Y Así Dijimos.

Conversar es muy buena parte de nuestra vida. Platicamos casi todo el tiempo y con una gran variedad de personas, pero no es ésa la única manera en la que estamos relacionados con las palabras a lo largo del día. Muchos difícilmente podríamos figurarnos qué es vivir sin leer y sin escribir, y no estoy hablando de grandes libros o profundos ensayos: sólo pensar en la cantidad de letreros en las ciudades se vuelve alarmante cuando uno se imagina a alguien que no sabe interpretar sus signos. Esto no es sólo en las calles, sino en cualquier casa, en sus utensilios, en sus recovecos. En todas partes hay visibles o escondidos montones de letras. Las marcas de los muebles, las leyendas en la ropa, las instrucciones en los frascos y las latas. Pero con todo eso, no parece falso pensar que muchísimos seres humanos han vivido sin escribir nada y sin leer tampoco. En comparación, son muchísimos menos quienes no han ni hablado ni escuchado, que son acciones de lo más naturales.

Habiendo tanta gente que vivió y que vive analfabeta, no parece estrictamente necesario que sepamos hacernos con las letras. Hay quienes piensan que escribir y leer son cosas ligeras y de entretenimiento, o que lo escrito tiene menos importancia que lo dicho, o que el alfabetismo es sólo un conjunto de herramientas para facilitar la vida en un mundo impulsado por el comercio, y quizá que se piense así pueda deberse a esta naturalidad de la voz y del oído, pues en el contraste con lo natural de la voz parece que las letras son puro artificio, pura maña. Pero pensar eso es pasar de largo la relación que tienen la conversación y la lectura, pues leer y escribir no son parodias de escuchar y hablar, ni degradaciones, sino que son otros modos de hacer eso mismo. La prueba está en que la elección de las palabras es igualmente libre al escribir que al hablar, hasta los discursos mal vistos o castigados son elegidos libremente (ya su publicación es otra cosa). Y es obvio que el orden del discurso no está sujeto al aire que lo lleva de un lado a otro, sino que es posible que se dé en múltiples expresiones, mímicas, escritas, o como se quiera que se pueda mostrar algo a alguien. Se dijo algo cuando se comunicó algo. No se necesita más que notar el hecho de que se puede hablar en serio para ver que es posible escribir con la misma pretensión. Y por la misma razón, como se puede escuchar atentamente, se puede leer con atención.

Resulta que aún siendo la voz de lo más natural, no se logra usarla de la mejor manera sin que haya algún esfuerzo: se puede fácilmente hablar a la ligera y sin cuidado. Y no es diferente de la escritura, no sólo en que es difícil decir bien las cosas a través de las letras, sino también en que es posible intentarlo. Así, es normal que como las conversaciones, las letras vengan de acá para allá, se muevan a muchos lados y se encuentren escondidas en libros sin fama y sitios de pocos faroles. Que intenten de muchos modos y digan muchas veces las mismas cosas, tratando cada vez de hablar mejor en algún sentido. No todo escrito es bueno, como no todas las conversaciones lo son tampoco, y la búsqueda de la lectura que nos satisfaga es buena contraparte de la búsqueda de la escritura que lo haga. Las conversaciones cambian de sitio porque los sitios también cambian, y los que conversan se mueven también buscando el mejor lugar. Cuando hablando se siente que es tiempo de cambiar de sitio, un nuevo lugar puede ayudar a que se dé o se continúe una buena conversación. Así como una buena plática se agradece, igualmente grato es lo que ayuda a fomentarla. Y también con las letras, lo mejor a veces es buscar el lugar más propicio para que pueda repetirse el intento –que es bastante importante por sí mismo– de hablar bien sobre los asuntos que nos parecen importantes.

La Mueca del Débil

Algunas veces no se tienen las fuerzas para decir lo que se tiene que decir. Podemos estar de frente, viendo a la persona que nos escucha, y estamos hablando de montones de cosas que teníamos ocurridas desde hacía tiempo, e improvisando otras cuántas como para asegurar que el lugar quede bien retacado de nuestra voz y no se escuche el eco que dejan los huecos, y en el fondo tenemos esperando en la fila lo que de verdad queremos hablar. Curiosa fila ésta, a la que dejamos que se meta cuanta cosa quiera sin que el pobre tema espinoso pueda hallar cabida. Y sabemos que lo que nos falta es la fuerza porque estamos seguros de que lo queremos decir, y aún así no lo hacemos.

