El célebre y melancólico magnate Néstor Castellanos se remite a una vieja anécdota para explicar la creación del invento que lo volvió inconmensurablemente rico. O acaso para ilustrarla, para ejemplificarla con una imagen elocuente que bien puede ser otro invento. Todo me lo contó sin verme a los ojos, como quien confiesa un crimen horrible después de un largo y extenuante interrogatorio. Yo, anotando sus palabras, me sentí como ese interrogador. Sobre la mesa, junto a libros largo tiempo atrás cerrados, esqueletos de cigarros, sombras de papeles arrugados, descansaban dos sobres cafés, viejos y empolvados, parodias de la grandeza.
Al releer lo escrito durante la entrevista, me di cuenta de lo nebuloso de su relato, tan translúcido y austero de elementos. Ensayando una modesta reconstrucción de la anécdota, imagino a Néstor parado frente a alguien apremiante que espera de él una respuesta. Él no la tiene o no cree tenerla, y en ella le va la vida. El siguiente movimiento es el más enigmático: pasa de ignorar la respuesta a saberla, sin punto intermedio. Entonces puedo suponer la presencia de una ventana, por la cual vino la inspiración. O para un efecto visual más práctico, suponer que encontró sobre una mesa – que hay que añadir a la imagen – un sobre café. Lo abrió con manos temblorosas y encontró en su interior un papel con algunas palabras escritas. Justo las que había que decir. La eficacia de la imagen es muy dudosa, pero no tengo nada mejor.
Embelesado con el milagro del que fue víctima, Néstor decidió implementarlo en su vida cotidiana. Dedicó varias noches a escribir innumerables frases de aquella elocuencia inspirada, destinadas a aparecer en medio de alguna conversación fortuita e iluminarla de súbito, como un fugaz relámpago de buen gusto y de sapiencia. Las puso en sobres cafés igualmente innumerables que llevó consigo a todas partes desde entonces.
Poco tiempo pasó antes de que la fama de Néstor, otrora tan fantasmagórica, se difundiera a través de los círculos más exclusivos, como la de un hombre siempre provisto de la palabra justa. Se admiraba su buen tino, y se pedía respetuosamente su opinión en asuntos de política, arte, ciencia, historia, y cualquier otro tema del que hablar revelara buen tino. Se alababa su sagacidad, su educación, su don de gentes. En breve, el nombre de Néstor Castellanos se convirtió en sinónimo de grata y edificante compañía, y ningún evento social podía considerarse con alguna seriedad si Néstor no lo bendecía con su presencia.
Todo cambió de rumbo una noche en que Néstor abría discretamente ya el sexto o séptimo sobre café de la velada, ante una audiencia embebida con sus palabras, en aquella ocasión sobre literatura indostánica o sobre ajedrez. En medio del sereno regocijo que seguía a cada una de sus breves intervenciones, un invitado murmuró algo acerca de que daría su fortuna a cambio de un don semejante. La idea no abandonó a Néstor en toda la noche, en la que ya no abrió más que otros tres o cuatro sobres antes de disculparse y abandonar apresuradamente el lugar.
Antes de que amaneciera, Néstor había concebido ya la manera de convertir el milagro fantasma en el negocio de su vida. Emprendió nuevamente la escritura de innúmeras frases, y su encierro en innúmeros sobres café. Los hizo por cientos, por miles. Comenzó su distribución discretamente, regalando algunas muestras a amigos y conocidos que probaron uno por uno la infalibilidad de aquellas frases iluminadas, descubriendo así en sus almas la necesidad innata de esos sobres cafés.
Poco a poco empezó a diseminarse la semilla de la elocuencia. Esas brevísimas, geniales aserciones se escuchaban aquí y allá a través de los salones, como relámpagos iluminando esporádicamente el cielo en una noche de tormenta. El secreto se difundió, no sé cómo, y cada vez más personas llevaban uno o dos sobres cafés ocultos en sus abrigos, esperando el momento indicado para abrirse y dar a su portador la gloria. Fueron imprescindibles en un principio para intelectuales, anfitriones, diplomáticos de toda especie, pero luego se volvieron una necesidad primaria: ya nadie salía de casa sin al menos un sobre café para lo imprevisible.
En un principio la apertura de los sobres se llevaba a cabo a escondidas, con un sutil juego de manos bajo la manga o detrás de la espalda. Una vez que su posesión fue generalizada, la apertura fue menos y menos discreta, hasta que llegó a convertirse en un espectáculo que debía hacerse de la manera más ostentosa posible. La generalización de los sobres cafés atizó muchas instancias del ánimo competitivo de sus portadores. Era competencia quién llevaba más sobres, quién abría el suyo más rápido y en los momentos más adecuados. Los eventos sociales se convirtieron poco a poco en extensas lecturas ininterrumpidas de sobres cafés, y no acababan hasta que se abriera el último. De ésta época se registran las conversaciones más elevadas y más costosas de la historia de la humanidad. Mientras tanto, Néstor veía su fortuna acrecentarse en un oscuro rincón de los salones, dedicado para siempre al silencio.
Una vez que las conversaciones se trocaron en una orgía desenfrenada de sobres abriéndose al unísono, en un torbellino estridente de sabiduría que nadie escuchaba siquiera, se obró un movimiento opuesto. En medio del sapientísimo alborozo, las miradas confluyeron una a una en Néstor, callado y ensombrecido, y su silencio adquirió el mismo tono profético que antes tuvieran sus palabras. La impresión tuvo también el efecto de una semilla, que empezó a germinar poco a poco en los corazones de los hombres. Descubrieron paulatinamente el buen tino y buen gusto implícito en toda omisión. Previsiblemente, cedió el encanto de la sabiduría, y uno a uno todos se fueron callando, primero los antes más ávidos consumidores de sobres, hasta que los eventos sociales se tornaron en largas y esplendentes confluencias de silencios, en las que toda palabra era signo de poca refinación.
De vez en cuando todavía encuentran algunos un sobre cerrado en el bolsillo de su abrigo y sonríen, recordando la vieja y superada moda de la elocuencia.