El artista de la muerte

El artista se encontraba en su taller, pensando, analizando su situación. En sus manos cargaba un revólver al que miraba y acariciaba como a una amante. A su alrededor, colgados de las paredes o en caballetes, mostrábase una increíble colección de cuadros aludiendo a la muerte. Diversas escenas, personificaciones, caricaturas; hermosas alegorías. La muerte como mujer, como esqueleto, como abstractas pinceladas.

 

Estos cuadros eran obra del artista, resultado de una extraña obsesión que arrastraba desde niño, pues decía que había sido criado por la misma muerte. Aludiendo a esto, había un cuadro que mostraba a un pequeño cogido de la mano por una figura en forma de esqueleto que cargaba una guadaña. En la pintura era de noche y caminaban calle abajo, alumbrados por faroles que difuminaban una niebla tenue.

 

Jugueteando con aquel revolver observaba todos y cada uno de sus cuadros, pintados como una plegaria, como invocación de un sueño que le consumía. El sueño del misterio. Cada cuadro representaba una oración, un ruego hacia aquél misterio del más allá.

 

Esta vez sería definitivo; tenía que encontrar las respuestas por tanto tiempo buscadas. Tenía que penetrar completamente en aquella oscuridad.

 

Por fin introdujo lentamente el cañón del arma en su boca sintiendo el plomo helado congelar su paladar. Poco a poco fue cerrando el dedo índice apoyado en el gatillo… ¡El estruendo le sacudió el alma!

 

Abrió los ojos esperanzado mirando a su alrededor… los mismos cuadros en su mismo estudio. Enfurecido se levantó del suelo, pateó el arma y vociferó escupiendo la sangre que chorreaba.

 

“¡Maldita sea!”- aulló entre espasmos y convulsiones corporales- “¡¿Por qué me niegas el privilegio que otorgas a tantos y que les es tan funesto?! ¡Yo soy el único que te ama, que te necesita, que te desea! Lo he intentado todo y bien lo sabes. Me he ahorcado, envenenado, cortado las venas y el único que acude es el dolor, que parece haberse cansado, pues últimamente no le he visto por aquí. Eres la amante más caprichosa.”

 

Efectivamente lo había intentado todo, más que pintor era un artista del suicidio; pero por alguna extraña razón siempre se salvaba. Hasta había contratado a un asesino para que lo matara, pero el único “afortunado” fue el matón, pues la muerte le paró el corazón del impacto que recibió al ver que su víctima no moría después de cinco balazos en el pecho y el tiro de gracia. La muerte se burlaba de él en su cara.

 

Casi siempre, en sus sueños, se hallaba caminando por un bosque oscuro en el que aparecía a lo lejos la figura de una hermosa mujer sosteniendo la mano de un infante y cargando una filosa guadaña. Al verlos comenzaba a correr hacia ellos, pero la imagen se hacía cada vez más borrosa hasta que desaparecía. Desesperado se echaba a llorar desvaneciendo, así, el sueño y regresando a la realidad.

 

El tiempo seguía su interminable curso, y el artista seguía pintando y suicidándose casi diario – digo “casi” porque algunas veces, creyendo haber encontrado a la muerte en alguna hermosa mujer, la seducía con la esperanza de penetrar en aquel misterio que tanto daño le hacía. Generalmente era después de estos días cuando le llegaba aquel sueño en el que intentaba alcanzar a la muerte.

 

El cuadro del niño y el esqueleto se transformaba cada vez que tenía aquel sueño. A veces cambiaba la perspectiva, otras la posición de las figuras, pero siempre había un cambio. Una vez descubrió al fondo del cuadro la sombra de un hombre con la mano extendida hacia las siluetas. A esto no le daba mucha importancia.

 

Una noche, después de haberse acostado con una desconocida, tuvo de nuevo el sueño, pero esta vez la perspectiva fue diferente. Ahora él era el niño agarrando de la mano a su madre y mirando a un hombre que corría hacia ellos desesperadamente, sin poder alcanzarlos.

 

“¿Quién es aquel hombre mamá?” preguntó el niño asombrado. “Es un loco hijito” replicó la madre.

 

Al día siguiente se despertó, se quitó la pijama y, al entrar al baño, contempló su infantil rostro en el espejo mientras se arreglaba. Al llegar a la escuela les mostró a sus compañeritos de primaria sus dibujos sobre la muerte, quien, según él, era su mamá.

