La política maniquea no es política

La política maniquea no es en realidad política. Se les confunde fácilmente, eso sí. La fuente de confusión es quizá la naturaleza discursiva de la política. La comunicación es la actividad indispensable de la que se nutre la vida práctica. Esto se hace obvio en cuanto uno nota que las personas que conviven están dirigidas hacia un bien común. La formación del carácter es lúcido ejemplo de esto: en la educación de los niños buscamos que lleguen a placerse de perseguir y conseguir lo que a los adultos nos parece digno de elección en la vida, y esto suele coincidir mayormente con lo que nos parece digno de elogio en público; además, lo contrario es igualmente visible: buscamos formar personas que sientan repulsión ante eso que nos parece deleznable y censurable en público. Si esta explicación es abultada, se debe nomás a que expone lo que de por sí se experimenta con obviedad. Somos capaces de percibir en la acción propia y ajena un sentido, que no es sino aspecto natural de la constante persecución de un fin, y éste es un bien. Es un bien aparente, dicho sin denostar, porque la apariencia no es necesariamente el truco que engaña al ojo ni la mentira que embauca al pazguato. Mucho más que eso, es la vida abierta en toda su profundidad, que indefectiblemente se presenta en innumerables superficies. Es vida que invita a los seres de palabra a decir; ante el primer vistazo, invita a preguntar (y no únicamente ante el primero); y en la vida pública invita a discutir. Si bien es verdad que el necio se queda satisfecho con lo evidente de las apariencias, el que rechaza lo evidente sin razón está enloquecido, por enfermedad o por dogmatismo. El bien en la vida práctica, llámesele aparente o superficial, por comprensible, es también comunicable, y por comunicable, puede ser digno de buscarse en comunión y de examinarse más a fondo. También, y por las mismas razones, puede ser digno de rechazo.

La profundidad, empero, es desalentadora para la mayoría de las personas. Espanta por el prospecto de lo desconocido inmensurable. Y eso ha sido así, igual en los rincones más sombríos del llamado Oscurantismo medieval, que en los más sobrios del llamado Clasicismo antiguo, que en los más luminosos de la llamada Ilustración moderna. No escapaba esto, ni con todo el disentimiento que hay entre ellos, a Dante cuando exclamó «¡Bienaventurados aquellos pocos que se sientan a la mesa en que el pan de los ángeles se come!»1; ni a Jenofonte al decir de la mayoría de sus contemporáneos que «si dios les hubiera concedido a ellos elegir entre llevar la vida entera que vieron llevar a Sócrates y morir, por mucho hubieran preferido morir»2; ni siquiera al ilusionado Kant, cuando notó con algo de resignación que los hombres comunes «están más cerca de la dirección del simple instinto natural, y sus razones no influyen mucho sobre su hacer o dejar hacer»3. Es y ha sido, pues, desalentadora esta profundidad. Específicamente, a los enamorados de la promesa del progreso (casi toda persona viva hoy), les produce una repulsión macabra. Causa de esto es la necesidad de ruptura con el pasado para incentivar el ánimo revolucionario, que tanto conviene al prospecto de construirnos con nuestros propios medios y sin ayuda, nuestra felicidad. Toda revolución progresiva es evolución, y toda evolución es conquista. La profundidad de la vida práctica sugiere una continuidad en la que el ocioso sospecha un orden tan vasto, tan abrumador, que todo lo abarca, y que desafía cualquier jactancia de totalidad o dominio. En cambio, el rompimiento –efectivo o ilusorio–, es la condición necesaria para que sea perceptible lo nuevo, base del sentido evolucionista del progreso. Poder decidir sobre el orden, en vez de ser incluido por él, emociona al sediento de dominio. Le ofrece fuerza donde él presiente debilidad. En la superficialidad constante del camino evolucionista, las sutilezas desaparecen y lo diferente se combina. No es posible, por ejemplo, distinguir entre la demanda por evolución de las instituciones públicas y la demanda por mejora de las instituciones públicas. La profundidad del bien que invita al examen en comunidad escuece el alma del amante de progreso porque implica detenerse donde a él le urge avanzar. Pero el detenimiento (o como se dice también, darle vueltas a los asuntos) es necesario en toda actividad discursiva si lo que avanza no es la naturaleza de la palabra, sino la comprensión del que dialoga. ¿Cómo habría bien común sin amistad, amistad sin convivencia y convivencia sin detenimiento? Estas preguntas las pasa de largo el que necesita respuestas inmediatas y efectos notorios, visibles hasta para el más ciego: la imagen maniquea no es sino una fácil y atractiva reducción que ofrece sabiduría al más lerdo. A cambio de satisfacer el deseo de poder, exige el sacrificio de la profundidad vital.

