31 – El blog

A mis amigos.

Limpié hoy la vieja casa. Volví hace poco y probablemente me vuelva a ir pronto. Pensé que sería buena oportunidad y subestimé, como siempre, cuánto tardaría colgado del pasado. A veces me vuelve lo aferrado. Copié de la computadora que usaba hace mucho los archivos que requerían ser respaldados y mientras rumiaba por la selva crecida de carpetas malorganizadas encontré los textos que escribí para cierto blog. Lugar escrito entre amigos, para hacernos pensar como amigos. Un centenar de entradas, tal vez más. Me impresiona pensarlo y saberlo emprendido en esta época en la que termina la palabra del hombre. Por años se extendió. Letras y letras quisieron preguntarse si en la melodía de la voz todavía había quien atisbara algo que pudiera maravillarlo. Fue una actividad constante que se extendió durante el estruendo, tal vez el eco del coletazo, de la crisis de la Modernidad. Esto fue escrito durante el advenimiento del meme y su llegada triunfal al poder, durante el arrebato de la crueldad y la plaga que marchitó los sembradíos de diálogo, durante la culminación de la tecnocracia y el asentamiento del profesionalismo como medida del alma. En estos días en que empezó se peleaba porque las humanidades eran despreciadas en los currículos universitarios (¡se creía en la universalidad del saber!) y se discutía si había aliento para pronunciar la palabra «sabio». Una de mis preocupaciones más grandes y recurrentes era si podían decirse bien las verdades valiosas.

Qué tan bien fueron dichas es otra cuestión. Lo primero que dije fue que «dábamos nombres». Para empezar, es un modo obscuro de decir las cosas, pero supongo que me gustó porque me parecía que promovería la curiosidad. Quise abrir un claro en el que sentarse a pensar fuera platicar con los otros y encontrarse amistados. Me refería en ese escrito a que había una diferencia substancial entre hacer ruido y decir. Es una idea no original, pero fundamental si se quiere vivir con dignidad. El blog, un esfuerzo por la dignidad. Quise mostrar signos de que en la voz humana hay comunicación de la experiencia de estar vivos y pensar. Equivoqué la dirección en el texto, me temo, porque mentí al mostrar las cosas del mundo como si fueran estáticas y separadas de lo que un alma humana piensa. No era raro que me atragantara de abstracción: «El hombre que habla y que razona, argumenta de modo que pueda notarse en lo que dice qué cosas del mundo son las nombradas». Bastante lógico y no del todo errado; pero ¿y no es el hombre que habla una cosa del mundo? Recuerdo que por entonces estaba fascinado por la noción de que una fórmula válida según las reglas del arte lógico puede ser ilógica, falsa. Otras nociones de esos días me cambiaron para siempre: que quien entiende concuerda, que la belleza da aliento, que la música abre el alma a admirarse de sí misma, y también que ya nomás por poder decir, somos responsables. Sí, cuando se dice, se escribe, se miente, o también si se cuenta o se canta o se presenta, uno se le entrega al otro en su propio decir; pero el problema de partir como lo hice en estos textos desde la abstracción de las cosas quietas, a la que se le adereza con una mirada humana que se posa sobre ellas, es que hace pensar que lo que uno le entrega a los suyos es alguna clase de ilusión bienintencionada, o versión pintada por buenos deseos de uno mismo, fe ciega en que el mundo está aunque no podamos abrir la puerta para verlo. Si el mundo está quieto y allá afuera, solito y desalmado, lo que sea que el alma haga con él va a terminar siendo puro cuento. Ahora que recuerdo, tuve muchas discusiones con un risueño miembro del blog al respecto. Algo de eso quería decirme, pero ni yo lo entendía a él ni él lo veía con claridad suficiente como para explicarse. Él quería sacar esas conclusiones de mis letras, y quería además encomiarme por ellas porque lo emocionaba mucho imaginar que estaba justificada su visión de una vida enmascarada en la que la hipocresía no es una atrofia de la imaginación sino estado de naturaleza; y claro, yo no me dejaba porque no quería decir eso, incluso si lo dije sin querer alguna vez. Otros convivieron ejerciendo ejemplos donde no bastaron las razones, desde las imágenes lúcidas de lo sagrado hasta las más procaces carcajadas, pasando por el terror de lo inimaginable. Quisiera pensar que ahí la dignidad de la palabra se dejó ver.