 

Gazmogno

A Day in the Life

 

 

Lo primero a considerar, en cuanto al aspecto formal, es que podemos dividir A day in the life en seis partes. Tres de ellas resultan principales, mientras que las otras tres fungen como puente o resolución de las primeras, respectivamente.

 

Ahora bien, cuando nos adentramos en la canción, lo primero que percibimos son los restos de los aplausos brindados a la Sgt. Pepper´s Lonely Hearts Club Band, quien cierra su actuación con un reprise de la canción del mismo nombre. Esto nos indica que A day in the life no va a ser interpretada ya por la banda del Sargento Pimienta; que esta canción en específico, sale del contexto del Sgt. Pepper´s Lonely Hearts Club Band como álbum conceptual en el sentido de que no será ejecutada por una banda imaginaria, existente sólo en cuanto concepto, sino que serán los mismos Beatles quienes la interpreten. A day in the life: un día en la vida, en la cotidianidad; ya no habrán viajes de LSD con Lucy ni ayuda de nuestros amigos, y si encontramos a Rita, tal vez ya no sea tan lovely.

 

El inicio de la canción propiamente lo indica el rasgueo de una guitarra, que pareciera no sólo provenir del fondo mismo de los aplausos que anteriormente mencionamos, sino acallarlos, disiparlos. Este rasgueo, que en primera instancia resulta lánguido y opaco, es el que marca el ritmo; un ritmo pausado que, al entrar el piano, invade nuestro ser y poco a poco comienza a teñirlo de melancolía. Este sentimiento se acrecienta cuando escuchamos la voz que, al entrar con el bajo, matiza el tinte melancólico dándole un pequeño giro. ¿Hacia qué dirección nos lleva?

 

El tono de voz resulta agudo y lineal, demasiado lineal. Esta falta de modulaciones, junto con el eco que se escucha y la manera en la que Lennon canta nos produce una sensación de distancia, de lejanía, aunque la voz sea lo que predomine y lo que más resalte. Esta distancia y esta linealidad se mezclan al ritmo tiñendo la melancolía de nostalgia. Antes de escuchar la voz entramos en un estado limítrofe, donde la tristeza nos invade a tal punto de borrar, poco a poco, la delgada línea que divide la vida de la muerte. Cuando la voz entra, este estado parece agudizarse proyectándose hacia atrás, hacia nuestro pasado: un pasado perdido. La distancia que nos transmite Lennon es la misma que media entre nuestro presente adolescente-adulto y nuestra niñez. Es el recuerdo de nuestra madre, es la nostalgia de nuestro primer hogar uterino. De hecho, si atendemos bien a la melodía, encontramos una gran semejanza con las canciones de cuna, que incluso al principio de la letra podemos ver como tal. Lennon es la voz pasada de una madre que le canta al niño que ha dejado de serlo.

 

Esta conciencia de distancia provoca la sensación de que estamos dentro de un sueño. Ahora bien, si dejamos que la música fluya encontramos que el bajo, en su transcurrir, obliga a nuestro ser a flotar dentro de ese sueño. Este instrumento es el que, dejando de lado la voz, lleva la melodía. Sus escalas son como un sube-y-baja que rompe con la monotonía de la voz provocando así, no sólo la sensación de estar flotando, sino la de una cierta calma. Y sentimos que esta calma no es total porque la misma música lo impide al entrar la batería. Ésta aparece en el momento en el que la letra toma un rumbo sarcástico y un tanto morboso (he blew his mind out in a car), que contrasta con el tono de la voz, pero se reafirma con la violencia sutil de la batería. Sin embargo, la calma no se rompe por completo, sino que adquiere un sentido peculiar: la melancolía y la nostalgia que sentimos se equilibran con un tipo de calma, aquella que es producida por la aceptación de algo que es imposible de cambiar, que aunque no erradica la tristeza sí apacigua la voluntad truncada.

 

Ahora bien, la batería se manifiesta con redobles y pocas veces se estanca en un ritmo constante, es más bien melódica. Esto rompe con la monotonía de la guitarra y del piano y se confabula con los saltos y el colorido que brinda el bajo. Y si nos detenemos a considerar esta inversión del ritmo y de la melodía (generalmente aquél es marcado por la batería y el bajo, mientras que ésta es llevada por la guitarra y el piano) vemos con más claridad por qué esta primera parte de la canción produce el efecto de estar en un sueño, ya que en todo sueño la lógica se invierte: lo inconsciente predomina sobre lo conciente y lo opaca.

