Mañana será otro día

Los celulares impulsan nuestra comunicación y la limitan. Estamos con algún amigo intentando mantener una conversación, mientras que él intenta por todos sus medios posibles mantenerse en contacto con muchas personas más. Ríe mirando a su celular y nosotros nos molestamos por ser menos importantes que un aparato de unos cuantos miles de pesos. Los amigos o familiares con sentido común ponen atención a lo que decimos, resistiéndose a mirar la pantalla de su teléfono portátil con tal tensión que parece que el diablo los estuviera tentando a poseer todas las riquezas del mundo con la sola condición de que se dispusieran a ignorarnos. Su uso, el de los celulares, no el de las personas, va desde la diversión al informar rápidamente una situación importante. Nunca he visto que se usen para compartir información vital. Pero esa sería la única razón por la que se podría interrumpir una conversación sin parecer groseros. ¿Se puede aplazar el revisar una notificación o el postergar una llamada sin que ese aplazamiento resulte perjudicial a un nivel catastrófico? Supongamos que tenemos una reunión con una persona de la que sólo informamos a un par de amigos. Ellos, por algún motivo o golpe de suerte, se percatan que estamos reunidos con una persona psicópata, quien nos va a echar una sustancia a nuestro café para dormirnos y matarnos. Imagínense que uno de los amigos nos manda un mensaje con la información de la mencionada persona y su ficha de la Interpol, pero nosotros, para no parecer groseros, preferimos beber el café ya envenenado que leer esa importantísima información. Las probabilidades de que estemos reunidos con alguien así son escasas, mucho más escasas que el que nos avisen, pero reunirnos con alguien que podría hacernos algún tipo de daño es posible. Juzgamos que es mejor en ese momento aplazar la revisión, como aplazamos cualquier tipo de proyecto que creemos ser capaces de realizar en un futuro próximo. Confiamos que estamos tomando una buena decisión basados en la confianza en que lo que planeamos, en que lo que pensamos, es igual a lo que hacemos. La distancia es incalculable, no porque sea muy larga, hablando en sentido figurado, sino porque realmente es sumamente difícil de calcular. La respuesta fácil sería decir que no se puede ser cordial y temer que la cordialidad tenga consecuencias perjudiciales (como en el poco probable ejemplo mencionado) porque eso parecería estar en los dominios del azar. La respuesta difícil, creo, es conocer qué está en nuestras manos y qué podría estar cerca de ellas. Considero que se puede aprender a comunicarnos con los celulares pese a las distracciones que los mismos celulares nos proporcionan. Hay objetivos que, aunque parezcan inalcanzables, y tal vez lo sean, vale la pena acercarse a ellos.  

Yaddir

El diálogo en la oficina

Trabajar en una oficina es querer contradecirse. Se entroniza el diálogo, pero las voluntades particulares (los yoes trajeados) gustan de imponer sus deseos; se alaba la empatía, pero cuando se le pregunta a alguien “¿cómo estás?” sólo queremos que nos responda “bien”. Se busca el éxito personal, pero se trabaja en equipo. Se cree que algo del lugar es propio, pero el puesto es temporal. Se quiere resolver cualquier problema de manera racional (sólo con palabras y suponiendo que el otro está totalmente dispuesto a ser buen compañero).  

Pero la oficina no modifica el alma de sus oficinistas, son los oficinistas los que le dan alma a la oficina y entre sí se forman en ese tipo de persona. La naturaleza humana ya es contradictoria. Lo mismo se toma una decisión por los mejores motivos, como por los peores, buscando a veces evitar lo peor y a veces querer lo mejor, respectivamente. Pocas personas son tan congruentes como para no cambiarles constantemente de adjetivos. Decir algo general sobre las personas es casi imposible, y cuando puede decirse, resulta de poca ayuda para entenderlas. Que el amor sea una serie de químicos relacionados complejamente en el cerebro, no nos ayuda a evitar actuar como tontos, locos, inspirados o una mezcla de las tres cuando nos enamoramos. El neurólogo más sagaz no podrá evitar enamorarse de una persona a la que jamás pensó siquiera voltear a ver en una calle. Podemos desear algo hasta la locura y al momento de obtenerlo comenzar a aborrecerlo. Podemos odiar y amar a la misma persona.

