Curiosidad mortal

“La muerte es sólo la suerte con una letra cambiada…”

Joaquín Sabina

Me despertó el sonido de unas llantas rodando suavemente sobre la grava y por instinto paré la oreja. A continuación escuché dos pitidos característicos, provenientes del claxon, que indicaban que los amos habían llegado a la casa. Me puse lentamente de pie y me desperecé con calma, abriendo también el hocico para soltar un bostezo. Entonces estuve listo para salir de mi escondite moviendo animosamente la cola y así bajar corriendo las escaleras para esperar a los amos en el rellano. Posé mi mirada en la puerta mientras los amos entraban y, sin darme cuenta, ladeé la cabeza cuando divisé las bolsas que traían colgando de las manos. Bajé el siguiente tramo de escaleras con precipitación y me dispuse a inspeccionar las bolsas para asegurarme de que todo estuviera bien.

Habían comprado víveres humanos y una bolsa llena de croquetas para mí. A su paso, los amos me palmeaban la cabeza y me preguntaban cómo estaba y qué había hecho durante su ausencia. Yo no hacía más que sacar la lengua y menear la cola contento por tenerlos de vuelta en casa. Al vaciar las bolsas noté que habían comprado mucho de lo que ellos refieren como “fruta” –y que yo personalmente no me como–, pero en vez de dejarlas en la cocina se dirigieron con toda ella a la sala y comenzaron a acomodarla en un pequeño estante.

Salí detrás de ellos y, a fin de tener una mejor visión, volví a subir las escaleras hasta llegar al rellano donde me eché al suelo mientras los amos acomodaban el contenido de las bolsas en aquel lugar. Primero, el amo decoró el estante con papel picado y enseguida el ama le ayudó a colocar la fruta formando una especie de muro: hasta abajo dejaron las frutas redondas y grandes junto con otras alargadas que parecían estar unidas por el extremo superior y otras tantas que parecían palos cortos –como los que suelo sostener en mi hocico y llevarle al amo para que juguemos–, y encima pusieron las que eran redondas pero mucho más pequeñas y las alternaron con unas cabezas reducidas que parecían tener adornos por todos lados. Al frente de todo aquello dejaron un vaso lleno de agua, un plato extendido con varios panes y otro vaso –al centro– con una pequeña luz refulgiendo dentro.

Cuando terminaron de acomodar, reparé en lo que todo esto indicaba: como cada año, aquella noche vendrían los otros humanos, ésos que ya no habitaban este mundo, que parecían flotar en el aire –con lo que a veces conseguían ponerme los pelos de punta– y para quienes los amos dejaban puesta toda esa fruta. Al día siguiente, como era costumbre, los amos me preguntarían si había alcanzado a ver a alguno de los otros humanos y yo, contestándoles que sí, lo único que conseguiría sería ladrarles.

Yo quería mucho a los amos, tanto que daría mi vida por ellos si fuera necesario, pero por más que los quisiera no lograba entender su comportamiento tan extraño: vivían aterrados de morirse y sin embargo siempre deseaban con todas sus fuerzas saber qué era la muerte.

Hiro postal

«Los nacidos para perder»

En la vida se nos enseña que hay que ganar y, dependiendo de la ocasión, sin importar lo que esto cueste; pero pocas veces se nos prepara para perder y una pérdida, cualquiera que ésta sea, siempre resulta difícil de aceptar. Podemos perderlo todo y perder en todo también: desde una moneda de 50 centavos hasta una propiedad de varios millones de pesos, desde un concurso de spelling bee (o deletreo de palabras) en la primaria hasta la oportunidad de obtener el trabajo de tus sueños, desde algún recuerdo bastante significativo hasta la persona que más hayas amado en el mundo; sea cual sea el caso, en menor o mayor medida, la pérdida siempre duele.

Habrá quien diga que lo material como sea se recupera, aunque eso no siempre es cierto. Puede que si pierdes una casa que te llevó toda la vida obtener, te sea imposible generar la misma cantidad de dinero que necesitarías para comprarte otra parecida en lo que te resta de vida. Ahora bien, incluso cuando lo material se recupere, no en todos los casos vuelve a ser lo mismo. Por ejemplo, no es lo mismo perder una pluma que compraste en la papelería a perder un separador de libros que te regalaron en alguna ocasión. La pluma la vuelves a comprar en la papelería y aunque no se trate de la misma pluma te sirve para escribir tanto como la otra; pero, en el caso del separador, no importa cuántos separadores te regalen, ninguno sustituirá al perdido, aun cuando provengan de la misma persona que te regaló dicho separador.

