Libertad presa

Vivimos con más ideas de libertad que con libertad de hecho. Somos libres para pensar, no somos libres para actuar. No es exclusivamente una idea la falta de actuar libremente. Pensemos nuestra experiencia cotidiana, lo que más hacemos, lo que tenemos más a la mano. Debemos trabajar la mayor parte de la semana. Algunos lo hacen cinco días, otros seis, los más afortunados de a uno a tres días, y los menos afortunados son esclavos casi sin darse cuenta. Los trabajadores debemos ir por caminos o carreteras sometidos al tránsito, a los choques, a los conductores alocados, o a cualquier otro imprevisto. El dinero que ganamos no podemos decidirlo por entero, tampoco su valor. Las actividades que realizamos en el lugar donde trabajamos tampoco podemos determinarlas. El tiempo que dura una jornada laboral depende de nuestro jefe directo, y del jefe de éste y así sucesivamente hasta llegar a la competitividad de las empresas. Lo que media entre nosotros y las empresas son los contratos y el dinero. Naturalmente nos vemos impelidos a satisfacer nuestras necesidades básicas; para ello necesitamos el dinero. En qué podemos trabajar depende de nuestras capacidades y las opciones disponibles en las que aplicamos lo que sabemos. A qué dedicar nuestras capacidades depende en parte de nuestra voluntad, de nuestra vocación, y en parte de nuestra necesidad o lo que creemos que necesitamos. Tales creencias, así como las opciones en las que podemos trabajar, la competitividad entre las empresas y el valor del dinero no dependen de lo que cada uno quiere y decide, dependen del progreso. ¿De quién depende el progreso? Estoy seguro que necesitamos al progreso, pero el progreso no nos necesita a nosotros. La libertad perfecta es una idea.

Yaddir

Conciencia pública

Después de indagarlo conmigo mismo soy perfectamente consciente de que no se puede hablar concienzudamente de la conciencia de manera pública. Así como existe una distancia entre lo que hacemos y juzgamos de nosotros mismos, hay una distancia entre ese juicio interno y el decirlo a alguien más. Ese alguien puede estar tan cerca de nosotros que le otorgamos la confianza de confesarle lo que está enterrado en nuestro corazón. Tiene que ser importante, sentirlo cerca y parte importante de la propia comprensión. No creo que alguien consciente haya desnudado su conciencia públicamente. Las confesiones de escritores tan hábiles e influyentes como San Agustín, Jean-Jacques Rousseau y J.W. Goethe tienen objetivos, me parece, instructivos. Además, ¿qué tanto público podría entender con tanta claridad a esos autores como ellos se entendieron a sí mismos? De la propia conciencia se puede hablar en un sentido más bien público, de lo que tiene que ver con actos justos e injustos.

Michael de Montaigne, el hábil ensayista que parece tan abierto a sus lectores, tan autocrítico y modesto de sus ideas, al hablar de la conciencia no lo hace a modo de confesión, lo que él opina de la bondad de sí mismo, lo hace situándonos en una guerra civil. ¿Ese aspecto del autoconocimiento es tan feroz como una revolución? Al indagar en la propia conciencia, ¿se comienzan a formar dos bandos, uno que parece ganar, otro que obviamente pierde, pero ambos dejan el campo de batalla mayormente destruido? O ¿el tipo de batalla que se libre en nuestra conciencia muestra el tipo de personalidad de quien la libra? La analogía es sumamente interesante, pues en una guerra civil ambos bandos tienen un desacuerdo con respecto a cómo debería llevarse el estado, pero ambos quieren lo mejor para el régimen. En ambos lados hay espías que pueden hacerse pasar de un bando a otro con extrema facilidad. Un padre que abandona a sus hijos parece que eventualmente se arrepentirá de ello (será conciente de que no ha actuado correctamente), tendrá una batalla dentro de sí mismo, y podrá calmarse diciéndose que era lo mejor que podía hacer por muchos motivos (ayudado por sus espías) o comenzará a darse cuenta que realmente hizo mal y no es la persona que creía ser. Para que eso ocurra tendrá que darse cuenta de que no actuó de buena manera, tendrá que haber una especie de alarma interior que lo despierte de su letargo; él mismo debe ver con cierta claridad su injusticia, debe tener cierta luz moral. Podrá actuar para enmendar el cúmulo de errores en los que cayó o seguir como si nada hubiera pasado. Parece que en el primer caso el lado correcto habrá ganado la guerra; es muy probable que si sucede lo segundo, se libren más batallas, hasta que un bando comience a dominar. ¿Cuánto tiempo tiene que pasar para que desaparezcan los estragos de una revolución?

