdad, encuentro difícil andar un camino que conduzca de manera simple y llana a decir cómo es que se relacionan los hombres con la palabra. Lo que es más, no creo que haya tal; me resulta más fácil explorar la manera en que parece que se da este vínculo en virtud de la manera en que vivimos cuando entre nosotros hablamos. Así pues, es evidente para todos que no habría vida tal y como la conocemos si no confiáramos en que por la palabra se puede decir la verdad, y en que también se puede mentir.

Ahora, así parece que es en términos planos, que los hombres decimos verdad y decimos mentiras, que de ese modo hablamos y escuchamos a quienes nos hablan; pero ¿es tan evidente la simplicidad del asunto, cuanto lo es el hecho de mentir y decir verdad? Mi temor es que, por ver que sucede en efecto así, nos adelantemos a decir que sucede en todo caso así. Por lo pronto, creo que no es una cosa tan sencilla como que confiamos en que sí y no desconfiamos en que no. Y es que sí se alcanza a ver que vivimos los días haciendo y diciendo con pretensiones de alcanzar a hablar sobre algo verdadero, nos relacionamos con los otros queriendo que ellos sepan de lo que les hablamos, también mentimos a sabiendas de que lo que decimos es falso; pero falta decir que el hecho de que existan necesariamente estas condiciones en nuestra relación expresiva con los otros no garantiza que no haya otros aspectos de la vida en que no se den así.

¿Cómo podríamos saber si es o no de este modo si no por la experiencia? No me parece que sea posible preguntarlo de otra manera, o deducirlo de otro lado, porque lo único que hasta ahora se me ha hecho diáfano es el hecho de que mentimos y decimos verdad cuando andamos yendo y viniendo entre más hombres. Pensando por ello un poco en la manera en la que se dan las cosas en la vida, noto que no siempre hablamos de la misma manera con todas las personas, y no tenemos por iguales todos los asuntos de los que hablamos. Estas cosas en las que pretendemos decir verdad o mentira son, por lo menos, de las más cercanas: saludamos a un amigo y decimos verdaderamente algo que en él vemos, también expresamos fielmente deseos como el hambre o el sueño. Confiamos en que es posible mentir sobre los acontecimientos cotidianos de los que somos partícipes, y en general, lo que nos compete personalmente solemos expresarlo en términos semejantes, acudiendo al cobijo de la palabra y a la confianza en que el mundo está poblado de otros que escuchan y también me dicen.

Al mismo tiempo que hacemos ésto, sin embargo, resulta que sobre los temas que parecerían competer a más que a nosotros solos los tenemos por más escurridizos: por lo frecuente no estamos seguros de que se pueda decir verdad sobre qué es la felicidad de los hombres, o sobre cuál sea el mejor modo de gobierno. Es raro asistir a discusiones circulares más grandes que las que se engendran de proponer entre muchos que se hable de qué cosa es lo bueno y qué lo malo. La gente de a pie mantiene sus opiniones de manera muy sólida, a su mirada, por lo menos: he hablado ya con varios que predican sin más que no hay tales cosas como buenas y malas, sino opiniones al respecto y “mundos en cabezas”. Así también, no parece que sean muchos los que queden contentos cuando alguien afirma que, de las opiniones de los científicos contemporáneos, una debe ser verdadera y, todas las demás, a ese mismo respecto falsas; no me imagino muchas sonrisas en una habitación entumultada en la que se afirme que si lo que dijo Einstein es cierto, la física newtoniana es una mentira.