Creo que a eso me refería cuando casi cerrando ése, mi primer grupo de escritos, quise responder contra críticas como las de este compañero defendiendo que había no solamente verdades de las que podemos hablar, sino valor en algunas de ellas. Allí cerré con la pregunta «¿Qué ocurre entonces con la ciencia, y qué con la filosofía, si la verdad valiosa fuera [sic] un cuento de soñadores que se placen en la fantasía para no dolerse en la vida mundana?». Fácil responder: se van al demonio. Puede ser que la verdad sea consoladora, que sea cura y sustento; pero no se le busca por eso. No se le busca para apapacharse y escaparse de la fealdad de la vida engañosa en la que no hay tal verdad, se le busca porque ésa es la vida del hombre y por esa acción se aprecia que no hay tal vida engañosa, por más que abunden los engañadores. Se le busca, de nuevo, por dignidad. Por un lado, lo que expresé no está pensado bien a fondo. «La verdad» acaba luciendo en esos textos como una recompensa que se desentierra, como momia que se encuentra un montón de arqueólogos emocionados (este problema reapareció en otras entradas del mismo blog, y fue tan justamente señalado entonces). El escrito con que culminé aquel manto de pensamientos que no pude hilar, fue un intento por defender que el filósofo debe vérselas con lo eterno y que para él las modas son poco importantes. Tanto ha mutado desde entonces; pero todavía siento la cosquilleante felicidad de la discusión que vino después de este quinteto de entradas. La vida digna se lleva en diálogo. Quisiera haber visto con más claridad ya desde entonces, que el diálogo verdadero se da en amistad.

El blog entonces, antes que un ejercicio de dar respuestas a las preguntas que nos hacen lucir muy importantes, habría hecho mejor en buscar formular bien las preguntas. Si buscaba yo la sabiduría, ¿por qué no invitaba entonces a leer a los sabios más que a perder el tiempo en mis renglones? Y debería preguntarme también ahora ¿cuál es entonces el punto de haber escrito este Divagadiario? ¿Espero ser tan otro al volver a leerlo que sea para mí un diálogo? El mundo se abre y uno ensaya nuevos pasos; pero ¿se escapa uno de la maldición borgiana de haber escrito un libro que no sea libro, sino cubo de papel y tinta? Zaid me convenció de escribirlo y, con todo, también me convence de dejarlo. Quiero verme en el ojo del otro como pudo haberse visto Alcibíades, antes de seguirlo hasta una muerte encerrada en una casa en llamas. No sé si retomaré algún día el diario. Pero valga pues por última vez ser tan obscuro como me venga en gana, esperando que no vaya a leerme en años sin entenderme nada.

Años pasamos ensayando a la caza del bien. Me doy cuenta de que aproveché mucho más leyendo a los demás de lo que ahora me beneficio de leerme a mí mismo. Tal vez debí escuchar con más cuidado desde antes. Hay faltas que duelen en los dedos al teclear nuevos ensayos, extrañamientos que desgarran aunque endulcen la vida. Hay negruras venideras que anquilosan y no llegan. Otras dan el último golpe a la capa de piedra. Y quizá aún haya tiempo. Hay poesía. Hay sabiduría. Hay esperanza. Esto debió bastarme para despedirme entonces. ¿Por qué no pude verlo? Probablemente por la fiereza con la que puedo aferrarme. Años me precié de ella. Y cuando leí en este blog que la amistad era consentir la existencia del otro asentí, aunque no pude abarcar la idea. No censuro ninguna de ambas cosas. En esa lectura sentí mi dignidad, aunque no me percatara. Es digno buscar decir bien la verdad valiosa. Y si como dice el Hipias lo bello es padre del bien, ¿no es lo digno padre de la virtud? Leería después, y de palabras mejor dichas que las mías, que la virtud maravilla. No porque sea lo mejor de cada uno de nosotros; sino mucho mejor, por ser cuanto nosotros somos más que cada uno.


