A. Cortés
Ocupado por pendientes escolares (algunos más agradables que otros) y sin haberme dado más tiempo para dedicar a esta ocasión, en lugar de escribir apresuradamente decidí enseñarles una introducción a uno de los trabajos finales que estoy haciendo, una que especialmente me interesa que sea comentada. Tiene pequeños fragmentos de lo que primero escribí para el blog “¿Damos Nombres?”, en lugares en que me pareció que estaba discutiendo el mismo problema, aunque creo que aquí el rumbo es distinto a aquel planteamiento. El ensayo del que ésto es introducción pretende ser un breve comentario a una obra (que se me hizo muy extraña) de Walter Benjamin llamada Sobre el Lenguaje en cuanto tal y sobre el Lenguaje del Hombre, pero en lo que les presento aquí nada hay que esté ligado directamente con ella; más bien se los digo para que se hagan una idea de por qué hago tantas alusiones a motivos judíos. Su noción predominante, según yo, es que todo lo que hay en el mundo dice algo, y de todas estas expresiones la humana es la única que se da en el sonido, como voz. Como nada sé de pensamiento judío más que lo que se me quedó del Golem de Borges, me imagino que esta noción es no sólo de Benjamin sino del pensamiento judío en general, y dicho eso, creo que nada hay que impida que esta introducción sea leída por otros que son igual de ignorantes que yo al respecto.
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Se ve sorprendido y, sin embargo, sereno, éste que siente y que piensa al momento de encontrarse con un hombre en su camino. Solamente por habérselo topado, le habla. Escuchando, el hombre cae en un profundo sosiego que así le arrebata de su paso y lo detiene: es insalvable que conteste, pues se le ha dirigido la palabra. Voltea su mirada, y mira el gesto de otro que espera encontrar en él su respuesta. Ha de cuidar su alma, pues tan pronto pronuncie su discurso, mostrará por qué es carga de hombres y de ningún otro ser el sino de quien habla; modelará el viento y le dará forma como quien en la arcilla figura dos manos y un rostro, y escribe un nombre en su frente. Quizá lo mueva el deseo de seguir de largo ignorando el llamado, pero ya es demasiado tarde: aún si escapa, dirá algo con su huida. Entonces, responde. Un movimiento de cabezas, un encuentro de miradas constatadas, un par de palabras. Reconocieron que habían antes conocido, se habían visto a ellos mismos. Nada más fue necesario. Éstos, los primeros hombres, fueron también los dos primeros conversadores, los creadores originales de figuras en el viento.
El misterio es que ellos dos que se hablan no fueron nunca el origen, sino la repetición de todos los pueblos y de lo que seguirá ocurriendo mientras siga habiendo pueblos. Son a veces dos, a veces cientos. Cada vez que los hombres se unen expresando, se repite este antiguo encuentro obscuro, seguramente olvidado en la penumbra de un pasado incorregiblemente lejano. Ahora invisible, aunque imaginable. Vivo fuego que se esparce en conjeturas. ¿Qué sabemos de hombres viejos de naturaleza muda? ¿Qué sabemos de palabras que anteceden a nuestras palabras? Nada. Sabemos quizá de otros sonidos, de gruñidos y bramidos, de expresiones animales tan diversas como toda la fauna, pero nada de palabras entre ella. De lo poco que sabemos y que alcanzamos a ver, pareciera que los primeros hombres fueron también los primeros hablantes: todos nosotros hemos sido alguna vez los primeros hablantes. Lo que guardan de ‘primeros’ es su naturaleza, es el orden compartido con toda ascendencia por un profundo hado. Irremediablemente, al ser hombres decimos; y al decir queremos comunicarnos[1].
Común a cada uno es algún otro que les habla, porque en el instante en que se escucha hablar al otro, rauda se adelanta la consecuencia: algo del otro está en nosotros. Es una evidencia que de tan clara, alumbra toda conclusión postrera y se oculta de ser vista por sí misma entre tanto destello. La multitud de hechos distintos que sólo por ella pueden ser constatados son nuestro único visible acervo: ésta ostenta que sólo por escuchar, estamos ya viendo en nosotros que existe cierta disposición (la que sea) con relación al otro que me expresa, tal, que lo que puede hacer con su voz y su gesto mueve inexorablemente nuestra alma de algún modo. Por haber diferencia entre sonido y la razón en el sonido, entre imagen y la razón en la imagen –ambos casos son envíos conjuntos al correr del aire-, se nos hace patente que la expresión de los hombres nos mueve. Antes de escuchar o ver al hombre expresando, el otro yacía ensimismado y con la mirada perdida; pero en cuanto se le dirigen la voz y el gesto, no puede más que saber que algo ha visto, que ahora algo tiene que antes no, y que es memoria y experiencia de haber estado recibiendo lo expresado apenas unos instantes atrás. De nada sirve ya voltear la vista al suelo, sabe que su rostro mira al frente. La voz y el gesto nos mueven sin quererlo. Quien nos expresa nos ha dejado, para empezar, su palabra; para continuar, un movimiento en nuestras almas que, como aguas que en el mar son removidas por grandes y pequeñas corrientes, no pueden evitar ondear al sonido de un saludo ni impedir latir de continuo durante una seria discusión. Que el otro nos diga y lo veamos decir es suficiente para admitir que algo tenemos en común, y que eso es principio de comunicación entre los hombres.