¿Qué tienen de fuerza las palabras? Nosotros somos en alguna medida su fuerza, por eso sabemos que lo que queremos tratar es más penoso que lo que estamos dispuestos a soportar.  Son veces en que somos débiles para hablar de frente, como si temiéramos lo que nosotros mismos somos capaces de hacer con la voz. La palabra puede hacernos sentir muy pequeños. Respetamos y tememos lo que se dice seriamente, y nadie saludable duda del peso del juicio severo, o del animoso espíritu de una cándida felicitación. La fortaleza no es cosa de los músculos, que hay quienes son flacuchos y briosos, así como hay también grandulones y timoratos. Y con los brazos trabados y los puños apretados cerramos los ojos habiendo tomado una honda bocanada, y como si estuviéramos por saltar del trampolín del clavadista, nos disponemos a hablar… y muchas veces de todas formas no decimos nada.

¿De dónde que se nos apague el ímpetu? Más bien lo dejamos encendido pero bien adentro de nuestro horno de grueso ladrillo. ¡Valiente ímpetu entonces, que nada impulsa suficientemente! Lo que es verdad lo será igualmente si es dicho y si es callado, pero parece que queremos que las cosas permanezcan como cuando nadie sabía cómo eran. ¿Y no es de lo más estúpido y dañino eso? Las malas noticias pesan como si nos sintiéramos culpables de sus perjuicios, y las conversaciones dolorosas nos dejan el sabor de haber sido torturadores nosotros mismos; aun cuando sea muchas veces bien visible que tales malestares están infundados. Todo mundo sabe que hay sufrimientos necesarios, pesares dignos y dolores que fortalecen. El hecho es que saber todas estas cosas muchas veces no basta.

Así como no podemos fingir juventud a los 70, es igualmente ridícula la ficción del débil que oculta lo que se debe hablar. Muchas veces decimos que “nos mentimos a nosotros mismos”, pero eso no es posible. Sabemos que lo que pensamos somos nosotros mismos, pero del temor por hacerlo manifiesto nos volvemos dramaturgos y actores de nuestras escenas. Parece que nos mentimos porque la trama nos obliga a hacer como si nada hubiera cambiado, y es necesidad que lo que antes estuvo bien continúe viéndose así en favor de nuestra mueca; pero es insípido nuestro montaje porque no queremos la escena, queremos la vida. La carencia aquí no es nimia, falta esa gran fortaleza que se requiere para aceptar que lo que hay que decir es igual que lo que son las cosas, y que al mal tiempo habrá que darle la cara. Es necio quien cree que salva lo perdido fingiéndolo. Una sonrisa no es la forma del rostro, es el rostro mismo del hombre alegre. Este dichoso no tiene una sonrisa, él es sonriente. La boca que levanta por los lados del débil que no dice lo que tiene que decir, es sólo una mueca.

Otra para Adivinar

¿Qué será esto, qué vendrá a ser?

Si uno es un niño, aun sin juguetes,
teniéndolo juega mejor.
Si uno es anciano, en ello se apoya,
y más que en el propio bastón.
Si bien, no se come, mejor condimenta
que especias, que adobo, o que chile.
Y al verse uno triste, mejor que esté cerca,
aun cuando tristezas no alivie.

Pensamientos de Música y Drama

Hace poco escuché una entrevista que se hizo hace años a David Chase, un director y escritor de televisión estadounidense, en la que le preguntaban por qué había decidido que para la serie que había causado la entrevista no se escribiera ninguna banda sonora específica, sino que se acompañara enteramente con música popular. La respuesta me pareció muy interesante, pues decía que a él nunca le había gustado que una serie o una película “nos dijera qué sentir”, y que eligiendo música casual como el rock popular podía salvarse esta dificultad y alentar así al espectador a que él juzgara lo que sentía con cada escena él mismo.

La suposición de que una obra musical acompaña al drama para explicarle al espectador cuál es el sentimiento de una escena parece fácilmente aceptable: reconocemos sin apuro los ritmos y harmonías que son tensos, los que son veloces y se usan para musicalizar persecuciones, los tristes y apagados, o las melodías melosas que sacan sonrisas o que preparan soluciones satisfactorias a los problemas de la trama. Sin embargo, la observación revela un problema grande que tiene esta admisión. Que la música pueda hacer que el espectador entienda el sentimiento que tiene cada escena supone mínimamente dos cosas: una, que la música es la imitación de los sentimientos, por lo que los reconocemos al oído sin problema; y otra, que de hecho el espectador entiende sus sentimientos.

