De cómo una Vez Se me Enfrió mi Café

A. Cortés

Les contaré un sueño que tuve una vez. Me tomó dormido sobre cierto sillón de piel que tiene la mala costumbre de encantar a sus durmientes con pesadillas y sueños inquietos, como si lo rodeara un aura maligna infundida por algún travieso demonio. O –más verosímilmente- como si no fuera ergonómicamente apropiado para dormir. Esta vez, sin embargo, no sufrí la clase de temores que aquejan a quien dice haber tenido pesadillas.

Al perder el tono muscular comencé a sentirme flotando, yendo sobre el agua en algún bote o barco pequeño y crujiente. Primero disfruté esos tronidos de madera chocando como dientes que se aprietan muy fuerte, como los de quien intenta sujetar apretando los brazos varias cosas, con su plan de fuga cada una. El sonido se hizo menos importante, cada vez menos, porque sobre el suelo de madera se me hizo presente el gran hombre que sujetaba todas las tablas. Así me di cuenta del precario navío que me soportaba: un montón de láminas de madera agarradas por una sola y pobre persona. Estaban técnicamente despegadas, pero por hacerlas todas hacia el centro con las manos, se mantenían unidas en una delicada tensión que aquel desgraciado expresaba con sus divertidas muecas y el tremor de su cuerpo. Me divertían a mí, eso sí, aunque él no parecía estar pasando un buen rato.

Seguido a ésto, otro caminó detrás del ancho hombre, pero éste era más bien un niño. No estoy seguro de que me haya visto, pero puedo saber con esa extraña seguridad incongruente propia de los sueños, que sabía que yo conocía la trama de su plan y que no le importaba en lo más mínimo: haría cosquillas al sujetador. No suena muy dramático, quizá, andar haciéndole cosquillas a la gente; pero en este caso, yo supe que todo para mí terminaría mal (cuando menos) en cuanto el escuincle tocara ese gran costillar tembloroso.

Es común que en momentos de rápida amenaza uno quiera evitar lo inevitable, pero yo no quise hacer más que ver. Vi mientras el niño se acercaba juguetón a ése que era su padre (porque yo de pronto supe que era su padre) y de puntitas se preparó para picarlo debajo de los brazos. Vi, y nada hice que no fuera quedarme quieto y observar. Hasta ahora pienso que tal vez por eso no le importó que yo supiera sus maleducados designios. Muy cauteloso el chamaco, se tardó en adoptar una posición que le diera la confianza de no ser descubierto antes de tiempo, y en cuanto estuvo plenamente preparado noté maravillado que ambos, el gran varón fornido y el enclenque mocoso, tenían exactamente la misma posición: ambos con las piernas abiertas y tensas, la mirada al frente, el cuello ensanchado por la trabazón de la mandíbula, y los brazos abiertos hacia los lados. Sus caras eran parecidísimas, aunque no podría describirlas porque no las recuerdo en absoluto. La única diferencia era que el niño no tenía nada que sostener, sólo estaba allí imitando sin saberlo y sin quererlo, haciendo cualquier cosa que más se asemeja a los asuntos de los niños que cargar con la responsabilidad de mantener unida la cubierta de un barco (que quién sabe a quién se le ocurrió diseñar) y a salvo a sus pasajeros (que quién sabe por qué se les ocurrió zarpar).

Estaría bien contar que por fin se decidió a hacerle cosquillas y que el gran hombre saltó dando un gran grito, inevitablemente cediendo al espasmo de sus músculos; y también ayudaría decir que las tablas salieron volando para todos lados, desapareciendo como si de puro hastío cada una quisiera estar lo más lejos posible de la otra, haciendo un zumbido desgarrador a su paso cortando el aire como balas; y añadir que caí en el frío más espeluznante y sofocante que recuerdo, que presionó mi pecho y me congeló hasta el pensamiento. Estaría bien decir todo eso para que el final de mi sueño fuera más llamativo y atrayente, pero la verdad es que eso ya no lo soñé.

Desperté tras eso y terminé con mi café, que ya se me había enfriado.

¿Hacer Bien o Hacer Libremente?

“Libertad, horrible libertad”.

-Hormiga.

A. Cortés

Me parece muy visible que la mayoría supone que todos los hombres somos libres en principio, y que si no lo somos, deberíamos de serlo. Todo mundo lo dice de vez en cuando, y la televisión, la radio y el cine no dejan de abordar el asunto ora directa, ora tangencialmente. Damos por sentado que es un bien mayor ser libre que no serlo, y que si podemos ganar libertad que no tenemos, es bello hacerlo (quizá no lo digamos así, pero nos admiramos y encomiamos a quienes así hacen). ¿Pero libres de qué somos, o en qué sentido es bueno ser libre?

Creo que cuando decimos que “somos libres” pensamos en ser libres de actuar. Eso es lo primero en lo que pienso cuando se trata de este tema: la elección y la posibilidad de obrar en conformidad con la voluntad. Parece que decimos ésto cuando nuestras acciones las hemos escogido nosotros y las llevamos a cabo. Pero si pensamos en qué pasa al contrario, no estoy muy seguro del punto en el que la libertad se termina: porque podemos tanto ver que una acción no llega a su término por un sinfín de circunstancias, como también que hay veces que no estamos dispuestos a elegir por alguna razón. Allí ya tenemos por lo menos dos aspectos en los que se hace un tanto obscura la noción en el momento de la acción: cuando queremos hacer algo y no nos sale, y cuando no queremos hacer algo que podemos. Además, hablamos de cuando “no nos dejan” hacer algo que queremos en muchos sentidos, ya sea porque nos amenazan, o porque nos apresan, o por alguna otra razón. ¿En qué momento de éstos se deja de ser libre, o acaso hay la posibilidad de ser menos y más? Y encima de todo ello, fíjense que en esas condiciones no ha figurado el juicio al respecto del valor de la libertad confrontado con la posibilidad de vivir mejor. Es decir, la pregunta que no veo que se haga es “¿cuando alguien es libre, inevitable y necesariamente vive mejor?”.

En términos un poco más apegados a las ocupaciones legales, somos libres porque podemos ir a donde nos plazca y hacer lo que queramos siempre que no delincamos en ello. Como nos dicen en la escuela desde que somos muy chiquitos: “tu libertad termina donde comienza la de los demás”. O sea, eres libre de hacer lo que sea que no le quite su libertad al prójimo. Parece que la máxima expresión de la libertad en la que creemos en nuestras escuelas es en la que se da en privado. Y si, entonces, el mal en el actuar es la coerción de la libertad ajena, cuando nos apeguemos a aquello que hacemos al margen de este mal, ¿no estamos en una completa indiferencia al respecto de qué hacemos bien y qué hacemos mal? Porque el mal ya lo pusimos en la deslibertad de los otros, entonces se evidencia una imposibilidad de comprender la acción privada en términos de buena y mala, lo que se hace como sea que se haga, si es en privado, es bueno.

Pero yo no aceptaría tal cosa, y quien eduque a sus niños no dirá que lo mejor que puede hacer es dejarlos solos a hacer cuanto quieran ellos. Ni tampoco que no hay mal hábito posible que respecte a uno cuando está solo. La soledad que se vuelve medida de la buena acción puede fácilmente terminar por privar a los hombres de contacto entre ellos, porque al final nada impide que la constancia de que la libertad no interfiere con la ajena se encuentre en apartarse de los otros. Ahora, a manera de ejemplo, en tal convicción una sociedad fugaz de suicidas no podría ser juzgada por nosotros, porque “cada quién”, es decir, si cada uno se ocupa de lo suyo nada hay de malo, y eso incluye la vida. Quizá se podría decir que lo anterior es exagerado, y que los suicidas sí afectan a los demás porque privan a sus parientes y amigos de la alegría de su compañía, pero tal salida me parece más bien tramposa: si se suicida un amigo mío, y me creo que su libertad termina cuando la mía empieza, no puedo decir que hizo mal porque me puso triste, porque estoy sugiriendo que su acción en realidad era pública por ser para mí, y es contrario a mi propio principio: lo que él hace con su vida no tiene que ver con lo que yo hago de la mía, y es mi asunto si me alegro o entristezco por lo que hacen los demás. Realmente, estoy apartado de su acción y del juicio de la misma si se realiza en el ámbito privado.