Si, como decía, examinar profundamente las cosas nunca ha sido potestad de la mayoría de las personas, es pertinente preguntar qué ocasiona que nuestra vida política sufra especialmente de vista maniquea. No debe omitirse decir que tal simplificación, incluso al punto infantil moralino de los buenos contra los malos, ha tenido sus escandalosos defensores siempre, y éstos mismos han sido escandalosamente defendidos siempre también. Difícilmente se encontrará una calamidad sanguinaria en la historia en la que no haya circulado la sangre que bombea esta simplificación. La diferencia en nuestros días, sin embargo, es que allí donde había lugar para pocos que confiaban en que los detalles eran resguardo y recompensa del esfuerzo ocioso, ahora no queda, o está cerca de no quedar, sino la mala reputación de un sueño imposible4. Esto se debe a que la ideología intelectual predominante, que es el cuerpo temático de la minoría que se ocupa de la teoría, se erige ella misma sobre el dogma del progreso prometido. Todo lo que digo aquí ya lo dijeron otros; pero precisamente en ello encuentro alegría y esperanza, aunque poco valga tal cosa para el que se ha formado con la imaginación al servicio de la prisa. En su ansia por ya subir a donde acompañará a los exitosos, desespera. Como la condición del avance del progreso está garantizada en su promesa, en las ansias del futuro exitoso, allí están también las semillas del ultraje a la memoria. Hoy ese ultraje no es solamente descuido de la mayoría sino competencia de los ungidos intelectuales. El efecto igualador de la divulgación científica engloba, por supuesto, a las ciencias sociales, y si bien ha tenido resultados muy provechosos para una cantidad antes impensable de personas, ha devaluado también la calidad de ese provecho. La academia infunde bríos a este proyecto mientras hace del saber, mercancía, y de los sapientes, expertos vendedores. El título profesional es fe de bautismo en la capilla de la vida administrativa. Tan hondo es el amor por las proezas técnicas que ha logrado su método, que estiman más las estadísticas que las conversaciones, el mobiliario electrónico que las lecciones escolares y las bases de datos que las comunidades. Siempre emula el amante a quien ama y se nota el cortejo apasionado que éstos le hacen a la computadora, porque no pierden tiempo para ejercitarse en el arte de entender todo en binario. Así, lo nuevo ha de exigir en el discurso oficial, avalado por los expertos, la ficción de que su camino siempre ha sido el único y su bondad pura; mientras que el mal nunca ha tenido más que una cara. La consecuencia es una visión que, aunque surja de la naturaleza política del hombre, está por hábito castrada; que tiende a la premura intelectual, a la devaluación de la razón y a la simplificación por procedimiento. Y por eso aunque la política siempre se dé en el ir y venir del diálogo, como no hay medio que comunique dos polos contradictorios, la política maniquea no es en realidad política; pero quien lo note en público difícilmente sonará como algo más que el miembro de uno de dos bandos. Haciendo guerra contra los contrarios, y así acusando, según ellos, se hará perfecta y humana política.


1 Dante Alighieri, «Tratado I», §7 en El Convivio. Dicho de paso, no me parece necesario traducir el título de este libro por «Convite» como se hace tradicionalmente, pues la palabra española convivio no presenta ningún inconveniente.