Todos estos ejemplos de la experiencia me hacen mirar a una sola dirección: parece que es causa de desconfianza todo intento de envolver con nombres las cosas más generales, porque son las más delicadas e importantes; piensen si no apunta ello a que juzgamos algo como más importante cuando lo sabemos concerniente no sólo a nosotros solos, sino a nuestra humanidad[1]. Mejor y más importante son formas que tenemos de decir que algo es más digno de ser buscado para tenerse, en algún sentido de tener. Es más evidente que los temas generales son tenidos en más alta estima por la mayoría porque se deja ver que al tratarlos con los ojos puestos en verdades y mentiras sin más, uno es objeto de condena por simpleza y necedad: se piensa que a cosas grandes corresponden pensamientos grandes. La desconfianza en la palabra empieza aquí como temor al fracaso de impulsarse hacia lo más importante, y terminar habiendo dado en falso. “De las cosas que más nos involucran no se debe hablar gratuitamente”, podríamos decir. Pero esta manera de enunciarlo es todavía muy conservadora junto a lo que parece decirnos la experiencia: no sólo se suele ser cuidadoso al hablar de estas cosas, sino que se concluye que no es posible hacerlo con una pretensión de verdad o mentira. ¿Y el hecho de que algo sea más delicado es suficiente para abandonarlo? ¿Preferimos no dialogar sobre la amistad porque nos tenemos por ineptos y perezosos, y por incapaces de decir nada de valor sobre ella, en lugar de aventurarnos a decir qué cosas obscuras o lúcidas vemos sobre ella?

No es gratuito el hecho de que hoy sea muy común escuchar la imposibilidad de alcanzar la verdad valiosa con la palabra. No creo haber escuchado a alguien que me lo diga en estos términos, pero a ellos se refieren cuestiones como la relatividad de los juicios sobre la belleza (“si para ti es arte, es lo único que importa”), la imposibilidad de dar razón de los ritos religiosos (“cada quién cree en lo que cree”), y otras parecidas, en que se dice que lo que quisiéramos llegar a decir no puede ser dicho, y ésto querido es por tanto la investigación que tiene valor. Es como cuando Kant dice, al principio de la Crítica de la Razón Pura, que el hombre tiene un natural y fuerte anhelo por saber aquello que, también por naturaleza, tiene impedido saber. Aquí es la cuestión que, sobre lo menos importante no hay problema de soltar tremenda verborragia y aceptar todo como verdad o todo como mentira, pero eso sí, en los asuntos de verdadero cuidado, y de seriedad, es imposible acercarse hablando seriamente, porque la palabra no alcanza. Es como decir: “se vale que platiquen sobre esas cosas, pero no pretendan que están diciendo nada de valor”. Y es que entre lo personal y lo social, siempre consideramos que lo social tiene más peso[2], y por ello no es frecuente que se presente en nuestras escuelas algún ponente que hable de cómo le fue en su fin de semana (seguro sí se da, pero no tanto), como sí estamos hasta el cuello de conferencias sobre la crisis y sobre las afecciones de la sociedad. Definitivamente no es lo mismo presentar el ejemplo de quien dice haberse caído tras caerse y concluir de él que decimos verdades, que pensar en el caso de alguien que no está interesado en hablar de caídas, sino en decir cómo es que la poesía puede mover las almas de los hombres. ¿Cuál discurso les parecería más valioso, y de cuál es más fácil decir verdad?

Que conste que en esa pregunta no estoy emitiendo un juicio sobre la facilidad de la verdad, sino proponiendo un examen de la propia posición al respecto de la palabra. Pero las consecuencias de aceptar el extremo en el que de lo serio no se puede hablar son desastrosas para el discurso de lo general: la misma seriedad y excelencia que supuse, cuya tensión estriba en ser lo digno de ser dicho pero imposible a la vez de llegar a serlo, se esfuma fugazmente y se presenta como una promesa vacua. A ésta no se le pasa de largo mostrar su carácter definitivo e inminente: La verdad valiosa se creía que era valiosa, pero es sólo una fórmula imposible como el oxímoron, y se creía que en algo era más grande que el discurso sobre otra cosa cualquiera, pero se erraba al hacerlo: pues si no puede ser dicho, la misma desconfianza en la palabra muestra las bases de lo que creíamos tan sólido como quebradizas y corroídas. Al excluir la posibilidad de decir verdad sobre las cosas, éstas pierden para nosotros cierto nexo con la vida que de algún modo las unía. Y esto que digo no es tan raro: por ejemplo, de tanto predicar que no se puede dar razón de lo bueno y de lo malo, y que no se puede hablar de ello en absoluto, se acaba por convencerse de que ninguna de ambas cosas es verdadera, de que no sólo no se puede hablar de ellas con verdad, sino que no se puede darles nombres porque no tienen cabida en el mundo. Se deja de confiar en que haya algo que sea ‘lo bueno’ cuando se desconfía en que se pueda decir verdad sobre él. La cosa pierde su nombre y se pierde de vista. Es decir, el mundo vuelve a hacer suyo sólo lo dicho, y deja fuera en lo que se sembró la desconfianza, apartándolo como ilusión que se evapora. ¿Qué ocurre entonces con la ciencia, y qué con la filosofía, si la verdad valiosa fuera un cuento de soñadores que se placen en la fantasía para no dolerse en la vida mundana?