Una mujer odiaba profundamente a un hombre. Él le dijo que quería verla en la noche. Ella sabía que si lo veía, perdería la calma, comenzaría a actuar como una loca. Él tenía el poder de llevarla a la locura cuando quisiera; ella podía hacer que él jamás dejara de pensar en ella. Ambos sabían que si se veían, si cometían el error de encontrarse, no sabrían de lo que serían capaces. Ninguno de los dos quería verse. Ella y él querían verse.

Es falso que las contradicciones nos definan. Pero bajo tanta aparente contradicción, solemos tomar decisiones motivados por algo misterioso, a veces le damos una explicación, en muchas ocasiones la tiene, pero en las más importantes, en las más problemáticas, la explicación es insuficiente o incompleta. No encuentro otro motivo para ello que el percatarme lo poco que nos conocemos a nosotros mismos. Ignoramos por qué odiamos tanto el trabajo de oficina y seguimos haciéndolo.

Yaddir

Ocurrencia

La Esperanza se convierte en absurdo cuando ya no hay nada que hacer, y deja de haber quehacer cuando actuamos gobernados por la ocurrencia del momento.

Maigo

Desdeñar la acción; entronizar las redes

La política polariza. Los políticos, más que ser expertos en realizar acuerdos, se han vuelto expertos en aprovechar la polarización política. Los medios parece que ayudan a marcar las posturas ideológicas, aunque los políticos en el ejercicio de sus funciones dejen de lado sus convicciones. Pero más que en los medios, quizá se vea con mayor oscuridad las opiniones sobre política en las redes sociales. Lo masivo de dichos espacios nulifica cualquier posibilidad de encontrarle forma a las posturas que se teclean por ahí. Las opiniones de un tuitero de izquierda a veces están tan alejadas de la izquierda misma, como la tierra del sol. Sus ideas rondan todos los espectros políticos, contradiciéndose así en cada tuit; incluso hasta un mismo tuit puede ser contradictorio sin intención aporética alguna. Algún tuitero criticaba que uno de los reporteros que participó en la investigación de La Estafa Maestra (la mejor investigación periodística del sexenio en México) estuviera reclamando sobre el fideicomiso que ayudó a Morena en las elecciones y que no se fijaran en lo hecho por Javier Duarte (el único enjuiciado por dicha investigación).

Pero no podemos echarle la culpa a las redes del modo en el que se manifiestan las opiniones públicas, pues sería como suponer que las acciones ya no influyen en nuestras ideas políticas. Por ejemplo, el político del momento en México se contradice día a día en sus conferencias públicas, que tanto medios como redes sociales siguen con devoción, como aquellos absurdos tuiteros. ¿Su pretensión de transformar al país ha comenzado con los tuiteros, quienes lo emulan con profunda humildad y admiración?, ¿se estará aprovechando d la manera en la que se dicen las cosas en redes para llegarle de mejor modo a los chavos?, ¿podría ser el caso que se quiere aprovechar de la confusión política para quedar bien con todos? Mejor aún, ¿aprovecha la confusión ideológica, así como la estimula, para que nadie le pueda criticar ninguna de sus estrategias políticas? De todos modos, ha dicho tantas cosas, se ha entrevistado con tantas personas influyentes, sin todavía ejercer el poder, que su verdadera influencia no está en lo que hace, sino en lo que parece hacer.

El generalizado desdén a la acción política, a la acción pública, no es simplemente culpa del mal uso de la tecnología o del actuar de los políticos; puede encontrarse en creer que lo justo es reclamar y creer que los poderosos son los únicos que pueden actuar. El mayor desdén a la política es no preguntarse por el modo más justo de actuar.