En realidad, el conflicto se agrava porque el ámbito privado nunca es un aislamiento total y absoluto de una persona en su relación con el resto de los hombres. Que tengamos privacidad no quiere decir que seamos completamente distintos cuando somos uno y cuando somos muchos. Vivir libremente en este sentido se vuelve entonces una suerte de hacer solamente cuando la acción sea, seguramente, en público como sería en privado. Así estaríamos seguros de que lo que hacemos no puede engendrar ofensas. ¿Pero quién tiene la visión de qué son estas acciones o de dónde la saca? Lo más que podemos hacer es, por comparación con lo propio, pensar en qué es lo que como individuos nos parece ofensivo o indeseable. Surge de allí el precepto: “no hagas a los demás lo que no quieras que te hagan”. La acción ya se nos volvió más bien un asunto de omisión que de verdadero hacer. Ésto es lo mismo que decir: “lo que sea que hagas significa que eres libre, siempre y cuando aceptarías tú que alguien más lo hiciera”. El problema sigue latente: estamos separados en la acción. El vínculo con los demás no se halla por ningún lado, y no parece que pueda yo hacer algo por o para la sociedad; incluso omitir participar de la sociedad se convierte en bondad por sí mismo, es la bondad de la omisión. De pronto está todo de cabeza, y el hombre más libre es el que menos hace.

Ahora, si el bien de la libertad se estima tan altamente, debe ser por algo (y no digo para algo, sino que debe haber alguna razón). Un bien definitivamente hace que quien no lo tenía esté mejor con él que sin él. Si se piensa en cómo mejora quien puede hacer o dejar de hacer a voluntad, seguramente resulta que la libertad es bien por las condiciones de desarrollo que supone para el individuo que puede hacer y decir lo que le plazca en privado, y omitir en público. Parece otorgársele a la libertad el privilegio de ser el camino directo y sin escalas a la mejor vida. Creo que ninguno de los defensores de este tipo de libertad estaría dispuesto a sacrificarla por algún otro bien. “Cada quién lo suyo” dicen por allí, y esa parece la fórmula más justa de quien vive bien, o sin problemas. Pienso en que es de las principales razones por las que se critica a quien gobierna: que restringe la libertad de tales o cuales, más allá de cómo viven los que han perdido la libertad. Parece que se supone directo el efecto: sin libertad, no hay buena vida. Igualmente en la programación televisiva, y en propagandas para gobernar. Que el tema de la “seguridad” sea tan importante durante las campañas de los posibles gobernantes no está aislado de ésto, de hecho es ésto mismo: “seguridad ¿de qué?”, pues de hacer lo que se quiere (sin delinquir) sin el temor de ser privado de la vida o de la libertad. “Pena de muerte a los secuestradores”, dicen unos demagogos, ¿y por qué atraen tanto con tan ominosa propuesta? Pensando en todo ésto, yo por lo menos, no me imagino una película o una caricatura hoy día en la que se honre y loe al protagonista por ceder su libertad a cambio de, no sé, dinero, o tranquilidad, o cualquier otra cosa.

De cualquier modo, es una cuestión bastante obscura, porque no estoy muy seguro de que cuando tomemos decisiones y elecciones en lo cotidiano estemos haciendo lo que nos place por completo. Tampoco de que cuando omitimos, lo hagamos por suma y absoluta voluntad. Y si hay condiciones en las que las acciones se llevan a cabo, y esas condiciones existen en toda toma de decisión, entonces la libertad no puede ser tomada en abstracto pensando en la pureza de la decisión. Más bien hay que pensar en esta acción concreta, en aquella otra, en quién las realizó y en qué circunstancias. Todo ello sólo nos pone en guardia al respecto de los discursos sobre la libertad, tema dificilísimo. ¿Qué diablos es tal cosa? ¿Por qué preferimos hablar de eso, y no hablamos tanto de la buena acción? ¿Qué no hay mejor y peor? Mi temor es que no nos interese la buena acción por todo lo anterior, porque demos por sentado que con esta comprensión de libertad, toda acción libre es buena. Pero si tenemos la más mínima duda, entonces ya no sirve hablar de libertad sin bien, ni de acción en abstracto. Más bien habría que ponernos a juzgar, o en todo caso, a decir con razones de peso por qué no cabe el juicio. Y así tenernos a nosotros mismos en la tan famosa “tela de juicio”, que envuelve una acción. Si decidimos y elegimos, ¿lo hacemos bien o lo hacemos mal? Esas preguntas me parecen de suma importancia. Y en lugar de preocuparnos tanto por si unos están respetando la libertad de expresión de estos otros, o cosas así, creo que valdría más preocuparnos por si lo que cualquiera de ellos está expresando es bueno o malo y en qué sentido.

Realidad y Buenos Deseos

A. Cortés

Mucho se ha hablado en los últimos días acerca de la importancia de hacer frente a un problema de educación en nuestro país. El problema, aunque sobra decirlo, es que la educación es mala. No confiamos en que los hombres se estén haciendo mejores a través de los medios de educación en los que nos apoyamos (y digo “mejores” sin especificación, “mejores” al respecto de qué es un asunto de más polémica). Las incontables divergencias de opiniones que sobre el asunto he escuchado podrían muy bien ser puestas en dos grandes canastas: la de quienes piensan que la mala educación es culpa de las escuelas, y la de quienes piensan que es de los alumnos. También los hay, pero son muy pocos los que he escuchado decir que se trata de las dos cosas (porque es mucho más difícil definir en dónde es una y en dónde más la otra).

Sea una, o sea otra, es evidente que habemos muchos inquietos al respecto de nuestra educación, como país y como personas. Lo primero que aludir es que confiamos mucho en la educación con un educador; no hay escuela de la que yo tenga noticia que sea al mismo tiempo muy prestigiosa y renombrada, y que no tenga profesores. También hablamos mucho de la educación en casa, y con eso hablamos de que padre y madre educan al hijo, principalmente. Las distintas disciplinas extracurriculares son en todo caso auxiliadas por alguien que suponemos que sabe y que sabe enseñar. Entonces, lo más elemental es decir que, si confiamos en este tipo de educación, debemos dar por sentado que para que sea buena los educadores deben de ser también buenos.

¿Y cómo reconocemos a los buenos educadores y no los confundimos con los malos? Porque, además, decimos ‘buenos educadores’ porque saben de lo que hablan, y también porque saben hacer que uno entienda de lo que hablan. Este es un problema que no tiene salida fácil y que ni es nuevo, ni es muy claro. Su obscuridad radica en que desde la posición del que no sabe, no hay manera de resolverlo, y desde la posición del que sabe, no hay necesidad de resolverlo. O por lo menos, eso parece a la primera aproximación.

¿Y todo ésto a dónde nos lleva? Me parece que sin decir mucho más ya es visible lo que quiero concluir: cada uno de nosotros, si estamos preocupados por la educación, debemos esforzarnos por educarnos mejor, independientemente de lo que la escuela o el profesor o el instructor digan y quieran. Es la única manera de percatarse de qué cosa es una buena educación, y aunque suene tramposo, el círculo aquí cerrado no es vicioso: si nos preocupamos por estar bien dispuestos a educarnos, será mucho más sencillo que nos dirijamos a alguna solución viable al respecto de la educación de nuestro país, y de la nuestra propia. Lo que menos necesitamos son “maestros” incultos gritando y manifestando su ignorancia en pancartas ofensivas y en marchas enojosas. Entonces, al voltear a todos lados buscando de dónde nos disponemos mejor para ser educados, parece que uno de los primeros pasos es aprender a expresarse con claridad. Nos educamos hablando y nos confrontamos en la palabra, cambiando y, supuestamente, mejorando a éste o este otro respecto. Incluso en el caso de una educación técnica, es importante conocer cómo dirigirse tanto al instructor como a los compañeros, pues solamente así el hombre puede comunicarse ganando algo del otro y dándole algo suyo a la vez.