2 Jenofonte, Memorabilia, I.2.16.

3 Immanuel Kant, «Primer capítulo», §6 (4:396) en Fundamentación de la metafísica de la moral.

4 Quería escribir aquí «sueño guajiro», pero desistí al constatar que ni el Diccionario de la Lengua Española, ni el de la Academia Mexicana de la Lengua tienen la acepción, frecuente en el español de la Ciudad de México, de pretensión o anhelo deseado pero utópico, imposible, y por lo tanto desdeñado por alguien juicioso.

Profes en educación contemporánea

Una cosa lleva a la otra. Ocúrresele a alguien la expansión ilimitada de la vida escolarizada. A otro le cae el problema en el regazo de la falta de criterios para sacar alguna idea de cómo están siendo educados los muchachitos, así que ordena que se reforme todo el sistema de la vida escolarizada con algún arte, el que sea, de supervisión de desempeño académico. A otro diferente se le consigna lo necesario para tal modificación sin decirle ni cómo ni por qué el desempeño se mide así o asado, y éste pide echar ojo a las estadísticas más novedosas de los países que más medallitas sacan en las olimpíadas de las ciencias, aunque tengan otras costumbres, y averiguar qué se les puede imitar. Un experto en el mercado internacional eventualmente clama que la educación, así como se ha transformado hasta el momento, no sirve para nada porque el aprendizaje mismo ha cambiado en lo que se hacía todo el anterior proceso, y recomienda a las autoridades expandir la vida escolarizada para otro lado; etcétera. A muchos de los que dibujan o pintan ha llegado a pasarles que corrijan el trazo equivocado escondiéndolo bajo líneas más gruesas, sombras más pronunciadas o difuminados que no se habían planeado. Luego, la corrección que se elija debe disimularse bien en toda la pieza para equilibrarla, para apartar la atención del error; pero puede pasársele a uno la mano con esta contingencia y la corrección acaba necesitando correctivo ella misma, llevando a nuevos y mayores parches, hasta que lo que resulta es un monstruo de rasgos apenas comprensibles. Bueno, pues es parábola. Total, que una cosa lleva a la otra y termina un futuro profesor con sus futuros compañeros de profesión magisterial en un salón siendo indoctrinado, por obligación curricular con la secretaría de educación, en las artes de la venta y la compra, por una señora experta en dar pláticas motivacionales a empresarios de grandes corporaciones que quieren ganar mucho dinero sintiendo que cambian al mundo.

