Confusión Biológica

La opinión popular, que hoy tiende a aceptar el cientificismo de nuestros expertos en materia biológica, dicta que la vida tiene algunas características sencillamente distinguibles: es una condición que gozan las cosas de la naturaleza que nacen, crecen, se reproducen y mueren; o desde una perspectiva menos afín al nivel medio superior de educación, las que tienen nutrición, relación y reproducción. En general la perspectiva nombra todo ser organizado de modo que lleve a cabo funciones que lo mantienen hasta que deja de ser y que propician que se generen otros seres semejantes a partir de él.

Qué fácil suena distinguir lo que es la vida así, sobre todo si en el caso de la humana hacemos consciencia de que nuestra tendencia a reconocernos como un solo organismo es en parte un engaño del tamaño y de nuestra configuración: somos la suma de incontables seres vivos pequeñitos, cada cual con su importante papel, que mantienen su estabilidad dependiente de muchas otros delicados sistemas de balance. Nuestro pensamiento sobre nosotros mismos también es resultado de multitud de operaciones incontrolables. El problema es que nuestra experiencia de vivir se nos muestra como la posibilidad de pensar a voluntad y actuar como juzgamos mejor; y si esas cosas fundamentales están en sus principios gobernadas por pequeños destellos de intercambios energéticos fuera de nuestro control, entonces es evidente que la sensación de ser nosotros los que viven su propia vida es una porción de ilusión.

La gran dificultad de discutir la vida desde esta perspectiva es que la realidad de las operaciones biológicas es incompatible con nuestra experiencia más vital (si se puede decir así). Estuve dándole vueltas y vueltas a los mismos puntos, intentando platicar con alguien que se rehusaba a admitir ninguna otra forma de exposición de la vida que la biológica; y tal vez yo mismo estaba en la misma obstinación de no aceptar como vida las realidades de la rutina química de las células. Y entonces me percaté de que el verdadero conflicto está en creer que una cosa como el equilibrio del sistema químico y otra cosa como nuestra experiencia humana son la misma, y en creer que una explica a la otra o al revés. Ahora me parece más sencillamente que el único mal de la opinión popular es que su dogma incluye esa noción de que nuestra experiencia es en su raíz falsa, cuando la naturaleza de ambas discusiones es de lo más diversa. Es verdad que en la naturaleza hay un montón de cosas de generación organizada que tienen metabolismo y relaciones y homeostasis y nociones compatibles; pero eso no quiere decir que nuestra comprensión de nosotros mismos como una sola vida (a menos que uno esté enfermo no se siente más que uno) sea error por ignorancia. Sobre nuestra experiencia de la acción, del amor, de la amistad, etcétera, habrá de hablarse de otra manera.

¿Hacer Bien o Hacer Libremente?

“Libertad, horrible libertad”.

-Hormiga.

A. Cortés

Me parece muy visible que la mayoría supone que todos los hombres somos libres en principio, y que si no lo somos, deberíamos de serlo. Todo mundo lo dice de vez en cuando, y la televisión, la radio y el cine no dejan de abordar el asunto ora directa, ora tangencialmente. Damos por sentado que es un bien mayor ser libre que no serlo, y que si podemos ganar libertad que no tenemos, es bello hacerlo (quizá no lo digamos así, pero nos admiramos y encomiamos a quienes así hacen). ¿Pero libres de qué somos, o en qué sentido es bueno ser libre?