Dostoyevski, quien desnudo la conciencia a extremos que apenas pueden ser nombrados con precisión como impúdicos, se especializa en desarrollar personajes impresionantemente complejos. Es decir, sus personajes parecen ser conscientes e inconscientes de lo que hacen; tienen conciencia y carecen de ella, a veces en las circunstancias pertinentes, a veces en las equivocadas. Al principio de Crimen y Castigo, Raskólnikov no ha cometido un crimen que a él le parece un acto justo y conveniente y ya sospecha que sentirá todo el peso del castigo de su conciencia; lo comete y no se había equivocado. ¿Por qué lo hizo si sabía lo que iba a pasar?, ¿creyó que en algún momento que la supuesta justicia de su acto lo llenaría de luz y lo elevaría a un plano en el que las convenciones sociales no existieran?, ¿la planeada utilidad de su asesinato lo ayudaría a darse cuenta que había hecho bien con base en un acto perverso?, ¿Raskólnikov es un caso excesivamente particular o nos ayuda a comprender que gracias a nuestra conciencia nunca estamos a oscuras para distinguir el bien del mal?, ¿podemos ser inconscientes respecto a nuestra propia conciencia? Creo que está pregunta, cada uno podrá respondérsela mejor.

Yaddir

Felicitación

Ahora que estoy por cumplir años me preguntan: ¿qué se siente cumplir años?

Pienso: es como si un fruto se convirtiera poco a poco en piedra y cayera a la tierra.
Reflexiono: la imagen es agridulce, o agridura, mejor dicho. En la vida hay dulzura y sabores insípidos; alegrías que nos permiten plenificarnos y dolores que nos impiden movernos.
Digo: el tiempo pasa tan rápido que sólo cuando me lo recuerdan caigo en la cuenta de lo que he cambiado.

Yaddir

Competencias

Siempre estamos compitiendo. Intenta refutar mi idea sin que compitas conmigo. La verdad no creo que siempre compitamos. Los compas (amigos) no compiten. Dudo que cada segundo sea usado para competir. ¿Cuándo descansamos?, ¿cuando estamos entrenando, preparándonos, para la siguiente competencia? No siempre estamos compitiendo. Nos han hecho creer que la vida, los aspectos más importantes de la vida, son una competencia. Se nos dice e insinúa que hay ganadores y hay perdedores. Que hay esclavos y amos; como sugiere la canción.  Se compite por ver quién es más feliz. ¿Cómo se mide la felicidad? Si digo que se mide evaluando los éxitos logrados sólo transfiero el problema de saber si soy feliz a indagar qué es el éxito. (Adelantando mi conclusión, afirmo vagamente, si eso es posible, que es verdaderamente feliz quien reflexiona hondamente en la felicidad). Pero el éxito tiene demasiados rubros, demasiadas aristas, muchas categorías como para que tenga una única categoría de medida. Si pasamos a postular que la competencia más importante es por ver quién tiene más plata (dinero) volvemos al principio, pues la ambigüedad se impone. El dinero siempre se obtiene para cambiarlo por felicidad. Entonces, ¿qué nos vuelve felices?, ¿qué nos da verdadera felicidad?

Si algo tengo claro es que las competencias nos vuelven infelices. Por favor, no compitas por refutar el postulado. Específicamente me refiero a la competencia por el poder. El próximo domingo hay una competencia por ver quiénes pudieron convencer a más personas para que votaran por ellos. Es una competencia triste. Vuelve infelices a quienes rodean al competidor. Principalmente a sus votantes. A los de los ganadores porque cuando los políticos tengan el poder no les cumplirán lo prometido; a los votantes perdedores porque votaron por quienes no ganaron. Transfieren a ellos mismos la derrota; sienten que algo les quedó por hacer. Pero lo más horroroso es enterarse de los extremos que tienen que pisotear algunos candidatos con tal de ganar. Hay competencias que sacan lo peor de la gente.