Por eso es muy importante hablar tan bien como se piensa y es de igual importancia, pensar bien. Es la primera manera en la que uno se percata de qué es buena educación. No puede ser de otro modo si se quiere ser escuchado con atención, al menos, y si se pretende escuchar al otro atentamente (¿cómo ponerle atención a alguien si no entendemos de lo que habla?). Sobre lo que decimos, creo que podemos hablar de tres maneras fundamentalmente: la manera cuidadosa, la que se hace con descuido y la que existe sin necesidad alguna de consideración sobre el cuidado. Parecerá muy extraña la tercera clasificación al principio, sin embargo, es quizá la que los lectores más apreciamos en cuanto la encontramos.

Me explico. Hay varias implicaciones en la forma en la que se dicen las cosas, apartadas del contenido del discurso. Normalmente al conversar con otros reconocemos que algunas nociones son más apegadas a nuestra experiencia que otras; mientras más se asemeje el discurso a lo que admitimos real y que es más cercano a nuestra contemplación del mundo, más fácilmente se nos hace ver qué es lo que alude nuestro interlocutor y, obviamente, es más sencillo que nos veamos persuadidos por el argumento –si no concordábamos con él desde el principio-. De ello es fácil ver que mientras más arduo le parezca al que habla que el lector vaya a acceder y a conceder razón de lo que se le dice, con mayor cuidado tratará sus palabras. Decimos de este modo que se ocupa de esclarecer lo que quiere dar a entender. Entonces habremos de empezar por observar con cuidado lo cercano y luego intentar decirlo con la mayor claridad posible.

Debido a esta relación entre claridad y cercanía de la experiencia, la correspondencia que encontramos entre el contenido del discurso, la manera en que se presenta el mismo y la forma en que se estructuran sus partes, nos ayuda a apuntar hacia la relación que tendrá él con nuestra percepción del mundo. A mayor obscuridad en lo dicho, mayor distancia encontraremos entre ello y nosotros; y valga del modo contrario también. Dicho sea de paso, pienso que tenemos experiencia de lo que hemos pensado, no sólo de las percepciones sensoriales, así que nada nos impide de tratar de decir lo que tenemos en el alma. Por ésto, para quien hace un discurso, es mucho más fácil ordenarlo para ser claro cuando dice lo más evidente, y cuando no, es muy útil que conozca a quién se dirige para poder aludir su experiencia.

Por ello que no nos extrañe que lo más claro a lo que podemos acceder son aquellas nociones que, por su misma naturaleza, no demandan del hablante mucha preocupación por el cuidado que pone en sus palabras más allá de lo que hace el discurso para cuidarse sólo. Eso que más fácilmente nos persuade es lo que creemos mejor y más evidentemente verdadero. En efecto, es más sencillo para el orador persuadir a su auditorio de que existe el Cielo que de la presencia de muchos universos, por ejemplo.

Si pensamos entonces en qué cosa será el objetivo de quien comunica algo mediante el discurso, nos veremos impelidos a deducir en un primer momento que, sea cual sea este fin, su consolidación dependerá de que mediante su uso de la palabra el orador sea capaz de persuadir a su auditorio. Después de que este requerimiento se cumple, entonces ya conseguimos ver la meta sucediéndole, que podemos situar en el lograr efectivamente una relación con el otro. Me refiero a tal relación de comunicación, en que el uno ha cambiado al otro por medio de la palabra y han compartido lo dicho. De ese modo, la excelencia del hablante en cuanto hablante se verá en relación con su capacidad de hacer discursos propensos de ser admitidos como verdaderos, pues ésto es lo que da paso a que se establezca cualquier diálogo.

Ante el buen orador, parecería entonces que el escucha está desarmado, pues de lo que hemos admitido hasta ahora se desprende que su aceptación depende de la claridad del discurso al que preste su atención. Si diremos del hablante que es excelente en lo que hace en tanto que puede persuadir de la verdad en sus palabras, pensaremos entonces en el extremo: puede hacer parecer clarísimas las nociones más alejadas de la realidad. Por eso es que quien confía plenamente en que la escuela le dará todo corre el mayor peligro: nunca sabe cuando lo que se le dice, y que parece claro, es en realidad mentira y mala educación.

Pero afortunadamente ésto no es inevitable, pues cuando reduje a estos términos la experiencia de escuchar, omití precisamente las facultades del oyente que también habla y que también se relaciona con los otros comunicando. De allí que haya más crédulos que otros, y que en su mayor parte, los más crédulos sean los peor educados.

Entonces lo que digo es que la primera acción real y contundente que podemos hacer los preocupados por la educación, antes de quejarnos de escuelas y profesores, es intentar por todo medio posible educarnos nosotros al margen de éstos; y tratando de hablar bien se empieza a pensar y a decir con claridad. Nada nos impide preguntarnos si de verdad la educación se trata de ir a la escuela, o si es algo más (o algo menos); o si hay varias maneras de hablar de educación y en cada una notamos peculiaridades. Pero ninguna de estas cuestiones puede verse claramente si no se ha preocupado uno mismo, por lo menos, de comunicarse con los otros lo mejor que pueda.

Problemas de Palabra

A. Cortés

Ocupado por pendientes escolares (algunos más agradables que otros) y sin haberme dado más tiempo para dedicar a esta ocasión, en lugar de escribir apresuradamente decidí enseñarles una introducción a uno de los trabajos finales que estoy haciendo, una que especialmente me interesa que sea comentada. Tiene pequeños fragmentos de lo que primero escribí para el blog “¿Damos Nombres?”, en lugares en que me pareció que estaba discutiendo el mismo problema, aunque creo que aquí el rumbo es distinto a aquel planteamiento. El ensayo del que ésto es introducción pretende ser un breve comentario a una obra (que se me hizo muy extraña) de Walter Benjamin llamada Sobre el Lenguaje en cuanto tal y sobre el Lenguaje del Hombre, pero en lo que les presento aquí nada hay que esté ligado directamente con ella; más bien se los digo para que se hagan una idea de por qué hago tantas alusiones a motivos judíos. Su noción predominante, según yo, es que todo lo que hay en el mundo dice algo, y de todas estas expresiones la humana es la única que se da en el sonido, como voz. Como nada sé de pensamiento judío más que lo que se me quedó del Golem de Borges, me imagino que esta noción es no sólo de Benjamin sino del pensamiento judío en general, y dicho eso, creo que nada hay que impida que esta introducción sea leída por otros que son igual de ignorantes que yo al respecto.

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Se ve sorprendido y, sin embargo, sereno, éste que siente y que piensa al momento de encontrarse con un hombre en su camino. Solamente por habérselo topado, le habla. Escuchando, el hombre cae en un profundo sosiego que así le arrebata de su paso y lo detiene: es insalvable que conteste, pues se le ha dirigido la palabra. Voltea su mirada, y mira el gesto de otro que espera encontrar en él su respuesta. Ha de cuidar su alma, pues tan pronto pronuncie su discurso, mostrará por qué es carga de hombres y de ningún otro ser el sino de quien habla; modelará el viento y le dará forma como quien en la arcilla figura dos manos y un rostro, y escribe un nombre en su frente. Quizá lo mueva el deseo de seguir de largo ignorando el llamado, pero ya es demasiado tarde: aún si escapa, dirá algo con su huida. Entonces, responde. Un movimiento de cabezas, un encuentro de miradas constatadas, un par de palabras. Reconocieron que habían antes conocido, se habían visto a ellos mismos. Nada más fue necesario. Éstos, los primeros hombres, fueron también los dos primeros conversadores, los creadores originales de figuras en el viento.

El misterio es que ellos dos que se hablan no fueron nunca el origen, sino la repetición de todos los pueblos y de lo que seguirá ocurriendo mientras siga habiendo pueblos. Son a veces dos, a veces cientos. Cada vez que los hombres se unen expresando, se repite este antiguo encuentro obscuro, seguramente olvidado en la penumbra de un pasado incorregiblemente lejano. Ahora invisible, aunque imaginable. Vivo fuego que se esparce en conjeturas. ¿Qué sabemos de hombres viejos de naturaleza muda? ¿Qué sabemos de palabras que anteceden a nuestras palabras? Nada. Sabemos quizá de otros sonidos, de gruñidos y bramidos, de expresiones animales tan diversas como toda la fauna, pero nada de palabras entre ella. De lo poco que sabemos y que alcanzamos a ver, pareciera que los primeros hombres fueron también los primeros hablantes: todos nosotros hemos sido alguna vez los primeros hablantes. Lo que guardan de ‘primeros’ es su naturaleza, es el orden compartido con toda ascendencia por un profundo hado. Irremediablemente, al ser hombres decimos; y al decir queremos comunicarnos[1].