Creo que cuando decimos que “somos libres” pensamos en ser libres de actuar. Eso es lo primero en lo que pienso cuando se trata de este tema: la elección y la posibilidad de obrar en conformidad con la voluntad. Parece que decimos ésto cuando nuestras acciones las hemos escogido nosotros y las llevamos a cabo. Pero si pensamos en qué pasa al contrario, no estoy muy seguro del punto en el que la libertad se termina: porque podemos tanto ver que una acción no llega a su término por un sinfín de circunstancias, como también que hay veces que no estamos dispuestos a elegir por alguna razón. Allí ya tenemos por lo menos dos aspectos en los que se hace un tanto obscura la noción en el momento de la acción: cuando queremos hacer algo y no nos sale, y cuando no queremos hacer algo que podemos. Además, hablamos de cuando “no nos dejan” hacer algo que queremos en muchos sentidos, ya sea porque nos amenazan, o porque nos apresan, o por alguna otra razón. ¿En qué momento de éstos se deja de ser libre, o acaso hay la posibilidad de ser menos y más? Y encima de todo ello, fíjense que en esas condiciones no ha figurado el juicio al respecto del valor de la libertad confrontado con la posibilidad de vivir mejor. Es decir, la pregunta que no veo que se haga es “¿cuando alguien es libre, inevitable y necesariamente vive mejor?”.

En términos un poco más apegados a las ocupaciones legales, somos libres porque podemos ir a donde nos plazca y hacer lo que queramos siempre que no delincamos en ello. Como nos dicen en la escuela desde que somos muy chiquitos: “tu libertad termina donde comienza la de los demás”. O sea, eres libre de hacer lo que sea que no le quite su libertad al prójimo. Parece que la máxima expresión de la libertad en la que creemos en nuestras escuelas es en la que se da en privado. Y si, entonces, el mal en el actuar es la coerción de la libertad ajena, cuando nos apeguemos a aquello que hacemos al margen de este mal, ¿no estamos en una completa indiferencia al respecto de qué hacemos bien y qué hacemos mal? Porque el mal ya lo pusimos en la deslibertad de los otros, entonces se evidencia una imposibilidad de comprender la acción privada en términos de buena y mala, lo que se hace como sea que se haga, si es en privado, es bueno.

Pero yo no aceptaría tal cosa, y quien eduque a sus niños no dirá que lo mejor que puede hacer es dejarlos solos a hacer cuanto quieran ellos. Ni tampoco que no hay mal hábito posible que respecte a uno cuando está solo. La soledad que se vuelve medida de la buena acción puede fácilmente terminar por privar a los hombres de contacto entre ellos, porque al final nada impide que la constancia de que la libertad no interfiere con la ajena se encuentre en apartarse de los otros. Ahora, a manera de ejemplo, en tal convicción una sociedad fugaz de suicidas no podría ser juzgada por nosotros, porque “cada quién”, es decir, si cada uno se ocupa de lo suyo nada hay de malo, y eso incluye la vida. Quizá se podría decir que lo anterior es exagerado, y que los suicidas sí afectan a los demás porque privan a sus parientes y amigos de la alegría de su compañía, pero tal salida me parece más bien tramposa: si se suicida un amigo mío, y me creo que su libertad termina cuando la mía empieza, no puedo decir que hizo mal porque me puso triste, porque estoy sugiriendo que su acción en realidad era pública por ser para mí, y es contrario a mi propio principio: lo que él hace con su vida no tiene que ver con lo que yo hago de la mía, y es mi asunto si me alegro o entristezco por lo que hacen los demás. Realmente, estoy apartado de su acción y del juicio de la misma si se realiza en el ámbito privado.

En realidad, el conflicto se agrava porque el ámbito privado nunca es un aislamiento total y absoluto de una persona en su relación con el resto de los hombres. Que tengamos privacidad no quiere decir que seamos completamente distintos cuando somos uno y cuando somos muchos. Vivir libremente en este sentido se vuelve entonces una suerte de hacer solamente cuando la acción sea, seguramente, en público como sería en privado. Así estaríamos seguros de que lo que hacemos no puede engendrar ofensas. ¿Pero quién tiene la visión de qué son estas acciones o de dónde la saca? Lo más que podemos hacer es, por comparación con lo propio, pensar en qué es lo que como individuos nos parece ofensivo o indeseable. Surge de allí el precepto: “no hagas a los demás lo que no quieras que te hagan”. La acción ya se nos volvió más bien un asunto de omisión que de verdadero hacer. Ésto es lo mismo que decir: “lo que sea que hagas significa que eres libre, siempre y cuando aceptarías tú que alguien más lo hiciera”. El problema sigue latente: estamos separados en la acción. El vínculo con los demás no se halla por ningún lado, y no parece que pueda yo hacer algo por o para la sociedad; incluso omitir participar de la sociedad se convierte en bondad por sí mismo, es la bondad de la omisión. De pronto está todo de cabeza, y el hombre más libre es el que menos hace.