Estos problemas se hacen más evidentes si pensamos en qué diríamos si alguien más, no la escena de una obra dramática, nos dijera qué sentir. Es claro que no podríamos hacerle caso, pues no es elección nuestra qué sentimiento nos toma. Podemos decidir recordar tal o cuál cosa que nos hacen sentir de cierto modo, pero eso no es elegir cómo sentirnos más que incidentalmente. La elección es un movimiento hacia lo que está en nuestra posibilidad tener, hacer u omitir, y las pasiones de los sentimientos están por completo en otro plano. Ellas son parte de esas cosas que “nos pasan”, o para no decirlo tan simplonamente, que como son formas en las que estamos siendo en determinado momento, no podemos simplemente cambiar por voluntad. La música, por otra parte, o es expresión de sentimiento sin más (y entonces no podríamos diferenciarla del llanto o el gemido), o es una forma específica de expresión del sentimiento, o es expresión de algo más aparte del sentimiento. Como la música es una manera específica de manifestar sonido hecha para que en algún sentido se note como organizado, el músico tiene por fuerza que estar haciendo algo más que sólo quejarse como cuando expresa dolor. La música, al ser ordenada, no sólo expresa el sentimiento, sino que lo hace de cierto modo. Al manifestarse al oído con el orden, el placer del ritmo reconocible, la harmonía que deja que el escucha note una proporción de los sonidos, expresa bastante más que “sentimientos”. Una pieza musical piadosa, por ejemplo, no es solamente la expresión del asombro y el pasmo ante lo divino, sino también expresión de la fe. La fe está acompañada de sentimiento, pero no es sentimiento, porque el hombre de fe tiene una cierta disposición activa hacia lo divino, no sólo se siente bien, sino que cree y hace lo que cree que debe de hacer, y está entusiasmado al hacerlo. Del amor podría decirse algo semejante, pues el amante no sólo está tomado por el sentimiento que acompaña al amor, sino que está como encendido e impelido a hacer montones de cosas. La música es capaz de expresar más que sólo “lo que nos pasa”.

La obra dramática, al mostrar a los personajes tomando decisiones, actuando en conformidad, y discurriendo sobre lo que hacen, nos mueve a cierto juicio; pero además, nos hace sentir placer o dolor según creamos que esos personajes merecen o no lo que les pase. Los vemos como si fueran personas que actúan, y lo que sentimos por ellos y sus situaciones es en algún modo nuestra propia imitación (no la del dramaturgo) de nuestros sentimientos y juicios al ver en la vida cotidiana acciones semejantes. La escena, por tanto, ya por ser ella una forma de actuación que presenta frente al espectador un cierto carácter que toma bien o mal lo que le pasa, y hace bien o mal según su personaje, ya nos “dice qué sentir”, pero no porque nos obligue a experimentar lo que el dramaturgo quiera, sino que propicia que nosotros hagamos esos juicios y comparemos lo que vemos que sucede, según como lo entendemos y cómo somos. Más que decirnos qué sentir, nos dice que sintamos.

La posibilidad de entender la música como un atenuante de la participación del espectador depende aparte, de que admitamos que ésta es “acompañamiento”. Pero, ¿por qué lo sería? Si la música es imitación en cierta forma de las disposiciones de carácter presentadas en el drama, entonces ella es parte de la acción del dramaturgo que permite que veamos lo que en la vida cotidiana no se ve. Cuando un personaje dice lo que piensa, el dramaturgo está ofreciendo esto mismo. La música está fundida con la trama y las escenas, y es sólo separable del todo que nos ofrece el dramaturgo por análisis o por descuido. Si acaso la música no es eso, sino solamente un acompañante, entonces sería lo mismo que decir que adorna la escena como los aretes adornan la cara de una mujer. Pero si así fuera, entonces no tendría para nada la fuerza de mostrarnos los sentimientos que se exponen en la escena, así como unos aretes no podrían mostrarnos nunca la belleza del rostro de la mujer que los usa.

Con todo esto, aún hay otra cosa que considero importante notar. El dramaturgo y el poeta en general logran expresar en su imitación de la vida lo que normalmente no notamos a través de un artificioso ejercicio: diseñando ellos un modo de mostrar las cosas, que es ficticio y exagerado, nos muestran las que no son ficticias, sino de lo más naturales. El drama depende de poder resaltar lo natural a través de su exposición en una forma fuera de la naturaleza. Dicho de otro modo, el poeta saca de su contexto lo que quiere mostrar y lo expone en otro contexto para que entonces brille a nuestra vista aquello en lo que no habíamos reparado. Por eso su ficción intenta decir algo sobre cómo son las cosas en verdad. Este efecto, inevitablemente, está ligado a la sorpresa y a la capacidad de propiciar en el espectador la maravilla. Cuando nos habituamos a que el drama se muestre de este y otro modo, y cuando la música se ha hecho tan rutinariamente semejante en escenas semejantes, puede ser que su efecto disminuya y deje de lograr que el espectador se sorprenda y repare en lo que el drama muestra de importante. Podría ser que, por ese lado, tuvieran algo de sentido las palabras de David Chase, y que la música en el modo en el que estamos tan habituados a escucharla durante las presentaciones dramáticas como las de la televisión o las del cine, ya no produzcan en los espectadores ninguna sorpresa. Puede ser que a eso se refiera con que “dicen qué sentir”, como que ya esperamos que aparezcan y, cuando lo hacen, ni siquiera nos fijamos en ellos. No se produce la maravilla de que allí, mientras un personaje esté preocupado según la trama, se escuche la disonancia de violines en paso tenso y recurrente; cuando que algo como eso suene preocupante es en realidad una cosa de lo más sorprendente y maravillante.