[1] Y creo que tenemos en aún mayor estima aquello que concierne a todo cuanto es en el mundo.

[2] Para evitar problemas por ahora, digamos que lo social está entendido como lo que me involucra a mí y a todos los que viven conmigo, ya sea en mi casa, en mi ciudad, o en menos palabras, en mi comunidad: aquellos con quienes tengo algo común que nos une.

La Posibilidad de la Mentira

A. Cortés


¿Da voces el eco del lobo al aullar
mejor que los himnos de tierras remotas
antaño enterrados por cientos de edades?

El hombre, por tener la capacidad de hablar, también la tiene de mentir. Hace unos días decía yo que el habla es evidencia de lo humano, y lo humano, evidencia de una expresión que algo tiene de distinto junto al viento que sale del pecho y al timbre que se le imprime con ayuda de la lengua. Esto distinto debe estar en algún modo relacionado con la manera de ser del mundo y de las cosas de las que nos atreveríamos a decir que vemos con claridad, pues de lo contrario, será imposible que lo dicho cambie en algún modo lo que se tiene por cierto de la vida que vamos haciendo. De ahí que sea importante preguntarnos: ¿hay algún cambio en mí cuando se me dice algo? A mí me parece que es un hecho que nos vemos afectados por lo que escuchamos, que nos mueven las palabras. No creo que sea cosa rara para nadie que se pretenda llevar a alguien a determinada acción mediante el discurso, convencerlo de que algo es así y no de este otro modo, anunciarle que algo ha cambiado en lo que sea que ambos conocen, etcétera. A la palabra la tenemos por potente dadora de las cosas (sea o no sea cierto que es así): actuamos como si se nos hubiera entregado algo que mantenemos con nosotros cuando se nos relata algo que no conocíamos, nos mueve porque afecta quienes somos. Podríamos decir que se entrega la palabra, porque de verdad parece que damos algo. Pero, con todo, la cosa que damos, y la cosa que nombramos que yace en el mundo, no son por necesidad la misma. Sea por la razón que sea, en cualquier caso en que entendamos el vínculo entre palabra y las cosas del mundo, se hace evidente que la voz del hombre puede nombrar aquello que no ve que sea.

Suponemos que lo que vemos que es, en verdad es. Suponemos también que decirlo es una manera de expresar lo visto, de presentar en la voz aquello que me parece que es. El movimiento que lleva al hombre lo más naturalmente a hablar de lo que ve es igual de verdadero, sea o no verdadera la relación de la palabra con las cosas, y sea o no verdadera la cosa de la que se habla. El impulso por decir existe en los hombres que se comunican sobre lo que, por visto, piensan que es. Y de ver, puedo decir que veo de muchas maneras: si los ojos no son lo único que soy al momento de investigar algo, entonces habrá que incluir toda potencia del hombre que permita hacer dicho examen, es decir, si al momento de enfrentarme con el mundo para hacerme una idea de qué cosas son en él, me aboco de varias maneras a clarificarlo, entonces todas ellas son dignas de estima por cuanto me permitan realizar este objetivo. Por ello es conveniente incluir como visión la visión del intelecto cuando hablamos de ver con claridad las cosas que son.

Ahora, no podemos quedarnos con la idea de que es suficiente un vistazo para constatar que algo no tiene más verdad que la que se presenta inmediata a los ojos; así como tampoco parecería congruente que se nos ofrecieran razones de peso para pensar que los ojos son completos farsantes que entregan, como si sí fuera, todo lo que no es. No estoy diciendo aquí si es o no posible conocer en verdad a las cosas (aunque sería muy difícil dar con razones para seguir investigando si estuviéramos convencidos de que no), sino solamente que siempre actuamos como si en verdad pudiéramos conocer, y como si lo conocido pudiera en cierta medida ser dicho a otro, que comparte conmigo algo de lo que veo, y que será movido en alguna manera por lo que le diga al respecto de eso que compartimos.