Más complicado se torna, creo yo, cuando se trata de cosas intangibles o bien irrecuperables, como son los sentimientos o pensamientos y los seres queridos. Qué no daría –supongo yo– un suicida por recuperar esos deseos de vivir nuevamente, pero no es como que pueda ir a la farmacia más cercana y preguntar “¿tiene pastillas para querer vivir?” o algo por el estilo. Muy parecido es el caso de quien muere de amor, pues aunque suene un poco cursi y hasta absurdo, tal parece que sí hay quienes mueren a causa de esto. Mi tía Genoveva, por ejemplo, era una mujer de 80 años, sin hijos y con problemas de diabetes e hipertensión que había sobrevivido a una cirugía a corazón abierto y nada de eso había podido derrotarla hasta que falleció mi tío Ricardo, su esposo y compañero de toda la vida, de cuya pérdida nunca logró recuperarse. Fue después de la muerte de mi tío que mi tía Chiquis, como todos le decíamos, comenzó a descuidarse y perdió esa autonomía que tanto la caracterizaba. Si bien es cierto que murió por una insuficiencia cardíaca, la causa real de su muerte fue la falta de ese ser a quien tanto amó en su vida, pérdida que le terminó quitando los ánimos de vivir y, por consiguiente, dejó que sus afecciones acabaran con ella.

Nadie pone en duda que lidiar con las pérdidas no es asunto sencillo y el hecho de saber esto no hace que el proceso sea más fácil, pero quizá el secreto está en no intentar recuperar lo perdido o, en todo caso, sustituirlo, sino aprender a dejarlo ir y a no aferrarnos a lo perdido a toda costa, buscándolo por todas partes como si no hubiera mañana; pues si ganar no lo es todo, perder lo es aún menos.

Hiro postal

Abuelilla

Eran ya cerca de las diez y continuaba nublado. Esperaba que a esa hora ya hubiera salido el sol, aunque fuera tímidamente, por entre aquellas nubes, como un hombre que va abriéndose paso ante una gran multitud; pero todo parecía indicar que hoy el sol no iba a dar pelea y su madre que no llegaba. De no ser porque ella traía las llaves de la casona, ya se hubiera refugiado dentro y no en el coche, donde el viento frío había comenzado a calarle hasta los huesos. Ya tenía las manos y los pies entumidos para cuando llegó su madre, quien se disculpó –como siempre– por su impuntualidad mientras batallaba con el cerrojo oxidado por el tiempo.

Hoy era cumpleaños de la abuela y seguramente las habría recibido algún exquisito aroma proveniente de la cocina de la casona junto con la música de la Sonora Santanera, la cual cobraría vida mediante el antiquísimo tocadiscos que la abuela conservaría casi como nuevo, de no ser porque ella había fallecido hacía unos meses atrás. Ahora, en vez del ambiente festivo, la casona despedía un aire lúgubre que había llegado a instalarse desde la muerte de la abuela y rechazaba cualquier señal de vida nueva con crujidos parecidos a los estertores que padecería un enfermo terminal.

Dado que la abuela era la única que todavía habitaba en la casona, no obstante su mayor deseo siempre fue que alguno de sus nietos se la quedara, la familia optó por venderla debido a la mala racha económica por la que se encontraba pasando en aquellos momentos y aunque ella y su madre llegaron a pensar que nunca se vendería, lo cierto es que hacía apenas un día que habían firmado el contrato con los nuevos inquilinos, los cuales se mudarían tan pronto como sacaran todas las cosas de la abuela de ahí.

Los muebles –habían acordado– los donarían a un asilo ubicado a unas cuantas cuadras de ahí y los libros, a su vez, irían a parar a una biblioteca pública o, en su defecto, a alguna tienda de libros viejos. Sólo faltaba echarle un vistazo a unas cuantas cajas que la abuela había guardado en el sótano, tarea de la que quedaron encargados sus hermanos, y revisar las pertenencias de la abuela para decidir qué hacer con ellas.