Respuesta a “El Origen Sonoro de la Política” de Námaste Heptákis

Leyendo cómo Námaste Heptákis comentó el poema del códice Matritense, me parece que bien dice que se nota en nuestra relación con la poesía que no somos comunidad. Además, late la necesidad de entender por qué. No es sencillo darnos cuenta de qué nos falta cuando nos falta, y por eso está presente el peligro de pensar que lo anterior, todo, era simplemente bueno y mejor. Es la posición más fácil (y errada) que nace de sabernos incómodos y en disgusto, y concluir que si todo está mal es porque ha decaído. El sentido de la falsedad de esto se puede esclarecer haciendo notoria la diferencia entre “lo que pasó primero” y “lo que sostiene lo que pasó”.

Me explico. Decir que se establecía el canto y se fijaban los tambores, que se dice que así principiaban las ciudades, pues existía en ellas la música, suena a que es lo primero que se hacía cuando se fundaba una ciudad, como si este fuera el primero de muchos pasos en el tiempo. Creo que a eso se refiere Námaste al decir sobre el poema que “leerlo así es perder el sentido de lo mejor, obstinarse en la idealidad de lo primitivo, confundir lo salvaje con lo natural, lo pleno con lo caduco, lo real con las ensoñaciones de los confundidos”. Sin embargo, “fundar una ciudad” es una metáfora, porque la ceremonia de fundación es representativa de un estado que ya existe entre hombres que mantienen un modo de ser entre ellos, y no pueden elegir hacerse así. O bien, tal vez no hay tal ceremonia y la ciudad se funda naturalmente sin que los que en ella viven hagan nada más que relacionarse como lo hacen. ¿Y cómo es esto? Pues en concordia, como cuando se entona un canto al ritmo de un tambor, o se tensa el cuero de un tambor afinándolo con la voz. El ritmo es igualdad o semejanza, posibilidad de comparar en proporción; y esto no es en el tiempo. No es lo primero que se hizo para que hubiera una ciudad, sino lo que está allí si acaso existe una ciudad.

El ritmo es una imagen solamente, pero es una muy fuerte. El ritmo entre quienes viven juntos es su acuerdo sobre lo que es mejor para todos, y el canto es la voz con la que cada cual se presenta ante los otros. Ese acuerdo no existe entre nosotros (no escribí “ya no existe”, porque el tiempo no hace diferencia). Por eso no sólo le prestamos tan poca atención a la poesía, sino que cuando llega a suceder que lo hacemos, poquísimas veces hablamos sobre las mismas cosas. Nuestras voces son tan disímiles y nuestros ritmos tan distintos, que si cada quien de los que vivimos en este país sostuviera su parte de canto y su parte del tambor, compondríamos una espantosa pieza de “arte” contemporáneo, mucho antes que una sinfonía.

http://ydiceasi.wordpress.com/2011/05/07/el-origen-sonoro-de-la-politica/

¿Qué Hacer frente a la Obra de Arte?

Al acercarse a una obra de arte el espectador puede o bien tomársela seriamente, o no. No hay en realidad opciones aparte de éstas, pues tomarse algo medio en serio es tomarlo sin seriedad. Cuando uno juzga que el autor de una obra no tiene nada interesante o bueno que decir, no ponemos atención a sus palabras, solamente las dejamos suceder: no son serias para nosotros. Consideramos que el poeta es un loco y entonces no lo escuchamos porque su discurso no tiene que ver con nosotros. Si pensamos que más bien es un tonto, nos compadecemos de él por pensar que lo que hace en realidad sirve para algo, y le damos por su lado mientras lo miramos con sonrisa hipócrita. Si pensamos que el autor es un anticuado, ya no tenemos por qué prestar atención tampoco, pues las cosas de las que habla no existen ya, y si aún lo hacen, ya no se tratan así. Cualquiera de estos casos nos deja ante la obra de arte como algo que no tiene mucho sentido más allá del entretenimiento o el pasatiempo. Pero pasar el tiempo es algo que se puede hacer con muchos menores trabajos que por los que pasa un artista para realizar su obra.