Yaddir

Visibilidad del acto

Visibilidad del acto

El sentido de la palabra acción parece aclararse lo suficiente al indicar la presencia de la voluntad en los movimientos producidos por ella. La distinción parece suficiente bajo la idea de que la voluntad es un fenómeno evidente, accesible de primera mano, sin aparentes intermediarios. La acción, tal y como la pensamos cotidianamente, es aquello que podemos señalar como pertenencia de la libertad de elección, de perspectiva, de deseos. No obstante, ¿es el acto un resultado, un proceso, o algo inmediato? ¿Qué pasa al notar que la comprensión de nuestro voluntad puede obstruirse si no pensamos más que en la adversidad o las pasiones como la oscuridad que puede a veces rodearla? Responder esto acaso sea más difícil al pensar en nuestras posibilidades reales, que a veces no conocemos, por reducir la palabra posibilidad a lo deseado, que no siempre son lo mismo. Las preguntas u observaciones que nos hacemos sobre lo que hicimos y dijimos, sean demasiado incisivas o relajadas, muestran que la existencia de lo voluntario no aclara por sí mismo la experiencia misma de la satisfacción, pues no hay tal cosa si no obtenemos algo que concebíamos en un principio como bueno, aunque sea para nosotros mismos. Es decir, la elección de eludir el significado de lo bueno no asegura que de hecho no haya algo bueno, así como decir que hicimos lo correcto no garantiza que lo hayamos hecho. Hay quien se siente bien con falsas ilusiones.

Al afirmar que sólo yo puede saber lo que es bueno para mí, generalmente aceptamos también que la enseñanza práctica depende de la experiencia, siendo ésta fundamentalmente una acumulación de vivencias. Interpretamos la existencia de la prudencia en el alma adulta a partir del recorrido de la vida. No obstante, si bien es cierto que no hay buen juicio sin experiencia a guiar, también es cierto que incluso podemos ser experimentados en el vicio: hay quienes escogen mejores medios (en tanto que eficaces) para fines que no están dispuestos a discutir. ¿Qué hace más experimentado el juicio adulto, y más audaz o descuidado el de un joven? ¿Podría ser la madurez de la voluntad? ¿Qué pasa si pensamos que incluso el conocimiento de los medios proviene del que poseemos de los fines mismos? En otras palabras, si no sabemos de los fines, la posibilidad de hablar pertinentemente de acciones distinguibles no tiene caso, pues tendríamos que renunciar en última instancia a explicar la posibilidad de la elección, bajo la cual se abren las posibilidades. Cuando sentimos las posibilidades subordinadas a la capacidad de desear, perdemos de vista lo importante: las posibilidades se abren de acuerdo a la situación, no sólo por lo que deseo. El deseo puede malograr lo que se ofrecía como posible si desconoce lo que ha de desearse en cierto momento. Así, para unos el momento de ser justo se ofrece como la oportunidad de ser elogiado.

¿Puede entonces reconocerse tal cosa a desear, con independencia de nuestro criterio? Puede serlo sólo si aceptamos que no poseemos con frecuencia, con regularidad, lo que es bueno para nosotros. Eso quiere decir que afrontamos la vida de la manera más impráctica, porque lo “práctico” nos es tremendamente desconocido a pesar de estar en constante ensayo de nuestras apetencias. No es que nos la pasemos pensando más que actuando, sino que ni siquiera sabemos ya el lugar que “pensar” tiene en nuestra orientación a lo práctico, pues, por ver esa orientación en todo hombre, argüimos que todos pueden realizar aquello a lo tienden de la manera en que les plazca, pues argumentar lo contrario nos convierte, decimos, en tiranos. Toda referencia a la manera en que hay que vivir proviene, para nosotros, de ese constructo llamado cultura, en la cual nos desarrollamos sin saber bien la razón de ello. Lo más que pide la conciencia moderna es el reconocimiento ilustrado de la diversidad.