El destino de lo humano es entonces lo común entre hombres, pero es único en el mundo; las antiguas letras judías anuncian con voz viva sus penumbras. En la Tierra en la que cada cosa habla, el brillo de lo dicho por los hombres es inquietantemente distinto. ¿Cómo decir qué cosa pasa entre los hombres cuando se dicen lo que ven mientras viven? Siempre nos parece que algún orden tiene ésto, porque hay algún concierto entre el diciente y lo que dice. ¿Cómo, entre todo lo ordenado, lo que más ostenta orden nos parece tan esquivo? ¡Si decimos algo que sabemos y lo decimos ordenado! Es tan natural el llamado a hundirse en el misterio que inquieta el alma: ¿qué es lo que callamos mientras conversamos con los otros?, ¿por qué podemos callarlo?, alguna causa habrá para que seamos los únicos que callan. El silencio de lo humano y el del mundo no son lo mismo. La obscuridad tiene algún parentesco con el silencio. ¿Cómo rompe un hombre el silencio si no con la voz? De cualquier otra forma, lo rompen también la bestia o el trueno. Una voz, y más sumadas, van contrastando al mundo mientras distinguen y relacionan sus partes. La mirada humana mira voces en un mundo en el que todo habla. El habla del hombre es la voz que llama, el nombre, y a cada cosa se le da nombre y se habla de ella. Se dicen las cosas, se dice lo que son y cómo son las cosas, se miente sobre ellas, se elogian y se temen, y todo eso se despliega como instancia de un sitio en el que estamos viviendo lo que somos. Somos los que nombran cuando dicen, y no logramos decirnos entre nosotros por qué podemos hacerlo. Todo lo que vemos es variado, y sin embargo, a todo lo que podemos le damos nombre e intentamos decirlo; pero el nombre no es como ninguna de esas cosas que nombramos en el mundo. Aun fuera la más voraz actividad volcánica que cubriera cada metro de la Tierra, aun fuera un siniestro cataclismo derribando todas las montañas que se tienen por gigantes, un mundo poblado de hombres silenciosos sería un mundo callado.
El misterioso lazo que aprieta juntos los nombres con la voz, los gestos, los pensamientos, la vida en hombres, animales, y otros semejantes, las cosas en el mundo, y la enigmática visibilidad (o sensibilidad) con que se ostentan; el fuerte abrazo en que están la comunidad de los órdenes, la relación entre lo diverso, y también la posibilidad de enseñar (mostrar) ésta con la voz o el gesto; ésta, digo, es la soga anudada que el pensador profundo intentó alumbrar en su ardiente meditación: se miró a sí mismo, y miró al rededor, miró los ojos de los otros, se miró de nuevo y luego alzó la mirada al vasto Cielo. Miró las estrellas, miró sus manos y sus pies. Se dijo: “¿qué nos une a todos y qué nos separa?, ¿por qué estas preguntas me las hago con palabras, acaso puedo responderlas con palabras?” Cuenta Borges sobre Judá León, el rabí que dio vida a un Golem, que intentó explicarle a su criatura el universo con palabras, y pese a todos sus intentos el muñeco móvil nunca habló.
Esta evidencia tan brillante y tan callada de que decimos y nombramos algo que no somos nosotros ha sido mencionada sin quererlo y también queriendo en innumerables ocasiones por centenares de centenares de hombres[2]. Han hablado sobre la imposibilidad de decir qué es la palabra, que se escapa a ser nombrada por ser nombre ella misma. Han hablado sobre un posible origen del lenguaje, acaecido a los hombres primitivos por el travieso arbitrio evolutivo en las especies, que entre toda su aparente necesidad de hacer sobrevivir a lo más apto juega siempre entre la multitud inexplicable de movimientos sin causa que por más que intentan nunca llegan al reposo. Han hablado del conocimiento de todo lo que es, que cada hombre tiene enterrado en lo profundo, y que por mor inescrutable de los dioses fue entregado en el principio de los tiempos a cada una de las almas para que pueda volver a verlo en cuanto haga de ello su discurso. Han hablado del parentesco entre el orden del mundo y el orden del pensamiento, que se muestra cuando por medio del aire se pronuncian los sonidos que expresan (exponen) lo que el hombre alcanza a ver con el alma, y de que en ésto ella nos muestra que, en cierto sentido, es todas las cosas. Han hablado también de los nombres que llamando a los hombres uno a uno los han hecho ser lo que son, antecediéndolos en todo orden y pensamiento, pronunciados sin ser dichos por algún Creador que guarda en secreto el verdadero nombre de todo cuanto es, para sólo descubrirlo poco a poco a través de su revelación.