Al mismo tiempo que esto ocurre, la voz de los hombres puede alzarse e imitar ese modo en el que, como mencioné, se intenta decir lo que se ve que es, pero diciendo algo diferente. Pienso en la imitación porque, al engarzar en un discurso las palabras de una mentira, se añaden a los nombres las características falaces tal como se haría en el caso de las verdaderas, o se malnombra algo con un movimiento parecido a aquel en el que se habla bien de algo (y pienso en el sencillo ejemplo del barco: si se mira uno y se dice que es un gato). La forma en la que se articula la palabra, dando algún nombre, diciendo algo de él, presentándolo como siendo parte de un mundo integrado por todo lo demás que sabemos, da la oportunidad al mismo que habla de decir de una manera que algo es distinto de lo que es. Puede errar y terminar por describir algo mal; puede también deliberadamente presentar algo que no es como si fuera, por ejemplo, exponiendo la existencia de un hombre inmortal (1). Todo ello es sencillamente lo que se nos presenta cada día: podemos mentir porque es potencia de la palabra.

Lo curioso es que la posibilidad de la mentira, mientras más nítidamente se presenta como indiscutible, más ayuda a mostrar la manera en que la palabra se relaciona con lo que las cosas sí son. Porque si estábamos dudando de la posibilidad de decir algo verdadero, entonces nos encaminábamos también a cancelar la posibilidad de la mentira. Mentir es tal solamente para quien acepte que algo hay bien dicho que se está maldiciendo u omitiendo. La mentira sólo es comprensible en un marco en el que la voz puede efectivamente nombrar, y en el que hacerlo bien, hablar bien, equivale a decir de lo que es, que es; así como que es de tal cierto modo. Se hace evidente ésto si pensamos que no hay modo de conducirnos en la vida comunitaria que tenemos, o social si se quiere, sin aludir a una forma de comunicación que pretende desarrollarse expresando lo que es. Y si nuestro modo de decir depende de que engañemos, entonces también depende de que el engaño reciba su justo nombre a la luz de aquello que queremos ocultar. Por quererlo ocultar, estamos ya admitiendo su existencia: al mentir confiamos en que hay algo que sea verdadero.

El hombre que habla y que razona, argumenta de modo que pueda notarse en lo que dice qué cosas del mundo son las nombradas, por las que llega a la conclusión expuesta como una manera de exhibir la verdad. Entonces es evidente que no hay buen argumento acerca de cualquier cosa. Sólo hay buen argumento de lo que es, y se puede ver en lo que sigue: si fuera necesario en un discurso de la palabra seguir cada una de las reglas lógicas para llegar a una conclusión, a fin de que luciera como un estricto ejercicio de rigor del pensamiento, pero ésta resultara falsa, sin duda es patente que en algún momento de la argumentación se habría dado por verdadero o una suposición, o un principio, o una aseveración, falsos, de los que podríamos decir que por más que aparenten verdad, terminan por minar el supuesto buen argumento y exhibiéndolo como malo, como falso.

La verdad que está implicada desde que el hombre habla del mundo, parece llamar al hombre que habla, y al encontrarse como visible funge de cimiento del discurso bien dicho, que se dirige a quien también ve lo que se dice bien. Por supuesto, no estoy admitiendo con ello que sea fácil decir qué cosas son y qué cosas no son verdaderas, y muchas veces he escuchado que por miles de años miles de genios han creído como verdaderas las cosas más disímiles; sin embargo, ésa no es razón suficiente para no admitir lo que salta a la vista: no hay habla que se dé sin la intención de relacionarse con la verdad. Y si esto es cierto, el que los hombres hablen ya supone la existencia de alguna cosa verdadera, tanto para nombrarla, como para ocultarla con la mentira o dejarla a medias.

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(1) Claro, pensando en que el hombre es mortal por definición y por naturaleza, y que, por tanto, la enunciación de “hombre inmortal” es una plena imposibilidad y un oxímoron.

¿Damos nombres?

A. Cortés

¿Da voces el ruiseñor mejor que el silbante
cuando se conoce la alegría de sus notas,
o la nostalgia cadente en su andar?