Puede decirse que el ámbito científico es inmune a los argumentos en torno a lo práctico, pero eso no deja en claro el alcance que la relación entre teoría y práctica ha tenido para el hombre moderno. Es decir, no podemos huir de la pregunta por lo práctico arguyendo que el alcance científico habrá de allanar ese panorama para nosotros. Los hombres de ciencia están sujetos al ámbito de la práctica como el lego lo está. La respuesta a ¿qué deseo?, parece responderse aclarando el objeto que perseguimos, pero eso sería falsear nuestra experiencia de nuevo: lo que perseguimos no está en cada satisfacción, sino en lo que permite la satisfacción misma. El placer por saber no es necesariamente filantrópico, lo cual no quiere decir que se produzca por lo opuesto a la filantropía, pues lo deseado en este caso es el saber, no los seres semejantes a nosotros. ¿Hay deseos que orienten a una mayoría, o sólo existe un artefacto que posibilita que subsistan juntos los deseos de cada hombre? Más allá de si el egoísmo es o no natural, vale preguntarse si desear algo para mí implica sólo el reino personal, cuando sabemos que más de una vez somos triviales en lo común, en la invaluable rareza de nuestro ser que se orienta a algo visible en otros. No podríamos ser únicos si no hay género –en un individuo está el género-. Esto no quiere decir que seamos entes bondadosos por naturaleza, sino que, como lo muestra la envidia natural (en tanto que propia del hombre) miramos al otro a la luz de lo que deseamos de él. El reino de los deseos se esconde velado por nuestras interpretaciones de lo que somos y seremos. Pero eso es más un acicate hacia la verdad, que un pretexto para renunciar a ella.

 

Tacitus

Vericuetos de la acción

Vericuetos de la acción

¿A qué obedece la distinción entre teoría y práctica? Se dice que es por la función anterior, principal del gobierno del pensamiento sobre la obra humana. El argumento es que no se puede hablar de obra alguna sin algo que la distinga: la división atiende a la naturaleza de la razón y su relación con los actos. Aquí se ha dado un salto del pensamiento a la razón, injustificado, pero asumido con licencia por nosotros. El acto, la obra no tienen siempre la misma dimensión: no todo obrar o todo movimiento puede llamarse acción (asumiendo ya esta palabra como campo de la práxis); los movimientos involuntarios suponen, además, la existencia del pensamiento y la razón, que da cuenta de ellos como involuntarios. ¿Qué hace “obrar” a la razón? Aquí se entretejen problemas interesantes, de los cuales destaco el siguiente: hay diferencia en el nivel del acto, y la mayor muestra de ello es la producción creativa (el arte y la técnica) y la acción como movimiento voluntario en que se involucran el deseo, la facultad de elegir y, por supuesto, el panorama causal; evidentemente, ambos están unidos y a la vez separados. La producción requiere distinguir la causalidad en un sentido distinto al conocimiento científico, así como del movimiento del deseo, pues la técnica no sería posible sin las gradaciones de éste. No obstante, no todo acto es productivo en ese sentido. La conexión entre ambos ámbitos puede verse desde el hecho de que la acción es objeto de reproducción o representación: las acciones y los deseos tienen siempre capacidad de asociarse con rasgos poéticos. Imitar a un hombre sería imposible si no fuera así.

Cabe preguntarse por la posibilidad de que la acción sea guiada a través de las facultades naturales del hombre, lo cual es evidente en la experiencia de la elección. No obstante, ¿hay conocimiento alguno del ámbito de la acción? Esta pregunta no puede legitimarse sin antes haber respondido por la naturaleza misma de la acción, que ya dimos como región máxima de la práctica. Recordemos que, al afirmar eso, fácilmente se involucra el juicio de que la acción es una especie de producto de un proceso que se puede guiar al mismo tiempo. La educación modifica la práctica, dogma nada oculto por nosotros. Al hablar de la acción, existe una “teoría” sobre ella, usando esta palabra bajo nuestro significado. La relación es problemática porque expresa la convicción arraigada de que las ideas, en algún sentido, tienen una natural connivencia causal sobre el acto (la palabra, en tanto productiva, ya no se distingue de otro modo). El círculo se expresa mejor: es fácil decir que todo es interpretación porque no distinguimos entre idea, teoría, práctica, producción y naturaleza. No obstante, el problema no se allana bien con una simple aclaración conceptual. Distinguir entre teoría y práctica puede ser superficial si los peligros de la distinción no se nos hacen evidentes en el contexto en el que las vivimos, contexto que, querámoslo o no, el problema de la historia ha perfilado de manera profunda. ¿Qué posibilita que haya un fundamento para la ciencia o para la sabiduría, sin asumirse como, por ello mismo, histórico en tanto definitivo? Esta misma asociación delata una posición desde la que se mira el problema: la relación entre conocimiento y sabiduría. Es claro que el conocimiento científico no permite vislumbrar del todo los peligros que conlleva la interpretación moderna de lo natural, mientras que asumir que existen peligros es hablar ya de una especie de causalidad ajena a ella. El problema no es saber si el pensamiento, en cualquiera de sus ámbitos, puede orientar al hombre; más bien el problema es saber si acaso la inclinación a preguntar por la posibilidad de vivir con justicia se reduce a penetrar en la axiología o si puede haber algo que oriente el juicio del hombre en tanto hombre. La existencia de la ciencia implica que esa respuesta está en alguna medida aclarada, más no necesariamente bien pensada.