Común a cada uno es algún otro que les habla, porque en el instante en que se escucha hablar al otro, rauda se adelanta la consecuencia: algo del otro está en nosotros. Es una evidencia que de tan clara, alumbra toda conclusión postrera y se oculta de ser vista por sí misma entre tanto destello. La multitud de hechos distintos que sólo por ella pueden ser constatados son nuestro único visible acervo: ésta ostenta que sólo por escuchar, estamos ya viendo en nosotros que existe cierta disposición (la que sea) con relación al otro que me expresa, tal, que lo que puede hacer con su voz y su gesto mueve inexorablemente nuestra alma de algún modo. Por haber diferencia entre sonido y la razón en el sonido, entre imagen y la razón en la imagen –ambos casos son envíos conjuntos al correr del aire-, se nos hace patente que la expresión de los hombres nos mueve. Antes de escuchar o ver al hombre expresando, el otro yacía ensimismado y con la mirada perdida; pero en cuanto se le dirigen la voz y el gesto, no puede más que saber que algo ha visto, que ahora algo tiene que antes no, y que es memoria y experiencia de haber estado recibiendo lo expresado apenas unos instantes atrás. De nada sirve ya voltear la vista al suelo, sabe que su rostro mira al frente. La voz y el gesto nos mueven sin quererlo. Quien nos expresa nos ha dejado, para empezar, su palabra; para continuar, un movimiento en nuestras almas que, como aguas que en el mar son removidas por grandes y pequeñas corrientes, no pueden evitar ondear al sonido de un saludo ni impedir latir de continuo durante una seria discusión. Que el otro nos diga y lo veamos decir es suficiente para admitir que algo tenemos en común, y que eso es principio de comunicación entre los hombres.

El destino de lo humano es entonces lo común entre hombres, pero es único en el mundo; las antiguas letras judías anuncian con voz viva sus penumbras. En la Tierra en la que cada cosa habla, el brillo de lo dicho por los hombres es inquietantemente distinto. ¿Cómo decir qué cosa pasa entre los hombres cuando se dicen lo que ven mientras viven? Siempre nos parece que algún orden tiene ésto, porque hay algún concierto entre el diciente y lo que dice. ¿Cómo, entre todo lo ordenado, lo que más ostenta orden nos parece tan esquivo? ¡Si decimos algo que sabemos y lo decimos ordenado! Es tan natural el llamado a hundirse en el misterio que inquieta el alma: ¿qué es lo que callamos mientras conversamos con los otros?, ¿por qué podemos callarlo?, alguna causa habrá para que seamos los únicos que callan. El silencio de lo humano y el del mundo no son lo mismo. La obscuridad tiene algún parentesco con el silencio. ¿Cómo rompe un hombre el silencio si no con la voz? De cualquier otra forma, lo rompen también la bestia o el trueno. Una voz, y más sumadas, van contrastando al mundo mientras distinguen y relacionan sus partes. La mirada humana mira voces en un mundo en el que todo habla. El habla del hombre es la voz que llama, el nombre, y a cada cosa se le da nombre y se habla de ella. Se dicen las cosas, se dice lo que son y cómo son las cosas, se miente sobre ellas, se elogian y se temen, y todo eso se despliega como instancia de un sitio en el que estamos viviendo lo que somos. Somos los que nombran cuando dicen, y no logramos decirnos entre nosotros por qué podemos hacerlo. Todo lo que vemos es variado, y sin embargo, a todo lo que podemos le damos nombre e intentamos decirlo; pero el nombre no es como ninguna de esas cosas que nombramos en el mundo. Aun fuera la más voraz actividad volcánica que cubriera cada metro de la Tierra, aun fuera un siniestro cataclismo derribando todas las montañas que se tienen por gigantes, un mundo poblado de hombres silenciosos sería un mundo callado.

El misterioso lazo que aprieta juntos los nombres con la voz, los gestos, los pensamientos, la vida en hombres, animales, y otros semejantes, las cosas en el mundo, y la enigmática visibilidad (o sensibilidad) con que se ostentan; el fuerte abrazo en que están la comunidad de los órdenes, la relación entre lo diverso, y también la posibilidad de enseñar (mostrar) ésta con la voz o el gesto; ésta, digo, es la soga anudada que el pensador profundo intentó alumbrar en su ardiente meditación: se miró a sí mismo, y miró al rededor, miró los ojos de los otros, se miró de nuevo y luego alzó la mirada al vasto Cielo. Miró las estrellas, miró sus manos y sus pies. Se dijo: “¿qué nos une a todos y qué nos separa?, ¿por qué estas preguntas me las hago con palabras, acaso puedo responderlas con palabras?” Cuenta Borges sobre Judá León, el rabí que dio vida a un Golem, que intentó explicarle a su criatura el universo con palabras, y pese a todos sus intentos el muñeco móvil nunca habló.

Esta evidencia tan brillante y tan callada de que decimos y nombramos algo que no somos nosotros ha sido mencionada sin quererlo y también queriendo en innumerables ocasiones por centenares de centenares de hombres[2]. Han hablado sobre la imposibilidad de decir qué es la palabra, que se escapa a ser nombrada por ser nombre ella misma. Han hablado sobre un posible origen del lenguaje, acaecido a los hombres primitivos por el travieso arbitrio evolutivo en las especies, que entre toda su aparente necesidad de hacer sobrevivir a lo más apto juega siempre entre la multitud inexplicable de movimientos sin causa que por más que intentan nunca llegan al reposo. Han hablado del conocimiento de todo lo que es, que cada hombre tiene enterrado en lo profundo, y que por mor inescrutable de los dioses fue entregado en el principio de los tiempos a cada una de las almas para que pueda volver a verlo en cuanto haga de ello su discurso. Han hablado del parentesco entre el orden del mundo y el orden del pensamiento, que se muestra cuando por medio del aire se pronuncian los sonidos que expresan (exponen) lo que el hombre alcanza a ver con el alma, y de que en ésto ella nos muestra que, en cierto sentido, es todas las cosas. Han hablado también de los nombres que llamando a los hombres uno a uno los han hecho ser lo que son, antecediéndolos en todo orden y pensamiento, pronunciados sin ser dichos por algún Creador que guarda en secreto el verdadero nombre de todo cuanto es, para sólo descubrirlo poco a poco a través de su revelación.

Sepa cada quién desde su más antigua memoria que nunca ha podido más que pensar con una sola mente[3]. ¿Qué causas nos unen a la forma que tenemos de expresarnos? No hay manera de adentrarse en los problemas de la palabra que sea más genuinamente filosófica que el escrutinio propio: si preguntáramos por los astros, habría que ver los astros; si por las plantas, pues habría que estudiar en jardines y bosques esos vivientes silenciosos; pero se pregunta por ése que dice, y es lo más correcto voltear a verlo. ¿Y qué vemos? A nosotros en medio de otros. A nosotros con los demás. A nosotros cuidándonos de nosotros, esforzándonos por vernos, porque nuestra propia alma no nos es diáfana, no somos dueños de todo lo que hay por saber de lo que somos, no somos amos plenos de nuestro destino. Por eso mismo podemos trabajar por conocernos. Al mirarnos a nosotros mismos, puestos en la duda y ante la duda, nos percatamos de que lo que pensemos sobre la palabra es, sin lugar a salvedades, lo que pensamos sobre nosotros mismos: arriesgamos el propio ser en la pregunta seriamente filosófica. Lo arriesgamos si buscamos saber en verdad qué somos movidos por un genuino deseo de saber, y por la acuciante maravilla con que se nos muestra claro que actuamos como si supiéramos algo que no sabemos (para empezar, siempre actuamos como si no hubiera la duda de que podemos comunicarnos, y de que en la palabra se dice la verdad y se dice la mentira). Es por ello que toda pregunta filosófica por la palabra es una cuestión vital, uno mismo se pone en riesgo de estar perdido ante su mirada, y de quedar al encuentro de la honda y fría obscuridad que nos llama a encontrarnos. ¿Hay acaso algo más temible que perdernos a nosotros mismos?, ¿cómo podemos actuar de la mejor manera después de habernos extraviado? No lo sé, pero sí estoy seguro de que no es poca cosa saberse llamado por uno mismo a decir quién es y a dar razón de cuanto hace. Y si acaso hay algo que pueda ser dicho, en cuyo nombre se cifre la comunidad del mundo con los hombres, nada habrá más preciado que saberlo y pronunciarlo, nada más sagrado que tener en la voz la forma original con que todo ha llegado a ser.