No es exageración, acabo de atestiguarlo con la totalidad de mis sentidos. Y eso que los canales del aprendizaje nomás son, según enseñó esta señora, el visual, el auditivo y el extrañamente llamado quinestésico que todos tratan como háptico sin chistar. ¿Nadie se ha preguntado cómo es que se pueden aprender las mismas cosas, si están hechas para entrar por canales diferentes a distintos tipo de educando? Supongo que no hay tiempo, porque estos expertos han de estar muy ocupados tratando de desanudar el embrollo en el que andan metidos: promoviendo una educación muy activa en la que se le enseña al estudiante a aprender por sí mismo, a través del modelo completamente pasivo de canales por los que los profes zambuten la información auditiva, visual y quinestésica. Así damos pues, con el absurdo de un «curso de capacitación docente» en el que la expositora confunde la palabra «docencia» con la palabra «ponencia» y «contexto» con «concepto»; en el que no se sospecha la contradicción de decir que el pensamiento es energía que puede producir lo que queramos si tiene suficiente enjundia y que debemos dejar de querer controlarlo todo; en el que se promete enseñar cómo trabajar en las aulas del siglo veintiuno, y en todas partes legibles de la presentación se lee «Trabajo efectivo en el aula del siglo XIX». Leyó usted bien el XIX. ¡Qué elocuente es a veces la naturaleza! ¿Apoco no nos muestra que la vida escolarizada debe haber pasado muchos años transformándose? Suficientes por lo menos para que la docente de docentes no haya aprendido a escribir veintiuno en números romanos. Va a decir, lector, que me lo invento, que no puede haber universidad que se respete y que pague en miles por una compañía especializada cuya vocera profese de tal modo su doctrina, y encima convenza a un salón de experimentados mentores de que está mal tener doctrinas. Me gustaría que fuera todavía más difícil de creer de lo que es, y sin embargo, le recuerdo aquello de que en este mundo es muy verosímil que pasen muchas cosas inverosímiles. En este caso, inverosímilmente lúcidas para que yo pueda mostrar el dislate: catedráticos que asienten ante la cátedra que reniega de sus formas por anticuadas, que dicta no haber discípulos, obediencia ni docilidad pero que hay que aprender a obedecer con disciplina y, además, que con la boca llena de tecnicismos progresistas afirman que nadie aprende ya con razones, porque las palabras no sirven para un carajo (¡y menos las técnicas, pues ésas aburren a los chavos!). Y los salones así, retacados de profesores sin criterio (o con criterio silenciado bajo la amenaza del despido), dejándose verter palas y palas de este abono de fertilidad empresarial, educados como están desde chiquitos a fingir flexibilidad informada ante el modelo que sea. Ah, porque los profes de hace mucho, los de principios del siglo veinte (con el XX no hay tanto peligro de error), que educaban en salones sin guías facilitadoras de información ni jóvenes compañeros de aprendizaje significativo, eran «cuadrados» e «inflexibles»; pero los de ahora fueron educados para ser tan flexibles y tan descuadrados, que saben decir que sí a lo que sea, tanto a los que dicen que la educación debe ser plástica como a los que dicen que debe ser elástica. (Si no, se quedan fuera de la competencia). Y ahora que éstos tienen una nueva generación bajo su cuidado, ¡horror de horrores!, resulta que los jóvenes no ponen nada de atención a nada ni les interesan las cosas. ¿Será qué hay una razón? Ha de ser culpa del celular. Por eso el sistema obliga a llevar estos tan sesudos cursos dirigidos por la mencionada apta señora para que nos enseñe que los dos grandes motivadores del ser humano son el dinero y el amor (¡está científicamente comprobado!). Eso sí, educando por largas horas llenas de diapositivas, que son bien didácticas. Y digo que son didácticas en serio, no por razones que dan los pedagogos (de hecho pienso que el tiempo en que se mira un pantallazo no coincide con el tiempo en que uno infiere las relaciones en la imagen), sino porque dan una amplia oportunidad al futuro profe de ejercitarse en la cacería de errores de ortografía, espantos de redacción y confusiones generales no menores a la que hace de Beethoven y Justin Bieber contemporáneos. El contraejemplo puede educar al que esté atento.

Muy valiente no será, de todos modos, esta educación en negativo. Lo que ofrece como modelo a evitarse lo hemos visto cien veces los que estuvimos alguna vez en un salón de clases. Se trata del chorerismo improvisatorio magistral. Perdone, lector, no quise espantarlo con terminajos. Es sólo que como está de moda salir con tecnicismos de categorías arbitrarias recién inventadas para sonar interesante, como la diferencia entre trabajo cooperativo cognoscitivo individualista y trabajo colaborativo de pensamiento sistémico, me dejé llevar. Básicamente me refería al cuate deshonesto que no preparó su exposición de tarea pero, sin vergüenza, se para enfrente del grupo con la confianza diamantina del vendedor que va a regresar a su casa a treparle el límite a su tarjeta de crédito por el puro prospecto de su comisión. Así, pero de cincuenta años de edad y haciendo de su carácter carrera. Eso es lo que se aprende en estos cursos de gran sapiencia doctrinal de la docencia: cómo hacer verdad todo lo que se dice independientemente del sentido, con gran seguridad en la voz y sin mirar nunca a las consecuencias (incluida, por ejemplo, la verdad sobre la humildad que necesitan los docentes para aceptar sus errores). Me suena a que este tipo de arte ya existía en la Antigüedad, pero no me acuerdo del nombre. Como sea, el atento que se educa por contraejemplo, viendo semejantes desplantes de ironía aplicada, acabará apenas en donde estábamos todos al principio, antes de toda esta monstrificación; aprenderá, pues, una enseñanza de lo más básica, inútil para casi cualquiera, consabida lo mismo por doctos y rústicos de toda época: que el que es listo, incluso sin escuela, y el que es tonto, ni con ella.

