Tesis sobre el cuento de Ricardo Piglia

Ricardo Piglia (1945, Adrogué, provincia de Buenos Aires) es un escritor. Escribirlo así, dice mucho si pensamos que pocas personas pueden jactarse de ello actualmente. No es un intelectual, no es un académico, no es novelista (aunque escriba novelas), no es un ensayista (aunque escriba ensayos). Un escritor es siempre un polemista y un sofista (en el riguroso sentido que la filosofía le da a ese término). Formado como historiador, ha dedicado su vida a la escritura, al trabajo del narrador, al trabajo de problematizar el juego político que implica narrar, juego plegado en la historia y la memoria. La literatura, tratada menos como mimesis y más como expresividad en el terreno estético, por otra parte, la literatura tratada menos como expresividad y más como mimesis de los síntomas de una sociedad enferma de modernidad articulan su obra. Los registros de la novela histórica, policíaca, el cuento breve o el relato y el ensayo sirven de géneros, de estructuras bien estudiadas y por ello llevadas al límite, a la radicalidad que franquea dichos límites, en ese sentido su trabajo es el de la frontera y la extranjería, si se quiere intertextual siguiendo un término de moda.  Su obra se acomoda, por ello, plácidamente en la academia, es decir, su literatura, tristemente, ha sido absorbida por los profesores de literatura comparada de las universidades más prestigiosas, y eso no es gratuito. Es fácil encontrar en sus relatos, en sus ficciones, tantos guiños a los pensadores consagrados que resultan materia fértil para coloquios y seminarios. Piglia es también el escritor conciente del mercado y la circulación de la ideas en el mundo de la industria cultural, de la libertad de elegir a lo Freedman. El arte de la polémica, siempre ambiguo, reaccionario, iluminador, es practicado por él tanto por su alter ego literario Emilio Renzi. Resumiendo, la obra de Piglia es la tensión siempre difícil entre la ficción y la historia, entre la ficción y el cómo narrarla, entre la ficción y la realidad, sea lo que sea ésta última. La iluminación profana, línea con la cierra el texto que les comparto a continuación, fue el sello de Benjamin, la jerga de Benjamin tan cargada de una semántica teológica obscurece el contenido utópico de toda filosofía, la ficción, la literatura, como la lee y produce Piglia, reconoce el sello benjaminiano para ubicarlo y clarificarlo en los límites de lo que aún es posible decir y escribir sobre dicha utopía, sea negativa o positiva; el adjetivo preciso (como fue en Borges) es una de las tantas marcas en su estilística que denotan el modo implacable en que una tradición permea (sea ésta sobretodo Macedonio Fernández, Borges, Artl, Kafka y Joyce).

A continuación les comparto uno de sus escritos más polémicos. Se trata de las “Tesis sobre el cuento” publicadas en Formas breves (Anagrama, 2000). Las tesis circulan, del mismo modo, en internet, donde también se puede encontrar algunos pasajes de sus obras más representativas: Respiración Artificial (novela), Nombre falso (cuentos), Cuentos con dos caras (cuentos), La ciudad ausente (novela), El último lector (ensayo). Espero que podamos discutir sobre ellas.

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Tesis sobre el cuento

Ricardo Piglia

I

En uno de sus cuadernos de notas, Chejov registró esta anécdota: «Un hombre, en Montecarlo, va al casino, gana un millón, vuelve a casa, se suicida». La forma clásica del cuento está condensada en el núcleo de ese relato futuro y no escrito.

Contra lo previsible y convencional (jugar-perder-suicidarse), la intriga se plantea como una paradoja. La anécdota tiende a desvincular la historia del juego y la historia del suicidio. Esa escisión es clave para definir el carácter doble de la forma del cuento.

Primera tesis: un cuento siempre cuenta dos historias.

II

El cuento clásico (Poe, Quiroga) narra en primer plano la historia 1 (el relato del juego) y construye en secreto la historia 2 (el relato del suicidio). El arte del cuentista consiste en saber cifrar la historia 2 en los intersticios de la historia 1. Un relato visible esconde un relato secreto, narrado de un modo elíptico y fragmentario.

El efecto de sorpresa se produce cuando el final de la historia secreta aparece en la superficie.

III

Cada una de las dos historias se cuenta de un modo distinto. Trabajar con dos historias quiere decir trabajar con dos sistemas diferentes de causalidad. Los mismos acontecimientos entran simultáneamente en dos lógicas narrativas antagónicas. Los elementos esenciales del cuento tienen doble función y son usados de manera distinta en cada una de las dos historias. Los puntos de cruce son el fundamento de la construcción.

IV

En «La muerte y la brújula», al comienzo del relato, un tendero se decide a publicar un libro. Ese libro está ahí porque es imprescindible en el armado de la historia secreta. ¿Cómo hacer para que un gángster como Red Scharlach esté al tanto de las complejas tradiciones judías y sea capaz de tenderle a Lönnrott una trampa mística y filosófica? El autor, Borges, le consigue ese libro para que se instruya. Al mismo tiempo utiliza la historia 1 para disimular esa función: el libro parece estar ahí por contigüidad con el asesinato de Yarmolinsky y responde a una casualidad irónica. «Uno de esos tenderos que han descubierto que cualquier hombre se resigna a comprar cualquier libro publicó una edición popular de la Historia de la secta de Hasidim.» Lo que es superfluo en una historia, es básico en la otra. El libro del tendero es un ejemplo (como el volumen de Las mil y una noches en «El Sur», como la cicatriz en «La forma de la espada») de la materia ambigua que hace funcionar la microscópica máquina narrativa de un cuento.

V

El cuento es un relato que encierra un relato secreto.

No se trata de un sentido oculto que dependa de la interpretación: el enigma no es otra cosa que una historia que se cuenta de un modo enigmático. La estrategia del relato está puesta al servicio de esa narración cifrada. ¿Cómo contar una historia mientras se está contando otra? Esa pregunta sintetiza los problemas técnicos del cuento.

Segunda tesis: la historia secreta es la clave de la forma del cuento.

VI

La versión moderna del cuento que viene de Chéjov, Katherine Mansfield, Sherwood Anderson, el Joyce de Dublineses, abandona el final sorpresivo y la estructura cerrada; trabaja la tensión entre las dos historias sin resolverla nunca. La historia secreta se cuenta de un modo cada vez más elusivo. El cuento clásico a lo Poe contaba una historia anunciando que había otra; el cuento moderno cuenta dos historias como si fueran una sola.

La teoría del iceberg de Hemingway es la primera síntesis de ese proceso de transformación: lo más importante nunca se cuenta. La historia secreta se construye con lo no dicho, con el sobreentendido y la alusión.

VII

«El gran río de los dos corazones», uno de los relatos fundamentales de Hemingway, cifra hasta tal punto la historia 2 (los efectos de la guerra en Nick Adams), que el cuento parece la descripción trivial de una excursión de pesca. Hemingway pone toda su pericia en la narración hermética de la historia secreta. Usa con tal maestría el arte de la elipsis que logra que se note la ausencia de otro relato.

¿Qué hubiera hecho Hemingway con la anécdota de Chejov? Narrar con detalles precisos la partida y el ambiente donde se desarrolla el juego, y la técnica que usa el jugador para apostar, y el tipo de bebida que toma. No decir nunca que ese hombre se va a suicidar, pero escribir el cuento como si el lector ya lo supiera.

VIII

Kafka cuenta con claridad y sencillez la historia secreta y narra sigilosamente la historia visible hasta convertirla en algo enigmático y oscuro. Esa inversión funda lo «kafkiano».

La historia del suicidio en la anécdota de Chejov sería narrada por Kafka en primer plano y con toda naturalidad. Lo terrible estaría centrado en la partida, narrada de un modo elíptico y amenazador.

IX

Para Borges, la historia 1 es un género y la historia 2 es siempre la misma. Para atenuar o disimular la monotonía de esta historia secreta, Borges recurre a las variantes narrativas que le ofrecen los géneros. Todos los cuentos de Borges están construidos con ese procedimiento.

La historia visible, el cuento, en la anécdota de Chejov, sería contada por Borges según los estereotipos (levemente parodiados) de una tradición o de un género. Una partida de taba entre gauchos perseguidos (digamos) en los fondos de un almacén, en la llanura entrerriana, contada por un viejo soldado de la caballería de Urquiza, amigo de Hilario Ascasubi. El relato del suicidio sería una historia construida con la duplicidad y la condensación de la vida de un hombre en una escena o acto único que define su destino.

X

La variante fundamental que introdujo Borges en la historia del cuento consistió en hacer de la construcción cifrada de la historia 2 el tema del relato. Borges narra las maniobras de alguien que construye perversamente una trama secreta con los materiales de una historia visible. En «La muerte y la brújula», la historia 2 es una construcción deliberada de Scharlach. Lo mismo ocurre con Azevedo Bandeira en «El muerto», con Nolam en «Tema del traidor y del héroe».

Borges (como Poe, como Kafka) sabía transformar en anécdota los problemas de la forma de narrar.

XI

El cuento se construye para hacer aparecer artificialmente algo que estaba oculto. Reproduce la búsqueda siempre renovada de una experiencia única que nos permita ver, bajo la superficie opaca de la vida, una verdad secreta. «La visión instantánea que nos hace descubrir lo desconocido, no en una lejana tierra incógnita, sino en el corazón mismo de lo inmediato», decía Rimbaud.

Esa iluminación profana se ha convertido en la forma del cuento.

Programa para comprender el título “Anudar y (des)anudar la paradoja: el abismo en la teoría del lenguaje de Walter Benjamin”

¿Cómo leer a Benjamin? El profano que se inicia en su lectura no puede sino experimentar los efectos y fuerzas del misterio que se inscriben, porque la letra lo explicita, en el ámbito del lenguaje. Misterio que calla, a modo de presupuesto, en lo siguiente: “el lenguaje es realidad última, inexplicable y mística”[1]. En este sentido, un presupuesto no se demuestra. Todo intento de ello implica la adecuación artificiosa a una arquitectura conceptual que tampoco puede explicar sus propios presupuestos. Mejor es aceptar este misterio y plegarnos a él en los lugares en que él se manifieste explícitamente y no por ello inmediatamente. Siguiendo el juego de palabras, nosotros nos plegamos al lenguaje mientras que éste se despliega, en otras palabras, es un ejercicio, de nuevo un juego, del extrañamiento y la compresión entre aquello que decimos sin comprender o que comprendemos sin decir; o peor aún, entre aquello que solo diciendo comprendemos o que sólo comprendiendo decimos. El gerundio marca de manera explícita la intensión de expresar el movimiento del lenguaje en el “tiempo del ahora”, como si pudiéramos suspenderlo entre un pasado irrevocable y un futuro sólo imaginado. Esta suspensión es la que tratará de pensar este ensayo, una suspensión que implica a la paradoja y el abismo en sus líneas más generales, misma que sólo indican un camino legible para abordar el ensayo de Benjamin sobre el lenguaje. Es por eso que este ensayo sólo intentará justificar su título. Estrictamente, es el primer paso hacia la inmersión en la escritura de Benjamin.

1. La Fábula

Método no es en Benjamin sino el camino por donde avanza la meditación descubriendo, alumbrando y salvando los contenidos espirituales, metafísicos, en toda concreción históricamente marcada por la expulsión del paraíso, cosa que podemos definir como una huella histórica. El lenguaje, por tanto, es una huella histórica, quizá la más inmediata y la más lejana a la vez. Este principio sirve para entender todo el texto de Benjamin a la vez que permite la difícil tarea de desvincularlo de una especulación teológica en el sentido tradicional, esto es, en el sentido de que se parte de una Verdad revelada de la cual es predicada la totalidad de lo real, motivo del cual, a mi parecer, Benjamin quiere distanciarse, sin por ello no llegar, del mismo modo, a conclusiones teológicas similares.

Bolívar Echeverría escribió, quizá siguiendo a Steiner, que todo mito podemos leerlo como una inversión de lo realmente acontecido. En este sentido leo el ensayo de Benjamin como un mito, una fábula (mejor sería decir una parábola bíblica), que puede ser invertida tanto en su sentido global como en el modo de su exposición. El modo de presentar, exponer y expresar una idea fue también parte de la filosofía de Benjamin, cosa que nunca tuvo del todo clara. Resabios de este problema lo podemos leer ya con claridad en la introducción “epistemocrítica” a su estudio sobre el Trauerspiel alemán[2], así como sus tentativas de organizar su obra de los Pasajes al modo de un montaje surrealista[3], y por último, en la famosa polémica que sostuvo con Adorno con respecto al modo de presentar su ensayo sobre Baudelaire, de la que tenemos noticia por la correspondencia entre ambos[4]. Más allá de mostrarnos el cambio en la filosofía de Benjamin, muestra la importancia que tuvo para él la tensión clásica entre forma y contenido, tensión vislumbrada y abordada en el ensayo sobre el lenguaje. La positivida de su ensayo sólo puede ser mostrada con plenitud si se invierte la exposición del mismo a la vez que hace accesibles el modo tan brutal, pero sutil, de presentar sus primeras tesis. Tal inversión consiste, simplemente, en mostrar la interpretación que hace Benjamin del Génesis para luego vincularlos a sus las tesis primeras de su ensayo. La interpretación de Benjamin remarca un matiz imperceptible en cualquier  lectura apresurada del Génesis. El matiz está en el hecho que dios no creó al hombre a partir de la palabra y que tampoco le dio nombre. El hombre fue creado en el despliegue de la palabra divina, como un halo, como un viento ligero. De ahí que se entienda que para Benjamin, mejor dicho, para el mito del Génesis desde la lectura de Benjamin, el lenguaje sea inmanente a los hombres, es en todo caso, la inmanencia divina del lenguaje de los hombres. En la creación, dios crea a partir o mediante su palabra en un doble movimiento que consiste en el despliegue de su palabra mientras, a la vez, va aclarando (en el sentido que la luz es también creación de la palabra divina) la creación por medio del nombre, el nombre alumbra la creación a la vista de dios para terminarla y consumarla del todo, “el acto creador comienza de hecho con la omnipotencia creadora del lenguaje, y al final el lenguaje se anexiona (por así decir) lo creado, a saber, le da nombre”[5]. “Vio Dios cuando había hecho, y todo estaba muy bien”[6] no puede significar un juicio de valor hecho por dios entre lo que está bien o mal en el sentido mundano. Que todo este muy bien significa que el nombre ilumina a la vista de dios adecuadamente la palabra creadora. La adecuación es el conocimiento de dios por el nombre.