 

Esta primera parte culmina con una alusión sexual que le abre paso al primer puente. No sólo lo que dice el último verso (I´d love to turn you on), sino cómo lo canta Lennon y la forma en la que el piano imita un jadeo dan la sensación del coito. Las palabras turn you on son sofocadas por el jadeo del piano que se transforma en una ascensión amorfa y desemboca en la tercera parte. Primero escuchamos algo como un enjambre que, poco a poco, se confunde con sonidos que rompen todo tipo de ritmo y de melodía: platillos, chelos, tambores, violines, todos entremezclados y en crescendo producen una sensación que no reconocemos bien si es el ascenso al orgasmo o el de la inconsciencia a la conciencia. El sueño parece estar llegando al clímax; la calma es destrozada y deja en su lugar un sentimiento de angustia, de incertidumbre.

 

¿A dónde nos conduce este ascenso? Su culminación es rápida, tal vez demasiado rápida como para ser de un orgasmo. Si escuchamos con atención podemos distinguir, en el clímax de la ascensión, unos violines que marcan el ritmo y que serán suplidos, en la tercera parte, por un piano que asemeja los latidos del corazón. Éstos marcan un ritmo constante y más acelerado que el de la primera parte, por lo que nos produce la sensación de que acabamos de despertar de un sueño, y de que los violines vagos del clímax no eran más que la percepción de los mismos latidos, escuchados desde la lejanía del inconsciente. Así, pues, la conciencia surge, y este despertar se constata por el sonido de un despertador que, junto con el ritmo acelerado, nos lleva a la sensación de que algo nos ha regresado abruptamente del sueño a la realidad. Esto se confirma con la letra (woke up, fell out of bed).

 

La voz que escuchamos ha cambiado, ya no es lineal ni distante, sino que se nos muestra rítmica y modulada. La batería la acompaña, pero ahora con un ritmo constante un tanto monótono que da la sensación de ser mecánico. Es la vida en la vigilia y su ritmo acelerado el que se nos muestra. La sensación de flotar se convierte en un sentimiento de rapidez, de rutina. El ritmo y la melodía se invierten de nuevo para situarnos en la realidad de lo cotidiano: dragged a comb across my head… found my way downstairs… I noticed I was late…

 

Aunque la letra y el bajo nos obligan a subir y a bajar constantemente, no evitan la mecanicidad ni la monotonía de la batería, que es lo que subyace. Esto nos hace sentir autómatas, son agota e incluso provoca que nuestro ser jadee de cansancio como lo hace el mismo McCartney cuando nota que se le ha hecho tarde. Pero este ritmo de vida no puede durar concientemente, no es humano, por lo que a la primera oportunidad nos escapamos, nos fugamos de la realidad que nos absorbe (Somebody spoke and I went into a dream).

 

Esta fuga constituye el segundo puente que es una reminiscencia del sueño de la primera parte. Esto lo sentimos porque no llega a ser un estado onírico completo, pues el ritmo sigue siendo el mismo que el de la parte anterior pero la voz nos lleva a la ensoñación, alejándose y acercándose con el tono de Lennon en el primer sueño. Sin embargo, algo sucede en este fantasear, algo que va más allá de una mera fuga, algo que interrumpe la calma autoproducida.

 

Sonidos que podrían ser de trompetas y chelos nos arrebatan dicha calma, nos arrojan violentamente a un lugar totalmente desconocido, que no tiene ya que ver ni con el sueño ni con la vigilia. Pareciera como si fuéramos azotados por una tormenta en el mar de la conciencia y nuestra pequeña barca estuviera a punto de naufragar. Las trompetas y los chelos se asemejan a los relámpagos y la voz es el rugir del viento y de las olas mezclado con nuestros gritos de angustia.

 

Al parecer hemos naufragado (¿muerto?) y nos encontramos en un lugar intermedio entre la nostalgia y la melancolía de la primera parte y la rapidez y la monotonía de la segunda: la voz recuerda aquélla, mientras que el ritmo es el mismo que el de ésta. Sin embargo, de esta mezcla surge algo irrisorio, algo burlesco y satírico. La batería marca el ritmo, pero acompañado de redobles que, junto con los demás instrumentos y con la letra, nos ofrecen una armonía distinta aunque similar a las anteriores. Empero, esta parte termina con la misma alusión sexual que la primera y le abre la puerta a la misma ascensión, con la diferencia de que en ésta, que resulta ser la conclusión de la canción, sí hay una resolución explícita: en el clímax de la ascensión se escucha un silencio, una estaticidad, un vacío que recuerda al que precede justo antes del estallido del orgasmo, y que concluye con un acorde de piano que dura aproximadamente 43 segundos. Esta resolución nos deja satisfechos, nos deja llenos y nos proporciona la calma que no hemos tenido en todo un día, un día en la vida.

