A mis amigos.
Limpié hoy la vieja casa. Volví hace poco y probablemente me vuelva a ir pronto. Pensé que sería buena oportunidad y subestimé, como siempre, cuánto tardaría colgado del pasado. A veces me vuelve lo aferrado. Copié de la computadora que usaba hace mucho los archivos que requerían ser respaldados y mientras rumiaba por la selva crecida de carpetas malorganizadas encontré los textos que escribí para cierto blog. Lugar escrito entre amigos, para hacernos pensar como amigos. Un centenar de entradas, tal vez más. Me impresiona pensarlo y saberlo emprendido en esta época en la que termina la palabra del hombre. Por años se extendió. Letras y letras quisieron preguntarse si en la melodía de la voz todavía había quien atisbara algo que pudiera maravillarlo. Fue una actividad constante que se extendió durante el estruendo, tal vez el eco del coletazo, de la crisis de la Modernidad. Esto fue escrito durante el advenimiento del meme y su llegada triunfal al poder, durante el arrebato de la crueldad y la plaga que marchitó los sembradíos de diálogo, durante la culminación de la tecnocracia y el asentamiento del profesionalismo como medida del alma. En estos días en que empezó se peleaba porque las humanidades eran despreciadas en los currículos universitarios (¡se creía en la universalidad del saber!) y se discutía si había aliento para pronunciar la palabra «sabio». Una de mis preocupaciones más grandes y recurrentes era si podían decirse bien las verdades valiosas.
Qué tan bien fueron dichas es otra cuestión. Lo primero que dije fue que «dábamos nombres». Para empezar, es un modo obscuro de decir las cosas, pero supongo que me gustó porque me parecía que promovería la curiosidad. Quise abrir un claro en el que sentarse a pensar fuera platicar con los otros y encontrarse amistados. Me refería en ese escrito a que había una diferencia substancial entre hacer ruido y decir. Es una idea no original, pero fundamental si se quiere vivir con dignidad. El blog, un esfuerzo por la dignidad. Quise mostrar signos de que en la voz humana hay comunicación de la experiencia de estar vivos y pensar. Equivoqué la dirección en el texto, me temo, porque mentí al mostrar las cosas del mundo como si fueran estáticas y separadas de lo que un alma humana piensa. No era raro que me atragantara de abstracción: «El hombre que habla y que razona, argumenta de modo que pueda notarse en lo que dice qué cosas del mundo son las nombradas». Bastante lógico y no del todo errado; pero ¿y no es el hombre que habla una cosa del mundo? Recuerdo que por entonces estaba fascinado por la noción de que una fórmula válida según las reglas del arte lógico puede ser ilógica, falsa. Otras nociones de esos días me cambiaron para siempre: que quien entiende concuerda, que la belleza da aliento, que la música abre el alma a admirarse de sí misma, y también que ya nomás por poder decir, somos responsables. Sí, cuando se dice, se escribe, se miente, o también si se cuenta o se canta o se presenta, uno se le entrega al otro en su propio decir; pero el problema de partir como lo hice en estos textos desde la abstracción de las cosas quietas, a la que se le adereza con una mirada humana que se posa sobre ellas, es que hace pensar que lo que uno le entrega a los suyos es alguna clase de ilusión bienintencionada, o versión pintada por buenos deseos de uno mismo, fe ciega en que el mundo está aunque no podamos abrir la puerta para verlo. Si el mundo está quieto y allá afuera, solito y desalmado, lo que sea que el alma haga con él va a terminar siendo puro cuento. Ahora que recuerdo, tuve muchas discusiones con un risueño miembro del blog al respecto. Algo de eso quería decirme, pero ni yo lo entendía a él ni él lo veía con claridad suficiente como para explicarse. Él quería sacar esas conclusiones de mis letras, y quería además encomiarme por ellas porque lo emocionaba mucho imaginar que estaba justificada su visión de una vida enmascarada en la que la hipocresía no es una atrofia de la imaginación sino estado de naturaleza; y claro, yo no me dejaba porque no quería decir eso, incluso si lo dije sin querer alguna vez. Otros convivieron ejerciendo ejemplos donde no bastaron las razones, desde las imágenes lúcidas de lo sagrado hasta las más procaces carcajadas, pasando por el terror de lo inimaginable. Quisiera pensar que ahí la dignidad de la palabra se dejó ver.
