El fin de semana recién pasado fui a pasar el día a un lugar en Hidalgo, un pueblo tranquilo en donde los caminos no fueron hechos para los carros y las casas están dispuestas para llegar a ellas caminando. Qué curioso, ¿no?, que las casas de la ciudad están siempre viendo en un mismo sentido, juntitas en fila como la de los cadetes que reciben a alguien de alto rango. No, allá las casas están más bien desparramadas, o mejor dicho, cada cual en su lugar; la mayoría tiene como centro un patio al rededor del que están los demás cuartos, y la cocina, y lo demás que sea necesario, como si se hubiera ido poniendo cada cual para no encimársele a lo demás. Es interesante pensar que allí las cosas tienen su lugar casi tanto como tienen su tiempo: ambos bien amplios. Alejados y relajados para que respiren con sosiego. También el pensamiento se relaja allá, cuando uno puede por un rato sólo sentarse sin hacer más que escuchar qué tan callado se queda el viento cuando no acarrea tanto ajetreo como por acá, y el olor de pasto y tierra que trae consigo recuerda una sencillez que no rebaja a nadie, ni tampoco lo enaltece, sólo afirma su lugar. Y después, cuando se conversa, se tiene tanto tiempo como se quiera para decir lo mismo varias veces, y sonreírse cada vez. En un sitio como ése, con un respiro profundo es fácil acordarse de lo importante que es el lugar, y de lo artificioso del espacio: solamente de uno podemos decir que sea bueno.