Gazmogno

 

 

 

 

 

 

El Anfiteatro

 

            En un viejo anfiteatro representábase una escena inverosímil, mágica y al mismo tiempo ridícula. El silencioso monólogo de un mimo habíase trocado en un cuadro absurdo. Sentado, inmóvil, encontrábase reproduciendo, con una profundidad incoherente a su naturaleza, aquella escultura del pensador. Pero en vez de haber sido esculpida por las manos de Rodín, parecía haber sido cincelada por los versos de los poetas. Aquel espectáculo encerraba toda su melancolía y su tristeza. Un débil puño sostenía una cabeza pesada; sus cabellos negros, como aquella noche, escondían unas mejillas consumidas por la tristeza. El cuerpo no era la excepción, flaco, mutilado, cubierto por unos harapos a manera de disfraz. Un rostro mal pintado, blanquinegro, llevaba una pequeña y demacrada lágrima delineada como sarcasmo de su vida. Lo más terrible era su mirada; una mirada que contenía el vacío del tiempo, la pérdida de toda esperanza.

            Esa vulgar escena, contradictoria desde cualquier ángulo, representaba el drama de la vida. Por un lado la comedia, la farsa, la incoherencia misma del sarcasmo. Por el otro la tragedia, misteriosa y perfecta, como nunca pluma alguna llegó a trazar. El drama de los dioses, falsos y verdaderos, condensado en aquel cuadro aterrador.

            El acto había sido representado noche tras noche sin interrupción. Era una especie de ritual nocturno, pagano; mándala de condenación de un alma liberada por sus propias cadenas. Era la eternidad de un instante. Aquel universo de tinieblas en el que nunca salía el sol era la oscura prisión de aquel mortificado ser. Su antiguo anhelo de luz, de fuego, habíase tornado en una obsesión lastimera y su espíritu olvidaba cada noche con más intensidad ese ensueño, alguna vez tomado como verdadero. La esperanza habíale consumido de tal manera que terminó por exiliarla. La luna era el único destello luminoso que acariciaba sus pupilas. Amante y madre. Único espectador digno de sus actuaciones.

            El mimo vivía para su arte, pues no conocía otra cosa que no fuera el movimiento silencioso de sus pasiones. Jamás había salido de aquel oscuro anfiteatro. Se dice que había nacido allí y que allí mismo perecería. En cada función representaba algo distinto, algo nuevo; dramas tan sutiles que resultaban en comicidad a los ojos del vulgo. Las representaciones eran producto de sus sueños, porque éste mimo soñaba con tal intensidad y realidad que había momentos en que no podía distinguir el pequeño hilo que separaba la realidad del sueño. No se sabe si estos sueños los vivía mientras dormía, pues nunca nadie le había visto dormir, o si eran producto del trance de su actuación. Quizás actuaba lo que soñaba o, más bien, lo vivía. Eso sólo lo sabía la luna, único ente que había escuchado su voz y conocía su alma. Estos sueños eran su verdadera realidad…

            El momento de la representación se acercaba y el mimo, cabizbajo, presentía lo que pasaría, sería su última función; el telón bajaría para no volver a subir. Sin embargo estaba tranquilo, indiferente. Había perdido toda esperanza y esa visión trágica ya no significaba nada para él.

            Espectros y sombras comenzaron a llegar; lentamente iban ocupando su lugar seres grotescos, putrefactos. Un infernal desfile presentábase en las gradas: seres amorfos, demonios, monstruosos entes infestados de sangre y pus. Una aquelárrica visión de ángeles demoníacos mostrábase ante los ojos del mimo que inmóvil seguía en sus cavilaciones.

            Una vez colmado el anfiteatro, el mimo desvaneció sus ensueños. De un salto se puso de pie mirando con desdén al auditorio que gritaba y gorgojeaba palabras incoherentes e incomprensibles a manera de ovación. Escudriñó la grosería que se mostraba ante su sepulcral mirada, reconociendo esos intentos de rostro, esas metáforas malformes. A cada uno, parte de su tormento, conocíale perfectamente: cómo se reían, escupiendo a su alrededor sangre u otro fluido visceral, cómo aplaudían como imbéciles cuerpos decadentes. Algunos se ahogaban con su vómito intentado reír. Otros golpeábanse entre sí hasta quedar inconscientes. Miraba a cada uno con tristeza… hasta que vio tres espectros nuevos. Tres seres diferentes, casi hermosos, incluso reales.