Sepa cada quién desde su más antigua memoria que nunca ha podido más que pensar con una sola mente[3]. ¿Qué causas nos unen a la forma que tenemos de expresarnos? No hay manera de adentrarse en los problemas de la palabra que sea más genuinamente filosófica que el escrutinio propio: si preguntáramos por los astros, habría que ver los astros; si por las plantas, pues habría que estudiar en jardines y bosques esos vivientes silenciosos; pero se pregunta por ése que dice, y es lo más correcto voltear a verlo. ¿Y qué vemos? A nosotros en medio de otros. A nosotros con los demás. A nosotros cuidándonos de nosotros, esforzándonos por vernos, porque nuestra propia alma no nos es diáfana, no somos dueños de todo lo que hay por saber de lo que somos, no somos amos plenos de nuestro destino. Por eso mismo podemos trabajar por conocernos. Al mirarnos a nosotros mismos, puestos en la duda y ante la duda, nos percatamos de que lo que pensemos sobre la palabra es, sin lugar a salvedades, lo que pensamos sobre nosotros mismos: arriesgamos el propio ser en la pregunta seriamente filosófica. Lo arriesgamos si buscamos saber en verdad qué somos movidos por un genuino deseo de saber, y por la acuciante maravilla con que se nos muestra claro que actuamos como si supiéramos algo que no sabemos (para empezar, siempre actuamos como si no hubiera la duda de que podemos comunicarnos, y de que en la palabra se dice la verdad y se dice la mentira). Es por ello que toda pregunta filosófica por la palabra es una cuestión vital, uno mismo se pone en riesgo de estar perdido ante su mirada, y de quedar al encuentro de la honda y fría obscuridad que nos llama a encontrarnos. ¿Hay acaso algo más temible que perdernos a nosotros mismos?, ¿cómo podemos actuar de la mejor manera después de habernos extraviado? No lo sé, pero sí estoy seguro de que no es poca cosa saberse llamado por uno mismo a decir quién es y a dar razón de cuanto hace. Y si acaso hay algo que pueda ser dicho, en cuyo nombre se cifre la comunidad del mundo con los hombres, nada habrá más preciado que saberlo y pronunciarlo, nada más sagrado que tener en la voz la forma original con que todo ha llegado a ser.
[1] Si destaco ‘decir’ en lugar de ‘hablar’, es para hacer una distinción entre el último verbo en el que se alude al sonido producido como voz que dice, y el primero que, abarcando más, alude a la expresión humana. Así, pienso que tanto gesticular como hablar o incluso callar son maneras de ‘decir’, y hablar por sí solo es exclusivo de la emisión del sonido. Ver entrada de diccionario “decir”, 4ª acepción, DRAE, ed. 22. y entrada de diccionario “hablar”, 1ª acepción, DRAE, ed. 22.
[2] Con tan sólo llamar a alguien por su ‘nombre propio’ estamos ya admitiendo (aunque no seamos concientes de ello) que los hombres somos diferentes por ser quienes somos y, aún así, que merecemos nombre unos y otros también por ser quienes somos. Cuando conversamos sobre cosas, las reconocemos como algo que no somos y que, sin embargo, podemos decir en la palabra como si por ello le diéramos al otro la cosa misma de la que estamos hablando. Conversar y confiar en que nos comunicamos, entonces supone que compartimos unos con otros algo que también está en las cosas del mundo.
[3] Quiero que se obvie que estoy pensando en los casos que consideramos “saludables”; pero aun si se me dijera que algunos hombres como los esquizofrénicos piensan con más de una mente, ésto no llega a suceder sin que aquel enfermo se tenga por uno en cada caso de su personalidad múltiple. Yendo más aún al extremo, y si se llegara a admitir a regañadientes que un hombre se puede saber siendo dos al mismo tiempo, en ningún caso llega nadie a pensar con alguna forma del pensamiento ajena a la lógica humana.
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