Ahora, si el bien de la libertad se estima tan altamente, debe ser por algo (y no digo para algo, sino que debe haber alguna razón). Un bien definitivamente hace que quien no lo tenía esté mejor con él que sin él. Si se piensa en cómo mejora quien puede hacer o dejar de hacer a voluntad, seguramente resulta que la libertad es bien por las condiciones de desarrollo que supone para el individuo que puede hacer y decir lo que le plazca en privado, y omitir en público. Parece otorgársele a la libertad el privilegio de ser el camino directo y sin escalas a la mejor vida. Creo que ninguno de los defensores de este tipo de libertad estaría dispuesto a sacrificarla por algún otro bien. “Cada quién lo suyo” dicen por allí, y esa parece la fórmula más justa de quien vive bien, o sin problemas. Pienso en que es de las principales razones por las que se critica a quien gobierna: que restringe la libertad de tales o cuales, más allá de cómo viven los que han perdido la libertad. Parece que se supone directo el efecto: sin libertad, no hay buena vida. Igualmente en la programación televisiva, y en propagandas para gobernar. Que el tema de la “seguridad” sea tan importante durante las campañas de los posibles gobernantes no está aislado de ésto, de hecho es ésto mismo: “seguridad ¿de qué?”, pues de hacer lo que se quiere (sin delinquir) sin el temor de ser privado de la vida o de la libertad. “Pena de muerte a los secuestradores”, dicen unos demagogos, ¿y por qué atraen tanto con tan ominosa propuesta? Pensando en todo ésto, yo por lo menos, no me imagino una película o una caricatura hoy día en la que se honre y loe al protagonista por ceder su libertad a cambio de, no sé, dinero, o tranquilidad, o cualquier otra cosa.

De cualquier modo, es una cuestión bastante obscura, porque no estoy muy seguro de que cuando tomemos decisiones y elecciones en lo cotidiano estemos haciendo lo que nos place por completo. Tampoco de que cuando omitimos, lo hagamos por suma y absoluta voluntad. Y si hay condiciones en las que las acciones se llevan a cabo, y esas condiciones existen en toda toma de decisión, entonces la libertad no puede ser tomada en abstracto pensando en la pureza de la decisión. Más bien hay que pensar en esta acción concreta, en aquella otra, en quién las realizó y en qué circunstancias. Todo ello sólo nos pone en guardia al respecto de los discursos sobre la libertad, tema dificilísimo. ¿Qué diablos es tal cosa? ¿Por qué preferimos hablar de eso, y no hablamos tanto de la buena acción? ¿Qué no hay mejor y peor? Mi temor es que no nos interese la buena acción por todo lo anterior, porque demos por sentado que con esta comprensión de libertad, toda acción libre es buena. Pero si tenemos la más mínima duda, entonces ya no sirve hablar de libertad sin bien, ni de acción en abstracto. Más bien habría que ponernos a juzgar, o en todo caso, a decir con razones de peso por qué no cabe el juicio. Y así tenernos a nosotros mismos en la tan famosa “tela de juicio”, que envuelve una acción. Si decidimos y elegimos, ¿lo hacemos bien o lo hacemos mal? Esas preguntas me parecen de suma importancia. Y en lugar de preocuparnos tanto por si unos están respetando la libertad de expresión de estos otros, o cosas así, creo que valdría más preocuparnos por si lo que cualquiera de ellos está expresando es bueno o malo y en qué sentido.