Creo que a eso me refería cuando casi cerrando ése, mi primer grupo de escritos, quise responder contra críticas como las de este compañero defendiendo que había no solamente verdades de las que podemos hablar, sino valor en algunas de ellas. Allí cerré con la pregunta «¿Qué ocurre entonces con la ciencia, y qué con la filosofía, si la verdad valiosa fuera [sic] un cuento de soñadores que se placen en la fantasía para no dolerse en la vida mundana?». Fácil responder: se van al demonio. Puede ser que la verdad sea consoladora, que sea cura y sustento; pero no se le busca por eso. No se le busca para apapacharse y escaparse de la fealdad de la vida engañosa en la que no hay tal verdad, se le busca porque ésa es la vida del hombre y por esa acción se aprecia que no hay tal vida engañosa, por más que abunden los engañadores. Se le busca, de nuevo, por dignidad. Por un lado, lo que expresé no está pensado bien a fondo. «La verdad» acaba luciendo en esos textos como una recompensa que se desentierra, como momia que se encuentra un montón de arqueólogos emocionados (este problema reapareció en otras entradas del mismo blog, y fue tan justamente señalado entonces). El escrito con que culminé aquel manto de pensamientos que no pude hilar, fue un intento por defender que el filósofo debe vérselas con lo eterno y que para él las modas son poco importantes. Tanto ha mutado desde entonces; pero todavía siento la cosquilleante felicidad de la discusión que vino después de este quinteto de entradas. La vida digna se lleva en diálogo. Quisiera haber visto con más claridad ya desde entonces, que el diálogo verdadero se da en amistad.
El blog entonces, antes que un ejercicio de dar respuestas a las preguntas que nos hacen lucir muy importantes, habría hecho mejor en buscar formular bien las preguntas. Si buscaba yo la sabiduría, ¿por qué no invitaba entonces a leer a los sabios más que a perder el tiempo en mis renglones? Y debería preguntarme también ahora ¿cuál es entonces el punto de haber escrito este Divagadiario? ¿Espero ser tan otro al volver a leerlo que sea para mí un diálogo? El mundo se abre y uno ensaya nuevos pasos; pero ¿se escapa uno de la maldición borgiana de haber escrito un libro que no sea libro, sino cubo de papel y tinta? Zaid me convenció de escribirlo y, con todo, también me convence de dejarlo. Quiero verme en el ojo del otro como pudo haberse visto Alcibíades, antes de seguirlo hasta una muerte encerrada en una casa en llamas. No sé si retomaré algún día el diario. Pero valga pues por última vez ser tan obscuro como me venga en gana, esperando que no vaya a leerme en años sin entenderme nada.
Años pasamos ensayando a la caza del bien. Me doy cuenta de que aproveché mucho más leyendo a los demás de lo que ahora me beneficio de leerme a mí mismo. Tal vez debí escuchar con más cuidado desde antes. Hay faltas que duelen en los dedos al teclear nuevos ensayos, extrañamientos que desgarran aunque endulcen la vida. Hay negruras venideras que anquilosan y no llegan. Otras dan el último golpe a la capa de piedra. Y quizá aún haya tiempo. Hay poesía. Hay sabiduría. Hay esperanza. Esto debió bastarme para despedirme entonces. ¿Por qué no pude verlo? Probablemente por la fiereza con la que puedo aferrarme. Años me precié de ella. Y cuando leí en este blog que la amistad era consentir la existencia del otro asentí, aunque no pude abarcar la idea. No censuro ninguna de ambas cosas. En esa lectura sentí mi dignidad, aunque no me percatara. Es digno buscar decir bien la verdad valiosa. Y si como dice el Hipias lo bello es padre del bien, ¿no es lo digno padre de la virtud? Leería después, y de palabras mejor dichas que las mías, que la virtud maravilla. No porque sea lo mejor de cada uno de nosotros; sino mucho mejor, por ser cuanto nosotros somos más que cada uno.
La verdad es que me gustaría haber escrito más en ese entonces para poder seguir compartiéndolo aquí; pero yo era muy dramático y quise aprovechar que se acababa el papel del librito, como si fuera el límite natural del diario. Pero ¿no es una tontera inventarle límites al mundo? No hay nada más que arbitrario sobre cuánto cabe en un cuaderno, pensaría yo. Ni hablar. Y así, pues, como he sido por mucho tiempo lo mismo, éste que no se puede quedar quieto, me voy. Dejo aquí una breve colección que ya ni aumento ni reduzco porque con treinta y un divagaciones podrá quien así lo quiera tomar una para cada día del mes hasta en los más largos y hacer con ellas lo que le plazca. Les di nombres pero son provisionales. Agradezco a quienes me leyeron y agradezco también haber estado aquí cuando y cuanto estuve. Me alegra haber contribuido al ritmo del conjunto con mis notas. Mi esperanza es que dándoles su tiempo se den menos a la disonancia que a la concordia.
Proteófilo Cantejero
«Y entonces un ojo contemplando otro ojo,
si mira la mejor parte de él, se ve a sí mismo».
–Platón, Alcibíades, 133a