A. Cortés
esperando aquel día en que cayera, funesta,
hirviendo en la mente y el pecho de hombres,
sembrando el veneno que acaba con todo.
La confianza en la palabra es aliento del filósofo. No hace mucho tiempo que el hombre veía en el aliento el signo inequívoco de su fuerza vital. Y diferente al resto de los animales, se cierne lo humano en la palabra como una entrega misteriosa que comienza con un hálito ordenado, articulado y pronunciado en concordancia con el pensamiento, y que culmina con la pretensión de dar junto con el fonema, expresión de una visión susceptible de ser comunicada.
Comunica quien con la palabra puede dar a otro lo que tiene y que el otro puede tener también. Y si lo puede tener, es en este ejercicio de comunión. Se comparte la palabra porque los hombres vivimos en un mundo. Pero lo dicho es blanco de desconfianza y resquemortan pronto como se hace evidente la posibilidad de la mentira. Es efectivamente posible mentir, y de eso no tenemos dudas serias. Sin embargo, ésto no salva al hombre de la mayor obscuridad discursiva: la desconfianza se vuelve mucho más áspera si se mantiene a raya de algo que forzosamente será verdadero, pero que al mismo tiempo pone en su velo lo más importante de todo. Ésto ocurre si se duda de la verdad valiosa, y con ella de la posibilidad de la ciencia[1].
Intentemos reflexionar si “lo más importante de todo” lo es en verdad: “apreciamos lo que permanece por sobre lo que cambia”. Ésto es lo que se está dando por sentado en estos párrafos, ¿y será cierto? Para responder a esa pregunta, tenemos que ponernos a considerar con detenimiento cómo vamos a avanzar: ¿qué hacer primero, ver ejemplos, pensar en la necesidad del conocimiento, confrontar las respuestas contradictorias con la experiencia? Seguro lo mejor sería decir primero lo que vemos primero, y tratar de que eso nos lleve a lo que posibilita que veamos lo que vemos. Y, según yo, eso es lo que Aristóteles dice al principio de la Metafísica: “todos los hombres por naturaleza están tendidos hacia el saber; prueba de ello está en nuestro afecto a los sentidos”. ¿A cuál sentido le tenemos más afecto? En esa respuesta se encuentra la prueba a la que alude Aristóteles: de los sentidos, incluso considerados sin que estén realizando su función, nos parece la vista por sí mismo el más valioso de todos. Porque gracias a él sabemos más, en comparación con los demás, y nos ayuda a ver más distinciones en las cosas que cualquier otro. Con el oído diferenciamos la altura, la duración, la intensidad; con el tacto, la dureza, la asperidad; con el gusto, la acidez, el amargor; con el olfato, la dulzura. Pero con la vista distinguimos muchas más características de las cosas, vemos colores, figuras, profundidad, claridad, quizá hasta cabría decir que vemos movimiento.
Hasta aquí, pues, es paráfrasis de Aristóteles: le parece que por el hecho de que apreciamos más la vista se evidencia que los hombres tienen una disposición natural hacia el conocimiento. ¿Qué les parece a ustedes? Rousseau, por su lado, no estaría tan de acuerdo, pues piensa que el órgano más importante de nuestra sensibilidad es el acústico: es el único que no se puede apartar naturalmente de su función, todos los otros, se cierran o se detienen. ¿Será más bien que tenemos en mayor estima al oído? Sea como fuera, tenemos que apartarnos de la discusión sobre la sensibilidad -que seguro puede traer como consecuencia muchas conclusiones interesantes sobre el modo de conocer de los hombres-, pues lo importante aquí es ponderar si somos o no seres que están dispuestos naturalmente al conocimiento, pues quizá en cómo entendemos lo que es conocer se nos aclara también si somos seres que inevitablemente valoran más lo que permanece.