La obscuridad tiene algún parentesco con el silencio. ¿Cómo rompe un hombre el silencio si no con la voz? De cualquier otra forma, lo rompen también la bestia o el trueno. Una voz, y más sumadas, van contrastando al mundo mientras distinguen y relacionan sus partes, pues a cada una se le da nombre y se habla de ella. Se dicen las cosas, se dice lo que son y cómo son las cosas, se miente sobre ellas, y todo eso se despliega como instancia de un sitio en el que estamos. Por más actividad volcánica o cataclismo ruidoso que se quiera, un mundo con hombres en silencio sería un mundo callado.

Al no quedarse callado, el hombre mira las cosas mientras habla de ellas. Es como si una cosa se viera mejor mientras más claramente se sabe qué cosa es, y como si al verse mejor, se pudiera también hablar mejor de ello. Debemos admitir que hay cosas que conocemos y que hay cosas que conocemos mejor que otras (1). No es ajena a nosotros la situación: llega un amigo y habla sobre su profesión, una distinta a la nuestra; en tal caso se diría que somos locos si se nos hiciera extraño que él conociera mejor que nosotros de lo que habla, pues él lo ha estudiado. Sin meditar los pormenores, estudiamos diciendo y pensando en nombres, en cosas con nombres y en sus relaciones. Por ejemplo, queremos conocer qué cosa es ésa que vemos flotar en el mar. “Un barco”, nos dice alguien. Vemos entonces un barco con los ojos, y lo imaginamos de alguna misteriosa manera en el intelecto, si no lo tenemos frente; al nombrarlo, la imagen se aviva, y lo va haciendo más mientras más sabemos sobre el barco. Al conocer sus partes, el mástil, las velas, la popa y la proa, sus funciones y sus procedencias, tendemos a decir que vemos con más claridad aquello que se ha nombrado ‘barco’. Bien podría llamarse ‘pilichuela’, y nada de ésto habría cambiado (excepto el gusto por pronunciarlo, venido muy a menos al decir ‘pilichuela’). Por eso al nombrarlo lo llamamos, porque lo que se aviva en nosotros parece que viene a nosotros. Se llama a algo diciendo su nombre.

Viendo desde allí, no parece coincidencia que ‘llamar’ se diga de las dos maneras: para nombrar algo, y para darle voz a algo y hacerlo venir. “Ve y llama a tu papá” es una frase que a nadie lleva a bautizar a nadie. Como tampoco nadie entiende “me llamo Cortés” como si el loco diciéndola soliera exhortarse a gritos para encontrarse a sí mismo. Así, cuando se quiere hablar claro, se llama a las cosas por su nombre.

De cualquier modo que nombremos al hecho de dar voz, ya sea llamar, mencionar, decir, afirmar o clamar, no son sólo los sonidos del hombre, como si fueran el análogo humano al ladrar del perro o al ulular del búho. En una oración hay más que sólo el movimiento del aire que propician las cuerdas vocales. Si no fuera así, no habría diferencias que nos son evidentes entre las maneras en que decimos comunicarnos con la voz, no habría cómo distinguir un gesto amable de uno grosero, o cómo entender la diferencia entre una pregunta y una afirmación. En ese talante es notorio que decir cosas como que “dos es a cuatro como cuatro es a ocho” constituyen la enunciación de una proporción que no se encuentra en el sonido de dicha enunciación, sino en alguna otra cosa. Es decir, en una oración matemática como la anterior, la proporción no está en el viento movido por la lengua, ni en la tinta en el papel, o en la pantalla coloreada de la computadora.