            Maravillado los observó… los admiró. Uno de ellos, el de en medio, parecía humano, el primero que veía en su vida. Llevaba un hábito de monje con la capucha cubriéndole la cabeza. Lo único que divisaba era una sonrisa inmortal que brillaba en su rostro. Al lado de él, en cada extremo alzábanse dos colosos que doblaban su estatura. Ángeles parecían, gigantescos. Uno, blanco, llevaba en sus manos unas pesadas cadenas de oro. El otro, obscuro, traía en sus manos un grial de madera del cual brotaba sangre. Atónito los miraba, y con una melancólica y gris reverencia comenzó su actuación

            El anfiteatro estalló en silbidos y carcajadas formando una vulgar tonada con la cual bailoteaba y canturreaba patéticamente aquella grey infernal. Esa noche la actuación no iba dedicada solamente a la luna, sino a los nuevos espectadores que miraban atentos aquel sublime acto. Era la representación de un alma en pena, de una historia que se elevaba hasta el infinito de una manera espléndida. Representación de Dioses ofrecida lastimeramente a la vulgaridad. Una blasfemia artística donde la luna parecía bendecir únicamente al mimo y a aquellos celestiales seres que observaban embelezados.

            La actuación transcurría en medio de una atmósfera pestilente y putrefacta, mezcla de orines, vómitos y eructos. Parecía un ángel danzando en el infierno. Con los ojos cerrados movíase ora con delicadeza, ora con rabia, ora con melancolía. Movimientos y tiempos exactos, como si representara la vida misma en una obra destinada a perecer. De pronto abrió los ojos dirigiéndolos con tristeza hacia los seres celestiales. Un súbito estremecimiento recorrió su cuerpo junto con una sensación de confusión e irrealidad que le hería en lo más profundo.

            Un reflejo, una imagen ¡su imagen! Sus ojos penetraban sus propios ojos adentrándose en un infinito laberinto de caos, en un eterno viaje a la conciencia. Su mirada había dado con un enorme espejo sostenido por los dos ángeles, justo en el lugar donde debía estar el monje. Aquella era la primera vez que veía su imagen, era Narciso contemplándose en esas aguas de cristal. Por vez primera veía su espíritu, su esencia. Algo en el pecho que le recorrió cada rincón del cuerpo: su corazón comenzaba a latir. Había nacido en ese encuentro consigo mismo.

            De pronto nada existía, ni el ruido, ni el aquelarre, ni la luna, ni el anfiteatro. Todo había desaparecido ante su propia imagen. El reflejo comenzó a transformarse adquiriendo la figura del monje, al que pudo ver y contemplar como un hermano. Miró su hermosa e inmortal sonrisa; sus labios rojos, femeninos; sus manos blancas y delicadas como el marfil.

            La imagen del monje comenzó a moverse descubriendo lentamente la cabeza, dejando relucir su cabello largo y oscuro; mirada profunda. Quitóse sutilmente el hábito mostrando su cuerpo; un cuerpo blanco, centellante y femenino perfectamente delineado. El mimo, extasiado, recorrió con la mirada aquel misterio; su cuello delgado, sus senos firmes, su vientre suave y sus piernas largas.

            El auditorio miraba atónito la interrupción, y el descontento estalló en una oleada de insultos, peleas, gritos. Arrojaban lo que tenían a su alcance, botellas, piedras, arrojábanse unos a otros. Pero el mimo seguía estupefacto, inmóvil. La imagen del espejo comenzó a tornarse líquida y aquella figura virginal traspasó el cristal volviéndose más real, más hermosa. Los dos ángeles tomáronla de los brazos y, extendiendo sus alas, emprendieron el vuelo hacia el escenario deteniéndose justo encima del mimo. La celestial criatura movió delicadamente sus labios pronunciando cuatro palabras que rompieron el silencio hasta llegar a sus oídos, como mariposas revoloteando a su alrededor.

            Llorar es un milagro fueron las palabras que desgarraron su alma. El mimo comenzó a llorar y en su llanto concentrábase toda la melancolía, la tristeza y la belleza de los poetas; todo su sufrimiento caía al suelo como semillas, de las que germinaban toda clase de flores y ramajes que extendiéronse a lo largo del anfiteatro encarcelando a la monstruosa muchedumbre. Fantásticamente se cubría el lugar de un verdor oscuro lleno de opacas y descoloridas flores.