La pasarela intelectual

Hay un cierto dogma que merodea una de las principales actividades académicas: las conferencias deben ser incluyentes y suficientemente básicas para interesar al público en general. El dogma se fundamenta en una enorme suposición: las conferencias son actividades de divulgación. Como actividad de divulgación se pretende sostener tanto la estructura piramidada en el ámbito del saber, como el acceso igualitario de todos a la pirámide. Pretendiendo esto se generan muchas ruines costumbres, pues se asiste a escuchar conferencias para acumular el currículo necesario que permite impartir conferencias, subiendo con ello un nivel en la pirámide; y ya en el escalón superior se dan conferencias, tanto para seguir avanzando en la pirámide -llegar a la conferencia magistral-, como para asegurar que los del nivel piramidal inferior asciendan, y en proporción directa se ascienda nuevamente de nivel. Además, dado que todos tienen derecho de acceder a la pirámide, se tiene por seguro que tarde o temprano se estará arriba, y por lo mismo se supone -como asunto meramente incidental- la calidad académica: no importa qué se haya aprendido en las múltiples conferencias a las que un estudiante haya asistido, sino el currículo almacenado -capital burocrático- durante las mismas; paralelamente, no importa cuál sea la calidad académica de la conferencia impartida, mientras el conferencista se sostenga en un amplio currículo almacenado en sus anteriores conferencias. Todo lo anterior sólo alimenta, aparte de la mediocridad intelectual, los estrellatos académicos, los espectáculos del intelectual de moda, la tosca politización de la academia.

Creo que para empezar a academizar la academia un primer paso sería, en el ámbito de las conferencias, eliminar los incentivos curriculares y sustituirlos por evaluaciones rigurosas de la calidad académica; además, sería bueno favorecer la oferta de conferencias especializadas, y evitar por ello la promoción de conferencias generales. Así, sólo asistirían a las conferencias aquellos que están interesados en los temas de las mismas, y sólo impartirían conferencias aquellos que realmente estuviesen capacitados para ello. En consecuencia, las conferencias dejarían de ser una pasarela intelectual, para convertirse en el lugar público del diálogo académico.

 

Námaste Heptákis

Ceguera académica

Para mis amigos que serán maestros.

Huid de escenarios, púlpitos,

plataformas y pedestales. Nunca

perdáis contacto con el suelo, porque

sólo así tendréis una idea aproximada

de vuestra estatura.

Cuenta una leyenda urbana -quizá no muy exagerada- que en los tiempos gordos del Priato el presidente preguntaba qué hora era y un oportuno lamebotas contestaba “la que usted diga, Señor Presidente”. ¡Tal era la eficiencia burocrática! Que esa eficiencia no hiciese bien al país, sino que tan sólo cobijase la dictadura perfecta que caracterizó nuestra presidencia imperial es otra cosa. Que el modelo burocrático sea consecuencia de sociedades que se tildan de modernas, que se presumen respetuosas de la dignidad humana y que se asumen ejemplaridad política del porvenir del hombre es lo que deberíamos pensar. Si uno de los rasgos característicos de la sociedad ilustrada es la abolición de la esclavitud, uno de sus enveses más recalcitrantes es la aceptación de la propia esclavitud esperanzada en la bonanza venidera. La servilidad autoimpuesta encontró su sentido en la esperanza del progreso y la reificación del ideal progresista exigió como primer estadio a la academia: así los espacios académicos se colmaron de burocracia.