La verdad es que me gustaría haber escrito más en ese entonces para poder seguir compartiéndolo aquí; pero yo era muy dramático y quise aprovechar que se acababa el papel del librito, como si fuera el límite natural del diario. Pero ¿no es una tontera inventarle límites al mundo? No hay nada más que arbitrario sobre cuánto cabe en un cuaderno, pensaría yo. Ni hablar. Y así, pues, como he sido por mucho tiempo lo mismo, éste que no se puede quedar quieto, me voy. Dejo aquí una breve colección que ya ni aumento ni reduzco porque con treinta y un divagaciones podrá quien así lo quiera tomar una para cada día del mes hasta en los más largos y hacer con ellas lo que le plazca. Les di nombres pero son provisionales. Agradezco a quienes me leyeron y agradezco también haber estado aquí cuando y cuanto estuve. Me alegra haber contribuido al ritmo del conjunto con mis notas. Mi esperanza es que dándoles su tiempo se den menos a la disonancia que a la concordia.

Proteófilo Cantejero


«Y entonces un ojo contemplando otro ojo,
si mira la mejor parte de él, se ve a sí mismo».

–Platón, Alcibíades, 133a

30 – El encino

El último de los párrafos pequeños que tiene el diario me sorprendió con este bosquejo de un cuento. Su título está al margen, corregido y tachonado varias veces, así que ofrezco mejor éste poco imaginativo con el propósito de que, así como está sin terminar el texto, termínelo también el lector que quiera darse al juego. Y sí, lamento decirlo, pero mejor dar decepción ahora que no hay expectativas que luego que las haya, que me olvidé de él muy pronto después y nunca lo escribí. Juzgue cada quien la falta.


…vi por primera vez nieve pesada y constante, suficiente para apelmazarse en los carros y el pasto, pero la temperatura no era tan baja que no se derritiera en el pavimento. Por más que quise salir enchamarrado a echarme una pipa en el balcón, tenía todavía una de las lesiones que han estado apareciéndome en la lengua y preferí evitar el dolor. Desde niño hay períodos de unos meses en los que me aparecen aftas en la boca. En ocasiones pasan años sin que vuelvan y me olvido de ellos. A veces el descanso es apenas de unos meses. Hasta donde me parece, no puede evitarse. Que sea la lengua la que sufre es la novedad. No importa, confío todavía en que en unos dos o tres días la herida habrá sanado y quizá haya otro día nevado para quitarme la tentación. Lo que sí es que se me ocurrió una idea para un cuento que tendré que escribir después.

Un hombre iría caminando por la banqueta, desacostumbrado a la nieve que cae y al frío que entra. Este lugar sería para él inusitado. Habría comprado una botella de algún licor en una tienda, supongo que horas atrás, y elegiría un lugar apacible en el parque para beberla. Sentarse en la banca probaría ser mucho más frío, y húmedo, de lo que pensaba. Aquí algo podría decirse sobre cuán diferente es enfriarse en un lugar húmedo, como las cuencas y los valles cerca del mar del norte, y enfriarse en un lugar seco como éste, donde a uno lo rodea más una invitación que un asalto, una que va quitándole el calor de a poco como si lo sedujera para apartarlo. Mucho menos aparatoso que el espanto con que lo arranca desde adentro de la ropa el clima húmedo. Por alguna razón terminaría habiéndose sentado en la banca. No sé aún con quién hablaría o si solamente miraría a alguien (tal vez mira a alguien e imagina haber hablado con él) pero afloraría en su mente la idea de que siempre nieva, pero la nieve famosa es la blanca sólo porque por accidente natural resulta caer en cristalitos que se aglutinan y se ven fácilmente. «Si no lo vemos fácilmente, olvidamos que pasa», pensaría. No, mejor «si no lo vemos fácilmente olvidamos que pasa» sin coma. Son naturales las observaciones de las corrientes del viento que se hacen a través de lo que el viento mueve, no de él mismo. Siempre llueve, también, pero no siempre agua. Cosas por el estilo se le ocurrirían al personaje antes de notar lo helado que se ha puesto el vidrio de su botella vacía. No estoy seguro de si el parque tendrá mucha o poca gente, pero decididamente estarían ocupándose de otros asuntos. Quizá hay por ahí un grupo rodeando un estéreo, además de los locos que salen a correr incluso en estas condiciones ambientales. Podría notarse ahí que la gente acostumbrada a la nieve que cae y al frío que entra hace cosas que parecen por completo contra todo sentido común. Y pasaría por alto casi todo pero ¡compran helado y hacen pícnics! Quizá el personaje no repararía en estas cosas. Continuaría sus divagaciones en una segunda caminata, pero ésta sería muy diferente de la primera porque se dirigiría a su apartamento. Con la lengua adormecida y enfocándose solamente en la banqueta, pensaría «se ve exactamente como si no nevara». Aquí se detendría y quedaría como poste. No, mejor una imagen más natural, como un encino centenario que vio nacer familias de campesinos y al que los primeros urbanistas le concedieron piedad y rodearon al hacer las banquetas y dar forma a la calle por la que pasarían varias vidas de hombres sin que ya quede quien mire cómo reverdecerá llegada la primavera, y que ahora aferra su tronco seco con un aplomo más vivo que la vista engarrotada de los que tan sólo nacen y se pasan de largo, así también, se detendría éste y se quedaría admirado de todos los que lo rodean para seguir su trayecto. Recto y avanzando. Mañana siempre llega mañana y quién sabe si mañana nieve. No sé todavía cómo terminaría el cuento.