[1] Si destaco ‘decir’ en lugar de ‘hablar’, es para hacer una distinción entre el último verbo en el que se alude al sonido producido como voz que dice, y el primero que, abarcando más, alude a la expresión humana. Así, pienso que tanto gesticular como hablar o incluso callar son maneras de ‘decir’, y hablar por sí solo es exclusivo de la emisión del sonido. Ver entrada de diccionario “decir”, 4ª acepción, DRAE, ed. 22. y entrada de diccionario “hablar”, 1ª acepción, DRAE, ed. 22.

[2] Con tan sólo llamar a alguien por su ‘nombre propio’ estamos ya admitiendo (aunque no seamos concientes de ello) que los hombres somos diferentes por ser quienes somos y, aún así, que merecemos nombre unos y otros también por ser quienes somos. Cuando conversamos sobre cosas, las reconocemos como algo que no somos y que, sin embargo, podemos decir en la palabra como si por ello le diéramos al otro la cosa misma de la que estamos hablando. Conversar y confiar en que nos comunicamos, entonces supone que compartimos unos con otros algo que también está en las cosas del mundo.

[3] Quiero que se obvie que estoy pensando en los casos que consideramos “saludables”; pero aun si se me dijera que algunos hombres como los esquizofrénicos piensan con más de una mente, ésto no llega a suceder sin que aquel enfermo se tenga por uno en cada caso de su personalidad múltiple. Yendo más aún al extremo, y si se llegara a admitir a regañadientes que un hombre se puede saber siendo dos al mismo tiempo, en ningún caso llega nadie a pensar con alguna forma del pensamiento ajena a la lógica humana.

¿Cómo Descabezar y Despiesar a un Texto en un Paso?

A. Cortés

A continuación expondré mi posición al respecto de las que llamo “introducciones académicas”, preludios a los textos escolares y semejantes, que predisponen al lector a las nociones y presupuestos que se hallarán discutidos más tarde en el escrito que introducen. Me mostraré en oposición a la idea de que sea conveniente para un escrito ser presentado así por tres razones principales: porque se promueve la falta de crítica, porque se niegan tanto la posibilidad como la importancia del orden orgánico de un texto y de la necesidad inherente a su temática, y, finalmente, porque se incurre en un inconveniente retórico. Lo haré desde el punto de vista del estudiante que es conminado a escribir para la escuela y que pretende hacer un trabajo suficientemente valioso como para que sea considerado también fuera de ésta y en tiempos posteriores al momento de su realización; todo ésto a bien de que quienes han escrito y escribirán introducciones académicas, se percaten de los supuestos que subyacen a esa acción y concuerden conmigo en que tales contradicen nuestra experiencia de la lectura, si se me permite el juicio en este caso, de la buena lectura. Asumiré, pues, que hay buenas y malas maneras de escribir y que hay buenas y malas condiciones para hacerlo. Así, pretenderé que se haga más amplia nuestra comprensión de la estructura de un texto en cuanto a su presentación se refiere y, si corremos con buena suerte, reflexionaremos acerca de modos para hacer que nuestras introducciones académicas no incurran en ninguno de los tres inconvenientes que mencionaré.

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Me hallé frente a la computadora, hace algunos días, fingiendo que escribía el principio de un trabajo escolar que, en realidad, ya había terminado días antes, con su principio, su final y todo lo que va en medio. Por más que me esforzaba por exponer lo que quería que se viera al primer momento de tomar mi escrito, me encontraba preguntándome y reteniéndome acerca de qué cosas sí y qué cosas no entraban en una “introducción” hecha y derecha; y lo frustrante fue que de todas las que quería decir, no sólo tuve que callar algunas, sino que más fueron las que tuve que decir sin quererlo. Por ejemplos[1], ¿para qué voy a considerar tal o cual libro de otro autor? o ¿desde qué perspectiva lo estudiaré? o más ¿qué cosa pretendo concluir tras mi examen? Imaginen que quiero que mi lector concluya lo mismo que yo justo cuando lo hago yo, al final de la reflexión, ¿cómo logro eso si lo predispongo a que lea mis resultados desde el principio? O si quisiera que el lector juzgara qué clase de perspectiva es la mía, y no que yo pasara juicio sobre mí mismo, ¿cómo lo haría si he de decir al principio mi posición? Y si no soy suficientemente claro de vista como para saber ver qué presupuestos tengo yo, ¿no sería estarle inventando al otro para que no vea desde ninguna otra perspectiva?

Encuentro de verdad muy molesto tener que escribir esta clase de introducciones académicas, y me parece que el principal problema es que toda la idea de hacerlas de ese modo, siempre respondiendo al ¿qué, por qué, para qué y cómo? está fincada en una comprensión particular de dichas preguntas que ya de entrada supone la posibilidad de responderlas aisladamente del resto del escrito, y en ese sentido depende de una noción muy pobre de su objetivo. Por lo menos, uno se pregunta: si ésto que leo al principio, lo entiendo, y ya me contestó el “qué, por qué, para qué y cómo”, ¿entonces qué sentido tiene leer lo demás?; y por otro lado, si resulta que necesito leer lo demás, ¿de qué me sirven esas preguntas allí, cuando no sé bien qué implican?

Nada de malo tiene darle al lector una oportunidad de entrar poco a poco al mismo problema que está considerando quien escribe, pero estas dos o tres cuartillas que son pedidas al inicio (en mi caso, por la escuela) suponen, para empezar, que la reflexión consecuente puede resumirse. Es un hecho que muchas de estas introducciones académicas son entendidas por los estudiantes como resúmenes. ¿Y cómo no van a serlo si se tiene por buen consejo que se escriba la introducción al final del trabajo? La idea que hay aquí es que, ya teniendo la visión entera de lo que se hizo, se puede decir mejor qué cosas son las más importantes que se abordaron y hasta dónde se llegó. Es decir, se puede resumir: “haré (hice) ésto y aquello, desde aquí y desde allá, y llegaré (llegué) a esto otro”. No quiero verme muy extremo, sí creo que es un buen consejo, pero solamente si la presentación de un texto está entendida en estos términos. Quizá en otros casos sea también una buena idea escribir el principio ya que se tiene escrito todo lo demás, pero será por otras razones; en este particular, el asunto es que la introducción tiene la función de darle al lector la oportunidad de enmarcar el problema con una visión radicalmente angosta del marco.

Voy a reiterar mi intención de no ser extremo en el problema. Ni andar por allí sin marco alguno es conveniente, porque no se hallan las fronteras de la discusión y se acaba divagando, ni tampoco suena muy prometedor que el texto se enmarque en marcos tan ceñidos que lo tengan a él por único en el mismo asunto. ¿De qué me sirve leer algo si no puedo yo mismo decir algo al respecto, aunque sea un “concuerdo”? En el peor de los casos, cuando un texto es estrangulado por sus propios límites, termina por ser una pieza autorreferente y sin cabida a la discusión posterior. Es una de las primeras consecuencias que encuentro inconvenientes de esta comprensión de la “introducción académica”: promueve la falta de crítica. Le cierra las puertas. Si yo introduzco un problema y lo acoto diciendo cómo lo estudiaré y a qué llegaré, nada me impide dar un paso más allá y decir que mis conclusiones dependen del modo presentado, y que éste es solamente concerniente a mi texto. Si alguien dijera después que mis conclusiones son pura tontería, ya de allí es fácil pensar: “bueno, eso dices porque no estás adoptando la misma perspectiva que yo; desde ese punto de vista, concuerdo contigo, pero desde el que yo anuncio al comienzo, tus reclamos no valen”. Ésta es una tendencia presente en la comprensión académica del escrito, en la que hay tantas bases para la discusión como hay discutidores.