No toda competición es mala. Creo que esta frase sería bueno que intentaras refutarla. Competir por ser el más justo, el más sabio o el más bondadoso tiene una fructífera recompensa. Aunque te interese el renombre que viene junto con las competencias mencionadas, o sentirte bien contigo mismo, siempre habrá beneficios que van más allá de los competidores. No hay olimpiadas para saber quién es la persona más justa del mundo. No hay reglamento, una lista de requerimientos a cumplir, para saber quién es el más sabio. Ni hay jueces que determinen con claridad quién es, sería, o fue el más bueno. Competir por saberlo, sospecho, es una buena competencia. La felicidad podría encontrarse ahí. Nunca se es feliz si se le da prioridad a la competencia por la felicidad que a la búsqueda por ser feliz.

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Pérdida de miedo

Una amiga que trabaja para un periódico me preguntó con una extraña preocupación: «¿me estaré volviendo insensible?, ¿estaré normalizando la violencia?, ¿mi empatía hacia las víctimas se estará yendo por todas las notas y fotos que a diario debo hacer? No sé por qué ya no me sorprende la cantidad de asesinatos del día.» No sé si entienda bien las causas de su preocupación. Ella es una persona que podría ser considerada como buena por la mayoría. No creo que se estuviera transformando en un robot de datos al que sólo le importan las notas, es decir, que sólo se viera preocupada por su trabajo, o dicho de una manera más directa, dudo que paulatinamente, con una lentitud que impide observar el cambio, haya pasado de ser amable a ser completamente egoísta. Ella no quería eso. Supongo que pocos desean transformar su alma de buena a mala. Las evidencias, en cambio, nos muestran que el destino de los demás importa cada vez menos. El mayor miedo es comprender que tal vez vivimos en una sociedad en la que todos pelean contra todos.

La pelea no es explícita. Mientras caminamos no pensamos en cómo robar a quien pasa a nuestro lado; mientras convivimos con los demás no planeamos cómo aprovecharnos de ellos. Las peleas acaecen en dosis pequeñas. Una de las cuales es la omisión; no hacer el bien cuando puede hacerse. No sé si, pensando nuevamente en cambios paulatinos, los que dejan de hacer el bien cuando pueden hacerlo, posteriormente son los que buscan las situaciones en las que puedan obtener el mayor beneficio con el menor esfuerzo. Y si de esto se pasa a hacer el mal porque se disfruta hacerlo. Tal vez todo esto suceda al mismo tiempo. Tal vez los únicos cambios que sufre el alma humana sean las intenciones o el alcance en el que se perjudica; no es lo mismo, no afecta a la misma cantidad de personas, robar un cacho de queso de la cocina que un millón de dólares. No lo sé. Y mis dudas aumentan cuando pienso en el feminicida que declaró haber matado a un número de mujeres que no recordaba. El asesino, radicado en el Estado de México (una entidad en la que viven más de veinte millones de personas), enterró restos óseos de sus víctimas en su patio. A diario pasaba por el lugar en el que estaban enterrados restos humanos de mujeres que él mismo había matado. Cerca de ahí comía. Ahí dormía. Supongo que ahí convivía con algunos amigos o familares de vez en cuando. Es sumamente complicado comprender lo que hay en el alma de una persona que desde principios de los años noventas comenzó a matar mujeres, quien un mes previo a su arresto había destazado a una mujer que supuestamente era su amiga. Él confesó haberlas matado porque a las mujeres sólo les importaba su dinero. Él se sentía como un objeto y, sin ninguna consideración hacia la humanidad particular de ellas, desterrando por completo de su cabeza cualquier idea de la sacralidad humana, escupiendo en la dignidad de las personas, se vengaba de ellas. Tal vez ese es el pretexto que dio a las autoridades y sí disfrutaba matando mujeres; tal vez ese era su pretexto: queriendo querer y ser querido, veía que eso era imposible, y el mundo en esas condiciones no le gustaba. Pero él hacía del mundo un lugar poco habitable al matar mujeres. Pensaba sólo en sí; no veía que esas mujeres tenían familia, seres queridos que se preocupan por ellas. Era, o es, el egoísta en uno de sus estados más viles y exagerados.