Vanidad y Juicio.

La vanidad es sin duda uno de los puntos medulares de la critica que hace Nietzsche al cómo se han realizado los juicios valorativos de las acciones humanas, las implicaciones que surgen de esta problemática acontecen en todos los ámbitos en los cuales el hombre se encuentra inmerso, como se expondrá a continuación. Para observar el cómo se va desarrollando esta critica, atenderé a dos obras del filósofo, Humano demasiado humano y El viajero y su sombra, dentro de la primera obra las sub-secciones:  La Inocencia de la perversidad e Irresponsabilidad e inocencia. En cuanto a la segunda obra mencionada, fijaremos la atención en: De la experiencia más intima del pensador y Querer ser justo y querer ser juez. En las primeras secciones mencionadas se puede observar la teoría que realiza Nietzsche en torno a la Irresponsabilidad de los actos, en las siguientes, ésta se relaciona con la vanidad y sus implicaciones de manera más detallada.

 

Durante milenios, siglos, décadas, la historia de la moral y el comportamiento humano, nos han mostrado la creencia de que el hombre posee la libertad de elegir que le es mejor y que le es peor para su desarrollo como individuo, así como también el hecho de que posee los medios suficientes para ser conciente de las implicaciones de sus actos, se le ha dado a la humanidad un poder inmenso para emitir juicios valorativos, se ha creado la idea de un hombre que es en sí y para sí, un hombre en el cual todas acciones son a partir de él y para él. Un individuo libre, omnipotente, capaz de dar valor a todo aquello que lo rodea. Un hombre ahogado en su vanidad. Un ejemplo básico; el comer, lo primero que mueve al individuo para realizar esta acción es, el impulso natural, el deseo de satisfacer sus necesidades primarias, el estómago pide alimento con urgencia, “ruge”, es una exigencia, sobreviene la reacción, buscar algo para satisfacer esta exigencia, es aquí donde entra otro factor, la opción de ingerir lo primero que este a la mano, o bien, algo más suntuoso, una torta de jamón, o una baguette con jamón serrano, queso parmesano y demás condimentos. ¿Qué podrá ser más placentero? ¿Ingredientes simples y a la mano, o ir en búsqueda de otros y realizar el proceso de mejora?. 

 

Es, en la necesidad de completud, que el hombre busca más de lo que está a su alcance, la creencia de que merece algo mejor, más placentero, y que su esfuerzo forzosamente conlleva la gratificación, un mérito. Es así, que pone calificativos a las acciones que realiza en cuanto a la satisfacción de su deseo y en su mejora.  Si de necesidades básicas, damos un salto a las acciones morales, el hombre se ve inmerso en un complejo sistema de acciones con las cuales se añada una gratificación, un reconocimiento. La demostración de superioridad frente a otros, es el motivo mediante el cual el hombre ve realizada la su obra. “Un solo deseo del individuo, el del goce de sí mismo (unido al temor de frustrarse en él), se satisface en todas las circunstancias, cualquiera que sea el modo como el hombre pueda, es decir, deba obrar… Los grados del juicio deciden en que dirección se dejara arrastrar cada uno por este deseo…[1] El hombre pese a todas las ideologías sociales o religiosas, tiene la necesidad de sentirse dueño de sí mismo, de saberse libre de optar y libre de actuar, aunque sus acciones afecten a terceros, éste orgullo desmedido de mostrar de lo que es capaz, para así sentirse en paz consigo mismo, y con la creencia de que esta forma de ser, le permite un conocimiento real y certero de sí mismo. O bien que es su voluntad la que ha actuado.