Aparte de ésto, es evidente que una introducción académica pretende de antemano que es posible presentar al lector cualquier elemento del texto en cualquier orden que se quiera. Es lo mismo que decir que el escrito no tiene ni pies, ni cabeza. Así tal cual, nada con cabeza y con pies, con miembros y órganos, puede estar dispuesto de la manera que sea. Si no fuera ése el estado de las cosas, ¿para qué hablar de orden, qué querría decir ‘orden’? Decir una “disposición cualquiera” es lo mismo que decir “una mezcla innecesaria de partes” Entonces, ¿por qué supondríamos que un buen escrito no tiene ni pies ni cabeza? Solamente porque pensáramos que cada cosa que nos dice puede ser dicha en cualquier momento y con cualquier modo de aparición: o sea, que cada cosa dicha en el texto se aprende aislada. Es como decir que un buen libro es el que más datos tiene (más vale la sección de finanzas en el periódico que la Ilíada), y que un trabajo escolar decente presenta su buena dosis de información que dar al lector. “Usted verá tal y cual cosa cuando me lea, y todas éstas las tendrá para usted, una por una”. El problema termina por mostrársenos inmenso: ¿de qué manera recibimos lo que se nos da con las palabras? ¿Nos modifica en algo o se nos suma a lo que somos? Digo, estas respuestas no son sencillas y no se dicen en dos frases, pero por lo pronto lo que más se me hace evidente es que, en este último modo de entenderlo, uno se relaciona con la lectura como un muro con los ladrillos: más vienen a él y cada uno por su lado es lo mismo; en el primer caso, más bien la relación es como la del ser vivo con el alimento: aquéste se mezcla en parte con el que se nutre, y de alguna manera (que, dicho sea de paso, me parece bastante misteriosa), hace que sea distinto cada vez que se nutre, y aquello que necesita difiere según su propio orden (no comemos lo mismo que cuando éramos bebés). Éstas son sólo imágenes para ilustrarlo, el punto es que se note la diferencia. ¿Cuál se parece más a nuestra experiencia con la lectura? El segundo caso supone que la introducción académica es improcedente, porque no es posible mostrar los elementos del texto en cualquier orden sin mostrarlo como mutilado. El primero no sólo apoya las introducciones académicas, sino que sería razón suficiente para movernos a abolir la escritura de textos que no fueran otra cosa que recuentos de datos agrupados por un criterio convencional (como el orden alfabético).

Teniendo en frente el recuento de los hechos acaecidos en el escrito, agrupados para ocupar poco espacio y modelados para aparentar congruencia en su aislamiento, un lector tiene la sensación de que el camino que avanza la lectura que abordará no es sino un avance en plano, un ir del punto A al punto B de manera que pueden verse ambos puntos al mismo tiempo. Pero, ¿nunca se han propuesto platicarle algo a un amigo, habiendo pensado un buen rato en eso y sabiendo que él no lo ha hecho? Imaginando tal situación, ¿qué pasa si empezamos a contarle el final de nuestra reflexión antes que lo que nos llevó a ella? ¿Nos entiende igual? Es, a todas luces, un error retórico, si se le quiere ver así, o una mala decisión en el orden que, finalmente, no podemos evitar notar en la conversación. No se logra el objetivo deseado si éste es que el escucha experimente las implicaciones del trabajo reflexivo del autor. La misma forma de hablar, empezando y terminando, diciendo una palabra tras otra en el tiempo, tiene la forma en que nosotros notamos las cosas: con principio, medio y fin. Si la analogía de la reflexión fuera un camino, conozco pocos que sean planos como en el ejemplo de los puntos; más bien hablamos y vamos una por una sentando condiciones, evidenciando supuestos, abriendo paso a nuevas perspectivas, andando y desandando, regresando, recogiendo, uniendo y separando. Ordenando, vaya. Son muchos caminos, o uno intrincado y complejo. La introducción académica niega la relevancia de este orden y obliga al escritor a arruinarle a su lector la oportunidad de avanzar paso a paso como él lo hizo. No deja que la experiencia de la reflexión se preste a ser comunicada a través de la palabra; y si algo aprendemos en el trayecto y no sólo en los estadios finales, si en algo nos hacemos mejores o peores mientras pensamos, entonces el empobrecimiento del escrito con una introducción académica es profundo, inconveniente y repudiable.

No me gusta.


[1] No sé qué sea, pero algo tiene de desagradable hacer plural esta expresión. ¿Será la costumbre?

Un Poquito sobre Ciencia

A. Cortés

Me preguntó Námaste Heptákis en la ocasión anterior que tuve de escribir para el blog, qué cosa era esta generalidad de la que hablo cuando menciono en Mutaciones y Fijezas que hay una noción de más amplitud que el individuo que se nos da a los sentidos. Me parece que ahora se presenta una buena oportunidad para responder a esa pregunta.

El asunto, pues, es intentar entender por qué la ciencia es un tipo de conocimiento que no se asemeja a aquél en el que las cosas podrían no ser así como sabemos que son, o que no son entendidas como una totalidad única y abarcadora en el mundo. En realidad, estoy pensando en si hay o no conocimiento que no sea ni universal, ni necesario. Según yo sí lo hay. Pienso por ejemplo, en la historia o en el conocimiento de alguna actividad particular, como el conocer que el sábado pasado alguien (digamos, Moe) se fue de viaje a las Bermudas, o cosas por el estilo. En cuanto a la universalidad, quizá en cierto sentido podamos decir que no son universales porque, si bien es cierto que de todo lo que es Moe su ser se dio como uno que fue a las Bermudas en sentido absoluto, al pensar en este hombre como miembro de la especie humana se nos revela que para nada tal afirmación de su ser puede ser totalmente abarcadora. Ahora, en cuanto a la necesidad, lo que veo en ejemplos como aquéste, es que lo que se sabe se refiere a individuos en particular, o a situaciones en las que reconocemos cierta forma de ser que se podría bien haber dado de otra manera sin violencia. Hay que aclarar: no me refiero a que Napoleón podría no haber sido bajito, sino alto, o a que Hitler podría haber muerto antes de empezada la Segunda Guerra Mundial, porque eso no sucedió, y la posibilidad de que sucedieran tales cosas nunca podrá ser tomada como algo que es, en el sentido de lo que se nos presenta actualmente; sino más bien hablo de que esos acontecimientos sucedieron o no sucedieron en un marco de acción que, de presentársenos en la reflexión como completamente al contrario de como pasaron, no hallaríamos nada de imposible o de absurdo. No es ni imposible ni absurdo que los hombres sean altos o bajos, ni que los militares se mueran. A ésto me refiero cuando pienso en que no son necesarios. Lo que sí es imposible es que, por decir algo, el agua no reaccione con el sodio puro en condiciones ambientales[1].

Entonces, y regresando a la pregunta de Námaste, el sentido de la generalidad más bien debería de ser caracterizado como este hablar de lo universal y lo necesario, porque estamos pensando en la ciencia. Ahora bien, el carácter individual que vemos con los sentidos es el ser de lo que reconocemos como uno. Eso uno es un ser evidente y dado en la experiencia sin más y sin detrás, como me parece que apunta Námaste. Hay, obviamente, un problema grande en pensar qué sea eso que es uno, que se da a distintos órganos de nosotros como cuerpo, y que tiene una forma de ser que puede ser pensada y pronunciada en el discurso, de alguna manera. No parece, por lo menos, que estas cosas que vemos sean la suma de sus atributos sensibles, porque no tendríamos forma de explicar en dónde se unen y cómo es que nosotros los unimos. Por decir, ¿cómo podemos saber que Moe es ese ser que tiene piel amarilla y mal olor, si ambas sensaciones son distintas y captadas por sentidos diferentes, el amarillo con la vista y el hedor con el olfato?  Sólo podríamos hablar de que son en una sola cosa si admitimos que hay algo que es y al que acaecen estas formas  distintas de ser. En ese sentido es que lo que es se nos presenta con evidencia inmediata, y reconocemos por lo que nosotros somos algo que es uno y que se presenta de varias maneras.