Proteófilo Cantejero

29 – La música secreta

Casi al final del cuaderno hay unos rayones: notas, acordes, indicaciones de secciones que cambian de un lugar para otro, cuentas de tiempos y pasos y proporciones harmónicas, y también unas cuántas ideas de instrumentación. Ninguno de ellos es útil ni tampoco legible. Cuando recordaba todavía frescamente a qué se referían los pasé en limpio a otro sitio y en orden; pero rodeando todo esto y también apelmazado en los recovecos en los que la hoja todavía tenía espacio, está colgada una nota del diario que por poco paso por alto.


Hace mucho tiempo que no componía. ¿Y cómo, si no tengo mis cosas? Ésas las dejé allá, en México. Eso me decía cada vez que recordaba con vaguedad. Pero el sábado fui a un concierto celebrando la primera noche de primavera en la sala del museo Miho. Presentó una mujer experta. Tal vez deba ser otra la palabra. Había experiencia, pero especialmente algo más; una comprensión de la experiencia, una comunicación entre mundo y cosa viva. Busqué en el diccionario mundanear para escribirlo y vengo a enterarme de que es peyorativo. ¡Ahora es cuestión de lujo atender las cosas el mundo! Bueno, pues ella, con sabiduría exhalada tocó una música extrañísima. Nada que hubiera escuchado antes se le parecía. Sorprendente, cautivadora, amenazante y honda, honda como la inteligencia. De pronto notaba una repetición, o creía haberla notado, pero se escapaba entre sonidos tan inesperados que me hacían dudar. Era apenas suficiente para presentir una forma, pero no se la podía asir. La tensión de los lamentos y la dulzura daban apenas para su reconocimiento cuando se perdían en silbidos rasposos, innaturales. Evocaba miradas de criaturas, negruras de lagos, incógnitas boscosas. Era hermosa y feroz. Despertaba algo en mí como un vértigo al filo de un acantilado. Siempre ocurría así: ni bien me parecía haberme afinado a la melodía, se disipaba, perfecta mímesis del despertar de un sueño divino. No de un sueño cualquiera, porque eso es lo que pienso que estaba pasando: la música mostraba, o más bien señalaba lejos hacia lo sagrado. El mundo se abría, o más bien, se revelaba abierto. Al silencio del shakuhachi toda la gente dejó un ceremonioso lugar para que recobrara la vida su ímpetu, para que volviera de allá a donde nos fue a llevar un arte casi olvidado. Todos supimos que había que esperar antes de aplaudir. La artista presentó una pieza más. Es imposible para mí saber cuánto tiempo duraron, o siquiera cuál lo hizo más. Tal vez ni siquiera sea justo pensar que de hecho duraron. Fueron como ensimismamientos en los que estuvimos todos y todo estaba ahí con nosotros.

Al final encontré a alguien que me entendió un poquito y me explicó (porque fui sin saber a qué me metía, he de confesar) que estas piezas son tradicionalmente «secretas», solamente enseñadas oralmente a alguien elegido por un maestro con quien ha estado por años y años. Yo sabía que había habido música así —algunas piezas de música de la India, por ejemplo, que no fueron escritas antes porque quienes las conocían y las transmitían oralmente se negaban al engaño que suponían inevitable en la letra— pero no sabía que aún existía tal costumbre. ¿Y cómo me iba a enterar, fuera de una feliz casualidad como ésta? Si yo creía que componía cuando escribía las notas en la computadora. Desde ese fin de semana lo retomé aunque intuyo que no es por pura voluntad propia.