Parece esencial el distingo anterior para la teoría del lenguaje de Benjamin ya que el hombre no es creado por medio de la palabra y el nombre, es decir, el hombre no conoce mediación alguna con la palabra, es pura inmediatez con ella. El “cabalismo” (y también la política) de Benjamin se cifra en el hecho de no considerar al hombre como un producto privilegiado de la creación, sino en considerar al hombre en su literalidad divina, esto es, como imagen de dios. La imagen se aclara si pensamos que dios nunca se dio a sí mismo nombre, él es la palabra y el nombre en su inmediatez más profunda e infinita. Significativo y coherente, por tanto, que dios no dé nombre al hombre, no da nombre a una imagen que de suyo ya es él mismo. El despliegue del lenguaje en el hombre es el don que dios dio al hombre. Sólo hasta este día pudo descansar, hasta que dios operó un desplazamiento en su actividad creadora al hombre, el “hombre es así, el conocedor de ese mismo lenguaje en el cual Dios es Creador. Dios creó al hombre a su imagen, creó al conocedor a la imagen del creador”[7]. El hombre participa del nombre de la creación en tanto él se mantiene innominado y puede dar nombres propios a la creación. Esta comunidad lingüística, este saber, este conocimiento de la palabra en el nombre cancela toda posibilidad, desde el origen paradisiaco, para entender al lenguaje como mera convención de signos con las cosas. Las cosas, pensadas según Benjamin, comunican su lenguaje al hombre, es un lenguaje mudo, silencioso dado por medio de la palabra de dios. En estricto sentido, las cosas no participan de la palabra sólo hasta que el hombre las nomina, las nomina para que ellas puedan dejar de ser por medio de la palabra, para que ellas puedan estar en la palabra. A la vez que esta manera de ver el lenguaje quiebra la concepción burguesa del mismo (el convencionalismo) quiebra también la teoría mística (pero simplista) del lenguaje, ahí donde en éste se concibe a la palabra como la esencia de la cosa. Las cosas no tienen palabra, escribe Benjamin, sino sólo tienen un lenguaje que comunica al hombre y en el cual está basado el nombre original y perfecto que él mismo crea para ellas. Quizá hiendo más allá que el propio Benjamin (cosa que resulta difícil y sospechosa) es posible decir que la “función” del hombre dentro de la creación es la de establecer los vasos comunicantes entre todas las cosas, hacerlas resplandecer por su nombre.

Por si no ha quedado claro, lo principal es que las cosas no conocen su nombre, pese a tenerlo, como germen, dado que fueron creadas por la palabra de dios, conocimiento que el hombre da a través de su nominar. Pese a esto, Benjamin introduce el problema de la traducción, mismo que relaciona con lo innominado del hombre. Y es problema, y creo que Benjamin lo entiende así, desde que fue un problema atender y cumplir con la Ley. Quiero decir, la ley que impone a los hombres dar nombre a las cosas y respetar el árbol prohibido. Aclaro.

Según la interpretación que hace Benjamin del Génesis, el descanso de dios es posible sólo en tanto éste ha desplazado su actividad creadora al dominio del hombre, crea en tanto da nombre a las cosa. Pero ¿en que consiste esta creación?  ¿Qué crea el hombre si ya toda la creación ha sido, finalmente, nominada por dios en su palabra y lenguaje? Porque si simplemente creara el hombre, caeríamos en el convencionalismo, una especie de arbitrariedad adánica en el nombrar y tampoco distinguiríamos la distancia creadora de dios con respecto a la del hombre. Sin más, lo que el hombre crea es el conocimiento original del nombre de dios y del suyo propio. Este conocimiento, incluso puede ser precedido por otro conocimiento aún más fundamental que no es sino el de la distancia de su lenguaje con respecto al de dios; pero si hay tal distancia, esta diferencia y jerarquía, el lenguaje del hombre sólo podría llevar a cabo una traducción de ese lenguaje divino a su propio lenguaje, traducción en la que cifra el conocimiento inmanente que no puede expresar, en su esencialidad inmediata y pura, el nombre de dios; mejor dicho, el nombre de dios y el suyo son ya una traducción y la expresión que comprende la imposibilidad de atender, letra a letra, a la palabra de dios. Simplificando, lo que crea el hombre, y que es totalmente inusitado en la creación, es este plus de conocimiento que conoce el infranqueable límite del nombre, y esta es su Ley. Pero el límite del nombre también es la posibilidad de nombrar el todo de la creación de manera perfectísima según la lengua del hombre.

Y también hay otro conocimiento que obtura y cierra las pupilas, tanto de dios como del hombre. Es el conocimiento del bien y del mal. Es también el lugar, el momento, en el que Benjamin resplandece por su obscuridad, por su misterio. Escribe lo siguiente:

El lenguaje de las cosas puede en efecto entrar en el lenguaje del conocimiento y del nombre sólo por traducción pero hay tantas lenguas como traducciones en cuanto el ser humano cae del estado paradisiaco, el cual, como es sabido, tenía sólo una lengua[8]

Y un poco más adelante

El conocimiento al que induce la serpiente, el saber de lo bueno y de lo malo, carece de nombre. No es nada en el sentido más profundo, por lo que este saber es lo único malo que se da en el estado paradisiaco. El saber del bien y del mal es un saber que abandona al nombre, un conocimiento desde fuera; es la imitación no creativa de lo que es la palabra creadora

La caída del hombre y la mujer ha sido tal vez el relato más reproducido en la historia de la humanidad. Una compulsión a la repetición, siguiendo la jerga psicoanalítica, que la cultura se ha encargado de escenificar de diversos modos. Benjamin no es la excepción. Pero su excepción radica en evitar a toda costa, pese a lo complicado de su lenguaje, la explicación teológica del mismo. Precisamente el punto donde todo el ensayo podría caer en mero panfleto moralizante y religioso, esto es, el punto en que la mujer cae en la tentación del fruto y la inmediata explicación de “el por qué” es posible esta tentación, es el punto, digo, que es pasado de largo por Benjamin. Si se relee el relato bíblico sorprende la cantidad de motivos que Benjamin ha dejado opacos en su interpretación. Por ejemplo ¿por qué la serpiente es más astuta que el resto de los animales? ¿A caso el nombre que el hombre dio a ese animal supuso una intervención directa en el modo de ser del mismo? ¿Se trata de una transformación dada por el nombre en la creación de la palabra de dios? ¿Cómo entender la relación entre las dos primeras negaciones del relato de la creación, o sea, la relación entre el “no comerás” de dios y el “no morirás” de la serpiente? De igual modo ¿cómo opera la promesa de la serpiente en el con-texto imbuido en la palabra de dios, la promesa de ser dioses, de conocer el bien y el mal? Y por último, el motivo bíblico de la visión y la escucha: la serpiente promete a la mujer que se le abrirán los ojos, acto seguido de comer el fruto, abren los ojos y ven su desnudes. De inmediato cosen “ceñidores” y se esconden detrás de arbustos. Su caída por tanto no es inmediata, la pareja, con los ojos abiertos continúa en el paraíso, ¿qué miran, que ven con esos ojos? Peor aún, ¿es posible mirar el paraíso con ojos mundanos? “Dios que paseaba por el jardín a la hora de la brisa”[9] (dicho sea de paso, podemos leer en este enunciado aquello a lo que aspira expresar toda estética de “la apariencia bella”, expresar esta “brisa” y no otra) deja de ver a la pareja para de inmediato llamar al hombre, no lo llama por su nombre, le pregunta su ubicación, “¿dónde estás?” dice. Podría indicar esta pregunta una doble lectura: o en el paraíso la pareja es libre, sin la mirada omnipotente de dios, esto es, tan libre que dios desconoce su ubicación, y en este sentido la pregunta es totalmente natural; o por el contrario, la pareja siempre es vista y escuchada en el flujo de la palabra de dios (y no por ello menos libre), y que por tanto, la pregunta, el desconocimiento, ya anuncia la condena a la pareja. La segunda opción parece más coherente al pensamiento de Benjamin, aunque de ello nos diga nada. Preguntar, como lo enseña Heidegger, implica en cierto grado una pre-comprensión de lo que se busca, del mismo modo que implica un pre-juicio aún no explicitado. La pregunta de dios es la radicalidad absoluta, su pregunta es ya la condena. Pero de esto nada escribe Benjamin, no al menos desde la primera pregunta de dios puesta en el Génesis: dios nunca había dudado.

La (in)tensión  de Benjamin está en otra parte. Está en el afuera, en la expulsión del paraíso. Por supuesto que el lenguaje humano no sale “ileso” en esta expulsión, más que la expulsión del paraíso, la pareja ha sido expulsada del nombre. El mal fue definido por Agustín como ausencia del bien. Pero esto no es ingenuidad de Agustín, Cristo es el bien encarnado, de ahí que no estar en Cristo, como mucho antes dictó Pablo de Tarso, sea el mal. Benjamin lo entiende de otro modo por su judaísmo. No hay mesías encarnado aún. El mal y el bien sin mesías, en el contexto benjaminiano, es lo que se abandona al nombre, es “la imitación no creativa de lo que es la palabra creadora”[10]. En este sentido, toda comunicación en el afuera del paraíso, es mera exterioridad con respecto al nombre y a la palabra de dios. La imitación no creativa significa el olvido del nombre de dios y del hombre mismo. El pecado original del espíritu lingüístico es el hecho que alza al conocimiento del bien y del mal como condición de posibilidad de todo lenguaje humano hacia palabra humana sobrenominadora (porque pone nombres sobre los nombres divinos) que juzga, abstrae e instrumenta signos, de suyo artificiales, para nombrar lo innombrable, para comunicar lo incomunicable. Expresado horizontalmente, no nos comunicamos nunca, o en otras palabras, sólo nos comunicamos carencia, falta y deseo de comunicarnos por el nombre en la palabra de dios. Las lenguas serían la suma trascendente, inmaterial, no concreta, del deseo de comunicarnos inmanentemente. Del mismo modo, la magia del género humano consiste en los intentos desde afuera por recobrar “la reposición de todas las cosas en su justo lugar, que es lo que significa la salvación, es reponer el conjunto total, que nada sabe de tales distinciones entre interioridad y exterioridad”[11]. Magia artificial mientras se siga pensando este alcance, esta reposición, como fin con sus medios específicos, mejores o peores que otros (llámense ciencia, razón, técnica, trabajo, lenguaje, etc). La teleología trascendente de medios y fines, escribirá Horkheimer, es el “tour de force en el ámbito de lo espiritual [que] prepara el terreno para el dominio de la violencia en el ámbito de lo político”[12], ahí donde dicha magia justifica, en el fondo, toda ideología burguesa, ahí donde la plasticidad histórica de dicha ideología cobra forma en la noción de progreso. La huella histórica es la marca en el lenguaje de la expulsión del nombre.

La plasticidad histórica del relato biblico no está, por tanto, en el hecho de que le atribuyamos realidad y verdad revelada a su palabra, sino en el hecho de que el relato bíblico se pone así mismo como relato pos-paradisiaco, pos-babélico, históricamente determinado por la caída de la que sólo tenemos noticia por la memoria, borrosa y difusa, del lugar sin tiempo. Se podría justificar, por esta vía, en tanto memoria borrosa y difusa, la parquedad del estilo bíblico. Del mismo, una primera aproximación al abismo está en el hecho de que toda teoría mundana del lenguaje dice, si seguimos las intuiciones paradójicas de Benjamin (y no dialécticas), que el lenguaje como medio e instrumento es mito en tanto no repara en lo inmaterial de su propio medio; mientras que el mito del lenguaje, el nombrar adánico, es medio e instrumento en tanto no repara en lo tecnificado e instrumental de su mito, o sea, su inmediatez, fundamento, quizá, de toda ideología, o por lo menos, de toda experiencia moderna. Parte de la suspensión de la teoría metafísica del lenguaje tiene que cuidar estos vértigos.

2. A modo de conclusión: el abismo

La paradoja en la teoría del lenguaje de Benjamin está en el hecho de que el contenido espiritual a comunicar es la imposibilidad de comunicar dicho contenido espiritual. Estamos tan inmersos en la realidad sígnica, instrumental, del lenguaje, que todo intento por apresar en su nivel simbólico y verdadero el nombrar adánico se nos escapa. La definición tardía de aura que Benjamin establece en su famoso ensayo La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica, refiere a posteriori, y en el contexto que analiza la experiencia estética de la modernidad, la paradoja que señalamos. Aura significa un “entretejido muy especial de espacio y tiempo: aparecimiento único de una lejanía, por más cercana que pueda estar”[13]. Es posible leer la obra entera de Benjamin, exceptuando este ensayo citado, como el ejercicio que lee e intenta apresar dicha lejanía. Para el caso de la teoría del lenguaje de Benjamin, la definición de aura muestra en su proximidad limítrofe lo que toda teoría del lenguaje debe buscar, en otras palabras, debe aprehender a suspenderse sobre dicha paradoja, sin caer en el sinsentido siempre abierto, siempre profundo, que es el devenir histórico humano, en el abismo. Wilhelm von Humboldt da una descripción precisa de lo que aquí entendemos por abismo.