En la película El buen Pedro (2012), un tranquilo oficinista mata a prostitutas. Jamás dicen por qué lo hace. Sí señalan con qué las mata: un cuchillo grande. Pedro está enfermo; requiere que su vecina le aplique inyecciones cada cierto tiempo. No sé específica la enfermedad, pero en ocasiones le duele la espalda. Pedro usa lentes, es robusto y parece que no quiere mantener relaciones de ningún tipo con las personas. Parecería que está enojado con las personas en general por motivos desconocidos. Sufría de bullying en la infancia, o su familia lo trataba mal; quizá alguien en específico le hizo pasar una experiencia traumática en la infancia. Su vecina intenta coquetear con él. Él la rechaza. ¿Por qué hace lo que hace? Tengo una interpretación basándome en el instrumento con el que las mata y la profesión de las personas a las que mata, así como los problemas que padece el detective que investiga el asesinato. Las asesina porque le excitan en extremo y quiere que sean sólo suyas. El egoísmo más obsesivo, más peligroso es el de los asesinos seriales.

«Sabemos tanto de tantos que no podemos entender el dolor por el que padece cada persona de la que leemos en las noticias» fue lo que le contesté a mi amiga para encontrar una respuesta a lo que padecía. La sorpresa de saber que un asesino pudo matar mujeres por casi treinta años sin ser detenido es terrorífica. No alcanzamos a dimensionar que en México haya asesinos que puedan quedar impunes por tanto tiempo. Lo peor es que nos hemos acostumbrado a ser supervivientes en lugar de pretender vivir bien. Algunos ya ni se espantan que las noticias ya no les espanten. ¿Los periodistas verán transformada su vida por reportar la violencia?, ¿es preferible vivir con miedo constante a mirar las noticias como hechos que sea poco probable que nos puedan suceder? ¿En qué clase de personas nos hemos convertido?

Yaddir

Rastros de la pandemia

Al principio de la pandemia, cuando ignorábamos mucho sobre la enfermedad, conviví con dos actitudes opuestas: el cuidado excesivo del cuerpo y la incredulidad total de la existencia del virus. Mirando las cosas con la amplitud que nos da la distancia, eran dos disposiciones normales. Imposible que se actuara de alguna otra manera. Ignorábamos casi todo sobre el virus. Sabíamos que era muy contagioso, podía ser letal y se transmitía por aire y contacto directo. Para entenderlo lo pensé, con mi imprecisión de lego en asuntos médicos, como una gripa agresiva. Una de las características que nos causaba más incertidumbre, creo que la que nos causaba más miedo e incertidumbre, radicaba en que no teníamos medicamentos que prometieran curarnos. Tantas enfermedades que ya tenían cura, tratamientos o paliativos, y había un virus que los eludía. La fe en la medicina se debilitaba; para algunos se había quebrado totalmente. Mirábamos asustados nuestra mortalidad, se nos exigía no vivir con excesiva confianza, con la ilusoria creencia que éramos más fuertes de lo que realmente somos, que controlamos lo incontrolable. Muchas personas saben esto, conviven con enfermedades que de un momento a otro pueden debilitarlos hasta el último aliento. Pero con el Covid-19 la sensación se extendía. Por eso el miedo y el cuidado excesivo que tenían algunos, por eso era difícil creer en un virus con semejante letalidad (si existía un virus que provocaba el Coronavirus, debía ser creado por un imperio tan fuerte como la enfermedad; eventualmente ese mismo imperio, o su rival en la conquista del mundo, lo podrían combatir).

Vivir encerrados, con el miedo al contagio o enredados en las más inverosímiles teorías de conspiración, nos causó estragos que todavía no alcanzamos a comprender. La lejanía hacia los otros y la obligatoria cercanía hacia nosotros mismos nos alteraron. ¿Hicimos una pausa a nuestra rápida vida y vimos que no éramos quienes creíamos ser?, ¿padecimos el miedo de estar solos y no poder convivir de nuevo?, ¿inventamos historias alocadas para no enfrentar lo duro de la realidad? Nos enfrentamos a una situación desconocida, que se prolongaba indefinidamente. Creo que para enfrentar esa sensación las cosas parece que vuelven a la normalidad, aunque las condiciones no necesariamente sean normales.