Digo que es lícito hablar de la presencia del bien en la acción porque hace falta que veamos nuestro nihilismo en la moralización absoluta de esa palabra. Dicha moralización es un disfraz: se practica como absolutismo para evitar los absolutismos. El bien no se agota con ejemplificar una acción, porque el conocimiento del bien alumbra lo posible y no lo necesario. La acción no es un ente natural, aunque no por ello es radicalmente distinto de lo natural. El hombre actúa no porque tenga músculos o fisionomía adecuada para ello, sino porque requiere de dirigir su modo de vida. Lo requiere porque no le es posible vivir como otros animales: su satisfacción, si bien no necesariamente prueba vestirse de elevación, lo lleva necesariamente a mancomunarse. La política es rasgo de su existencia como animal. Su orientación a actuar no está sólo en la existencia del deseo, pues la acción es tanto deseo, como posibilidad, como fin y, sobre todo, como orientada al bien. Diríamos que ninguno de sus elementos, incluso el deseo mismo, sería inteligible si la realidad de cada uno de ellos no se organizara en torno a la vida misma. La existencia del mal no prueba la falsedad del argumento por la estructura de la acción, pues es más lo que hacemos por ignorancia que por conocimiento adecuado de la situación y de nosotros mismos. Si el hombre puede conocer el bien es precisamente porque se halla limitado de manera que puede distinguir su acto y el de los demás. No es cierto que haya mil criterios como cabezas: la realidad del bien como principio no puede sino demostrar la divergencia en el juicio, así como el consentimiento, incluso en la existencia del prejuicio.

Si se comprende la acción en el nivel más elemental, se verá que hace falta mucho más que la sola moderación para entender la posibilidad de distinguirse en el plano que ella representa. Con riesgo de comprometer la verdad, requerimos doctrinas que nos digan qué hacer, porque nos sentimos incapacitados para responder esa pregunta. Entonces, la división entre teoría y práctica que se hace comúnmente no atiende del todo a la naturaleza de la inquietud máxima. La relación temporal entre ambos elementos sigue siendo cuestión política: la tarea futurista del proletariado enmascaró el terror; la sensación providencial de la tierra prometida en el carisma se viste de misterio para encubrir sus carencias con las nuestras. No digamos que la práctica conlleva sólo los asuntos de la acción humana, porque pensar en torno a nuestro actuar de manera seria implica desenvolver el vínculo entre lo justo y lo temporal, entre la sabiduría posible más allá de los valores y los peligros de lo eterno en la perpetuación de la voluntad. El significado de la virtud no es necesariamente una imposición sobre la forma humana, sino una distinción en lo que nos identifica. El modo de vivir no se transforma, sino que se vislumbra en los actos. Un acto no puede mover la historia, pero la intención de comprenderla quizá no haya sido tan problemática cuando el modo de vida se interpreta como diverso desde la preparación particular. La virtud es posible, no necesaria, como felicidad máxima. Por eso, más que un problema de individuos, es una cuestión ética y política.

 

Tacitus