Un mal inevitable, que no proviene sino de que la lengua comparte con todas las demás cosas terrenales una existencia perecedera. Pues si la escritura no fija la lengua, si el presente no tiene, para percibir los sonidos de los tiempos pasados, otra cosa que la tradición, siempre oscura y fluctuante, entonces no queda retenido ningún progreso y todas las cosas corren mezcladas en una marcha circular que se halla entregada únicamente al azar.[14]

Los cabalistas y místicos judíos, así como cristianos y musulmanes ya hacían eco de esta problemática en el sentido que su búsqueda, al remitirse específicamente a la experiencia de lo divino, primero tenían que explicar lo divino. En ese trance, en ese embrujo de la lengua, se tropezaron con la creación misma. Ellos quisieron llegar a los segundos antes, por decirlo de algún modo, en que la voluntad divina decidió crear. Gershom Scholem, con la belleza y la erudición colosal que lo caracteriza, narra la travesía mística que llega a la paradoja, igualmente colosal, de identificar a dios con la nada. Escribe lo siguiente con respecto a una formula generalizada entre los cabalistas: “En esta suprema sefirá [sefirot es manifestaciones de la esencia divina en el mundo de la divinidad, la suprema sefirá es la manifestación de la voluntad como la nada de toda la creación] está ya contenido el eterno impulso hacia la creación, que de lo infinito hace la nada, un infinito abismo en Dios mismo, al que se le aplicará la palabra bíblica para la profundidad del abismo del Génesis 1,2, tehom[15]. Es obvio que la pesquisa benjaminiana se pone después de este momento, en el lugar donde la palabra de dios ya ha sido desplegada. Sin embargo, las nociones de los cabalistas buscan, en esencia, lo mismo que Benjamin, a la vez que dan una positividad inusitada al abismo de las lenguas descrito por Humboldt. Si el abismo y la nada son inherentes a dios, y del mismo modo son anteriores a toda palabra divina, ¿no es posible que en el acto de la creación por la palabra ya vaya inscrito una paradoja, no mentada, más bien oculta e innombrable (porque nombrarla sería crearla), en la cual toda creación desde la nada suprema está destinada (porque en el nombre lleva su destino) al acabamiento y concreción totales, en la cual todo el plan ya está devenido, marcado en la letra de dios? El mesías, por tanto, sería el primer y último traductor de esta paradoja. Y en este orden, cualquier explicitación del sentido de la palabra y del lenguaje humano será mera aproximación mundana. Quizá sea este el sentido de la críptica frase de Benjamin cerca del final de su ensayo: “la secreta consigna de que cada centinela entrega en su propia lengua al que le sigue, pero el contenido de dicha consigna es el lenguaje mismo de dicho centinela”[16]. Si no he llevado muy lejos, o hacia ninguna parte, la especulación será posible entender el título de este ensayo: anudar y (des)anudar la paradoja del abismo en la teoría del lenguaje de Benjamin, significa, en última instancia, poder replegar y desplegar el abismo inherente a toda la creación desde el lenguaje. El segundo “anudar” barrado sólo parodia, en el sentido benjaminiano del término, la repetición que le es propia a toda paradoja, misma que señala una intención de desdialectizar el pensamiento de Benjamin. Por fin, por último para empezar algo que ya no cabe aquí, podemos decir con Benjamin, que la “idea de que el ser espiritual de una cosa consiste en su lenguaje es el gran abismo en el que toda teoría del lenguaje amenaza caer, y la tarea de la teoría del lenguaje consiste en mantenerse sobre él suspendida”[17].


[1] Walter Benjamin, “El lenguaje en cuanto tal y sobre el lenguaje del hombre” en Obras Completas, Tomo II, p. 152.

[2] Walter Benjamin, “El Origen del Trauerspiel alemán” en Obras Completas Tomo I, p.228.

[3] Cfr. Rolf Tiedemann, “Introducción del Editor” al Libro de los pasajes.

[4] T. W. Adorno y Walter Benjamin, Correspondencia 1928-1940, carta del 12 de Septiembre de 1938

[5] W. Benjamin, op.cit, tomo II, p.153.

[6] Gen, 1: 31.

[7] W. Benjamin, op.cit, tomo II, p.153.

[8] W. Benjamin, op.cit, tomo II, p.157.

[9] Gen 3: 8

[10] W. Benjamin, op.cit, tomo II, p.157.

[11] Gershom Scholem, “Para comprender la idea mesiánica en el judaísmo” en Conceptos básicos del judaísmo, p.115.

[12] Max Horkheimer, “Medios y fines” en Crítica de la razón instrumental, p.58.

[13] Walter Benjamin, La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica, p.45.

[14] Wilhem von Humboldt, “Sobre la influencia del diverso carácter de las lenguas en la literatura y la formación del espíritu” en Escritos sobre el lenguaje, p.64.

[15] G. Scholem, “Creación de la nada y autolimitación de Dios” en op.cit. p.65.

[16] W. Benjamin, op.cit, tomo II, p.161.

[17] Ibid., p.145.

Para variar: una ficción

Debido a las actividades académicas a las que todos ustedes también ya están acostumbrados (y quizá cansados) me fue imposible escribir algo para esta ocación. Con pena y rubor, les comparto un «cuento» que escribí hace más o menos cinco años, cuando creía que lo mío era la escritura. A pesar de todo creo que el cuento se mantiene en algunos aspectos y en otros deplano es lamentable. En fin… también una disculpa por el re-trazo. Me pasé de tiempo por una hora, pero como no estamos en algún regimen burocrático, de plazos y fechas, me permito la publicación. ¡Feliz final de semestre!

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Estertor

En el sueño era un niño. En el mismo sueño una mujer se columpiaba y su vestido se despintaba en el aire: el tinte azul se convertía en rosa y luego pasaba al azul fosforescente, después a un olor rancio, que a él, el que era un niño en el sueño, le recordaba un ladrillo partido a la mitad. El niño se escondía detrás de un árbol. Aquella mujer que se columpiaba le producía un sentimiento cercano al de la nostalgia, pero que en definitiva no era nostalgia. Él la espiaba y la mujer, delgada y sincera, al menos así le parecía al niño, veía su propio cuerpo un poco encorvado, veía sus brazos tensos y sus manos aferradas a la cuerda que sostenía el columpio, veía su vientre y hacía una mueca de dolor y sus ojos amplios y desteñidos se cerraban lentamente como si gozara de ese dolor que se incrementaba y que en el futuro sería insoportable. El niño salía de su escondite y la mujer por primera vez notó su presencia. Los pasos del niño, al acercarse al columpio, no producían ningún ruido. La mujer lo veía venir y parecía que su dolor se incrementaba. El niño, y esto es obvio, no sabía que la mujer sufría, esto lo sabría después, cuando estuviera en la realidad y ya no fuera un niño, sino, mejor dicho, una suerte de hombre. Cuando estuvo a su lado, se sentó en otro columpio que se encontraba quieto. Desde ahí pudo observar mejor a la mujer. Le pareció aun más bonita, un rostro afilado delineado por una luz particular que él no se explicaba,  pensó que provenía del reflejo de un pez invisible dentro de una lago invisible que estaba sobre ellos, o tal vez, y esto era menos lógico, que proviniera de ella misma, que algo dentro de su cuerpo la produjera y apenas la dejara notar, como si la luz respirara por sus poros. El vestido de la mujer era largo y conforme avanzaba el tiempo, ese tiempo de pesadilla tan igual al de la realidad, se hacía gris. Ese mismo vestido le había impedido verla en detalle. Ahora que estaba cerca y que ella le sonreía, se fijó en sus pies, que no eran pies, sino patas, las patas de una gallina. Entonces despertó.

            El autobús se movía con lentitud. Cristóbal tenía la cabeza recargada en el vidrió y aquel sueño lo había hecho sudar. Se había quedado dormido con su libro en las manos. El sudor de sus dedos humedeció las páginas,  incluso la tinta se corrió un poco. Era una edición barata de Crimen y Castigo, voluminosa en exceso y de un papel tan corriente que mejor hubiera sido quemarlo y respirar la humareda. Pero era un clásico, característica que lo indultaba de ese fin que merecen tantos libros.

            Intentó volver a su lectura pero le fue imposible. Quería recordar el sueño en su totalidad, pero sólo le venían imágenes aisladas, tan distintas entre sí, que le hicieron pensar que no había sido un mismo sueño sino varios. Por lo tanto desistió de su intento de reconstruirlo, aunque la imagen de la mujer con patas de gallina se le quedó grabada. No la podía interpretar de ninguna forma. No la podía aferrar a ningún recuerdo o alguna experiencia. Entonces se dijo que lo más seguro es que fuera una premonición. Idea que descartó de inmediato, al ver, en el asiento de adelante, una caja con la imagen de una gallina de color rojo.

            Bajó del autobús y caminó hasta su casa. Los pies le dolían como si hubiera caminado varios kilómetros. Abrió y encendió la luz. Su casa, aunque decir casa sería excesivo, estaba ordenada y sucia a la vez, empolvada. Haría falta en ese lugar una planta o la imitación plástica de alguna y una estufa, pero esta posibilidad era remota, sobre todo por que las plantas de plástico conllevan un engaño y porque las estufas necesitan de gas, cosa de la que también carecía Cristóbal.

            Ordenó la mesa en la que estaba su máquina de escribir, que más bien fungía como mera decoración, ya que no la había utilizado desde meses atrás, tal vez un año, pero esto no es seguro. Lo que sí era seguro es que Cristóbal ya no escribía desde hace mucho tiempo. Esto no lo mortificaba, de hecho lo calmaba, sobre todo porque recordaba con dolor aquellas sesiones afiebradas, de madrugada, en las que escribía como si fuera a morir, con la certeza de que esa última palabra, ese último trazo o golpe del teclado fuera lo último que haría en la vida, era una carrera contra una muerte inminente e imaginada, contra una fiebre nacida del vacío de su cuarto y del silencio de sus libros, apilados uno a uno en cajas que provenían de los basureros cercanos. Pero eso había quedado atrás. A esas sesiones de dolor, les debe una novela corta de 73 cuartillas a espacio seguido, tan intrascendente y superficial, que su sola evocación  lo ruborizaba y le hacía bajar la cabeza. El argumento de la novela era un refrito de sus lecturas más recientes, una masa heterogénea de historias, ideas, páginas llenas de una poesía dudosa, de dudoso olor, de una falsedad inagotable.

            Cuando la escribía tenía en su cabeza los ecos de cinco libros: una antología de José Carlos Becerra, una novela voluminosa con título de thriller hollywodense de un tal Bolaño o Bolaños, Respiración Artificial de Ricardo Piglia, Metafísica de las costumbres de Schopenhauer y un libro de ensayos de Henríquez Ureña sobre literatura mexicana del siglo XIX. Y para rematar una lectura trunca y acelerada del primer volumen de El hombre sin atributos de Musil. Todo esto giraba en su cabeza mientras escribía, mientras, mejor dicho, transcribía, como una secretaría que transcribe signos taquigráficos de los que ha olvidado su significado. El resultado de esas 73 cuartillas a espacio seguido es previsible.

            Se acostó en la cama y cerró los ojos intentando dormir y volver al sueño que había tenido en el autobús. Durmió y para su suerte no soñó nada. Despertó más tranquilo. Eran las 12:30 AM y no tenía nada que hacer. Había perdido, apenas tres días atrás, por robarse condones que luego usaba o vendía, su empleo de encargado en una farmacia ubicada en la periferia del DF; también, apenas dos días atrás, se cumplían cuatro meses que había dejado, por diversas razones, la universidad. Se encontraba solo y sin dinero.

            Decidió salir a caminar. Creyó, y creyó mal, que la caminata le quitaría la especie de latido que recorría sus pies. Bajó por las calles mal asfaltadas de la colonia hasta llegar a la avenida Insurgentes sur, hasta llegar a una clínica mental donde solicitaban urgentemente camilleros. El camino hasta allí fue complicado por las siguientes razones:

1)      Sus pies pasaban por una crisis, no era un dolor lo que sentía en ellos, era algo más simple que el dolor en sí, algo inexplicable que ocurre sólo a ciertas horas y en ciertos estados de ánimo. Cristóbal lo llamaría una manifestación crónica de la soledad, aunque lo más seguro es que tuviera muy apretados los zapatos o que fuera pura sugestión del sueño. La verdad era que lo que experimentaba Cristóbal era incierto y contradictorio.

2)      El aire estaba caliente, por lo común el aire en la ciudad es frío o templado, pero esa vez era caliente. Por otra parte, la noche se interponía como un gran obstáculo, una noche violenta en muchos sentidos: su claridad violenta, su bastedad violenta, su silencio violento, el ruido caótico y violento, sus sombras exacerbadas y ocultas, sus caminos degenerados, sus nubes lapidarias, su viento caliente, su otredad tan lejana.

3)      Un perro minúsculo aplastado en una de las calles. Con la marca de la llanta sobre su cráneo.

4)      Tres policías fumando recargados en su patrulla.

5)      La sangre que colorea el asfalto. Cristóbal caminaba con lentitud por la banqueta, como si fuera por un campo minado. Antes de llegar a una intersección de calles, vislumbró un grupo de personas que reían y hablaban en voz alta. Conforme se acercaba, las voces se iban aclarando, al igual que la escena. Cruzó la calle para poder ver lo que sucedía desde una mejor perspectiva: cuatro hombres apaleaban, pateaban, y con seguridad escupían, a otro hombre, o mujer, tirado en el suelo, enroscado como un armadillo gigante. Los golpes fueron bajando de intensidad, más por cansancio que por lástima o misericordia, hasta que se detuvieron por completo. Cada uno de los hombres dio media vuelta y cogió dirección distinta. El cuerpo no se movía.

