Suenan las campanas, las luces brillan más que nunca y los gritos de júbilo no se hacen esperar, doce campanadas a media noche me ocultan el llanto del niño en el pesebre, me vuelvo sorda y ciega a la buena nueva y en lugar de dar lo recibido, que es el perdón de Dios y la gracia de la salvación, me dedico a pedir deseos y hacer propósitos de una vida exitosa y materialmente mejor.
Por un momento me olvido de mí y veo otros que me acompañan y que cuentan éxitos y pérdidas con los mismos gritos con que yo lo hago, la embriaguez se apodera de nosotros y nos volvemos sordos y mudos, dejamos de ver la pobreza del pesebre y nos concentramos en las riquezas que traen el oro, la plata y las piedras preciosas, pensando en que uno de los obsequios que recibiera el niño era oro, y olvidando que también recibió la mirra con la que sería embalsamado unos años más tarde dirigimos nuestras miradas hacia lo visible y mundano y nos volvemos ciegos a lo demás.
El placer se generaliza y la alegría se diluye en la mayoría de nosotros, sólo quienes tienen la gracia de haber recibido a Jesús en su corazón ven en la última noche del año la víspera de una fiesta que nos abre las manos para dar a manos llenas la gracia recibida de Dios. Sólo unos cuantos ven en el 1 de enero el recuerdo de Santa María Madre de Dios mientras que la mayoría nos perdemos en el mal sabor de boca que le sigue a una noche de embriaguez general.
El ruido nos impide ver el silencio que reina en el corazón de quien escucha todo el tiempo, primero al ángel que le anunciara la llegada del salvador, luego al profeta que le habla sobre la proximidad de la espada que atravesaría a su corazón, después las enseñanzas de Jesús en el templo, a quienes algo necesitaban para alegrar su corazón en Caná, las últimas palabras de Cristo en la cruz y por último los ruegos de quienes buscamos la salvación sin saber bien por donde buscar.
Santa María Madre de Dios, es quien intercede y ruega por pecadores como los que solemos enfiestarnos, nos enseña a guardar silencio y a guardar en el corazón aquellas palabras que Dios le dirige al hombre para su bien, nos enseña a servir antes que buscar ser servidos y nos muestra que la humildad de un pesebre no es obstáculo para dar la bienvenida al rey del mundo que se encarna para salvarnos.
Santa María Madre de Dios es la verdadera fiesta que se anuncia con las campanadas que abren paso a un nuevo año, y es en la que menos pensamos cuando nos ocupamos en pedir deseos y hacernos propósitos que hablan de éxito y prosperidad; la embriaguez de la fiesta se opone a la sobriedad de una vida piadosa, la crueldad del invierno que apenas ha comenzado se acentúa en quienes mascan uvas y da esperanza a quien ve en María a la amorosa Madre de Cristo.
Dios quiera darnos la gracia y la memoria para que esta noche en lugar de comer uvas y pedir deseos mundanos pidamos a María sus ruegos por nosotros los pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte.
Maigo.
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