Yo, por mi parte, puedo pensar en que nos dedicamos toda la vida a conocer y a vivir de acuerdo a lo que conocemos en muchísimas maneras distintas. Pero cuando hablamos de ciencia como conocimiento de lo universal y necesario, aparte damos a cierto saber el privilegio de ser estable posesión de todo hombre posible, no sólo de uno o de algunos. Piensen en todos los productos comerciales que nos rodean: la verdad a la que aluden ha de ser científica si se le quiere dar verdadero peso (claro, con la concepción contemporánea de ciencia), y con esto sólo estamos mostrando nuestra mayor confianza sobre aquello que nos dicen pretendiendo mencionar su universalidad y su necesidad. Una caja de cereal con su “tabla de valor nutrimental” no hace otra cosa que ésto, porque los datos recopilados en dicha tabla tienen la pretensión de presentarnos un estado no-cambiante, una disposición irremediablemente encontrada en el interior del rico cereal. El esfuerzo científico se dedica a ello, a pelearse con quien diga que su saber es particular, o que es temporal. Es cierto –no sería justo pasarlo de largo- que la ciencia contemporánea (pienso en física newtoniana aplicada a la astronomía y física cuántica aplicada a la electroquímica, o en las teorías de la naturaleza doble de la luz[2]) no siente escrúpulos en admitir juicios y teorías que no expliquen la verdad, sino que sirvan a sus propósitos experimentales y observacionales; sin embargo, admitamos que esta disposición es consecuencia de un esfuerzo grande pero infructuoso por fundamentar la ciencia como sistema universal y necesario: el día que alguien exponga la naturaleza de la luz de manera clara y distinta, tal que aparezca a todos como fundada en principios universales y necesarios, las dos teorías ahora aceptadas y cambalacheadas se dejarán inmediatamente de lado y se admitirá la que, siendo una, explica los dos ámbitos de la cuestión.
Sea o no el modo contemporáneo el mejor para hacer ciencia, la pretensión de verdad a la que apunta es la necesidad y universalidad de su juicio; aun cuando intente establecer que, por necesidad, no ha habido nunca ni habrá una sola cosa en el mundo que pueda ser eterna. Parece que nosotros por naturaleza preferimos tener esta clase de verdad en nuestro poder; aunque, como ya hemos dicho, la mayoría de los hombres vivos hoy desconfía de la posibilidad de alcanzar tal tesoro. Aún más evidente, todo lo que hacemos está implicado en lo que sabemos, en lo que supimos, lo que aprendimos, lo que hemos descubierto. Incluso se nota que nos comportamos de maneras distintas dado el olvido de algo que sabíamos, o de la patente ignorancia. El recuerdo y la capacidad de recordar son fundamentales para el ejercicio del intelecto sano. Y todo ésto gana nuestra admiración si se trata de la relación del conocedor con lo universal y necesario de la ciencia.
Este tipo de relación es visible en el caso de algunas de las ocupaciones del intelecto como las matemáticas o la lógica, o con todo aquello que consideramos conocimiento perenne.Es decir, aquello que llamamos ‘ciencia’ se nos presenta con apariencia de ser cierto tipo de conocimiento racional con la pretensión de ser (y así intentamos enérgicamente que sea) válido para todo tiempo y hombre posible[3]. Cualquier discurso científico por tanto versa sobre lo general, y en ésto cae en un ámbito que se desprende del sensible en el mundo que fue generado y que por tanto perece. De allí su pretensión: dado que lo particular y mundano es perecedero, parece lícito el intento por alejarse de él si se quiere un discurso inmortal. Gracias a esta separación, al legar la razón en la generalidad el hombre se pliega a hablar de lo que va a durar más allá de lo sensible que se corrompe ante sus ojos, es decir, a discurrir de aquello tan viejo como el triángulo, tan vigente como el deseo y tan certero como el movimiento. El punto de partida, por tanto, es el hecho de que vemos algo más general que el individuo solo que se nos presenta a los sentidos, y esto no se hace con el cuerpo, como facultad sensorial, sino con el intelecto. Luego se desprende que en ningún caso las razones particulares constituyen conocimiento científico en el sentido de universal y necesario[4], que aplica para todos y que no puede ser de otra manera.
La palabra es término porque expone (pone fuera) lo que se conoce. Da de ver la posesión de quien lo exhibe, y lo regala. Por otro lado, la desconfianza en esta posibilidad merma el trabajo científico eximiéndolo de dar razón, arrebatándole la responsabilidad de su ejercicio por negar que ésta tenga algún fundamento real. Es éste, el científico, el discurso que más vivamente proclama su lugar certero sobre eltrono del conocimiento[5], por sostenerse con rigor y confianza en su base (tal sucede con la mencionada matemática, por ejemplo). Y ¿cómo habría de pasar ésto si no fuera que tenemos por más valiosa la permanencia que el cambio? Cualquier otro modo de hablar refiere por lo frecuente a la opinión o a la ignorancia: lo que decimos de lo particular siempre es algo que pudo ser o no ser así (y esta misma oración pretende poder desprenderse de lo particular para que sea tomada en cuenta). Pero conocer científicamente se torna problema desde que no se acepta la validez de hallar en la experiencia evidencia suficiente para el hombre impulsado a resolver si en verdad conoce, y si eso que conoce no es moda, sino permanencia.