            Súbitamente el cielo fue desgarrado por un rayo de luz que se intensificaba a cada instante. El mimo contempló anonadado aquel rayo que iluminaba el recinto. Era el sol que salía a su encuentro y, por primera vez, distinguió en su totalidad los colores, las formas, las imágenes. Deslumbrado cerró los ojos mientras las sombras huían con lastimeros aullidos y la muchedumbre consumíase en llamas. El mimo abrió los ojos esbozando una sonrisa. Por primera vez saludaba un amanecer. Cegado por aquel milagro comenzó a reír.

            Cuando recuperó la vista encontrándose en un viejo anfiteatro en las penumbras de la noche. La luna llena mostrábase en todo su esplendor. Aquella noche se representarían los dramas de un alma en penas, como veníase haciendo noche tras noche, eternamente.

 

Gazmogno

 

Me ando con rodeos

“Lo importante no es mear mucho,

sino que salga espuma”

 

Me encanta mear, bajarme la bragueta y/o los pantalones para ponerme en la posición que sea más conveniente y simplemente dejarme ir. Así como así, llana y sencillamente soltar el esfínter y dejar que toda la orina se filtre por mi vejiga, masajeando la uretra tan placenteramente que uno no pueda sino sentir aquél escalofrío que siempre se siente durante una buena meada.

 

Mi abuelo siempre me decía que precisamente era en ese escalofrío en lo que consistía la meada, “Eso es lo que nos separa de los animales,” decía, “¿O acaso has visto alguna bestia estremecerse de placer al orinar?”

 

“Orinar” era la palabra que usaba. Pero orinar no tiene este sentido hedónico al que me refiero… hedónico, casi erótico – no por nada tanto el escalofrío como el orgasmo se originan en el mismo lugar… en la verga. No, “orinar” es muy propio – no tan técnico como mixionar, ni tan infantil como “hacer pipi/chis/pipis” –, pero simplemente es eso, demasiado propio: “Excúseme usted voy a orinar.” Le falta algo, le falta fuerza – tal vez la fuerza que lleva consigo una buena meada, de esas que hasta salpican. “Echar el miedo” o “firmar” resultan muy ambiguos y hasta sacatones – “orinita vengo” – como si uno tuviera miedo a decir las cosas como son: “Voy a mear.”

 

Para la gente de vejiga modesta, como yo, resulta todo un agasajo, pues uno anda meando en todos lados y a todas horas – literalmente a todas horas. Uno tiene que tomar sus precauciones, ya que aunque mear es todo un placer, no lo es mearse uno mismo – como no es lo mismo verla venir que sentirla llegar.

 

Aunque tal vez me equivoque. ¿Quién no ha estado alguna vez bajo la regadera, lavándose lo que uno se lava en esos lugares, cuando de repente – uno no sabe si es por el sonido del chapoteo del agua o por el hecho de sentirse totalmente libre y mojado – le dan a uno ganas de mear? ¿Y qué es lo que uno hace en esos momentos, se sale de la regadera para “orinar” en la taza como una persona decente? ¡No, uno se mea ahí, sin tapujos, debajo del chorro de agua, y de ser posible se regocija en sus propios orines!

 

Poner las manos bajo el chisguete es de las sensaciones más placenteras que la orina puede dar. Como cuando uno se mea en la alberca – cuyo efecto es más reconfortante entre más fría esté el agua – y siente ese calorcito tan envolvente junto con una sensación total de la liberación de la vejiga.  Corrijo: mear es un placer, como lo es también mearse a sí mismo, siempre y cuando uno no esté vestido – pues el calorcito placentero se torna en un gélido y pegajoso infierno que no se lo recomiendo a nadie.

 

Y es que ese calorcito es único. Por más que uno quiera revivirlo con el agua tibia del lavabo – o de alguna otra forma que se conciba y que no implique utilizar meados reales – no será lo mismo. Hay algo tan peculiar con la tibieza de la orina – en donde cabe notar que el color influye – que es como la diferencia que existe entre un anillo de oro y uno de vil metal dorado: podrán verse igual pero uno sabe – y siente en lo más profundo de sí – que no es lo mismo.