Siguiendo el impulso moderno de vituperar a lo antiguo, de superar lo arcaico, los centros educativos que se tildan de modernos han devaluado la maestría de los maestros para hacerlos sólo un escalón más del ímpetu progresista de la burocracia educativa. Ahora, sobre todo en ciertas universidades, el maestro no tiene respeto por su saber, por su condición de maestro, sino por su escalafón en el todo piramidal; simultáneamente, mientras podría esperarse que la igualación al maestro viene del cultivo en el saber, en la realidad se iguala al maestro subiendo escalones, haciendo currículo, invirtiendo en capital educativo. Las conferencias, la inclusión en un programa de investigación determinado, los talleres, la selección de cierto asesor de tesis, los diplomados, las cartas de recomendación, los cursos, los seminarios de investigación, los coloquios y la obtención de becas sólo sirven para escalar. Se hace carrera académica para juntar tal cantidad de constancias y diplomas que apilados al pie de la escalera sirvan como escalafón para una subida menos trabajosa y más elegante -porque entre los nuevos esclavos la elegancia está de moda-.

Las consecuencias no podrían ser peores. Primero, se tira por la borda el afán de saber, y con ello se despide alegremente -desde la baranda y con posgrado en mano- a la educación de calidad. Segundo, se elimina por completo la posibilidad de una relación amistosa de acuerdo al saber, pues en este esquema el interesado por el maestro no se acercará a él por el conocimiento, sino por el prestigio curricular que le aporta (certificado de calidad asociado a la marca). Y finalmente, en tercer lugar, se llega a ser maestro por afán de poder, porque se quiere estar por encima de todos, incluso de los que nos son superiores.

Parece que los maestros ubicados, quizá sin haberlo deseado, en la pirámide burocrática de la educación no suelen darse cuenta de su difícil posición, pues no logran percatarse de la inutilidad completa de preguntar la hora, esto es, de promover diálogos académicos. Sus libros, sus conferencias, sus artículos nunca serán escuchados, se perderán en el mar de los discursos, vagarán por siempre privados de un diálogo honesto. En su condición no recibirán más que elogios zalameros y oportunistas participaciones de los discípulos más prestos a escalar, ocupar su lugar -ya oropelado- y disfrutar el boato de una gran trayectoria académica. Los maestros se rodean de cuervos silenciosamente. A menos, claro, que ya no haya maestros y todo en nuestra vida académica sea mera exageración.

Námaste Heptákis

Electolalia. El pasado domingo 10 de mayo Andrés Manuel López Obrador dictó los lineamientos de conducta a los diputados que representarán sus intereses en la próxima legislatura. Mandó rechazar completamente cualquier iniciativa de los partidos no afiliados a su movimiento en cuanto a privatizaciones o impuestos se trata. La primera negativa se explica porque intenta avivar el fuego electorero recordando las arbitrariedades acometidas el año anterior, y que presumió con éxito. La segunda se explica porque la actual crisis económica ha obligado al secretario de Hacienda a admitir que para el próximo año la única manera de hacer frente a la adversidad financiera será o bien aumentando impuestos, o bien reduciendo el gasto, o bien emitiendo deuda, o bien una combinación de las tres posibilidades. Cuando AMLO prohíbe la inclusión de alguna iniciativa respecto a los impuestos apuesta a obligar al gobierno federal o bien a la deuda o bien a la reducción del gasto; cualquiera de las dos posibilidades reditúa a López, pues además de ahorcar las finanzas federales, limitará el campo de acción del gobierno federal y podrá decir, con total desvergüenza, que el gobierno al reducir el gasto reduce el apoyo a la gente y que contrae más deuda para seguir vendiendo al país. Que nada de esto nos sea conveniente, parece no importarle. Tan sólo se limita a reiterar su promesa, al fin mesiánica, de que él llegará al poder y arreglará todas las cosas. Que quede claro, para él la política es la imposición de su voluntad: “¡Nada de discutir en tribuna, nada de debate parlamentario, se dice: esto no pasa y punto!”. La razón de la fuerza sobre la fuerza de la razón. Por eso el próximo 5 de julio hay que negar el voto a los candidatos que confluyen en el desquiciado proyecto alternativo de nación del mesías tropical.