6)      Raskolnikov. La golpiza que terminaba de ver le recordó una pesadilla de aquel.  Cuando los mujiks masacran a una yegua, primero con látigos, luego con un garrote y finalmente con una barra de hierro. En aquel sueño Raskolnikov se acerca al cuerpo de la yegua ya muerta y rodea con sus brazos su cuello flácido. Derrama lágrimas sobre esa otra piel, también humedecida sólo que por sangre; y en un gesto tan inocente como patético, besa el hocico y los ojos de la yegua. Cristóbal tragó saliva y vio de nuevo en su mente al perro aplastado y percibió con mayor intensidad la noche. Los pies le temblaron y el dolor que antes no era un dolor como tal, incrementó de forma acelerada. Permaneció a distancia del cuerpo que seguía sin moverse.  No se atrevió a acercarse para llorar mientras abrazara el cuerpo de ese desconocido, pero siguió observando, como si esperara una reacción, la cual no vendría nunca.

            Estas razones sumían poco a poco a Cristóbal, pisaba fango, pisaba un pantano que lo absorbía y lo llenaba de sanguijuelas. Vio su reloj y tan sólo habían pasado veinte minutos desde que había salido de su casa. 

            Llegó a la avenida Insurgentes. Llegó a la clínica. Vio de nuevo el letrero y pensó que sería absurdo entrar y pedir informes. Aun así lo hizo y como era de esperarse, en la recepción, una enfermera soñolienta, le dijo que no había nadie que pudiera atenderlo, le recomendó que regresara a la mañana. Cristóbal dijo que le interesaba en verdad el trabajo y preguntó si podía caminar por la clínica. Ella respondió negativamente. Un guardia que se encontraba en la puerta tomando café, no perdía de vista a Cristóbal que seguía insistiendo a la enfermera sobre su idea de recorrer la clínica. Ante la negativa y la impaciencia del guardia a que dejara el edificio, Cristóbal salió.

            La puerta principal daba de igual manera al estacionamiento principal, con una extensión considerable hasta llegar a la puerta por la que se entra desde la calle. Tuvo que recorrer de nuevo este espacio. Al llegar a la entrada  miró la avenida sin gente y sin autos y pensó, por primera vez en su trayecto, en la carrera de hispánicas, en su última novia; recordó también las lecturas desordenadas, su cuarto empolvado, el dinero que le hacía tanta falta, su soledad; vio en ese mismo instante la posibilidad del regreso a casa de sus padres como la mayor derrota; imaginó al hombre que quedó tirado en al calle retorciéndose lentamente con las costillas partidas, chorreando sangre por su encía y nariz, al camión de basura que seguramente en la mañana recogería el cuerpo del perro atropellado. Pensó, y esto ya lo había pensado muchas veces, en su pretensión de ser una rata que quiere volar, o lo que es lo mismo, un mexicano de veinticinco años que aspira ser un escritor. Entonces supo que todo lo que había hecho era una pérdida de tiempo colosal, un tiempo que cae lentamente y lo lleva consigo. A la vez se sintió un foco que ilumina en medio del desierto.

            Entonces decidió regresar a la clínica. El estacionamiento carecía de iluminación. Esto le permitió a Cristóbal moverse con facilidad sin ser visto por el guardia que tomaba su segundo o tercer café de la noche.  Rodeó el edificio y entró a éste con una facilidad sorprendente. Adentro, sin preguntárselo, subió por las escaleras al primer piso. Ahí, se encontraba un pasillo, más o menos amplio, en donde se podía entrar a cualquier habitación. Recorrió el pasillo y entró en la única que tenía la puerta abierta.

            Los muros del cuarto le parecieron a Cristóbal demasiado iluminados. La ventana le pareció enorme comparada con la que él tenía en su pequeña casa. Comparó las cortinas con las que ponía su abuela todas las navidades cuando él era chico. La mesa con una lámpara, que estaba a un lado de la cama, podía romperse en cualquier momento provocando un ruido tremendo que seguramente alarmaría a todos los que dormían o fingían dormir en los otros cuartos. La cama era un catre mal dispuesto en la habitación, con una colchoneta infame y una almohada de carácter terapéutico, o sea invisible. Sobre el catre, a un lado de la mesa, se encontraba una mujer sentada a la orilla. Llevaba una piyama quirúrgica o algo parecido;  una enfermera le lavaba los pies delicadamente, como si temiera desprender, con la fricción de la toalla, la piel aún joven de la mujer que veía directo a los ojos de Cristóbal. Él se sentó en una silla de madera que estaba recargada en el muro. 

            La enfermera giró la cabeza, mientras enjuagaba los pies de la mujer, y por un momento pareció extrañarle la presencia de aquel hombre en el cuarto. Después puso de nuevo su atención a lo que hacía. Tomó otra toalla, seguramente seca, y quitó el exceso de agua que escurría de los pies de la mujer. La ayudó a acostarse en el catre, y sacó una sábana blanca de un cajón que se encontraba a sus espaldas. La enfermera salió del cuarto diciendo buenas noches a Cristóbal. Cristóbal respondió, auque su voz fue inaudible. Viendo a la mujer pudo recordar, con una claridad estremecedora, el sueño que tuvo en el autobús. Se quitó los zapatos y recargó su espalda y cabeza en el muro, sin perder de vista a la mujer que dormía sobre el catre. Sus pies le dolieron como nunca antes y durmió.

Despertó antes de que amaneciera. Salió y regresó a su casa de nuevo caminando.

            Al día siguiente, que era lunes, a medio día, tomó su máquina de escribir y algunos libros. Los vendió a un precio ridículo. Con ese dinero compró comida y una cajetilla de cigarros.

la estrategia alegórica: un abordaje «materialista» a la filosofía de la cultura

La historia de los esfuerzos del hombre por sojuzgar la naturaleza es también la                                                                               historia del sojuzgamiento del hombre por el hombre.

Max Horkheimer

 

I. El origen

 

Postular un origen necesario al interior del discurso filosófico, y quizá de cualquier otro, que se diga materialista histórico, como ya ha señalado Benjamin en la primera de sus tesis sobre la historia, implica echar mano de la teología, ese enano feo y pequeño que manipula al autómata libre y quizá, por tanto, poseedor de la verdad. El origen en este caso, en el caso de Echeverría y su Definición de Cultura (Ítaca, México, 2002), es puesto como necesidad histórica o como salto cualitativo de la animalidad del humano a su estado y lugar de libertad. Salto que, dependiendo de su descripción y argumentación, podría caer en el en el relato mítico. El materialismo histórico de Bolívar Echeverría tendrá que fundamentar la existencia, la posibilidad y necesidad de ese salto cualitativo a través de lo que puede resplandecer de él en todos los diversos momentos de la historia humana a partir de su estado de libertad, en otras palabras, a través de una estrategia alegórica. Se trata de un origen que no opera como en las cosmologías antiguas partiendo de él para luego deducir de ahí el acontecer en general. El materialista histórico, trata de entender el origen a partir de lo que él deja ver en sus vestigios o ruinas, en el acontecer histórico presente. Como escribe Benjamin:

 

[…] el origen no designa el devenir de lo nacido, sino lo que les nace al pasar y al devenir. El origen radica en el flujo del devenir como torbellino, engullendo en su rítmica el material de la génesis. Lo originario no se da nunca a conocer en la muda existencia palmaria de lo fáctico, y su rítmica únicamente se revela a una doble intelección. Aquello quiere ser reconocida como restauración, como rehabilitación, por una parte, lo mismo que, justamente debido a ello, como algo inconcluso e imperfecto.[1]

 

El origen abordado a través de la “estrategia alegórica” posibilita una especulación filosófica materialista que contemple tanto lo histórico como lo natural, ejerciendo en los fenómenos históricos, en las imágenes del presente, la dialéctica esencial entre ambos dominios, de nuevo, el natural y el histórico. Lo que intentará este breve ensayo es mostrar las fuentes filosóficas que permiten dicha estrategia argumentativa que posibilite la crítica al acontecer humano como crítica a la cultura, cultura que a mi juicio no puede prescindir de dicha dialéctica. En este orden, lo que se busca, básicamente, es describir lo que podría ser un “método” para abordar los fenómenos históricos desde la perspectiva de la filosofía de la cultura ya esbozada por Bolívar Echeverría.

II. Lo concreto

 

Existe un método, para los no iniciados en la Lógica de Hegel, descrito por Marx en lo que hubiese sido la introducción general a su Contribución a la crítica de la economía política. Este método, puesto con los “pies sobre la tierra” siguiendo la expresión de Adorno, es el que va utilizar Marx a lo largo de toda su obra. En dicho método habría una  renuncia a los Universales en sentido clásico para pasar a categorías que tengan un correlato material, concreto e históricamente determinado, con la realidad, el correlato se da a través de la mediación dialéctica.  Marx escribe que hay dos métodos para poder pensar el modo en que se desenvuelve la economía, uno llevado a cabo por los economistas clásicos (Adam Smith, Ricardo, Stuart Mill) y otro es el correcto y por ello el científico. El primero podríamos identificarlo como el método que parte de los universales incondicionados en la jerga hegeliana (Población, Estado, Sociedad Civil) que representan la totalidad concreta mediada (aunque los economistas no lo supieran pero lo hicieran) para elaborar de ahí, analíticamente y por división, conceptos y abstracciones más simples (dinero, mercancía, división del trabajo, valor de cambio). El segundo método es el que parte a la inversa, de las determinaciones más simples y abstractas, ya dadas históricamente por el primer método, a la totalidad mediada, a los universales incondicionados, siendo estos, como escribe Marx, universales el punto de partida de las intuiciones y las representaciones que nos hacemos de la sociedad humana. En ese sentido, las representaciones son en nosotros síntesis de diversas mediaciones obtenidas por una exterioridad que acontece, el error de Hegel, dice Marx, fue creer que dichas representaciones racionales producen la realidad, lo concreto. Este concreto, más bien, se obtiene a través del proceso que sintetiza las diversas representaciones al interior del sujeto en el camino del pensamiento. Las categorías simples y abstractas se concretan cuando ellas pueden explicar el modo en que opera la exterioridad, textualmente, “el método que consiste en elevarse de lo abstracto a lo concreto es para el pensamiento sólo la manera de apropiarse lo concreto, de reproducirlo como un concreto espiritual [sin significar por esto, de ninguna manera] el proceso de formación de lo concreto mismo”[2]. Sin embargo puede suceder que dichas categorías por muy bien que se adapten a la realidad puedan mistificarse, como hace la economía burguesa clásica, para ponerse como categorías naturales, dadas, de toda sociedad humana posible. Por ello Marx se pregunta si aquellas no serán más bien un producto histórico. Así, en dicha Introducción General a la Crítica de la Economía Política, Marx historiza la categorías de propiedad, dinero e incluso la de trabajo, ello con el fin de mostrar que dichas categorías corresponden más bien a entelequias y modos de pensar propios de una época determinada.

            Lo concreto en Marx se entiende en dos niveles, uno como el cúmulo de categorías y abstracciones determinadas históricamente, al interior del sujeto, que encuentran su correlato discursivo en formaciones específicas de una sociedad dada; la aristocracia griega es concreta cuando se entiende que ella opera a través de un sistema esclavista de producción de objetos necesarios, prácticos con valor de uso; el capitalismo es concreto cuando se entiende que él opera a través del desarrollo incesante de las fuerzas productivas, homogenizando la cualidad fuerza de trabajo en su figura de mercancía puesta en la circulación del mercado para poder ser comprada por los propietarios de las condiciones objetivas de trabajo (materias primas, herramientas), fuerza de trabajo como mercancía que produce más de lo que ella socialmente vale, produciendo la ganancia para el propietario capitalista. Podemos distinguir, así, entre materialización y concreción. La mercancía, en el capitalismo, concretiza (y este sería el segundo nivel del concepto de concreción en Marx) el trabajo de las fuerzas de trabajo dispuestas para el capital en un objeto útil satisfactor de necesidades; sin embargo, en su versión mistificada o fetichizada, “proyecta ante los hombres el carácter social del trabajo de éstos como si fuese un carácter material de los propios productos de su trabajo”[3], y más adelante continua, “lo que aquí reviste a los ojos de los hombres, la forma fantasmagórica de una relación entre objetos materiales no es más que una relación social concreta establecida entre los mismo hombres”[4]. Así, lo concreto encuentra dos tipos específicos de desenvolvimiento, uno al interior del sujeto que establece a través de categorías los universales mediados para relacionarse con su aquí y  ahora mismos que le sirven para vincularse históricamente y explicar otros aquí y ahora ya acontecidos; y el otro como forma material que concretiza las relaciones sociales mediadas por el trabajo del sujeto social.

            Esta concreción de lo social fue quizá lo que provocó a Lukács pensar que no “existe ningún problema de este período histórico [el moderno] de la humanidad que no remita, en último análisis, a la cuestión de la mercancía, y cuya solución no deba ser buscada en la solución al enigma de la estructura de lo mercantil”[5] Habría por lo menos dos motivos que sería importante señalar para nuestro análisis de la cultura como alegoría.

            El primero está en el hecho de que Lukács radicaliza el concepto de concreción de Marx. El segundo, como consecuencia del primero, minimiza la dialéctica naturaleza/historia como parte esencial en el proceso de reproducción de la vida humana. Es en esta dialéctica donde se concentra de manera específica toda la conflictividad de un planteamiento puramente histórico materialista de la cultura y lo que lleva, si hemos entendido bien, a su inevitable alegorización. 