 

No hay nada como aguantarse, dejar que se llene la vejiga hasta el borde y aguantar todavía más. Uno va sintiendo como un globo que se infla poco a poco en la pelvis. La atención comienza a girar lentamente hacia este espacio que se colma, que se ensancha y que va volviéndose una tortura. El cuerpo se dobla y se re-dobla en un intento por aguantar; en un anhelo de soltarlo todo o estallar. Y el mundo pierde sentido – o mejor aún, cobra un nuevo sentido – la conciencia voltea hacia la vejiga con la mirada enloquecida y todo lo que no sea vejiga deja de existir, todo excepto un deseo, una proyección hacia algo que termine con esa tortura, hacia un paraíso que reconforte: un edén de porcelana…

 

Y es precisamente en ese momento que me encanta bajarme la bragueta, sacarme la verga y mear hasta desfallecer; hasta volverme uno mismo con la meada; cascada áurea estrellándose en la taza del baño – o en un árbol, o en el piso, o en la llanta de un automóvil. Salpicándolo todo y estremeciéndome de placer con ese maravilloso escalofrío que sólo una buena meada puede dar.

 

Gazmogno

La Mosca

Aquí estoy de nuevo, sin palabras, sin sentido alguno. Sentado inerte ante esta inerte taza de café, tratando de encontrar en mi cabeza algo coherente que decir, que compartir; pero la lucidez nunca ha sido una de mis cualidades y lo único que puedo hacer es contemplar una mosca que vuela a mí alrededor.

 

De cuando en cuando se posa con sus patitas sobre la mesa. Intrigado, la acecho con la mirada. La escudriño y la analizo tratando de encontrar algo diferente en ella, algo oculto, único. Una verdad tal vez. Veo sus movimientos, sus poses, su color; me deleito observando su trompa que busca algo para comer, mientras sus alas transparentes se agitan de cuando en cuando, y sus ojos fijos y rojos reflejan un universo infinitamente multiplicado.

 

Sigo mirando, y en mi búsqueda percibo sus patitas delanteras acicalando su cabeza… justo entonces sucede: La mosca comienza a crecer, a expandirse; de la nada surge otra mosca, se duplica. En este éxtasis surge una tercera, una cuarta, se multiplican cada vez más rápido, una infinidad de moscas aparecen ante mis ojos, me acechan y no dejan de multiplicarse. Súbitamente su forma cambia adquiriendo la de un rostro humano, un rostro igualmente multiplicado y que reconozco. Es mi rostro que me analiza; mi rostro embobado y boquiabierto que me escudriña minuciosamente.

 

Pero no soy yo; es un ser que deja de tener forma, un ser que no alcanzo a comprender, ni siquiera lo concibo ya. Miro a mi alrededor y descubro que todo está multiplicado. Es un universo infinito, lleno de posibilidades y de misterios. Formas gigantes, contornos inalcanzables, movimientos, superficies, locura. Me observo y descubro unas protuberancias en el abdomen que me sostienen al piso. Me asombro de unas alas que crecen por mi espalda, y emprendo el vuelo.

 

Todo es enorme y mi único pensamiento es encontrar algo, algo para comer. Por todos lados busco con la trompa. Me acerco hacia algo blanco y profundo que contiene un líquido oscuro. Mirando perplejo aquél líquido, sumido en la necesidad del azúcar, percibo algo enorme que se acerca a gran velocidad. Trato de volar, de huir; la angustia se apodera de mí; muevo mis alas cada vez con más fuerza pero todo es inútil, ya es demasiado tarde.

 

 

El golpe me noquea, me deja sin conciencia y en mi desesperación miro mi mano descubriendo una pequeña mancha negriroja. Me limpio con una servilleta y sigo bebiendo mi café tratando de encontrar en mi cabeza algo coherente que decir, maldiciéndome por haber matado al único objeto de mi inspiración.

 

Gazmogno

Afinación

El siguiente no es un escrito dadá, tampoco es surrealista, es más bien un intento por poner orden, por tensar las cuerdas de un instrumento que ha estado largo tiempo sin usar y darle armonía, ponerlo a tono, en fin, afinarlo. De ahí que, en una primera instancia, haya partes en este escrito que carezcan de orden – e incluso puede haber algunas que ni siquiera tengan coherencia. De eso se trata esta “afinación.”

Cuando uno quiere tocar un instrumento musical, lo primero que debe hacer es verificar que esté afinado, es decir, que todos los sonidos que produzca – todas las notas – se encuentren relacionadas entre sí de tal forma que, en conjunto, den un tono musical específico. No debe haber ninguna nota que se salga – o no pertenezca – de la tonalidad en la que se busca poner el instrumento, de otra forma cualquier melodía que se toque sonará mal, discordante, desafinada.

Así sucede en este escrito, en el que el autor, es decir yo mismo, intenta afinarse, darse tono, orden, en cuanto a la escritura.

Hablemos en primera persona.

