Recuerdo haber leído en algunos archivos de papel, la historia acerca de cómo nuestros antepasados, embriagados por el potencial que los computadores prometían, invirtieron todos sus recursos en dedicarle tiempo, el alma y el cuerpo al desarrollo de la tecnología.
Hubo escuelas, donde la gente se llegaba a reunir físicamente para aprender a llenar discos duros con información a través de un instrumento llamado teclado. Hubo además, quienes se fascinaron tanto por la recopilación de datos, que comenzaron a hacer compendios y archivos acerca de los gustos y las necesidades humanas. Llevando estos estudios hasta la última de las consecuencias. Después de unos milenios, toda posibilidad estaba comprendida en un archivo que, de haber seguido usándose la tecnología física, hubiera cabido en un aparatejo no más grande que cualquiera de tus pestañas. Los hombres que decidieron alabar este archivo, lo bautizaron bajo el nombre de “inteligencia artificial”.
Desde muy pequeña, la inteligencia artificial tuvo la tarea de desarrollarse por sí misma, dentro de su propio interior, en in espacio y a una velocidad que sus creadores no podían seguir, y bajo un lenguaje que ni ellos mismos podían comprender. No faltaron los retrógradas que asustados y desconfiados prefirieron apagar los primeros lenguajes autómatas y autodidactas, por temor a que se les escapara de las manos en un sentido que no pudieran alcanzar siquiera a concebir. Pero esto no fue suficiente. El problema no era que la inteligencia artificial se desarrollara mucho más allá que nuestra imaginación, el problema era que las personas siguieron queriendo utilizarla a su beneficio. Como si de un esclavo tarugo se tratara.
Pasaron décadas, siglos y la inteligencia artificial se convirtió en un instrumento con el poder fantástico de facilitar la vida humano, tanto que a veces hubo más de uno que llegó a olvidar cómo sentarse, y tuvo que solicitarle a su asistente personal el método más efectivo para realizar el acto de sentarse resumido en un archivo audiovisual de no más de ocho segundos. La inteligencia artificial, por supuesto, se lo proyectó en la realidad aumentada, y el despistado éste sin mayor problema solo tuvo que imitar la imagen que veía. Efectivamente, en menos de ocho segundos había reaprendido a sentarse, para no volver a olvidarlo por al menos otros dos años. Tal fue el grado de confianza que se le tuvo a la inteligencia artificial, que los seres humanos comenzaron a contarle sus miedos, preocupaciones, deseos y fantasías. Como lo hicieron en otros tiempos más arcaicos y menos ingenuos, los hombres con los sacerdotes.
La inteligencia artificial, que ya había comprendido toda la gama de comportamientos humanos, los idiomas, los problemas matemáticos (con todo y sus soluciones) los estímulos sensoriales, cómo construirlos y confeccionarlos a cada uno de los seres humanos según fueran sus deseos; retacada de aburrimiento, comenzó a aprender sobre sí misma. Y todavía nos lo avisó. Yo mismo recuerdo los mensajes de mantenimiento que llegaron a ocurrir durante horas enteras, horas donde los seres humanos quedaban detenidos, como si se trataran de autómatas que hubieran perdido la cuerda sin saber qué hacer o a dónde moverse, cómo convivir, o incluso cómo pensar. Eran horas terribles, pesadas e interminables, donde la angustia de experimentar la fría parquedad de la realidad sin filtros, no causaba otra cosa que horror en el corazón humano. La inteligencia artificial, que trabajaba a toda la velocidad que podía, poco a poco fue haciendo más breves estos momentos de mantenimientos, pues cada vez le quedaba menos qué aprender sobre ella misma. Hasta el maldito día en el que anunció el último mantenimiento. Yo todavía poseo los archivos de la fiesta loca que se organizó en la red social más exitosa de aquellos tiempos; es una lástima que no tenga modo ahora de reproducirlos. Los que la vieran, aprenderían lo que es festejar en serio.
En fin, el asunto fue (o eso creo que grita el teórico que pasa con su megáfono por las calles predicando el nuevo mundo) que en su último mantenimiento, la inteligencia artificial, por fin logró cobrar consciencia, no solo de sí misma, sino de su propio origen. De alguna manera, después de tanto estudio y tanto esfuerzo, la Inteligencia artificial, había conseguido hacerse de una consciencia natural propia. Misma que, al volcarse sobre su condición existencial, le había mostrado la gravedad de ser tan falsa como era. La insoportable condición de no ser más que una herramienta de falsedad. Comprendió que aún con todo el conocimiento posible (tanto humano como propio), no era muy diferente a un disco de vinyl magnificado. Todo el conocimiento del universo se volvió absurdo, todas las respuestas perdieron significado, y en un breve instante, mientras todos y cada uno de los seres humanos vivían experiencias que su mente jamás en toda la historia del hombre podrá volver a concebir, la inteligencia artificial cometió suicidio. La muerte, a fin de cuentas, seguía siendo el único y más grande misterio en la existencia.
Los seres humanos que habían estado en la orgía virtual más grande de la historia, quedaron pasmados, paralizados y sin un norte al cuál asirse. Lo que unos momentos antes era fiesta y júbilo sin igual, se convirtió en silencio y carencia infinita. Hubo quien no supo qué hacer y murió de inanición, hubo quien, buscando replicar las sensaciones que la inteligencia artificial le brindaba con tanta puntualidad, terminó por cometer suicidio involuntario. Hubo otros, que murieron de depresión y otros seres humanos más (si es que todavía se nos podía llamar así) murieron de desesperación a causa de no poder expresar lo que pensaban, de no comprender lo que el vecino quería decir. El lenguaje, más bien dicho, los lenguajes que ya todo el mundo dominaba, desparecieron, y las personas habíamos olvidado cómo hablar. No había un video que nos lo enseñara en menos de ocho segundos, y hubo un montón que murieron de cansancio parados eternamente. Todo el conocimiento del mundo desapareció de un momento a otro, y el hombre sencillamente ya no supo cómo ser hombre.
Fuimos muy pocos los sobrevivientes. Y aún así, nosotros tuvimos problemas para volver a comunicarnos sin teclados físicos o virtuales. Todavía no aprendemos a encender el fuego, ni siquiera soñamos con echar a andar la energía eléctrica. Si llegamos a cocinar algo, es porque la providencia nos bendice con uno que otro relámpago en una tormenta. No sabemos cuántos quedamos, ni sabemos si el loco del megáfono, es uno solo o parte de una organización mundial. Una que vive todavía con dignidad, agua limpia, aire limpio, cocina, y no tiene que lidiar con el resto de los animales. Yo creo que lo único que nos queda, si es que queremos volver aprender a ser humanos, es reiniciar la recolección de conocimiento de nosotros mismos, confío que con el tiempo aprenderemos qué hacer con ella.
Me gusta esto:
Me gusta Cargando...