            Si lo concreto es lo que más arriba dijimos, entonces sería posible decodificar partiendo de la forma-mercancía la totalidad del espíritu o ideología de la época de la modernidad capitalista. Sería en la mercancía donde se encuentra el doble material de la concreción, tanto en su forma de objeto fetichizado como de falsa conciencia. En ese sentido, toda producción ideológica, como manifestación de la “supraestructura” (para usar un término que ahora ha pasado de moda), todo discurso o despliegue de un saber, se puede identificar históricamente con respecto a la forma específica que revista, en ese momento, el modo de producción. Sin más, el discurso sobre la naturaleza, y la naturaleza misma en y por sí misma, sería una manifestación subsumida al dominio de la historia y el modo de producción, en este caso, el capitalista. Así, Lukács puede afirmar lo siguiente:

 

La naturaleza es una categoría social, es decir lo que en un determinado estadio del desarrollo social vale como naturaleza, el modo en que ocurre la relación entre esta naturaleza y el hombre y la forma entre éste y aquélla y, por lo tanto, lo que la naturaleza tiene que significar en lo que respecta su forma y contenido, su alcance y su objetividad, está siempre socialmente condicionado.[6]

 

Es cierto que lo que entendamos en una época por algún universal estará mediado, y por ello determinado, socialmente. Sin embargo, si el universal “Naturaleza” es una categoría histórica, atendiendo a la dialéctica, el universal “Historia” también es una categoría natural. En ese sentido la naturaleza encuentra su mediación en la historia, así como ésta la encuentra en la naturaleza. Marx da dos puntualizaciones al respecto: 1) se tiene que evitar la identificación de ambos procesos, como intentó hacer Hegel; y 2) dar autonomía a una por sobre la otra, o en otras palabras, apelar a una unidad diferenciada que conjugue una falsa dialéctica. Ese sería el caso de los economistas ingleses, escribe Marx, que intentan demostrar “la eternidad y la armonía de las condiciones sociales existentes”[7] como si fueran leyes naturales dadas e inmutables; por el otro lado, como hace Lukács, dar el peso a la historia por sobre la naturaleza acaece en un relativismo historicista que niega, reprime y somete todo vínculo humano con la naturaleza. Un tratamiento naturalista del modo de producción como el que hace Marx en algunos pasajes de su obra sirve de ejemplo, mismo tratamiento que hace Bolívar Echeverría en la primera parte de su Definición de Cultura. La estrategia es, de nuevo, la de la descripción de las categorías que encontrarían, una vez elaboradas pormenorizadamente, sustento en la realidad. O como escribe Marx: “la producción en general, es una abstracción, pero una abstracción que tiene un sentido, en tanto pone realmente de relieve lo común, lo fija”[8]. Y en otra parte: “La producción de valores de uso y objetos útiles no cambia de carácter, de un modo general, por el hecho de que se efectúe para el capitalista y bajo su control. Por eso, debemos comenzar analizando el proceso de trabajo, sin fijarnos en la forma social concreta que revista.”[9].

            En este paso general y abstracto encuentra la historia del modo de producción de la vida humana su figura natural y necesaria. Se trata de un proceso de transformación de la materia que real-iza una idea y un fin determinados con antelación en el sujeto humano, su concreción en objeto útil, práctico y satisfactor de necesidades, se presenta a su vez, como una proyección del sujeto, una enajenación de lo humano específicamente distinto de los otros seres vivos, el objeto útil sería “la expresión material sensible de la vida humana enajenada. Su movimiento –la producción y el consumo– es la revelación sensible del movimiento de toda producción anterior, es decir, la realización o realidad del hombre”[10]. La producción en el sistema de capacidades/necesidades está siempre destinada, en “esencia”, para un sujeto social, encontrando, precisamente, la superación positiva de toda apropiación privada por parte de un sujeto atómico sobre el sujeto social, es decir, la superación y autorrealización del sujeto atómico se encuentra en el ámbito de lo social y político, en la figura determinada de su socialidad y politicidad. La Naturaleza sería lo existente con antelación del ser humano, así como el correlato incesante con el cual el sujeto social tiene siempre la necesidad de vincularse para poder autoproducirse, naturaleza que nunca podrá suprimirse del todo. Incluso ahí donde la dominación de los sujetos humanos por otros sujetos humanos como medio o instrumento para dominar la naturaleza, incluso en la sociedad sin clases soñada por Marx, la dependencia del sujeto social para con aquella, como estructura básica o condición de posibilidad de toda autoproducción de la vida humana, es insuperable. En ese sentido, “el intercambio orgánico entre el hombre y la naturaleza es por lo tanto para Marx independiente de toda forma histórica, porque se remonta a las relaciones histórico-naturales presociales”[11]. Habría, por último, una no-identidad entre naturaleza y humanidad siempre latente, independiente del modo que revista en la historia.

Lo concreto se presenta en una cuádruple figura: como síntesis categorial de diversas representaciones de universales ya mediados, como materialización del trabajo humano en objetos útiles, como materialización de relaciones sociales y como mediación natural/histórica de todo acontecer humano.

           

III. La estrategia alegórica

 

Creo que lo anterior sirve, en parte, como respuesta a la siguiente pregunta de Bolívar Echeverría: “¿Cómo debe entenderse la idea de una ‘naturalidad’ en la concreción innumerable del código humano?”[12]. El código humano sería la forma específica, como el sistema de semiosis/producción, en que la concreción de lo humano toma forma históricamente. La mediación naturaleza/historia, en última instancia, es el fundamento, y debido a él, sirve como herramienta, o estrategia para el análisis crítico de la realidad, una dialéctica que historice ahí donde los fenómenos se presenten como naturaleza (el dinero, la lucha de clases, la ideología, el sistema de producción, etc.), así como naturalizar los fenómenos que se presenten como simple mutabilidad histórica (la moda, el lenguaje, los monumentos, la historia misma según la entendió Nietzsche como monumental o anticuaria, o crítica, etc). El análisis de la cultura por Echeverría se acoplaría al segundo momento crítico. El abordaje teórico que naturaliza lo “innumerable del código humano” permite esclarecer sin apelar a la metafísica lo que puede entenderse por cultura. La observación detallada, microscópica, del acontecer variable de los códigos y subcódigos determinados históricamente, lleva a pensar en ciertos “indicios” naturales o “ruinas” de un pasado común a toda manifestación humana, un fenómeno originario, en la jerga de Benjamin, necesario y por ello no arbitrario, de nuevo, natural. Lo que aquí entiendo por estrategia alegórica es aquel abordaje crítico que da cuenta de dichos fenómenos originarios en todo acontecer humano históricamente determinado (concreto) como figuras o fenómenos naturales.

 

IV. La alegoría

 

La alegoría barroca estudiada por Benjamin, y desde el modo en que él la lee, se presenta como figura expresiva privilegiada que muestra la dialéctica naturaleza/historia.

            Para Benjamin la alegoría barroca expresa como fósil o naturaleza muerta la historia del sufrimiento de los humanos en el mundo. Por supuesto que el núcleo de toda alegoría barroca se encuentra en la intensión, expresada negativamente, de alcanzar la redención del espíritu, del alma, en el reino de los cielos, como dicta la religión revelada del Judeocristianismo. La calavera, fuera de toda estética bella, de toda expresión, significa sólo aquello que puede significar: muerte, contingencia, mutabilidad. En otras palabras, la muerte significa la radicalidad de toda experiencia humana en la naturaleza, expresa la naturaleza última de lo humano, o para citar a Benjamin, “la muerte es la que excava más profundamente la dentada línea de demarcación entre la phýsis y el significado”[13]. Significado de la melancolía por el paraíso perdido, por la imborrable marca de la caída del reino de los cielos a lo mundano. Esta calavera expresa la historia biológica del ser humano como acaecer profano que significa, a su vez, la marca del pecado original y el deseo de redención. En ese sentido, la naturaleza expresada en la alegoría muestra la historia a través del montaje deliberado de las ruinas y despojos de una materialidad marchita, la historia natural en función de una realidad a-histórica, divina e intemporal, se vuelca pura representación o escenificación de la “decadencia incontenible”[14] de cualquier tipo de vida profana, en palabras de Benjamin, “con la decadencia, y única y exclusivamente a través de ella, el acontecer histórico se contrae y entre en escena”[15]. La alegoría barroca como síntesis ilusoria, escenificada, de la dialéctica naturaleza/historia intenta durar y ser eterna en su significación más elevada aunque en su expresión mute y varié debido a la propia sustancia con la que trabaja: lo concreto que nunca vela[16], y es en ese sentido, que las “alegorías envejecen, pues lo chocante forma parte de su esencia”[17].

            La alegoría barroca, ejemplifica y escenifica la dialéctica primordial entre naturaleza e historia. Expresa la naturaleza como imagen de la historia decadente a través del emblema primordial de la calavera. Es posible, como lo hizo Benjamin con su estudio sobre París en el siglo XIX, leer la figura de la mercancía (pero también edificios, estatuas, pasajes comerciales, discursos, modas, vestimentas, muebles, hechos históricos, etc.), propia de la Modernidad capitalista, no ya como “Segunda Naturaleza” en los términos de Lukács, sino como alegoría que también escenifique dicha dialéctica. La alegoría moderna, en específico del París decimonónico, invierte los términos de la alegoría barroca: no se trata más de expresar la naturaleza muerta de la historia en función de lo divino perdido, sino de expresar a través de la mercancía capitalista la naturaleza viva, mágica y carente de historia. Así la estrategia alegórica, dialéctica y crítica, consiste en revertir los postulados expresados en ambas: “si la naturaleza vaciada (el fósil) es el emblema de la «historia petrificada», la naturaleza también tiene una historia, de modo que la transitoriedad histórica (la ruina) es el emblema de la naturaleza en decadencia”[18]. Esta “naturaleza en decadencia” es, sin más, el despojo o la ruina de la tradición. Es esa pérdida de la experiencia que preocupó a Benjamin en sus escritos de juventud, así como la historia naturalizada de la barbarie. Y es, por último, el punto del que parte la Cultura como expresión concreta y mediatizada por la dialéctica entre naturaleza e historia en la definición de la misma dada por Bolívar Echeverría.

 

V. La huella. La historia

 

Las ruinas producto de la mutabilidad arbitraria de la historia, las mercancías pasadas de moda por ejemplo, puestas en el presente como pre-historia dan los rasgos, la fisonómica natural de aquella sociedad en la cual acontecieron. Es Marx el que descubre este carácter en sus análisis de la economía burguesa del siglo XIX. En dos pasajes específicos aborda la cuestión, uno a nivel teórico y otro a nivel práctico o cotidiano. Para el segundo escribe lo siguiente:

 

En realidad, cuando los instrumentos de producción acusan en el proceso de trabajo su carácter de productos de un trabajo anterior es cuando presentan un defecto. Cuando el cuchillo no corta o la hebra se rompe a cada paso es cuando los que manejan estos materiales se acuerdan del que los fabricó. En el producto bien elaborado se borran las huellas del trabajo anterior al que se debe sus cualidades útiles.[19]

 

La cita se puede ampliar a todos los dominios de la mercancía capitalista. Habría una puesta en conciencia inmediata del carácter social de todos los objetos humanos cuando el consumidor y el trabajador encuentran que su objeto útil, que su mercancía, falla; cuando encuentra en ella la huella del trabajo materializado que tienen en sus manos. La estrategia alegórica como herramienta crítica tendría que desarticular la materia dada, supuestamente natural, de la realidad; tendría que hacer visibles las huellas, hacerlas evidentes desempolvándolas.

            Para la primera cuestión, Marx escribe lo siguiente:

 

La sociedad burguesa es la más compleja y desarrollada organización histórica de la producción. Las categorías que expresan sus condiciones y la comprensión de su organización permiten al mismo tiempo comprender la organización y las relaciones de producción de todas las formas de sociedad pasadas, sobre cuyas ruinas y elementos fue ella edificada y cuyos vestigios, aún no superados, continúa arrastrando, a la vez que meros indicios previos han desarrollado en ella su significación plena[20]

 

Esta “significación plena”, según Marx, debe ser entendida con humor. En efecto, si consideramos que el presente es la forma más elaborada y compleja en la historia de la humanidad, si pensamos que el presente es “el mejor de los mundos posibles”, si pensamos el presente como el resultado necesario e inmutable del devenir histórico hacía nuestra propia época, sólo estaremos naturalizando la historia como desenvolvimiento racional del espíritu. En este punto es quizá donde la crítica de Benjamin encuentre su punto más álgido con respecto a los materialistas históricos de su época: el materialismo histórico no puede estar fundado en dicho historicismo más metafísico que materialista, que en otras palabras, significa, como creía Lukács e incluso Marx, que las contradicciones históricas y la lucha de clases desembocarían, inevitablemente, en la disolución del capitalismo. Así, la historización hyper-rápida de todo acontecer humano disuelve por entero lo que podríamos denominar un núcleo de verdad dado en él mismo, así todo es reducido a la lucha de clases, que en opinión de Benjamin, resulta tosco[21] y poco preciso. Dicha historización supuestamente revolucionaria, resulta, en última instancia, para los vencedores y por ello opresores, mera herramienta contrarrevolucionaria. La historia vulgarizada encuentra su natural faz mortecina en el rostro del  poder. Para Benjamin las imágenes del pasado siempre corren el peligro de desaparecer. Peligro inminente si el materialista histórico no se reconoce aludido en ellas. “El peligro amenaza tanto a la permanencia de la tradición como a los receptores de la misma”[22]. El núcleo de verdad en toda imagen del presente que se encuentre aludida por las imágenes del pasado sería la recuperación de la tradición, en fin, de la promesa mesiánica de felicidad para la especie humana, un núcleo de verdad que preserve de forma latente las conquistas espirituales (formas originarias de emancipación, la libertad, el lenguaje, el arte, la religión, la fiesta, lo político, la identidad, lo social, lo colectivo, etc.) que remontan su eficacia “en la lejanía del tiempo”[23]. El materialista histórico educado en Benjamin sabrá abordar y distinguir en la imagen alegórica del presente el núcleo de verdad en su doble figura, como tradición y promesa mesiánica de felicidad, y como documento, imagen, ruina o huella de barbarie y dominación sobre los vencidos. Tanto mayor sea la intención del materialista histórico de alcanzar dicha promesa redentora tanto más se vuelve la imagen del presente alegórica. Ella pierde toda intención meramente discursiva que narre simplemente los “hechos” para volverse alegoría política.

