La peligrosa reflexión

Peligroso oficio es el de reflexionar, estimado lector. Tan peligroso es que temo una reacción negativa si te cuento qué me lleva a afirmar esto. Pero luego de reflexionar brevemente he llegado a la conclusión de que la reflexión puede conducirnos a la mesura. De cualquier manera, la importancia del asunto me orilla a escribir algunas reflexiones sobre las que a continuación leerás.

Leía tranquilamente a lado de una jardinera, tan tranquilo que si me hubieras visto, curioso lector, pensarías que el libro y yo nos habíamos vuelto uno; yo le daba mi vida a las frases que leía, ellas me daban la suya; vagábamos por senderos accidentados, intentando caminar por pasos firmes, seguros, que nos permitieran alumbrar nuestra realidad. Pero un oscuro designio cayó ante mí sorpresivamente y, como si no pasara nada, inclusive me saludo sonriente, ignorando lo funesto de su presencia; yo le devolví el saludo con una ignorante sonrisa, pues no tenía intenciones de abandonar mi lectura. Seriamente mi amigo, que por su seguridad llamaré Pedro, me preguntó: “¿has reflexionado sobre el acoso?” Su pregunta, el tono en el que me la formuló y la cercanía que tenía hacia mí en la jardinera, me hicieron guardar el libro en mi mochila y responderle con un vacilante movimiento de cabeza. Un poco más tranquilo, pero con una mirada vehemente volvió a atacar: “¿has reflexionado, específicamente, en qué podría ser considerado acoso y qué simple coqueteo?” Muy sorprendido por la concreción de su pregunta, pues mi amigo no suele interesarse por los asuntos concretos, le respondí: “Bueno. Como podrás imaginar no le he dedicado años enteros al tema, pero sabrás que el asunto, como en toda interacción que involucra las pasiones de dos o más personas, se trata de algo sumamente complejo y, por ello, sólo lo he pensado brevemente. Te agradecería que me contaras por qué te preocupa tanto.” Girando con un rápido movimiento, quedándose de perfil ante mi vista, me contó: “Está bien, creo que necesito desahogarme. La otra vez invité a Nancy (otro nombre ficticio) a salir; sabes que me gusta mucho, que me encanta, que valoro muchísimo lo que hace, la admiro y mis pretensiones hacia ella son sumamente serias. Como te decía, la invité a salir. Pero ella parecía dudar, parecía apenada, no, apenada no. Más bien se encontraba indecisa por un motivo acorazado en su pecho. Creo que se tardó mucho en contestar o quizá no tanto, no sé bien. Justo cuando di todo por perdido, cuando creía que me iba a decir un rotundo no, se me ocurrió decir: “y no aceptaré un no como respuesta”.

Apenas me percaté que mi amigo se levantó; empezó a caminar y a buscar respuestas sin quitar su mirada del suelo; al parecer no sabía qué decir. Luego de un par de vueltas delante de mí, recobró la calma, se sentó y con un hilo de voz soltó: “Luego de decir esto, ella se alteró como nunca la había visto en mi vida. Se sonrojó como un jitomate, o creo que como una manzana, como sea, segundos después me gritó ‘¡esa es una frase de violador!’. Verdaderamente atónito no supe qué decir. Quería que me pegara, creo que me lo merecía. ¿Todavía me lo merezco? Pero simplemente se fue. Desconcertado, le pregunté a una amiga feminista si había ofendido a Nancy en algún sentido y ella sin vacilarlo sentenció: ‘la acosaste’. Confundido, vine a ti por una segunda opinión, pensando que tal vez me ayudarías a ver qué hice. Quizá sólo quiero que me digas que no dije nada malo. Jamás le diría nada malo a ella.” Ahora el atónito era yo. Temía decirle a mi amigo algo que lo alterara más. Pero supuse que mi sinceridad y algo de mesura le caerían bien. Así pues, le dije: “como ya te dije, toda interacción humana parte de un contexto complejo. Por lo que me dices, y porque conozco tu carácter, sé que usaste la frase ‘no aceptaré un no como respuesta’ sin una actitud coercitiva, es decir, no la querías obligar en contra de sus deseos. Me parece que sólo le querías manifestar lo mucho que deseabas salir con ella, así como lo doloroso que hubiera sido para ti un no como respuesta. Si bien las frases hechas tienen una base en la experiencia común, no todas las personas las usan de la misma manera; habrá quienes sí quieran obligar a una mujer a salir con ellos cuando usan esa frase, es decir, que quieran imponerse, mostrar su fuerza y suponer que ellas son débiles (puede ser que, en una idea bastante extraña de la atracción, crean que a las mujeres les gusta eso, el que ellos se impongan), en ese caso sí estaríamos hablando de acoso.” Me detuve un poco a observar el rostro de mi amigo. Estaba sumamente atento, como nunca antes lo vi. Pero no supe si se encontraba más tranquilo o si lo había noqueado por alguna frase involuntaria y su calma se debía a una especie de resignación.