Según el reloj, faltaban cinco minutos para las seis cuando terminaron de separar sus pertenencias entre lo que se quedarían y lo que donarían o quizá tirarían a la basura. La mayoría de la ropa, así como los zapatos, la donarían al asilo junto con los muebles mientras que algunas otras prendas se las repartirían entre su madre y algunas tías cercanas. Se quedarían las fotografías y algunas de las joyas que la abuela juraba que habían pertenecido a la familia desde tiempos inmemorables; sin embargo, se encontraban dudosas acerca de las cartas y los diarios que la abuela había escrito y conservado a lo largo de toda su vida. Tal vez podrían echarles algún vistazo y ver si la abuela había plasmado en ellos parte de la historia familiar para entonces conservarlos, o bien si se trataba de algo más íntimo y, de ser el caso, mejor deshacerse de ellos.

Mientras su madre sellaba y rotulaba las cajas, ella tomó uno de los diarios y lo abrió a la mitad con mucho cuidado. Enseguida notó la caligrafía esmerada de la abuela y tocó con suavidad la página que amenazaba con deshacerse entre sus dedos de lo vieja que era. Después fijó sus ojos en la hoja cuya tinta ya había comenzado a desaparecer y, con mucha calma, se dispuso a leer sus primeros párrafos.

Diciembre de 1937

 La abuela siempre dice que la casona es tan vieja, pero tan vieja que ha visto nacer a la tatarabuela de la tatarabuela de su tatarabuela y que

algún día también verá nacer a los bisnietos de los bisnietos de mis bisnietos, ¡claro!, siempre y cuando la cuidemos muy bien de las polillas. Por

eso, todos los días la abuela dedica la mañana entera a limpiar la casa de arriba abajo y no permite que ningún rincón se quede nunca sin fregar.

 

Las polillas, me dice, lo devoran todo a su paso: alimentos, ropa, muebles, papel…; por eso debo cuidar de mi diario como de mi vida, dice ella,

porque si no las polillas se lo terminarán cenando. Lo de menos, me advierte la abuela, es que se coman el diario completo porque así nada

quedará para lamentar; lo verdaderamente malo es que dejen partes sin comer porque entonces quien lo lea querrá saber qué seguía después y

se lamentará de que se lo hayan comido las polillas. Todo esto me lo dice “por experiencia” porque eso mismo le sucedió a su diario cuando ella

era pequeña.

 

También debo tener cuidado con las polillas que habitan la casona porque son “especiales”. Según la abuela, ellas saben leer y por eso prefieren

comerse algunas letras antes que otras. Por ejempl , cuando t enen mucha hambre  e com n la a y la o porque as  se llenan má  rápido. Cuando 

ólo t enen algún ant jo se comen la i porque es la más delgada de t da  las vocal  . La e, di e la abuela, se la c men cuando ti n n gula p rqu  es la

vocal qu má  fr cu ntemente ap re e en un   crito. L   c n  nant   la  eligen s gún su   n do: la c, la   y la z, por tener  on do  ibil nte, s  l s c m n  n la no

he por   r el mom nt  en  l que   len lo  d   u      nd t   l   an m l   r  tr ro .       l   mo        t o   . P   an, r   g     ue   do    ui  , p   a    nt   .

Interrumpió su lectura cuando notó que la página presentaba algunos pequeños círculos de un tono más oscuro al que tenía propiamente la hoja. Cerró el diario despacio  y se secó las lágrimas pensando que la abuela de su abuela tenía razón: hubiera sido mejor que se lo comieran todo las polillas…

 Hiro postal

Naturaleza muerta

En la vida, sé como un árbol: aunque bien plantado, sabe cuándo dejar sus hojas caer.

Hiro postal

¿Qué cosita es?

Ojo tiene, pero ciega está; recuerdos guarda sin ser los propios y aunque se haga de tres patas nunca podrá caminar.

Hiro postal

Braúl de los recuerdos

Y si me hundo en mi nostalgia, ¿quién habrá de sacarme ahora?

¿Y si me pierdo en el olvido, quién me hará recuperar el camino?

Porque dos mil cinco era el año y septiembre corría, un jueves llegaba y veintinueve era el día…

Hiro postal

Palabrería

Las verdades de hoy serán las mentiras de mañana.

 

Hiro postal