 

VI. La cultura

 

Es en el anterior  cruce donde la Definición de Cultura de Bolívar Echeverría alcanza toda la dimensión de su esfuerzo por definir a la misma, así como su significación como acción política emancipatoria.

La cultura es definida por Echeverría como “el momento autocrítico de la reproducción que un grupo humano determinado, en una circunstancia histórica determinada, hace de su singularidad concreta; es el momento dialéctico del cultivo de su identidad”[24].    

            El texto de Echeverría hace la historia natural de aquello que siempre está presente en la innumerable diversidad de la concreción de lo humano como figura natural que disuelve la supuesta arbitrariedad histórica. Así la identidad no es substancia metafísica que caracterice a un pueblo cualquiera. Ella es entendida como el acontecer transitorio de una coherencia interna, por parte del sujeto social, meramente formal, difusa y “evanescente” que encuentra su concreción en la confrontación y competencia con otra identidad igualmente evanescente. La trans-formación provoca otra identidad nunca subtancializada o inmutable, provoca una “coherencia que se afirma mientras dura el juego dialéctico de la consolidación y el cuestionamiento, de la cristalización y la disolución de sí misma”[25]. Esta formación identitaria, conciente, infiere el postulado hipotético de un momento previo donde el “intercambio orgánico” de los hombres con la naturaleza se establecía de manera inmediata, el momento, como inversión del mito del Edén, en que lo humano se identifica con el código general de la naturaleza. La caída de lo humano de aquel paraíso de la inmediatez es lo que Echeverría llama “el salto cualitativo” que instaura identidad en tanto que pone en crisis y transforma el código dado en la naturaleza por uno propio y conciente: versión subcodificadora que media con la naturaleza. La concreción de la identidad acontece como figura que repite dicho salto cualitativo, “transnaturalizada”, a través de diversas subcodificaciones determinadas históricamente. Lo humano transnaturalizado, mediado, establece una relación con aquella sustancia de la cual proviene lo natural, aquello que no puede olvidar ni superar; el cuerpo, ya sea particular o colectivo, como consecuencia a la subcodificación que llevó a cabo, reprime lo natural, que en la jerga psicoanalítica, deviene trauma: trauma del salto cualitativo represor de las pulsiones de vida y muerte naturales deviniendo compulsión de repetición de dicho trauma, se trata, en el fondo, de “un conflicto arcaico y a la vez siempre actual entre ella misma [la historia] y lo que en ella hay de substrato natural re-formado y de-formado por su trans-formación”[26]. La repetición del trauma tendría tres consecuencias para el sujeto social: o goza su síntoma, o se cura de él alcanzando y consumiendo su objeto del deseo[27], o sublima su trauma en una forma, valga la redundancia, culturalmente positiva. La forma sublimada del trauma, o supuestamente superada, es la “reproducción política del sujeto social[28]. Una politicidad normalizada, generalizada, que finge sintetizar la dialéctica necesaria entre naturaleza e historia o que finge curar el trauma de la transnaturalización, establece una identidad ilusoria y pretendidamente natural, como si ella fuera dada. La cultura, como política, se encarga, conciente o inconcientemente, de desestabilizar dicho código y dicha figura de identidad mostrándola a ella insuficiente o ineficiente para poder ejercer un verdadero salto cualitativo, radicalmente otro o diferente, autónomo, no traumático de la condición humana. La cultura se vuelve autocrítica en tanto que ella irrumpe como figura que arriesga su “segunda naturaleza” o identidad monolítica. Repetir el trauma funda y actualiza la identidad del sujeto social; la tradición, por su parte, se politiza en el sentido que ella no es más el cúmulo de representaciones conservadoras de “segundas naturalezas”, sino las imágenes del pasado que muestran, en su fugacidad, momentos de autocrítica, momentos fundacionales de identidad, subcodificaciones que replantean siempre su relación con el referente. La cultura, por último, como autocrítica de la identidad se presenta siempre, en su núcleo fundamental, natural, como el mestizaje incesante de identidades sociales.   

 

VII. La conclusión

 

La estrategia alegórica, en el marco de la filosofía de la cultura de Bolívar Echeverría, sirve para poder abordar fenómenos históricos que no pueden ser explicados o reflexionados simplemente a la luz de una puesta en escena de la lucha de clases o de la enumeración o narración de los hechos históricos que pretendan ser causa eficiente de dicho fenómeno histórico, ya sea en su forma monumental o anticuaria. La dimensión cultural acompañaría a todo momento, figura o imagen histórica  presente, en tanto ella muestra y tematiza el núcleo traumático de la relación entre el hombre y la naturaleza; aquella, abordada como alegoría, lee en la imágenes para desarticularlas tanto como historia natural o naturaleza histórica, en ese sentido, cualquier propuesta política, social, artística, etcétera, que se entienda así misma fuera del juego dialéctico que pone en riesgo su propia identidad, que se presente así misma como síntesis acabada de la dialéctica esencial entre naturaleza e historia, se presentará, en el fondo, como mera ilusión.  Las ilusiones de la modernidad como título, pero quizá también como sentencia, no quiere significar otra cosa más que la compleja y contradictoria puesta en escena contemporánea que no termina por arriesgar su identidad: la modernidad petrificada, simulacro de “segunda naturaleza” hace del capitalismo su modo más acabado; la modernidad como proyecto universalista emancipatorio a través de la razón y la libertad inherentes a todo sujeto social hace del capitalismo su antítesis a superar y suprimir. En el juego de alegorizar políticamente las imágenes del presente, para la autocrítica de la identidad, una muerte, inevitablemente, acontece, no ya la calavera como en la alegoría barroca, sino la muerte de nuestra identidad que nunca fuimos y que nunca, tal vez, tendremos.


[1] Walter Benjamin, “El Origen del Trauerspiel alemán” en Obras Completas p.233

[2] Karl Marx, Contribución a la Crítica de la Economía Política, p.301.

[3] K. Marx, El Capital, p.37.

[4] Ibid., p.38. Las cursivas son nuestras.

[5] Citado por Bolívar Echeverría, “Lukács y la Revolución como Salvación” en Las Ilusiones de la Modernidad, p.101.

[6] Citado por Alfred Schmidt, El concepto de naturaleza en Marx, p.78.

[7] Op. Cit., Contribución…, p.284.

[8] Ibidem

[9] Op. Cit., El Capital, p.130.

[10] Karl Marx, “Manuscritos Económico-filosóficos de 1844” en Escritos de juventud, p. 618.

[11] Alfred Schmidt, El concepto de naturaleza en Marx, p.159.

[12] Op. Cit., Definición de Cultura, p.147

[13] Op. Cit., El origen del Trauerspiel alemán, en Obras Completas, p.382.

[14] Ibid., p.396

[15] Ibid., p.398.

[16] Ibid., p.399.

[17] Ibid., p.402.

[18] Susan Buch-Morss, Dialéctica de la Mirada, p.183

[19] Op. cit., El Capital, p.135.

[20] Op. cit., Contribución…, p.308.

[21] Walter Benjamin, Tesis sobre la Historia y otros textos, tesis IV, p.19.

[22] Ibid., tesis V, p.20.

[23] Ibid., tesis IV, p.19.

[24] Op. Cit., Definición de Cultura, p.187.

[25] Ibid., p.170

[26] Ibid., p.172.

[27] Para Lacan resulta imposible este alcance del objeto de deseo al estar el lenguaje mediando y subcodificando innumerables veces al mismo, volviéndolo inalcanzable, inefable. Quizá por esta vía se explique la obscura y quizá sintomática frase de Echeverría con respecto al planteamiento del “salto cualitativo”, la de “no conceder callando” (Bolívar Echeverría, Definición de Cultura, p.172). 

[28] Op. Cit., Definición de Cultura, p.175. La cursiva es mía.

Los «Caracteres» de Teofrasto: una lectura marginal

 

El humor es este arte de la superficie, contra la vieja ironía, arte de las profundidades o de las alturas. Los sofistas y los cínicos ya habían hecho del humor un arma filosófica contra la ironía socrática, pero con los estoicos el humor encuentra su Dialéctica, su principio dialéctico y su lugar natural, su puro concepto filosófico.

 

Gilles Deleuze, Lógica del Sentido

 

                                                                                 

I.

 

Con la muerte de Aristóteles alrededor del 322 a. C., en términos de historia espiritual, podemos marcar el fin de la época clásica de Grecia. Pocos años antes de su muerte, él mismo escribió que «casi todo se ha descubierto ya». El modo en que el estagirita organizó las disciplinas muestra la forma en que el saber será distribuido durante los próximos siglos, en otras palabras, la estructura general del saber estaba ya descubierta (la lógica y la metafísica) y por consiguiente, lo restante era refinar dicha estructura llenando los huecos faltantes. Bajo el peso de dicha tradición y empresa, Teofrasto asume la dirección del Liceo que fundara su amigo y maestro Aristóteles.

La vida de Teofrasto y su legado están marcados por la presencia de su antecesor. Así, los pocos datos que tenemos de su vida nos han sido transmitidos gracias a Diógenes Laercio, mismas que han podido ser ampliadas gracias a investigaciones modernas.

Tírtamo era el nombre real de Teofrasto. Nació en Éreso, ciudad ubicada al occidente de la isla de Lesbos, en torno al año 372 o 370. Hijo de Melantas de oficio cardador, supone cierta solvencia económica que le permitió estudiar primeramente con un maestro local llamado Leucipo, para posteriormente trasladarse a Atenas para ingresar a la Academia de Platón. Biógrafos y comentaristas discuten el hecho de que Teofrasto haya sido alumno directo de Platón y que haya estudiado en dicha Academia. Sea como fuere, es muy probable que Teofrasto haya trabado amistad con Aristóteles en Mitilene, ciudad de Lesbos, en la cual éste se estableció junto con su grupo después de su partida de Asos, de donde partieron hacia Macedonia, Estagiria y Delfos, hasta la fundación del Liceo en Atenas alrededor del año 335 donde todo el grupo se asentó de manera definitiva. Al igual que Aristóteles, Teofrasto también mantuvo relación con los poderes promacedónicos de su época. Sólo hasta la muerte de Alejandro en 323, la convivencia en el Liceo se ve sismada. Aristóteles fue condenado por impiedad como castigo a su claro apoyo al Imperio, con lo cual parte hacia Calsis para evitarle a los atenienses otro pecado en contra de la filosofía, donde morirá poco tiempo después. Teofrasto ocupa el cargo del Liceo y la tutoría del hijo de Aristóteles como lo dictaba el testamento de éste último, además de recibir su biblioteca. El mismo cargo de impiedad es hecho a Teofrasto entre 319 y el 315. Probablemente ayudado por sus influyentes amistades entre las que se encontraba Demetrio de Falero, gobernador de Atenas del 317 al 307, y Ptolomeo, el proceso en su contra fracasó. A excepción de dicho proceso, y de un decreto en 307 en contra de las escuelas filosóficas, su actividad docente y académica al frente del Liceo fue ininterrumpida e intensa. Las páginas que Diógenes Laercio le dedica a su figura reportan una ingente cantidad de tratados y estudios, de los cuales muy pocos han llegado hasta nuestros días, entre los que destacan dos amplios estudios sobre botánica, uno de metafísica y los Caracteres que ahora nos ocupan. Fue una figura respetada y querida del pueblo ateniense. Su filosofía muestra un aprecio mayor a la sensibilidad y la empiria, aunque, por supuesto, no puede ser valorada en su totalidad debido a lo fragmentario de lo que se conserva de la misma. Sin embargo, no se le puede juzgar de un simple continuador de las teorías aristotélicas, sobre todo en lo que respecta a la metafísica y en específico a la teleología del motor inmóvil. Teofrasto muere en el 287 a los 85 años según Diógenes.

 

II.

 

Resulta difícil decir cuál fue la importancia que Teofrasto y sus alumnos le dieron a los Caracteres. La finalidad y destino de dicha obra ha sido ampliamente discutida por comentaristas y académicos. Se ha apuntado que tratase de ejemplificaciones que mostraran las investigaciones y trabajos sobre retórica del mismo autor, en el sentido de que través de ellos se enseñasen sus lecciones teóricas. Otros han señalado que pudieran ser, si bien igual ejemplificaciones o ilustraciones, sólo que de un tratado de moral teórica. Una última vertiente es aquella que dice que pudieran ser los ejemplos del perdido tratado sobre la comedia que nos hace saber Diógenes Laercio. Esto último en relación a una supuesta segunda parte de la Poética de Aristóteles que versaba sobre la comedia. Podemos imaginar que así como Teofrasto aportó y discutió las más importantes teorías de su maestro (la metafísica y la lógica), es muy probable que también lo haya hecho con lo que respecta a retórica y a la poética, sólo que de estas dos últimas lo único que nos ha sido legado son los Caracteres. La datación del escrito oscila entre 319 y el último decenio del siglo. Señalaría, si estas fechas fueran ciertas, que Teofrasto se encuentra en la plenitud y madures de su pensamiento filosófico, así como una ya lejana influencia directa de su maestro.

Nuestra lectura en términos esquemáticos será la siguiente: los Caracteres de Teofrasto son el conjunto, definición y descripción humorística de treinta diferentes modos de ser de los individuos libres de Atenas con vistas a ejemplificar los vicios y defectos (excesos) de una vida no ética, esto es, no prudente en sentido aristotélico.