Luego de casi un minuto continúe, no sin detenerme varios segundos luego de pronunciar cada frase: “Lo que no sé si sea correcto afirmar es si esa es una frase de violador. Eso sería suponer que la frase siempre se utiliza para obligar a una mujer a decir lo que el hombre quiere que diga, lo cual es no ver la multiplicidad de intenciones con las cuales se puede pronunciar una misma frase, las complejidades de los contextos, ni los muchos caracteres humanos. Una misma persona puede usar una frase hecha, conocida por todos, para reír, llorar o lamentarse. ¿Una frase puede definir ya no las intenciones de alguien, sino a una persona?, ¿somos siempre conscientes de lo que decimos y todo lo que desencadenarán nuestras palabras? ¿Qué piensas de todo esto, Pedro?” Mi amigo parecía pensativo o distraído, pero no podía deducir si se encontraba más tranquilo. Justo en el momento de la respuesta, un grupo de mujeres se nos acercó y nos pidió con poca amabilidad que nos marcháramos, que ese espacio (estábamos en una universidad) no era para gente con ideas retrógradas que además defienden ideas violentas. Intenté decirles que nosotros lejos estábamos de ser personas violentas o que defendieran esa clase de ideas. Pero ellas argumentaron que nuestra plática las había ofendido, mucho más porque habíamos hablado de modo muy acomodaticio, sin tomar postura, como esa gente que nunca quiere quedar mal con nadie y por ello no ve las mayores problemáticas sociales. Dado que ellas eran seis y no queríamos confrontarlas, nos alejamos no sin antes disculparnos, por si habíamos dicho algo que las hubiera molestado. Con paso tranquilo nos alejamos, pero desafortunadamente mi amigo estaba más intranquilo que cuando llegó. Para finalizar nuestro tema le aconsejé: “Habla con Nancy y explícale a detalle lo que quieres con ella sin olvidarte de ofrecerle una disculpa por tu impaciencia. Seguro que ella podrá entenderte. La última vez que la vi, hablamos y me contó una historia agridulce: ‘¿Qué crees que leí? Según un ruso mandó al hospital a otro ruso porque estaban discutiendo sobre Kant. Aparentemente estaban borrachos, pero vaya que la reflexión es peligrosa, al menos para ciertas personas. Lo desafortunado es que no decían cuáles eran las posiciones que cada uno defendía; puede que el agredido necesitara el reposo.’ Ves, una persona como ella sabrá comprenderte.” La risa de mi amigo ante la anécdota me tranquilizó.

Yaddir

El show de Harvey

“Empezamos la serie con un reportero que ha intentado denunciar estos asuntos delicados de los que nadie ha querido hablar en el ambiente; cae el gran personaje del espectáculo y tenemos montañas de público, acrecentadas por la prensa y casi todos los programas que te puedas imaginar, incluso las cadenas de noticias internacionales”, dijo el escritor del show al productor. “Suena impactante la idea, pero ¿quién querrá caer?”, respondió el afamado productor. “Los grandes movimientos siempre deben tener grandes mártires”, contestó el escritor. “Ya veo. Yo sería el protagonista”, espetó para sí el empresario. “Sería totalmente tu serie, Harvey” zanjó el creativo.

Harvey había trabajado durante décadas con grandes directores, guionistas, actores, bailarines, artistas reconocidos por la crítica más exigente y que, además, sabían producir dinero. Sus premios eran tantos como el dinero que tenía. Pero siempre hubo algo de falsedad en todo ello; el mundo del celuloide estaba demasiado lejano de la realidad, y esa era su realidad, vivir a costa de la fantasía. Quiso hacerse un personaje, uno del cual nadie dejara de reaccionar ante él. “Ya no estamos en tiempos de héroes”, se decía, “los villanos arrepentidos o los incomprensiblemente malvados son los personajes que la gente quiere ver”. Recordaba cómo había comenzado a volverse una persona detestable, cómo disfrutaba el silencio de aquellas a quienes había perjudicado, así como el de sus amigos que se habían vuelto sus cómplices; su poder, su influencia era demasiada. Con todo, no se sentía, ya no digamos a gusto, sino pleno. Había hecho lo que había querido; había ganado lo que cualquiera en la industria quería; ahora tenía que ser un personaje que ninguno de sus directores y escritores habían podido darle hasta ese momento. Nunca pudo concretar el proyecto de llevar a la pantalla personajes auténticamente shakesperianos, goethianos y dostoyevskianos, para un devoto del teatro y la literatura, eso era un crimen. Él sería ese personaje, aquel poderoso que por su descontrol, por el mal que no quiso contener, se cae, es linchado, se quiere arrepentir, pero quizá no pueda hacerlo. “¿Me arrepentiré porque quiero hacerlo o porque así lo dicta el guion?” se preguntó justo antes de tomar su celular y marcarle a su escritor.

“Tienes razón, no sólo es original tu proyecto, nadie podrá mantenerse callado ante lo que desencadene”, señaló sonriendo el productor. “Sabía que sabrías apreciarlo” manifestó orgulloso el guionista. “Pese a que tengamos bien ideadas las primeras dos temporadas, ¿has planeado qué tanto se extenderá?, ¿has pensado en el final?”, cuestionó mientras caminaba el protagonista. “Esas son buenas preguntas. La gente decidirá el número de temporadas”, respondió. “¿Eso quiere decir que tendremos que cambiar de protagonista? Por supuesto. Podemos incluso mezclar los protagonistas con las actrices secundarias”, planeaba el empresario. “Será un éxito. Al público siempre le gusta participar en las hogueras. ¿Le llamo o le llamas al reportero? Conseguí su número con ‘el seductor’”, dijo emocionado el planificador. “Llámale. Quizá reconozca mi voz. No nos conviene que sea consciente de su papel”.

Yaddir