En este punto de la pandemia, con el conocimiento que tenemos del virus, con las varias vacunas que nos auxilian y devuelven la confianza en la medicina (aunque tal vez nos muestren la vileza y el egoísmo humanos), con la certeza de que el virus existe, ha regresado la certidumbre de lo que podemos hacer. Hemos querido que regrese. Hemos vuelto a las viejas actividades, las que precedieron a la pandemia, sin demasiados cambios. Demasiados cambios darían la sensación de que no hemos vuelto a la normalidad. Todavía hay oposiciones con las cuales convivir. Ya no son tan obvias ni tan evidentes. El cubrebocas, la buena ventilación, el lavado frecuente de las manos, son actividades que casi se vuelven hábitos; vacilamos si los mantenemos o pensamos ya en el futuro sin rastros de Covid-19. El futuro podría traer invariablemente otra enfermedad, otra  enorme evidencia de nuestra mortalidad. ¿Qué tanto podemos prevenir?, ¿qué tanto podemos controlar? Son preguntas a las que todavía no nos acercamos, que no deberíamos hacernos, porque la pandemia sigue, el virus continúa en nuestras vidas como un ladrón que casualmente se topa con nosotros; mejor dicho, como un agujero al que caemos porque no miramos por dónde vamos o porque no podemos ir por otro lado. Fingir que no existe el virus es tranquilizador, pero también es muy peligroso. Podemos caminar con cautela o correr desesperadamente.

Yaddir

Políticamente incorrecto

Es más fácil convertirse en alguien políticamente correcto que ser buena persona. Pero ser buena persona inmediatamente te transforma en una persona políticamente correcta. ¿Qué significa ser buena persona?, ¿es buena persona quien decide abortar, quien pelea porque el aborto sea derecho o que decide continuar con su embarazo sin importar su situación?, ¿es mala persona quien hace uso de las drogas o de cualquier otro vicio?, ¿disentir con argumentos con una persona pro aborto, que cuida el medio ambiente, trata bien a todo ser vivo, promueve la paz, hace ejercicio, da consejos a la gente, es ser una persona políticamente incorrecta? Responder afirmativamente lo anterior sería casi como aceptar que cuestionar lo políticamente correcto lo convierte a uno en políticamente incorrecto. Pero si no se cuestiona el que alguien crea poseer la verdad con respecto a lo bueno, ¿no se promueve una especie de dogmatismo que deriva en ideologías intolerantes y, por tanto, políticamente incorrectas?

La preferencia por lo políticamente correcto me parece que se basa en que se puede apoyar lo que la mayoría, o una minoría que opina bastante, ve como mejor sin comprometerse a ello. Ser aparentemente políticamente correcto para gozar de buen nombre y hacer fechorías por debajo del agua. Ese es el segundo problema que le encuentro a la exigencia de que se sea políticamente correcto. Un ser astuto se podría aprovechar de la situación. Hacer una cosa y decir otra completamente distinta. Claro está que si se apoya una causa o a un grupo se gana de rivales a los enemigos, pero eso no exime del problema recién mencionado; hay personas que saben evaluar la situación mucho mejor que la mayoría para sus propios beneficios. ¿Cómo hacer que los más capaces se preocupen por los problemas importantes, que no sean políticamente correctos para ser injustos? Es más importante ser justo que políticamente correcto, aunque la justicia no se perciba por la mancha de ser políticamente incorrecto.

Lo políticamente correcto no siempre tiene que ver con asuntos que son importantes para todos, sino sólo para algunos. Esto es preocupante. Las personas en pobreza extrema están más preocupadas por comer que por reciclar o atender los derechos de los animales. ¿Basándose en qué se le puede pedir a una persona, que vive en un entorno sometido por el crimen organizado, que sea pacifista o marche a favor de los derechos de alguna minoría? Ciertamente necesita vivir pacíficamente y exigir sus derechos más que otras personas, pero no se le puede exigir si existe el riesgo, por mínimo que sea, de que los criminales atenten contra su vida. Antes de querer ser políticamente correcto y buscar que otras personas lo sean, hay que priorizar  asuntos que son básicos. Es bueno que las mujeres que luchan por sus derechos no sean políticamente correctas, sobre todo al vivir en un entorno de peligro y violencia. No nos podemos preocupar más por lo políticamente correcto que por las injusticias que padecemos todos los días.

Yaddir