 

III.

 

En lo que mayoritariamente concuerdan los comentaristas acerca de los Caracteres es que ellos son ejemplos. Pero ¿de qué son ejemplos? y más difícil aún, ¿qué es un ejemplo? Sin entrar en minucias filosóficas, para lo que nos sentimos incompetentes, podemos decir, en primer término, que el ejemplo es uno de los ejes fundamentales de la retórica, la ética y la dialéctica aristotélica.

La inducción es en términos dialécticos lo que el ejemplo es en la retórica. Aclaremos. Aristóteles esquematiza para la dialéctica en Analíticos Primeros el razonamiento a través de la ejemplificación: «Hay ejemplo cuando se demuestra que el extremo superior se da en el medio a través de lo semejante al tercer término. Pero es preciso que sea conocido que el medio se da en el tercero y el primero en lo semejante». El razonamiento dialéctico quiere demostrar a través de proposiciones plausibles (tres términos por lo menos) dadas, establecidas, «algo distinto de lo establecido». El uso del ejemplo funciona para dicha demostración plausible como término externo y semejante a alguna de las proposiciones establecidas. Por ejemplo, se quiere demostrar que «la guerra contra los tebanos es un mal». Se tiene como proposiciones «el mal» (término superior), «emprender la guerra contra los vecinos» (término medio) y «los atenienses contra los tebanos» (tercer término). El ejemplo sería aquel que mostrara o dijera de manera plausible y semejante que un pueblo, al guerrear contra otro extranjero, le fue inconveniente (mala) dicha acción. Dado que la acción de ese pueblo, en principio, fue guerrear contra un pueblo extranjero y de ahí la inconveniencia, se demuestra que hay mal en guerrear con extranjeros. El ejemplo sería, al final, «la guerra de los tebanos contra los focios». Este ejemplo puede ser uno entre tantos, por ello que la efectividad dialéctica y retórica del ejemplo radique en la cantidad de ejemplos semejantes que demos. Lo más interesante en lo que entiende Aristóteles por ejemplo, a nuestro modo de ver, está en la segunda parte de su definición, esto es, en aquello que es necesario saber con antelación para comprender un ejemplo. Ya en los Tópicos ha escrito que lo plausible son las cosas «que parecen bien a todos, o la mayoría, o a los sabios, y, entre estos últimos, a todos, o a la mayoría, o a los más conocidos y reputados». Del mismo modo que en las cosas plausibles, cuando apelamos a un ejemplo es necesario que nuestras proposiciones estén instaladas en cierto dominio común de referencias, sea político, social, de valores, que sean,  aceptados por la mayoría. Así, el ejemplo sólo funciona si sabemos con anticipación que la guerra de los tebanos contra los focios fue mala y que los tebanos son extranjeros. Sin esos básicos conocimientos (y de igual modo con cualquier ejemplo) el ejemplo no es plausible y por ello no es persuasivo. En la Retórica, de igual modo que en los Analíticos Primeros, se aclara que la relación del ejemplo no es la del todo con la parte o la de la parte con el todo, ni tampoco la del todo con el todo, sino la de la parte con la parte, lo semejante con lo semejante. Por último, podríamos nosotros definir al ejemplo: es la proposición semejante al tercer término, de una serie de proposiciones, que demuestra valiéndose de un conocimiento previo y común un razonamiento dialéctico.

La retórica y la dialéctica se conectan en el sentido de que ambas investigan cómo sostener una razón, y también defenderse y cómo acusar sobre cosas plausibles Se diferencian en sus fines: la retórica busca como fin la persuasión de los oyentes por parte del orador, mientras que la dialéctica busca la simple demostración encaminada hacia la ciencia de los primeros principios; en otras palabras, la retórica trata de cosas que puede ser de diversos modos (no necesarios) y la dialéctica abre el camino hacia los principios de las cosas que no pueden ser de diversos modos (principios necesarios).

El orador parece basar por entero su práctica en el uso de entimemas (lo que en la dialéctica son los silogismo) y de ejemplos. Así, podemos dar unas notas generales de la práctica del orador: «el orador saca sus argumentos del acervo de lugares comunes, que empelamos cuando ponderamos el pro y el contra. Y tiene que conformase con lo probable, pues sin duda no se argumenta sobre algo que efectivamente es verdadero». Lo verosímil o probable es la formula aristotélica por excelencia, ella vincula de forma exacta la dialéctica con la retórica, trata sobre lo que es aceptado por costumbre y tradición,  lo que «sucede ordinariamente». Es así que dentro de la retórica ya no se trata de hacer un escisión tajante entre doxa y episteme, al modo que lo hizo Platón, sino más bien, que «la filosofía puede proponerse elaborar una teoría de lo verosímil que proteja a la retórica frente a sus propios abusos, disociándola de la sofística y de la erística».  Así, probable y verosímil (que es la materia con la cual se llega a persuadir) en el discurso retórico se entienden dentro del marco de la polis; este marco entiende  que todo aquello que se delibera tenga, por así decirlo, una repercusión directa para los ciudadanos y es por ello que la materia del discurso retórico será «a partir de lo que ya es costumbre que se delibere». La relevancia política y ética del orador se entiende cuando sabemos a qué tipo de personas se dirige el discurso: una masa de ciudadanos, «oyentes tales que no pueden a través de muchas cosas tener visión de conjunto ni discutir a  distancia». El oyente, entendido como masa que escucha, es caracterizado por Aristóteles como imposibilitado para tener una visión panorámica y de cierto análisis que le permita deliberar correctamente, la función, en todo caso del político o del orador, será la de dirigir, con base en su discurso, juicio y experiencia, a esa masa que escucha para que ellos mismo puedan deliberar correctamente. Es por ello que se debe entender, ante todo, que el orador o el político no puede ser un hombre cualquiera, tiene que ser aquel hombre virtuoso que sabe distinguir el justo medio; en pocas palabras, se trata del phrónimos que se sirve del arte retórico para convencer; la retórica, vista en desde este aspecto, se circunscribe a la política. ¿Y qué es el phrónimos o la phrónesis? Brevemente, para terminar este comentario, trataremos de explicarlo.

A nuestro modo de ver el phrónimos u hombre prudente es aquel que sigue el ejemplo de otros hombres prudentes: «en cuanto a la prudencia, podemos llegar a comprender su naturaleza, considerando a qué hombres llamamos prudentes». Odiseo y Néstor son considerados generalmente prudentes gracias a su experiencia y su buen juicio; el vidente Tiresias debido a su respeto por los dioses y al modo en que lleva a cabo los ritos necesarios. Significa, pues, que por medio de caracterizaciones generales de hombres prudentes podremos saber qué es ella.

Del mismo modo, el hombre prudente delibera rectamente acerca de lo que es bueno y conveniente para sí mismo; esto quiere decir que la deliberación recta, que se ciñe al concepto de recta razón, elige de forma adecuada lo que beneficie o perjudique de forma directa al hombre, a este hombre que piensa su beneficio en términos generales y no parciales, para ello se supone que él interiorice la problemática y razone sobre ella con vistas a un bien general. La phrónesis dado que pertenece a la parte racional del alma que opera sobre las cosas no necesarias o que pueden de diversos modos, es entendida como «un modo de ser racional, verdadero y práctico, respecto de lo que es bueno para el hombre». De esta manera, podemos decir con Aubenque  que existen «dos especies de disposición, práctica o poética: la disposición práctica concierne a la intención o la regla de elección; ésta tienen por norma el Bien absoluto o el bien humano.». Conceptos como deliberación y recta razón, saltan a la vista en la definición de la phrónesis, sin mencionar la primacía del «justo medio» en la deliberación de este hombre prudente; de manera que se dirá lo siguiente: el término medio en sentido formal, es la cosa que dista lo mismo de ambos extremos; en sentido antropológico, el que ni excede ni se queda corto, y éste no es ni uno ni el mismo para todos. Es así, que la mayoría de las cosas para Aristóteles, son susceptibles de exceso y defecto, como la risibilidad y la fealdad como expresiones de la comedia. El término medio, en sentido estricto, es la perfección de la cosa o de la acción, de igual modo, concuerda con la definición de belleza de la Poética. De este modo, la buena deliberación del hombre prudente tenderá al término medio más adecuado (ya que este no es unívoco y no es el mismo para todos los hombres) y esto es el  término medio según la situación; es así que podemos decir que el término medio no opera sobre la deliberación del prudente, sino que la deliberación opera sobre la multiplicidad de términos medios para elegir alguno de ellos con vistas a un fin absoluto que es la felicidad o a un fin bueno particular tanto para el individuo y luego, por extensión, para la comunidad.

Cómo ya se ha dicho, la prudencia se define en función del hombre prudente. Pericles, como lo dice Aristóteles, es el ejemplo del hombre prudente que se identifica con el político. La recta razón queda establecida según el propio juicio del phrónimos;  tenemos así, «a un hombre que a pesar de todos sus atenuantes, no es sólo el intérprete de la regla recta [recta razón], sino que es la regla misma, el portador viviente de la norma». Ello establece al phrónimos como hombre que marca y fundamenta todo valor, toda virtud. Para ser virtuosos y prudentes, debemos de tener nuestra visión en ese hombre virtuoso que ejemplifica la idea de prudencia. El nexo queda esclarecido: el hombre prudente es aquel que interpreta y es la norma. Si ya Aristóteles ha identificado al prudente con el hombre político, ahí donde «el verdadero político se esfuerza en ocuparse, sobre todo, de la virtud, pues quiere hacer a los ciudadanos buenos y sumisos a las leyes», la relación resulta más que obvia: es en la acción política donde se lleva a cabo la función virtuosa del prudente. Éste utiliza como herramienta la técnica retórica para hacer presente su virtud como modelo y ejemplo para la masa. El nuevo enfoque que hace Aristóteles con su distinción de ser y modos de ser acerca de manera inusitada e insólita a la política, la ética y la retórica, y seguramente, también a la poética.

 

IV.

 

Siguiendo todo lo anterior, si hemos dicho bien, se puede entender el modo en que sintetizamos el tema de los Caracteres de Teofrasto. Esta obra puede ser leída como la suma de ejemplos, todos ellos probables y recogidos empíricamente de la polis ateniense, de vicios y defectos con respecto al phrónimos aristotélico que identifica al orador con el político. Si fuera así, cada uno de los diferentes caracteres representaría una violenta crítica y burla a la sociedad ateniense, a la vez que mostraría la postura política, y por ello ética y filosófica, del grupo peripatético dirigido por Teofrasto. El genio de Teofrasto radicaría no en ocultar la filosofía aristotélica bajo el manto de  un discurso que le es ajeno al estilo del estagirita, sino más bien, en traer a la superficie las honduras del pensamiento aristotélico en clave humorística, quizá porque esta clave expresa las consecuencias de dicho pensamiento y la imposibilidad de llevarse a cabo en una Atenas cada vez más decadente. Doblemente crítico, con respecto a Atenas y a Aristóteles, Teofrasto homogeniza en sus Caracteres el estilo, la argumentación, la ejemplificación, la comedia, la retórica, la ética y la política. Si bien Teofrasto sigue mirando al phrónimos, lo mira desde la conciencia de su imposibilidad. En efecto, se trata de una mirada enviciada que termina por poner en crisis todos los valores de la polis o muestra los nuevos valores. Podríamos distinguir, por último, un estilo de la superficie y un estilo superficial. El primero es el de los Caracteres y apela a un atributo físico del estilo teofrasteo, es una superficie plana y continua (de ahí la invariabilidad de los Caracteres y la dificultad para encasillar la obra en un género bien delimitado), poco accidentada, que incorpora con mínimas distinciones, la cultura de la cual era posible apropiarse para un hombre libre; el estilo superficial es el que a través de la mofa y caricaturización apunta a principios más altos (la comedia nueva), sería el estilo de Menandro. En los Caracteres afluyen y se expresan de manera magistral las intenciones nunca concretadas de todo el pensamiento helénico anterior, similar a las intenciones del gamberro que «apostado en la barbería o en la tienda de perfumes, cuenta que tiene la intención de emborracharse», su risa tragicómica es el ejemplo perfecto de la actitud general del ateniense, incluidos filósofos y políticos: «Mientras los demás entonan plegarias y vierten libaciones, él arroja la copa y se echa a reír como si hubiese hecho algo extraordinario», lo cierto es que no ha hecho nada.

 

V.

 

La filóloga Elsa Ruiz García, en la introducción a su edición y traducción de los Caracteres, conjetura lo siguiente: «la estructura fija y el propio ropaje empleados [en los Caracteres] son también una caricatura de la jerga generada en la escuela peripatética». Conciente de la imposibilidad de demostrar dicha afirmación, más abajo escribe: «el carácter esotérico de estos escritos le conferiría unas connotaciones de imposible valoración en la actualidad». En este sentido, tendríamos que preguntarnos ¿cómo es posible que siendo los Caracteres tan sólo un mero divertimento para los iniciados en la filosofía peripatética, y por ello de menor importancia, haya llegado hasta nosotros en vez, por ejemplo, de la Metafísica completa de Teofrasto? Podríamos atribuir este hecho al azar. Sin embargo, si no fuese así, ¿qué encontró la tradición en dicho texto para reproducirlo hasta nuestra época? Creemos que en la medida que podamos responder esta última pregunta (y eso hemos intentado hacer), de igual modo conjeturando, podremos darle a los Caracteres un sentido, si bien no el original, sí uno actual que nos enseñe todo lo que pueda esconder cualquier producción literaria por muy inocente e ingenua que aparente ser. Con ello partimos precisamente del supuesto de que los Caracteres no son un texto esotérico sino exotérico, y dado este atributo, es como llego hasta nosotros. Nos distanciamos, de igual modo, de aquellas lecturas que nuestro modo de ver caen en la trampa de los Caracteres, lecturas que dicen «que el humor del retrato parecen excluir [de los Caracteres] un propósito ético serio» o «no tiene ninguna tendencia ética ni parenética, sino que ofrece una descripción puramente biológica de treinta tipos característicos marcados»; una trampa que consiste en hacer un lectura superficial e igualmente bufonesca a muchos de los caracteres ahí descritos y que desvincula la seriedad del humor. A nuestro parecer, el valor de los Caracteres radica en humor muy serio que despliega. Esta pequeña y modesta vinculación que apuntamos daría el carácter polémico que nos gusta leer en los Caracteres, y ese sería su valor, el hecho de hacernos ver en el humor lo serio, y a la inversa, en lo supuestamente serio el humor bufonesco. Nos parece esta lectura una actitud más sana que la de la risa desinteresada, y esta actitud ya nos la enseña Teofrasto.