Proteófilo Cantejero

28 – El opinador

«The blizzard, the blizzard of the world
Has crossed the threshold
And it’s overturned
The order of the soul».

A finales de mes tuve que viajar a una tierra helada y verde poblada por una gente orgullosa. Aprecian su lengua, su escritura y –cosa extraña solamente en estos días–, son abiertos en su apoyo a las grandes hazañas militares. Los lugareños llenan los árboles de listones y amuletos cuando está por llegar la primavera y aún en algunos permanecen estos como vestigios de la esperanza del pasado año cuando ya está por terminar. Curiosamente comparten con la rosca de Reyes, o «roscón» en España, la costumbre de comer un pan en el que introducen sorpresas: en este caso se trata de monedas o pedazos de madera que auspician buenas suertes para el año que viene: fortuna en la aventura o el amor, abundancia de bienes y demás. El caso me dio curiosidad y averigüé que hay quienes creen que tiene sus raíces en las saturnales romanas. Un ejemplo de la relación está en que los españoles introducen un haba seca en el roscón y, si bien quien la encuentra hoy debe pagarlo, mucho antes quien corriera esta suerte era llamado «el rey de la faba» y por un día mandaba con total autoridad sobre quien fuera, tal como el trastoque del orden que en las orgías saturnales era celebrado con consecuencias presumiblemente divertidísimas: subordinados dando órdenes de lo más intransigentes y jefes obedeciendo cualquier medida de ridiculez sin protestar no puede llevar al aburrimiento.

El mito de la era de Saturno, o Cronos, es fascinante y me ha ocupado bastante la imaginación. Por un lado, están las imágenes de lo vuelto de cabeza que hacen que uno vea su mundo y sienta que las cosas están en un orden de lo más afortunado: mejor que no brotemos de la tierra ni que se nos pasen los días perdiendo las arrugas con el Sol poniéndose al oriente. Parecerse más a la papa y a la zanahoria tiene como horrible consecuencia no poder reconocer ni padre ni madre tampoco. La autoridad es la del capricho y la tradición se muda a diario. Por el otro lado, también parece que lo que muchos antes se habían figurado como absurdo y descabezado es en realidad una cosa de lo más común para nosotros. O algo así se asemeja donde todo mundo opina lo que le venga en gana y le anda mandando a todos qué hacer, aunque no tenga ni idea de lo que habla. Cefalópodos son los simpáticos (y algunos muy sabrosos) animalitos que tienen patas en la cabeza, pero bien podrían ser muchas personas que andan por ahí con la cabeza en la tierra y hablando con las patas. Con tantas oportunidades para compartir una opinión, ya parece que estamos constantemente en un concurso a ver quién opina más sobre más cosas, y mejor mientras menos profundamente las conozca. A veces hay que recordarle a algunos que no es su obligación cívica decirnos la primera cosa que se les vino a la cabeza. Pero bueno, a propósito de pulpos y otros organismos camuflageantes, hablé con uno que se hacía pasar por alguien muy conocedor y que por supuesto opinaba de todo tema con esa soltura que sólo puede otorgar la seguridad en uno mismo. Un amigo suyo, que con los días se hizo mío también, fue quien me contó del pan festivo y nos invitó a convidarlo (¿a poco no es maravillante lo raro que se nos hace pensar en comer un pan así estando solos?). Pero lo que al pulpiforme le interesaba no era la celebración de lo sacro sino, al contrario, la ocultación de su significado. Él decía que la única sorpresa provechosa que él reconocería al salirle un amuleto del pan, sería la de la salud. «Cualquiera de las otras ya viene incluída en la fuerza», añadió. ¿La salud es fuerza? Discutimos al respecto. Por supuesto que hay un sentido en el que lo es y negarlo sería deshonesto. No lo hice. Lo que hice fue reclamar que confundir ser vivo con cuerpo era absurdo, lo era también confundir vitalidad con violencia, y todo eso además indignante (y profano, pero eso no lo dije). Pero es su interés por imponer sobre reglas, órdenes, regímenes y demás estructuras la voluntad, la apropiación de todo bajo el control propio y a contentillo, lo que organizaba desde la fuente tal idea de fuerza. Y opinar sobre todo es, por supuesto, solo una forma más de controlarlo todo, de tener los tentáculos extendidos asiendo lo alto, lo bajo y lo que quede en medio. Finalmente ligaba con tal cercanía el bien a la salud corporal que uno podría reducir todo conflicto humano a alguna clase de impacto, al arremeter de un ariete contra algún muro. Pero es que tal vez el orden ya se volteó, como nos lo advirtió Leonard Cohen cuando vio el futuro, y ahora nos es imposible darnos cuenta de lo que está al revés. El peligro es que no podamos saber ya nunca si somos almas con cuerpo o cuerpos con alma. Durante la discusión el argumento sufrió varias violencias y el resbaladizo conocedor, que era extraordinariamente hábil para manifestar toda suerte de datos obtenidos de estudios de la fisiología humana, señaló que la dicotomía anterior era una falsedad vulgar: no podríamos ser ni lo uno ni lo otro, porque no hay cuerpos o almas. «Lo que hay es máquinas». Desde la maquinaria chiquitita que lubrica a las partículas subatómicas para formar redes que expanden y contraen tiempo y espacio a lo largo de todo el universo, hasta las complejísimas máquinas que se ayudan de herramientas simples para cavar huecos donde enterrar a sus muertos. Y escuchando yo me preguntaba cómo había sido que esta tierra helada con vestigios de paganismo en sus rituales cristianos, con un ánimo despierto a la inclemencia de los inviernos y postrado en la esperanza de la primavera venidera, hubiera cosechado semejante mezcla de severidad de opinión y molicie de razón. Y por cierto, escuchaba además con algo de disgusto. A mí no me salió nada en el pan.