Si le tratamos de dar valor a la moda, a lo mutable, por estar habituados a ella y nos detenemos a apreciar lo dispuesto al cambio en lugar de a lo que se mantiene, ¿no estamos apreciando más lo que siempre cambia en tanto que lo hace siempre? Creo que no tenemos salida, por más que se nos haga evidente el movimiento, lo más valioso es poder decir qué es lo que todo movimiento es siempre. La moda en tanto que efímera, considerada por separado en cada etapa, si se quisiera de verdad someter a un discurso que por ello la valorara, tendría que admitir no sólo la carencia de tales ‘etapas’ (porque esa manera ya organiza la experiencia en la palabra como algo que permanece durante la etapa), sino que tendría que obligar al discurso a expresar de ella un movimiento continuo en el que nunca se aprecia nada que hubo de quedarse quieto. ¿Y cómo hablar de la moda entonces, si ella misma no es una sola cosa? Tratar de hablar en forma mutable de lo mutable termina por cancelar el discurso. Y esto no es accesorio, ni agregado, sino perfectamente natural: la palabra tiene tal modo de ser que no puede dar razón de lo que no es en tanto que no es. ¿Y no es esa suficiente evidencia de que, naturalmente, el hombre tiene por más valiosa la permanencia que el cambio?
Que conste que no estoy diciendo que del cambio no puede hablarse (si acaso sí digo que es bastante difícil), estoy diciendo que apreciamos en el cambio lo que podemos decir que es, y sólo encontramos las cosas que son por ser unas y las mismas al mismo respecto del que hablamos de ellas. Por eso tenemos palabra ‘cambio’, porque nos parece que el cambio es una sola cosa que siempre aparece ante nosotros como lo mismo, si bien de modos distintos. La moda, por su parte, es un hábito corriente en lo contemporáneo, y habría que poner en duda qué tanto vale la pena que lo consideremos seriamente en cada una de sus etapas, o en tanto que cambio continuo; así como también valdría la pena intentar decir qué es lo que alcanzamos a ver que acontece con los hombres vivos hoy, en los que habita esta obscura desconfianza en la posibilidad de hallar la verdad valiosa.
[1] Tal como sucede con consecuencias máximas con Jonathan Dancy cuando afirma que del mundo, en el mejor de los casos, sólo podemos tener una acepción imperfecta, y que ésto mismo es lo que admiten los realistas. Ésto equivale a afirmar que los más preocupados por lo real son quienes pasan de largo el hecho de que, de la realidad, lo más noble que tenemos es nuestra propia interpretación, pues nada hay que sea cognoscible como pretendemos. Este escepticismo niega el valor real del mundo y la posibilidad de saber sobre las cosas con las que tenemos experiencia se cancela. Para éstos que se encuentran en tal extremo, quizá la mejor vida esté dentro de casa tomando antidepresivos y calmantes.
[2] Me refiero a las teorías que dicen, la una, que la luz está compuesta por ondas, la otra, que está compuesta por partículas. Actualmente, la exposición de la luz se hace tomando en cuenta ambos aspectos, a veces uno, a veces el otro, dependiendo de la naturaleza del experimento en cuestión.
[3] Por ejemplo, me parece que Kant admite en La Fundamentación de la Metafísica de las Costumbres, “Prefacio”, § 7, que no debe pensarse solamente en lo correspondiente al ‘hombre’, sino que ha de abarcarse con la noción a todo ‘ente racional’ posible.
[4] ARISTÓTELES, en su “Libro V” de la Metafísica, Capítulo 5, dice que la necesidad (a)nagkai=oj) es “en sentido fundamental y primero, lo simple, lo que no puede tener más que un modo de ser”. En griego y fuera de Aristóteles, esta palabra era entendida mayormente como ‘lo forzoso’ o ‘lo impuesto’. La universalidad, por otra parte, es usada en la misma obra como lo relativo a un todo, como lo que abarca algo totalmente (kaqo/lou).
[5] Y con más razones de peso cuando se trata de ciencia entendida como directamente proveniente del término latino scientia, conocimiento. En este caso, hablo de las ciencias limitadas por su naturaleza sistemática (organizada por principio, medio y fin de acuerdo a la razón) y abocadas a un sólo objeto bien definido cada una de ellas.