¿Es válido que utilice el término “afinar” para hacer lo que estoy haciendo aquí? ¿Y qué es lo que estoy haciendo? Hablando desde la música esto que hago parecería más un ensayo que una afinación. Parecería un “juego,” un ejercicio en el que busco practicar mis habilidades de escritura, desempolvarme. Pero, ¿afinar no resulta ser también un juego? ¿No resulta ser quizás el principio del juego llamado “ensayo”?

Hagamos la analogía. Cuando quiero tocar la guitarra – y desempolvarme, igual que aquí – lo primero que hago es ver qué tan desafinada está. Y, por lo menos en mi caso, en ese exacto momento comienza el juego. Tomo el instrumento y pulso las cuerdas poniendo atención en lo que escucho. Generalmente alguna de las cuerdas – si no es que dos o más – se encuentra desafinada, es decir, o está estirada de más o muy floja – es curioso que en una de sus parábolas, Siddharta haya utilizado esta misma imagen para ejemplificar el símil teórico que, puesto en práctica, lo llevaría a la iluminación; quizás sea válido el concepto de afinación también para el espíritu. Con instrumento en mano me dejo llevar y amplifico mi oído para poder afinar cada una de las cuerdas de tal manera que, si no quedan en perfecta armonía, por lo menos no se escuche tan mal. Al principio el sonido es discordante, se escuchan vibraciones por todos lados, hasta que poco a poco la vibración y la discordancia terminan. Pero en esta acción no es sólo el instrumento el que se afina, sino que soy yo mismo quien me afino con él. Lo toco, lo escucho, doy algunas notas para verificar que la afinación vaya quedando bien… juego. Mi preocupación no es que se escuche bien lo que voy tocando, sino que quede bien afinado, para que después pueda escucharse bien. Es una especie de calentamiento.

Me imagino una orquesta antes de dar un concierto. Para todo aquél que haya asistido a un evento tal, le es familiar el hecho de que los instrumentos son afinados enfrente de la audiencia. ¿Por qué? ¿Qué tiene esta acción que deba ser mostrada al público? ¿No podrían los integrantes de dicha orquesta afinar sus instrumentos “tras bambalinas” de tal forma que salieran a escena para ejecutar inmediatamente la pieza que han de tocar? No. La afinación, creo yo, es vital en esta circunstancia, y pueden observarse en ella tres niveles. El primero es con respecto al instrumento. Luego viene la afinación con otros instrumentos y, por último, la afinación de la orquesta misma con cada uno de los espectadores. Todo se afina, se ordena, queda puesto en un solo tono. Además, quizás, se hace patente que es un juego, que existe la posibilidad del error – aunque sólo sea momentánea y previa a la ejecución del concierto. Los músicos palpan sus instrumentos, toman conciencia de ellos, escuchan las disonancias y no les preocupa que haya notas en falos, que haya discordia. Al público tampoco parece importarle, y aparentemente no presta atención al barullo que ocurre frente a ellos. Sin embargo algo está ocurriendo. En su expectación por lo venidero se abren, permiten que el sonido los envuelva; se sensibilizan a los sonidos y, poco a poco, van entrando en el juego, van participando, se van afinando. La afinación se muestra como un preludio que permite abrirse a la belleza que está próxima, ya participar en ella – en este sentido la afinación espiritual de la que hablaba hace rato es la que permite acceder y participar en la orquesta divina, llámese nirvana o como se quiera llamar, ya sea como ejecutante o como espectador.

La afinación no busca otra cosa más que entrar en armonía, ponerse a tono. No pretende belleza ni verdad. No es buena ni mala. Un instrumento esta bien afinado o no lo está. Pero aquí hay una maña, un truco que debo hacer evidente. Me he servido de todo lo anterior para lavar mis manos. Para decir que aquí es donde me sirvo del término para aplicarlo a la escritura y a este escrito – que sólo me estoy afinando. No es mi intención tener razón en lo que he dicho, ni que lo dicho suene bonito. Mi único interés ha sido jugar un rato. Desempolvarme y ponerme a tono. A tono con el lenguaje, con el papel y la pluma; a tono con la gramática, con la ortografía, con el logos, A tono con cada uno de los integrantes de esta Big Band y con sus posibles lectores. Este no es un ensayo, ni un cuento, ni un ejercicio porque no busco sostener ninguna tesis, ni contar una historia, ni mejorar en nada – si acaso haya algo de esto ha sido tan circunstancial como aquél que durante el proceso de afinar su guitarra toca alguna melodía.

Si he logrado o no afinarme lo decidirán ustedes. Lo que sí logré fue desempolvarme… por lo menos un poco.

Gazmogno