Proteófilo Cantejero

27 – El pueblo de la abulia

Hoy tuve noticias de Pano. Alegres, por fortuna.

Entre los extraños lugares en los que he sido yo mismo un extraño, estuve algunos meses viviendo en un pueblo con tan poca imaginación que no puede saberse si la fue perdiendo toda o si más bien no la tuvo nunca. Además, es de gente que se conforma con hacer las cosas bien; lo cual no tiene nada de censurable, pero esconde el problema de modo curioso. Por estar tan acostumbrados a hacerlo todo de un solo modo, y por ver que siempre les sale más o menos como lo esperan, no piensan que sea necesario cambiar nada nunca, ni se les ocurre que pueden vivir mejor de lo que viven. No tienen ganas de hacer nada además de lo que ya hacen. El ejemplo más doloroso, y el que me inspiró escribir de nuevo en mi diario ya por años abandonado, es el de un muchacho que conocí ahí, Pano. Creció triste y llegó a ser un adulto con una notoria debilidad para tomar decisiones por sí mismo. La depresión, ésa que es famosa como si fuera una sola cosa, le fue diagnosticada desde pequeño y se habituó a tenerla como se acostumbra uno a sus gestos faciales. Eso le previno a su alma crecer, como se hacía con los pies de las niñas ricas japonesas hace unos siglos. Todos en ese lugar asumían que la depresión era una cosa que podía equipararse a malformación congénita o a maldición de goeta; o sea, era un golpe de la fatalidad que le había acaecido y nada que hacer. Uno no elige su química cerebral. Así como unos nacieron con poliomielitis, así venía éste afligido de tristeza. Y ¿cómo no se iba a ver él mismo así? Así se vio por mucho. Cuando nos hicimos amigos, le costaba siquiera imaginar que fuera posible actuar del modo que fuera cuando su desamor por los gozos del mundo se le manifestaba. Pienso que su mal es acedia —de los peores males de amores— y se lo dije. Si estaba de buenas, se decía a sí mismo que era por su elección; si no, era algo que le pasaba, que no lo dejaba elegir. Se avergonzaba de no querer hacer nada, pero al mismo tiempo sabía que así era él. Su enfermedad se manifestaba como pereza y falta de ímpetu. «Abulia» lo llamaba. Y miraba esta condición con tal claridad científica que hasta podía él solo recetarse y analizar sus etapas cuando venían las olas sombrías. Pero allí no vivían como en las tierras en las que la gente se juega la vida luchando por garrafas de agua, ni tampoco como en los que las condiciones psicológicas están estigmatizadas y cazadas por paisanos devenidos policías estalinoides. En este lugar eran considerados y suficientemente ilustrados como para no caer en las incompasivas cantaletas que confunden lo aborrecible con lo desdeñable. Por eso digo que hacían las cosas bien, nadie preferiría a esto sed o crueldad. No, aquí había servicios de conversación y ayuda y terapia y consulta y demás, todo gratuito. Hablaban de ello con la normalidad con la que se habla de la calvicie. Pero como «estaba malito», cada vez que sentía la zozobra de sus pesados pensamientos, lo ayudaban a escapar de sí mismo, lo alejaban de enfrentarse con lo que más odiaba. Sabían, como lo habían sabido mucho tiempo, que si no lo cuidaban, podía hacerse daño. Así que hacían lo correcto que habían hecho siempre, la única opción, y lo protegían. En tales condiciones, Pano no había tenido nunca que enfrentarse virtualmente a ninguna dificultad más que a la gigantesca y casi indomable bestia que se lo comía desde dentro apenas había tenido un poco de calma mental para mirarse a sí mismo y observar, con dolorosa nitidez, que no era todas las promesas que habían hecho todos sobre él y su futuro desde que era niño. En este pueblo tenían todo, menos imaginación. Por supuesto, no había quien pensara que lo que le faltaba a este afligido era hacer algo por sí mismo, ¡si había hecho todo bien!: se había ido a checar, tomaba lo que le medicaban, expresaba su condición sin pudores. ¿Cómo le iba a faltar hacer algo por sí mismo? Como me dijo hace mucho mi maestro, maduro es el que tan bien sabe gobernar cuanto obedecer, y ¿no es lo más importante, lo más difícil (y gozoso), aprender a gobernarse y obedecerse a uno mismo?