Ahora, eso que es y que nos consta que es, no nos dice por completo todo lo que es a simple vista (o no habría estudio de nada que hubiéramos visto tan sólo una vez). Nos deja ver que se da, y luego nos llama a saber todas las formas en que se da. Pienso en que no tenemos dudas de que un hombre se halle ante nosotros mientras nos habla, pero puede ser que cerremos los ojos y distingamos que la manera de ser que tiene cuando se da a mi vista es otra que aquella que se da a mi oído. En ambos casos, sé que ese alguien es, pero su ser se da de muchas maneras. Lo mismo sucede con nuestras demás facultades, porque sin dudar que un pollo sea, lo conocemos mejor cuando lo degustamos que cuando solamente lo vemos, y aún mejor cuando lo recordamos tras habernos relacionado con él en la experiencia. Pensar qué cosas sobre el ser se pueden decir que duren para siempre y que los hombres tengan por más valiosas consistiría pues en un examen que realiza el hombre como uno completo que es alma y es cuerpo, pero considerando cierto uno que no es él mismo y que no se va a hallar en la experiencia, porque lo que se da a los sentidos perece, y se busca lo imperecedero. La química, dando otro ejemplo, no se hace revisando todos los átomos existentes de hidrógeno en el universo, sino viendo con los ojos, imaginando, y pensando eso que es universal y necesario, y que se diferencia de mi experiencia individual con éste o este otro contenedor de gas.

Finalmente, no quisiera afirmar nada al respecto de un sentido común o de la imaginación, o hacer una epistemología sobre nuestra sensorialidad, o cosas por el estilo, porque me parecen temas difíciles, extensos, y que me exceden. Lo que sí me parece muy evidente es que tenemos cierta pretensión por conocer lo universal y lo necesario de algún modo de acuerdo a lo que somos. Quiero en este punto, responder ahora a la pregunta que me hizo Maigo, habiendo aclarado ésto. Pregunta si la contemplación de lo inmutable se hace solamente mediante la palabra. Eso que no cambia y no se mueve, es en este caso lo universal y necesario, porque es lo que siempre será de ese modo en que vemos que es, y es así para todos los casos. El filósofo que observa lo que no cambia hace de una manera o de otra cuando su objeto de investigación es distinto, y la ciencia puede hacerse de muchas cosas. Así, no me parece necesario que aquel que contempla lo inmóvil e imperecedero sea callado y él mismo inmóvil, precisamente por lo que hay lugar a la palabra: puede ser que la verdad valiosa se dé en la palabra, y que de esa manera no haya posibilidad, en un sentido, de que el observador sea inmóvil ante lo inmóvil; aunque también está el otro lado, desde el cual notamos que el hombre que es uno siempre es él mismo, y en ese sentido, no cambia. Creo por ello que en la palabra se dan estos dos modos de ser del investigador, que es en cierto sentido uno y el mismo, y en otro, aprende y reflexiona.


[1] No estoy muy seguro, pero parece que una señal de este tipo de conocimiento universal y necesario, es que ayuda a predecir el modo de ser de algún movimiento. Es como sucede en el caso de las leyes, según las entiendo: si la ley enuncia que lo pesado cae, es porque en efecto, sabemos que lo pesado ha caído, cae y seguirá cayendo aún que no hayamos visto a todas las cosas del mundo caer.

Mutaciones y Fijezas

A. Cortés

esperando aquel día en que cayera, funesta,
hirviendo en la mente y el pecho de hombres,
sembrando el veneno que acaba con todo.


La confianza en la palabra es aliento del filósofo. No hace mucho tiempo que el hombre veía en el aliento el signo inequívoco de su fuerza vital. Y diferente al resto de los animales, se cierne lo humano en la palabra como una entrega misteriosa que comienza con un hálito ordenado, articulado y pronunciado en concordancia con el pensamiento, y que culmina con la pretensión de dar junto con el fonema, expresión de una visión susceptible de ser comunicada.

Comunica quien con la palabra puede dar a otro lo que tiene y que el otro puede tener también. Y si lo puede tener, es en este ejercicio de comunión. Se comparte la palabra porque los hombres vivimos en un mundo. Pero lo dicho es blanco de desconfianza y resquemortan pronto como se hace evidente la posibilidad de la mentira. Es efectivamente posible mentir, y de eso no tenemos dudas serias. Sin embargo, ésto no salva al hombre de la mayor obscuridad discursiva: la desconfianza se vuelve mucho más áspera si se mantiene a raya de algo que forzosamente será verdadero, pero que al mismo tiempo pone en su velo lo más importante de todo. Ésto ocurre si se duda de la verdad valiosa, y con ella de la posibilidad de la ciencia[1].

Intentemos reflexionar si “lo más importante de todo” lo es en verdad: “apreciamos lo que permanece por sobre lo que cambia”. Ésto es lo que se está dando por sentado en estos párrafos, ¿y será cierto? Para responder a esa pregunta, tenemos que ponernos a considerar con detenimiento cómo vamos a avanzar: ¿qué hacer primero, ver ejemplos, pensar en la necesidad del conocimiento, confrontar las respuestas contradictorias con la experiencia? Seguro lo mejor sería decir primero lo que vemos primero, y tratar de que eso nos lleve a lo que posibilita que veamos lo que vemos. Y, según yo, eso es lo que Aristóteles dice al principio de la Metafísica: “todos los hombres por naturaleza están tendidos hacia el saber; prueba de ello está en nuestro afecto a los sentidos”. ¿A cuál sentido le tenemos más afecto? En esa respuesta se encuentra la prueba a la que alude Aristóteles: de los sentidos, incluso considerados sin que estén realizando su función, nos parece la vista por sí mismo el más valioso de todos. Porque gracias a él sabemos más, en comparación con los demás, y nos ayuda a ver más distinciones en las cosas que cualquier otro. Con el oído diferenciamos la altura, la duración, la intensidad; con el tacto, la dureza, la asperidad; con el gusto, la acidez, el amargor; con el olfato, la dulzura. Pero con la vista distinguimos muchas más características de las cosas, vemos colores, figuras, profundidad, claridad, quizá hasta cabría decir que vemos movimiento.

Hasta aquí, pues, es paráfrasis de Aristóteles: le parece que por el hecho de que apreciamos más la vista se evidencia que los hombres tienen una disposición natural hacia el conocimiento. ¿Qué les parece a ustedes? Rousseau, por su lado, no estaría tan de acuerdo, pues piensa que el órgano más importante de nuestra sensibilidad es el acústico: es el único que no se puede apartar naturalmente de su función, todos los otros, se cierran o se detienen. ¿Será más bien que tenemos en mayor estima al oído? Sea como fuera, tenemos que apartarnos de la discusión sobre la sensibilidad -que seguro puede traer como consecuencia muchas conclusiones interesantes sobre el modo de conocer de los hombres-, pues lo importante aquí es ponderar si somos o no seres que están dispuestos naturalmente al conocimiento, pues quizá en cómo entendemos lo que es conocer se nos aclara también si somos seres que inevitablemente valoran más lo que permanece.

Yo, por mi parte, puedo pensar en que nos dedicamos toda la vida a conocer y a vivir de acuerdo a lo que conocemos en muchísimas maneras distintas. Pero cuando hablamos de ciencia como conocimiento de lo universal y necesario, aparte damos a cierto saber el privilegio de ser estable posesión de todo hombre posible, no sólo de uno o de algunos. Piensen en todos los productos comerciales que nos rodean: la verdad a la que aluden ha de ser científica si se le quiere dar verdadero peso (claro, con la concepción contemporánea de ciencia), y con esto sólo estamos mostrando nuestra mayor confianza sobre aquello que nos dicen pretendiendo mencionar su universalidad y su necesidad. Una caja de cereal con su “tabla de valor nutrimental” no hace otra cosa que ésto, porque los datos recopilados en dicha tabla tienen la pretensión de presentarnos un estado no-cambiante, una disposición irremediablemente encontrada en el interior del rico cereal. El esfuerzo científico se dedica a ello, a pelearse con quien diga que su saber es particular, o que es temporal. Es cierto –no sería justo pasarlo de largo- que la ciencia contemporánea (pienso en física newtoniana aplicada a la astronomía y física cuántica aplicada a la electroquímica, o en las teorías de la naturaleza doble de la luz[2]) no siente escrúpulos en admitir juicios y teorías que no expliquen la verdad, sino que sirvan a sus propósitos experimentales y observacionales; sin embargo, admitamos que esta disposición es consecuencia de un esfuerzo grande pero infructuoso por fundamentar la ciencia como sistema universal y necesario: el día que alguien exponga la naturaleza de la luz de manera clara y distinta, tal que aparezca a todos como fundada en principios universales y necesarios, las dos teorías ahora aceptadas y cambalacheadas se dejarán inmediatamente de lado y se admitirá la que, siendo una, explica los dos ámbitos de la cuestión.