 

Esta perspectiva del hombre y su vanidad, se ve reflejada tanto en arte como en ciencia, religión o filosofía, como consecuencia de la creencia en el carácter independiente de los valores, la moral tradicional creyó también que las leyes morales valen para todos los hombres: si algo es bueno es bueno para todos, si algo no se debe hacer no es correcto que lo haga nadie. Esto es, precisamente, lo que indicaba el imperativo categórico kantiano y la conclusión a la que se podía llegar también a partir de la consideración tomista de la ley moral como consecuencia de la ley natural, y ésta de la ley eterna. Nietzsche niega este segundo rasgo del dogmatismo moral: si realmente los valores existiesen en un Mundo Verdadero y Objetivo podríamos pensar en su universidad, pero no existe dicho Mundo, por lo que en realidad los valores se crean, y por ello cambian y son distintos a lo largo del tiempo y en cada cultura. Una vez criticado el fundamento absoluto que sirve de soporte a la validez de la moral, no se puede pensar en su universalidad. Los valores morales no tienen una existencia objetiva, no existe un ámbito en el que se encuentren los valores como realidades independientes de las personas, no existen los valores como una de las dimensiones de las cosas, ni como realidades que estén más allá de éstas, en un supuesto mundo objetivo. Los valores los crean las personas, son proyecciones de nuestra subjetividad, de nuestras pasiones, sentimientos e intereses, los inventamos, existen porque nosotros los hemos creado. Sin embargo, es frecuente olvidar este hecho, de ahí que habitualmente los vivamos como objetivos y los sintamos como mandatos, como exigencias que vienen de fuera (de la ley de Dios, de la Naturaleza o de la conciencia moral). El dogmatismo moral consiste precisamente en olvidar que los valores dependen de noso­tros, consiste en mantener que tienen una existencia objetiva.

 

En su teoría de La irresponsabilidad de los actos vemos que Nietzsche llama al lector a un análisis de la inocencia, o la falta de conciencia que es propia de los actos realizados, la fuerza primordial que determina el curso de todas las cosas no es consciente, aunque esporádica y fugazmente se manifiesta de este modo precisamente en nosotros, los seres humanos; pero incluso en este caso la conciencia no tiene carácter sustantivo, ni crea un nivel de realidad nuevo o independiente.

 

En esta visión podemos notar primeramente las modificaciones de los términos desde una perspectiva social y de cómo este modo de vida es desde ambos casos llevado hacia el ámbito moral, puesto que estos son modos de vivir, de un lado con mayores posibilidades de satisfacción, con acciones enfocadas a una finalidad meramente individual, es decir, acciones que permiten el bienestar del individuo que las realiza, su conservación, su obtención de placer en mayor medida, casi necesario.

 

Sin embargo el hecho de que el hombre por primera vez se enfrente a una realidad en la que el no es dueño de sus actos, y por consiguiente no es dueño de sí mismo, es un trago muy amargo puesto que su mundo se ve destruido y en caos, “La completa irresponsabilidad del hombre respecto a sus actos y a su ser es la gota más amarga que el investigador tiene que tragar, cuando se ha habituado a ver en la responsabilidad y el deber los títulos de nobleza de la humanidad. ”[2]

 

Pero, ¿qué sucede frente a esto?, en primera instancia, el hombre se hace conciente de que no es libre, y que aquello que había juzgado pierde su valor, y por ende, la jerarquía en la que se había situado se derrumba ante sus ojos sin que el pueda detenerla. Todo es necesidad. Y todo acto realizado satisface esa necesidad, es con miras hacia ella y para ella. El placer que se obtiene es simplemente eso, no tiene grado de bueno, ni de malo. Pero muy pocos son lo que realmente quieren acercarse a esta realidad, ya que ella sólo causa angustia, temor y dolor.

[1] Nietzsche, Friedrich, Humano demasiado humano, EDAF, 2003, España. 

[2] Nietzsche, Friedrich, Humano demasiado humano, Biblioteca EDAF, 2003, España.