Alegres noticias, pues. Ojalá con su proyecto pueda infundirle algo de vida a ese pueblo moribundo.

Proteófilo Cantejero

26 – La alberca

Cuando era niño llevaba clases de natación en la escuela. Después de una mala experiencia, quedé marcado por un miedo a las albercas que no me dejó por años, independientemente de las explicaciones o arengas que hicieran mis padres y profesores. No sé por qué son así los niños, pero algunas cosas que parecen muy importantes les pasan de largo mientras que otras pequeñeces no las olvidan nunca. Ésta me marcó mucho. Antes de entrar al agua, mis compañeros y yo hacíamos una fila en los vestidores. El aroma del cloro y el plástico de las tablas de flotar está todavía a la mano si lo evoco. Estábamos a la espera como gorriones mirando a ver cuándo se pone el sol y yo sentía un terror pálido. Cada semana me colmaba la mente una sola idea: que terminara ya. Fantaseaba con ese momento dulce en el que la hora ya había pasado y podíamos regresar a secarnos, y la veía en mi interior con desesperación, la deseaba con furia. Empecé a encerrarme en un casillero durante la hora completa con la esperanza de que nadie me echara en falta durante el curso; no lo hizo nadie, pero llegó el día en que mi traje de baño seco me delató.

Recordé todo eso el lunes pasado mientras hacía fila en el frío de la mañana para hacer un trámite. Da igual cuál, en realidad, el gobierno de las oficinas no tiene mucho deleite en la variedad. Y hay que decir que pudo salir mucho peor de lo que salió. Para empezar, la mañana podía estar helada, la espera podría haber sido mucho mayor… Pero no podía pensar en otra cosa más que en el final, en el momento en que ya hubiera terminado. Me sentí como niño, vulnerable, a punto de ser arrojado al agua contra mi voluntad. Nunca tuvo un trámite en mi mente tan completa naturaleza de trámite como ahora, en que sólo quería estar al final del trayecto sin haberme llevado nada del recorrido, ni siquiera la experiencia. Pero ¿por qué pasan cosas así? No sé por qué son así los adultos, pero algunas cosas que parecen muy importantes les pasan de largo mientras que otras pequeñeces les aterran.