Sea o no el modo contemporáneo el mejor para hacer ciencia, la pretensión de verdad a la que apunta es la necesidad y universalidad de su juicio; aun cuando intente establecer que, por necesidad, no ha habido nunca ni habrá una sola cosa en el mundo que pueda ser eterna. Parece que nosotros por naturaleza preferimos tener esta clase de verdad en nuestro poder; aunque, como ya hemos dicho, la mayoría de los hombres vivos hoy desconfía de la posibilidad de alcanzar tal tesoro. Aún más evidente, todo lo que hacemos está implicado en lo que sabemos, en lo que supimos, lo que aprendimos, lo que hemos descubierto. Incluso se nota que nos comportamos de maneras distintas dado el olvido de algo que sabíamos, o de la patente ignorancia. El recuerdo y la capacidad de recordar son fundamentales para el ejercicio del intelecto sano. Y todo ésto gana nuestra admiración si se trata de la relación del conocedor con lo universal y necesario de la ciencia.

Este tipo de relación es visible en el caso de algunas de las ocupaciones del intelecto como las matemáticas o la lógica, o con todo aquello que consideramos conocimiento perenne.Es decir, aquello que llamamos ‘ciencia’ se nos presenta con apariencia de ser cierto tipo de conocimiento racional con la pretensión de ser (y así intentamos enérgicamente que sea) válido para todo tiempo y hombre posible[3]. Cualquier discurso científico por tanto versa sobre lo general, y en ésto cae en un ámbito que se desprende del sensible en el mundo que fue generado y que por tanto perece. De allí su pretensión: dado que lo particular y mundano es perecedero, parece lícito el intento por alejarse de él si se quiere un discurso inmortal. Gracias a esta separación, al legar la razón en la generalidad el hombre se pliega a hablar de lo que va a durar más allá de lo sensible que se corrompe ante sus ojos, es decir, a discurrir de aquello tan viejo como el triángulo, tan vigente como el deseo y tan certero como el movimiento. El punto de partida, por tanto, es el hecho de que vemos algo más general que el individuo solo que se nos presenta a los sentidos, y esto no se hace con el cuerpo, como facultad sensorial, sino con el intelecto. Luego se desprende que en ningún caso las razones particulares constituyen conocimiento científico en el sentido de universal y necesario[4], que aplica para todos y que no puede ser de otra manera.

La palabra es término porque expone (pone fuera) lo que se conoce. Da de ver la posesión de quien lo exhibe, y lo regala. Por otro lado, la desconfianza en esta posibilidad merma el trabajo científico eximiéndolo de dar razón, arrebatándole la responsabilidad de su ejercicio por negar que ésta tenga algún fundamento real. Es éste, el científico, el discurso que más vivamente proclama su lugar certero sobre eltrono del conocimiento[5], por sostenerse con rigor y confianza en su base (tal sucede con la mencionada matemática, por ejemplo). Y ¿cómo habría de pasar ésto si no fuera que tenemos por más valiosa la permanencia que el cambio? Cualquier otro modo de hablar refiere por lo frecuente a la opinión o a la ignorancia: lo que decimos de lo particular siempre es algo que pudo ser o no ser así (y esta misma oración pretende poder desprenderse de lo particular para que sea tomada en cuenta). Pero conocer científicamente se torna problema desde que no se acepta la validez de hallar en la experiencia evidencia suficiente para el hombre impulsado a resolver si en verdad conoce, y si eso que conoce no es moda, sino permanencia.

Si le tratamos de dar valor a la moda, a lo mutable, por estar habituados a ella y nos detenemos a apreciar lo dispuesto al cambio en lugar de a lo que se mantiene, ¿no estamos apreciando más lo que siempre cambia en tanto que lo hace siempre? Creo que no tenemos salida, por más que se nos haga evidente el movimiento, lo más valioso es poder decir qué es lo que todo movimiento es siempre. La moda en tanto que efímera, considerada por separado en cada etapa, si se quisiera de verdad someter a un discurso que por ello la valorara, tendría que admitir no sólo la carencia de tales ‘etapas’ (porque esa manera ya organiza la experiencia en la palabra como algo que permanece durante la etapa), sino que tendría que obligar al discurso a expresar de ella un movimiento continuo en el que nunca se aprecia nada que hubo de quedarse quieto. ¿Y cómo hablar de la moda entonces, si ella misma no es una sola cosa? Tratar de hablar en forma mutable de lo mutable termina por cancelar el discurso. Y esto no es accesorio, ni agregado, sino perfectamente natural: la palabra tiene tal modo de ser que no puede dar razón de lo que no es en tanto que no es. ¿Y no es esa suficiente evidencia de que, naturalmente, el hombre tiene por más valiosa la permanencia que el cambio?

Que conste que no estoy diciendo que del cambio no puede hablarse (si acaso sí digo que es bastante difícil), estoy diciendo que apreciamos en el cambio lo que podemos decir que es, y sólo encontramos las cosas que son por ser unas y las mismas al mismo respecto del que hablamos de ellas. Por eso tenemos palabra ‘cambio’, porque nos parece que el cambio es una sola cosa que siempre aparece ante nosotros como lo mismo, si bien de modos distintos. La moda, por su parte, es un hábito corriente en lo contemporáneo, y habría que poner en duda qué tanto vale la pena que lo consideremos seriamente en cada una de sus etapas, o en tanto que cambio continuo; así como también valdría la pena intentar decir qué es lo que alcanzamos a ver que acontece con los hombres vivos hoy, en los que habita esta obscura desconfianza en la posibilidad de hallar la verdad valiosa.



[1] Tal como sucede con consecuencias máximas con Jonathan Dancy cuando afirma que del mundo, en el mejor de los casos, sólo podemos tener una acepción imperfecta, y que ésto mismo es lo que admiten los realistas. Ésto equivale a afirmar que los más preocupados por lo real son quienes pasan de largo el hecho de que, de la realidad, lo más noble que tenemos es nuestra propia interpretación, pues nada hay que sea cognoscible como pretendemos. Este escepticismo niega el valor real del mundo y la posibilidad de saber sobre las cosas con las que tenemos experiencia se cancela. Para éstos que se encuentran en tal extremo, quizá la mejor vida esté dentro de casa tomando antidepresivos y calmantes.

[2] Me refiero a las teorías que dicen, la una, que la luz está compuesta por ondas, la otra, que está compuesta por partículas. Actualmente, la exposición de la luz se hace tomando en cuenta ambos aspectos, a veces uno, a veces el otro, dependiendo de la naturaleza del experimento en cuestión.

[3] Por ejemplo, me parece que Kant admite en La Fundamentación de la Metafísica de las Costumbres, “Prefacio”, § 7, que no debe pensarse solamente en lo correspondiente al ‘hombre’, sino que ha de abarcarse con la noción a todo ‘ente racional’ posible.

[4] ARISTÓTELES, en su “Libro V” de la Metafísica, Capítulo 5, dice que la necesidad (a)nagkai=oj) es “en sentido fundamental y primero, lo simple, lo que no puede tener más que un modo de ser”. En griego y fuera de Aristóteles, esta palabra era entendida mayormente como ‘lo forzoso’ o ‘lo impuesto’. La universalidad, por otra parte, es usada en la misma obra como lo relativo a un todo, como lo que abarca algo totalmente (kaqo/lou).

[5] Y con más razones de peso cuando se trata de ciencia entendida como directamente proveniente del término latino scientia, conocimiento. En este caso, hablo de las ciencias limitadas por su naturaleza sistemática (organizada por principio, medio y fin de acuerdo a la razón) y abocadas a un sólo objeto bien definido cada una de ellas.