Llamar está evidentemente diferenciado con respecto a gemir o a gruñir, o a otros del estilo, aunque sea posible que un silbido o un grito particular funjan como llamado (en tal caso, la expresión trasciende el valor únicamente fonético, por haberle otorgado un carácter de signo reconocible por aquel que es llamado). Llamar incluye la idea de dar en la voz el nombre, o de hacer por medio de la voz que lo nombrado venga a quien lo invoca. Y ésto se hace de muchas maneras, como cuando se llama a gritos, que se clama. Es interesante este caso peculiar: clamar en nuestros días tiene este tinte escandaloso que supera la intensidad del simple llamar, y dice el DRAE (2) que equivale a exigir, a dar voces lastimosas o quejumbrosas y a decir palabras con vehemencia, como si fuera esta clase de llamar, pero muy fuerte o muy intenso. En realidad están ambas íntimamente emparentadas, pues ‘clamar’ es madre de ‘llamar’ e hija del latín ‘clamare’. Pero ‘clamare’ -que es anterior a ‘llamar’- porta un sentido en que sí pesa la fuerza de la voz, en que se trata de un llamado intenso. La sonoridad del grito (piénsese en el re-clamo) se encuentra aún en la médula de nuestra llamativa palabra, aunque no necesariamente de manera agresiva o altanera. En el habla cotidiana solemos usar más el ‘llamar’ que otros derivados latinos como ‘invocar’, ‘solicitar’, ‘apelar’, o demás que son en todo caso menos estrepitosos. Es como si en español llamáramos a las cosas a gritos. En realidad es una cosa mucho más cercana a dar voz, a hacer algo acercarse mediante la pronunciación de su nombre.

El nombre, por todo ello, es evidencia de que se reconocen las cosas en el mundo, y a uno mismo como quien, aun distando de ellas, puede acercarlas con su voz. Ello es suficiente maravilla para quien se percate de que el vínculo entre la mención y lo mentado permanece visible, pero inexplicado. ¿Cómo hacemos para poder nombrar, si las cosas están distantes? Por la dificultad del problema se llega hasta el extremo de no admitir lo que es visible: razonan unos que, dado que es inexplicable el lazo, no existe; pero tal conclusión es aun más evidentemente falsa, nada hay que necesariamente ligue el que yo no pueda explicar algo y el que ese algo exista (aparte de que con no haberlo podido explicar uno, no se prueba que no se puede explicar en absoluto o exponer de algún modo). Es como si yo, al no entender a Einstein, pretendiera escribir un tratado indiscutible sobre por qué mi ineptitud explica, tanto la ausencia del tejido espacio-tiempo, como la incongruencia de la relatividad general. En este caso es lo mismo, hay algo evidente, y si podemos o no explicarlo, será cuestión de nuestro esfuerzo y de la naturaleza de lo que se pretende explicar, no de si es o no es. El hombre habla, da voz, dialoga, comunica. El hombre expresa y eso es evidente. Sólo basta con ver a un niño hablar para darse cuenta de que lo que hace se diferencia cualitativamente de los ladridos y del ulular de los árboles al viento.

Que la palabra comunica, parece evidente a quien sea que esté leyendo ahora. Por lo menos, parece diáfano para mí que no hay razón para leer si se duda de que la palabra es más que letras y sonidos. Sin embargo, la maravilla que provocan evidencias como ésta se apaga fácilmente sin más diálogo que le siga la corriente a la pregunta. Hay pregunta si aquello que nos maravilló seriamente nos mueve hacia sí. ¿Será que aún hoy importa de alguna manera darse cuenta de las evidencias que nos maravillan? ¿Aún importa que preguntemos qué cosa tiene la voz del hombre, corriente y mágica que dice al mundo? Tal vez valga la pena que cualquiera intente responder aquésto, aun cuando no pretenda descubrir qué cosa es la palabra. Tal vez. Cuanto más grande sea el deseo de responder, tanto más grande será el diálogo a que se dedicará el hombre.

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(1) ¿Por qué no decirse que se conoce ‘más’, en lugar de ‘mejor’? Con decir ‘mejor’, me propongo hacer saltar a la luz que al conocer es importante no sólo cuánto se conoce, sino también de qué modo; por ejemplo, por lo frecuente conoce más personas quien trabaja en el mercado que un estudiante de psicología, pero nada hay por necesidad que impida que en este mismo caso, el último conozca mejor a las personas que el primero. En cuanto a la claridad que se tiene sobre lo nombrado, la tiene más el que mejor conoce que el que conoce más.

(2) Cfr. entrada de diccionario “clamar” en el DRAE, ed. 22. Omití la segunda acepción que equipara “clamar” y “llamar” porque en ella se especifica que se trata de una voz anticuada, y mi pretensión precisamente es mostrar la separación actual de ambas palabras.