Pensándolo con cuidado me doy cuenta de que nunca me he sentido participante de las cosas de la ciudad. Y no es para nada una romántica idea del ciudadano del mundo, que bien sé que no me acerco a tal placer. Más se me figura a la vagancia. Estos procesos burocráticos me son niñerías porque los hago pensando que juego a ser adulto. Mientras, no me interesan en lo más mínimo ni los haría si no fuera por alguna fuerza que he admitido me zarandee en esa dirección (la alternativa es mucho peor). Nunca me he visto como miembro de ninguna de estas cosas tan importantes, ni de las no tan solemnes, pero tan regulares de la vida en que uno se acepta como miembro del grupo de los de buen juicio, con sus muelas y todo. No sé por qué ha sido así, pero no puedo evitarlo; es como si todas estas cosas fueran de chiste. Son simulaciones, ficción. Y no solamente en los procesos engorrosos, lo noto en cosas que no merecen burla también: casamientos, funerales, actas, títulos, todo lo que tenga cara de proceso legal o de abogacía; todo. No quisiera tener que tratar ninguno de mis males jamás en una corte ni querría confiarle ninguna de mis carencias a ningún trabajador social. Incluso si se me quisiera convencer de todas sus ventajas. Y si ésa es la razón por la que recordé mis clases de natación esta mañana puedo darme por medianamente satisfecho en cuanto a búsquedas de causas se refiere; porque todavía me falta averiguar aquella por la que en la oficialidad me siento como pez fuera del agua.

Proteófilo Cantejero

25 – La democracia representativa

Hoy fue uno de esos días. Un afta me ha estado atormentando en esa medida que inspiró al poeta la comparación de lo duro contra lo tupido. Tupidos son los momentos: cada que acuerdo. Me quemé en un brazo una línea con metal incandescente; elegante, se ve, lástima que fuera involuntario. Y también me rebané una hendidura nada grave en el pulgar izquierdo. Ah, y además, mi jefe me dio una buena regañada allí donde se entiende que lo de buena lo tiene por justa. No es ninguna de esas cosas la que ocupaba mi mente hoy que empecé a escribir, pero sospecho que algo tuvieron que ver con el ánimo que traigo. Lo que sí la ocupa es una idea que tengo desde que vengo de regreso en el metro. Nuestra práctica democrática es un ejercicio asombroso de proyección de sombras. Es que es de risa loca cuánto de nuestra vida política se hace en lo obscurito. Los juicios son cosas casi místicas de lo ocultos que son: ¿quién los mira? ¿Los involucrados? Ni ellos saben qué está pasando. Faltan nomás los incensarios y una sibila drogada. Y las sentencias se dan casi siempre desde tan lejos que ni se alcanzan a ver bien, a cada uno le llega sin ver ni qué le pegó ni desde cuándo. Las respuestas casi nunca están dadas a quienes preguntan por qué, sino más o menos dicen lo que va a pasar en términos de qué institución se va a llevar a quién a dónde. Y de aquellas veces en las que se hace suficiente ruido como para que sea tema de la opinión pública lo que discute el poder judicial, lo que se sabe es prácticamente nada: ni se entiende el contexto, ni se sabe quién tiene facultades para hacer qué, ni se puede uno explicar por obra de qué santo intercesor acaba llegándose al resultado al que se llega. Las discusiones sobre la constitución… mejor ni hablar de si ese libro es o no un oasis de rebosante claridad. Los juicios, pues, y las sentencias y demás jelengues, a obscuras. ¿Los otros dos poderes, entonces, tal vez? ¡Ojalá! Esos están quizá peor en sus galimatías, porque en lo que muy a todas luces discuten no hay ni una buena razón a la que no se le estén subiendo como hormigas al azúcar miles de estupideces y barbaridades que no dicen nada. No hay una sola instancia de problema público en los últimos tiempos que se hayan echado a cuestas el legislativo o el ejecutivo, y que se discuta sin deshilacharse entre ladridos con cara de eslógan y falacias en las que se oye bien claro el trompetazo de al-arma. Peor están, entonces, pienso, porque en el puro disimulo a más de un millar dejan confiados de que se oyen voces y razones en las cámaras de nuestras discusiones dizque políticas. Esto es un ejercicio diario, entrenadísimo, con altísima sofisticación, de un obscurantismo derrumbante. Pero ¿qué le va uno a hacer?, así es como hacemos política. Y pensándolo así, diría yo que después de todo sí tenemos una democracia bastante representativa.

Proteófilo Cantejero