Ahora bien, hay casos en los que este modo de no tomarse en serio el arte está oculto por la apariencia del estudioso o el académico. Por ejemplo, la mirada del historiador: pretende que dice algo serio y verdadero sobre la poesía, pero en realidad no la escucha a ella porque al pensar que la causa de que diga lo que dice es su época, la juzga sin otra opción como anticuada y caduca. El historiador del arte no puede tomarse al arte en serio. Otro sería el antropólogo, que juzga que la obra de arte es expresión de cierta cultura y de cierta organización de las costumbres. Por las mismas razones que el historiador, no está dispuesto para que la obra de arte le diga algo valioso; las costumbres no son las razones para hablar que tiene el poeta serio, si acaso, sólo son su modo. Finalmente se me ocurre el caso del psicólogo, que considera que la poesía es la expresión de algo más que se deja ver a través de la poesía. Éste tampoco se la toma en serio porque supone que ella es en realidad la fachada del espacio en el que se dice la verdad. Ella, sin embargo, no hace más que lo que hace una máscara para revelar la verdad sobre el rostro.

Se puede usar el arte para tener nuevas experiencias, pero es vano; se puede placer uno con el arte que se deja admirar por su técnica y su estructura, pero eso es independiente de lo que la obra tiene que decir por ella misma. Pensar por el otro lado: ¿qué disposición me permite estar bien ante una obra de arte?, nos obliga a reconocer que algo tiene que decirnos ella. Nuestro ímpetu para acercarnos a la obra es que queremos conocer algo, queremos que ella nos deje saber algo que no sabemos aún. Hacer esto implica admitir que hay alguna forma de decir la verdad que tiene que decirse como lo está haciendo el poeta, y que los otros modos son incompletos o insuficientes para el caso específico de lo que esté comunicando. Consecuentemente, adoptar la apertura para observar y escuchar una obra de arte sin juzgar con anticipación su posibilidad para decirnos algo verdadero nos acerca también a aprender de ella, cosa que no podíamos hacer en ninguno de los casos anteriores. Si el poeta es un hombre que merece respeto por tomarse lo que dice en serio, y es capaz de enseñar algo a través de su composición, entonces más nos vale que nosotros nos acerquemos a la obra de arte igualmente en buena forma para admitir que pueda hacernos aprender, y así aún cuando no lo logre estaremos sin haber perdido nada y sin riesgo de perder algo de suma importancia.

El Canto y el Olvido

-No one should ask you
for the name of the one
who tells the story.

-B.G.

Imaginen de cerca una mano, es vieja y marcada por el tiempo pero aún así está presta a tomar un laúd con pericia de aquella que sólo tienen los expertos. En cuanto la ven no hay duda: es uno de ellos quien toma el instrumento. Ni lo voltea a ver y bien sabe cuánto pesa y cómo se mueve, cómo se acomoda sobre la rodilla ligeramente y casi nada se recarga en el regazo. Se nota que se sabe su madera, su olor y su tacto. Diez dedos para seis pares de cuerdas, y parece que la mano entera se dedica a cada una. Imaginen esa mano, pues era del rapsoda que mutó esa noche como cambia la uva en vino y cantó con una voz que no era de hombre viejo, sino de cantor de edad incontable y de experiencia invivible. Antes de escuchar las palabras, sus ropas eran coloridas, después del canto, sólo alumbraban opacos juegos grises.

Cantó rimando sobre una guerra y muchas profundas enemistades, sobre amores violentos y otros delicados y cándidos. Cantó rimando sobre el anhelo de los hombres más admirables y sobre la augusta o malhadada vida de sus hijos. Contó leyendas, describió bestias fantásticas, hombres nefastos y actos miserables. En su voz, el español no lo era más que lo habría sido cualquier otra lengua, pero nunca habría podido decir lo que dijo en otro idioma. Y cuando ya no decía más, el eco como un timbre dulce resonaba en los oídos de todos los reunidos. Podrían haber pasado tres días sin moverse, y lo mismo habría sido. El rapsoda dejó sobre una base de madera prieta a su acompañante cordado, y después se fue con ella mientras ninguno osaba rasgar el delicado silencio postrero.

Nadie, de todos los presentes, olvidó que cambió para siempre esa noche. Mas tres días después, nadie, de todos los presentes, recordaba la historia que el rapsoda había contado.