 


Wilhelm Nestle, Historia del espíritu griego, p.208.

 

Ibid. p.209.

Para lo siguiente nos ceñimos a la glosa de interpretaciones que da Elsa Ruiz García en la introducción a su edición y traducción  de los Caracteres, pp. 16 y 17.

Cfr., Elsa Ruiz García, Introducción,  pp. 21-22.

Aristóteles, Analíticos Primeros, 68b 35-40.

Aristóteles, Tópicos, 100a  25.

Ibid., 100 b 20.

Aristóteles, Retórica, 1357b 25.

Crf., Aristóteles, Tópicos, 101b.

I. Düring, Aristóteles, p.209.

Aristóteles, Retórica, 1357a.

Paul Ricoeur, Metáfora viva, p.21.

Aristóteles, Retórica, 1257a

Ibidem.

Aristóteles, Ética Nicomaquea, 1140a.

Cfr. la tragedia de Eurípides Las Bacantes, donde Tiresias junto con Cadmo van celebrar los ritos dionisicos a diferencia de Penteo, rey de Tebas, que niega los ritos y que luego sucumbirá ante la tragedia de su muerte a manos de su propia madre.

Ética Nicomaquea, Op. cit, 1140a.

Ibid, 1140b.

P. Aubenque, Op. cit., p.45.

Ética Nicomaquea, Op. cit, 1106a.

Ibidem.

Aristóteles, Poética, 1449a, capítulo V.

Ibid, 1450b, capítulo VII.

P. Aubenque, Op. cit., p.51.

Aristóteles, Ética nicomáquea, 1102a.

Teofrasto, Caracteres, XI, 8-8b.

Ibid, 9-10

Elsa Ruiz García, Introducción,  p. 24

Ibidem

A. Lensky, Historia de la literatura griega, p.671.

W. Nestle, Op. cit, p.212.

Dos opiniones entorno a El nacimiento de la Tragedia de Nietzsche

El individuo se ha refugiado en su interior, desde fuera ya no se lo ve, aunque caben dudas de sí existen causas sin efectos. ¿O es que acaso se necesita una generación de eunucos para custodiar el gran harén universal de la historia?

Nietzsche, Segunda consideración intempestiva.

No dejará nada debajo de sí que tendría la estabilidad tranquilizante de la vida o de la naturaleza, no se dejará llevar por ninguna obstinación muda hacía un fin milenario. Cavará aquello sobre lo que se la quiere hacer descansar, y se encarnizará contra su pretendida continuidad. El saber no ha sido hecho para comprender, ha sido hecho para hacer tajos.

Michel Foucault, Nietzsche, la genealogía, la historia

1.

El doctor en filología Ulrich von Wilamowitz, principal detractor y crítico del libro de Nietzsche sobre la tragedia griega, escribe lo siguiente con respecto al método verdadero y científico que debe seguir toda investigación filológica: “la valoración estética sólo es posible si procede de las concepciones de la época, en la que se origina la obra de arte y del espíritu del pueblo que la ha producido”[1]. Como resulta evidente, la línea general que en efecto representa el doctor Wilamowitz de la academia filológica de su tiempo es de cuño hegeliano, lo que luego, en la jerga nietzscheana, será bautizado como “Historia monumental”, en contraposición con la Historia anticuaria y la historia crítica, ésta última como enlace o puente con el concepto de genealogía que más tarde desarrollará el propio Nietzsche. Volviendo a lo arriba antes citado, dicho método es contra el cual se opondrá Nietzsche toda su vida. En este sentido, lo apolíneo y lo dionisiaco se plantean como la subversión del hegelianismo mecánico, esto es del que establece una burda dialéctica de tesis-antítesis-síntesis, donde las síntesis representan la imagen estética y políticamente más acabada de un pueblo, así la poesía épica, la lírica, la filosofía y la tragedia con los antiguos griegos. El punto de Nietzsche es otro. Se trata de sacar a flote, conciente o inconcientemente, ebria o sobriamente, la voluntad, esa voluntad que Schopenhauer identificó con la cosa en sí kantiana como representación de la libertad. Son las potencias naturales que cruzan por completo cualquier subjetividad, naturalidades que no pueden ser normadas por ninguna sociedad en cualquier época histórica, menos por una subjetividad ilustrada que se precia de racional, libre y justa. Es Apolo el dios de la apariencia, el dios que revela la supuesta imposibilidad de acceder al reino de la voluntad y la angustia que esto produce, como el dios que asienta al yo en la tierra de las leyes humanas, un yo que prefiere el justo medio y la prudencia con miras a hacer más llevadera la existencia política con la esperanza de alcanzar la felicidad; Dionisio, por otra parte, a manera de antinomia, como el dios del júbilo, del estado narcótico de la voluntad expresada a través del arte, es el dios del olvido de sí; si bien Apolo enseña el conocimiento de sí, Dionisio enseña el olvido de sí.

Siguiendo lo anterior la postura de Nietzsche puede ser leída como una radicalización de Kant en el terreno de la estética, así como Schopenhauer lo es en el terreno de la ética. Kant en la Crítica del Juicio establece precisamente el vínculo entre las dos críticas anteriores. Lo que antes aparecía con un “abismo de por medio” entre la esfera del entendimiento (la naturaleza) y la esfera de la razón (la libertad) son conectados por medio del juicio reflexionante, un juicio que pone finalidades sin fin, que no reporta ningún conocimiento del fenómeno, que trabaja en el plano de la intuiciones puras y la imaginación, sin concepto, que sirve para juzgar particularidades como si fueran universalidades, en pocas palabras y generalizando, el juicio de lo bello y lo sublime en Kant opera a través del juicio reflexionante en el libre juego de las facultades que gozan en la representación sensible del símbolo de lo bueno, de la ley moral, y que, a su vez, juzga de nuevo, de bello o sublime, lo primero para las producciones humanas y lo segundo para las producciones de la naturaleza. Desde esta perspectiva no resultan extrañas las formulaciones de Nietzsche, qué mejor lugar aquel donde naturaleza y cultura se inscriben de manera sublime como lo es el cuerpo y la psique humanas, donde ambos terrenos tocan sus límites y se confunden para expresar de manera gozosa la libertad propia de los animales humanos. El proyecto nietzscheano que desarticula la moral heredada se puede entender en estos términos, la ley moral o el imperativo categórico, cruzado de cristianismo, tienen que ser desnaturalizado y para ello historizado por medio de una genealogía o una historia crítica; los deseos, las pasiones y el goce tienen que deshistorizarse para volverlos, como era en los ritos dionisiacos, naturales. Nietzsche, visto así, paradójicamente, es profundamente kantiano, en el sentido que se pregunta por su actualidad, por el ahora configurado en las fuerzas del pasado y los sueños del futuro. Cobra sentido el hecho de reavivar las fuerzas dionisiacas para la guerra contra los franceses. La historia, en última instancia, no es un desenvolvimiento objetivo del espíritu. La historia es la puesta en escena de lo apolíneo/ dionisiaco y de nuestra intervención en dicha dramaturgia resultará que ella devenga tragedia o comedia.

2.

Nietzsche se hace la siguiente pregunta: ¿qué fue aquello que eliminó lo dionisiaco y lo apolíneo de la tragedia o de cualquier otro tipo de arte? Fue un fenómeno completamente ajeno a la cultura griega, un fenómeno “enigmático, inclasificable e inexplicable” en palabras de Nietzsche, un fenómeno no puesto a la vista o a lo que se deja intuir a través de alguna representación, es, mejor dicho, no un fenómeno, no una representación sensible de la cosa en sí, es la fuerza lógica de la no-contradicción y el terso excluso actuando en la escena de la polis ateniense a través de los personajes Sócrates, Eurípides y Platón. Se trata de la logicización y geometrización del mundo que fundamenta la ciencia de occidente que produce al “hombre teórico” y burgués propio de la Ilustración y de la época de Nietzsche y quizá también de la nuestra. Ambos principios avasallan y someten a su operatividad discursiva e ideal toda otra expresión de un saber inmediato y fundamental inscrito inmanentemente en los humanos. Así, cuando en el Prometeo encadenado, la Fuerza ordena a Hefesto a encadenar con más fuerza a Prometeo dado que él “es astuto para hallar salida incluso cuando es imposible”[2], a lo que responde Hefesto que del modo en que lo ha sujetado “es imposible que se desate”, los principios lógicos del mundo preguntarían cómo es posible que haya un “imposible” más “imposible” que el otro o cómo es que Heracles sobrepasa estos dos poderes. La imposibilidad lógica, guiada, entre otros, por el principio de identidad, comenzará a poner en crisis los mitos y las tragedias, para dejarlos como meras fábulas moralizantes que ya no expresan lo dionisiaco simbólicamente, sino que alegorizan el “tiempo del ahora” (el jetzeit), esto es, el régimen político y de vida de la democracia ateniense. Antígona puede ser leída en este registro: ella denuncia la tiranía de Creonte al imponer una ley por encima de las leyes divinas. El hecho de pensar en “leyes divinas” ya implica una ingerencia del principio de no contradicción, incluso, el solo hecho de poder conceptualizar “la ley” en sí misma supone un acatamiento de suyo tiránico a los principios lógicos, no es posible contrariar una ley, necesaria, universal y verdadera, porque la identidad de la misma se pierde, pierde el ser, cosa imposible: el topos lógico se convierte en la instancia normativa que sustituye la inmanencia de lo dionisiaco y lo apolíneo. La puesta en escena de Las bacantes de Eurípides se muestra así como la ridiculización del principio dionisiaco de la tragedia y del mundo. Ágave al devorar a su propio hijo, Penteo, no hace sino sustituir una ley por otra; el reconocimiento posterior, cuando vuelve en sí, no es más que el reconocimiento y la tragedia de haber infringido dos tipos de leyes distintas, las humanas y las divinas. Del mismo modo, Sócrates es consecuente con su práctica, con su ética: prefiere acatar las leyes y no escapar de la cárcel pese a las insistencias de Critón. El poder y la justicia como instintos dionisiacos y apolíneos en el Prometeo encadenado de Esquilo son sustituidos, respectivamente, por la ley y el acatamiento, los hombres dejan de sentir y expresar para comenzar a buscar y comprender la verdad. La imagen de Sócrates versificando fábulas de Esopo en los últimos momentos de su vida es el recuerdo borroso de aquel pasado dionisiaco. En este sentido, Nietzsche no está en contra de la lógica, sino en el hecho de que a ella se le dé el estatuto de verdad y el único modo posible de vincularse con el mundo, al grado de que pueda configurar y fundamentar otros hechos humanos como, por ejemplo, la experiencia estética Queda, pues, aún la tarea de pensar una política, una estética y una ciencia apolíneo-dionisiaca, que son otros nombre de la filosofía.


[1]U. von Wilamowitz, “Filología del Futuro” en Nietzsche y la polémica sobre el nacimiento de la tragedia, edición de Luis de Santiago Cuervos, Ed. Agora, Malaga, 1994.

[2] Esquilo, “Prometeo Encadenado” en Tragedias, Gredos, Madrid, p. 275.

La caza y el suplicio

El jabalí es la presa, aunque no es su destino ser cazado. La caza del jabalí en manos de los hombres funciona sólo como intento, como intención malograda: el que comanda la búsqueda de la bestia, que es Adrastro o “el incapaz de sustraerse a su propio destino”, lacera de muerte al hijo del rey lidio, Creso, que también acompañaba en la caza. Al rey todo le había sido dicho a través de un sueño, a través de esas imágenes que pone el dios en los hombres mientras duermen. No hay azar y el destino embiste como el jabalí, herramienta y simulacro de Apolo, dios del Oráculo; ese jabalí que, en el cuerpo de Ágave, rodea a su presa con ayuda de sus bacantes. La sacerdotisa, madre del rey Penteo, no entiende, está fuera de sí mientras invoca a Dionisio, los “coros secretos del dios” tiemblan en el aire, la presa cae al suelo. En ese momento Penteo sabe que va a morir. Ágave le desgarra el hombro con la fuerza que el dios le confirió en las manos; Ino, Autónoe y el resto de las bacantes comienzan a descuartizarlo a medida de que el aliento de la presa aminora, “todas ellas se echaban unas a otras con las manos manchadas de sangre la carne de Penteo, como si jugasen con una pelota”. Sócrates, ya en la polis, teme ser cazado, “me sentí arder y estaba como fuera de mí, y pensé que Cidias sabía mucho en cosas de amor, cuando, refiriéndose a un joven hermoso, aconseja a otro que si un cervatillo llega frente a un león, ha de cuidar de no ser hecho pedazos”. El amor es la forma politizada de la caza y el suplicio, se trata del mismo amor que cruza toda empresa filosófica. ¿Qué cazamos y qué padecemos cuando intentamos pensar?

Sólo escribo esto a manera de saludo para anunciar mi ingreso al blog y para darles las gracias por la invitación. Espero poder aportar algo interesante.