Hay imágenes tan bellas que al presentarse ante nuestros ojos cambian para siempre lo que somos, algunas nos deslumbran con su apariencia y nos pierden: Eva cambió el paraíso por la apariencia apetitosa de un fruto que encierra a la muerte. Pero, otras imágenes son humildes y en lugar de cegar a quien las ve le devuelven la vista, pues en su humildad están llenas de luz verdadera: tal es el caso de la imagen que se presenta ante nosotros, cuando contemplamos al fruto que da vida desde el árbol que es la cruz, esta imagen convierte y mueve al hombre para que abandone una vida vacía y la cambie por la belleza que trae consigo la santidad.
Tal pareciera que el poder de las imágenes es considerable, pero éste depende de nuestra capacidad para entenderlas y vivirlas, no faltará quien vea una manzana en el fruto prohibido, y por ende nada de malo en comerlo, y tampoco lo hará quien vea a un hombre sufriente e ignorante en el crucificado, y por lo mismo incapaz de dar vida eterna al hombre, la cual a su vez es mal entendida.
La imagen sólo cambia a quien puede verla como tal, así como la palabra sólo es entendida por quien puede oír y reconocer que lo hace.
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El Jardín de Adán
Antes de juzgar la labor del jardinero como un trabajo fácil, o indigno por exigir un constante contacto con la tierra, habrá que preguntar a Adán si el cuidado de un jardín es efectivamente un quehacer sencillo.
Como único habitante capaz de darnos razón sobre las maravillas que componen al jardín más famoso del mundo, él nos podrá decir si lo que ahí se encuentra es digno de ser observado constantemente. Es verdad que Adán no sembró el jardín en el que vivía antes de conocer la paternidad, pero también lo es que lamentó amargamente la pena de tener que abandonarlo.
Pero aún cuando no sembró el jardín sí cultivó sus frutos, sí los nombró y cuidó de todo lo que en él había, estaba realizando un buen trabajo hasta que dejó de ver el jardín completo por concentrarse sólo en la presencia de un árbol.
Hay quienes son injustos con el jardinero que colocó a Adán en el jardín, dicen que su capacidad para cuidarlo era poca y que la responsabilidad que implicaba dicho cuidado era demasiada para los frágiles hombros del hombre que saliera del barro.
Pero la confianza del jardinero en el cuidador no es vacía, ni está llena del amor que ciega a los padres que ven en sus hijos un cúmulo de perfecciones y ninguna ausencia de las mismas, aún cuando Adán debió salir del Edén, éste sigue llevando algo del mismo consigo.
Eso que lleva con él, es lo que le hace sentir nostalgia por el jardín, y es lo que hace que sus descendientes pretendan tenerlo cerca, aun cuando no se han mostrado del todo dignos de regresar al mismo, y que siempre realicen ensayos para traer de nuevo las delicias del jardín a su lado.
Lo que no ven quienes pretenden esto último es que es imposible tener a la mano un bello jardín cuando se ha despreciado a todas luces el trabajo del jardinero, y sólo se confía en quien incapaz de cuidarlo debió dejarlo por su interés en contemplar otras cosas que van mucho más allá del Edén mismo.
Maigo.
Hábitos y Condena
Entonces se les abrieron los ojos y se dieron cuenta de que estaban desnudos, y se hicieron unos taparrabos cosiendo unas hojas de higuera.
Gen. 3,7
La acción diaria dice de nosotros lo que somos, de ahí que debamos ser cuidadosos al comenzar el día, pues lo que vamos haciendo en el trascurso del mismo irá mostrando lo que hemos sido hasta el momento y en cierto modo va dibujando lo que haremos al día siguiente.
Hay quien ve esto como una exageración y señala que los actos que se llevan a cabo diariamente no han de cambiar en nada el curso de nuestras vida, pero no se trata aquí de pensar en grandes cambios, no todos los días nos encontramos con la posibilidad de comer el fruto prohibido, y no todos los días se abre el paso franco a la muerte, al dolor y al trabajo; no, ahora lo importante pensar es en los actos que se llevan a cabo todos los días, aquellos que por ser cotidianos nos dicen quienes somos.
Cuando Adán se encontraba en medio del jardín del Edén tenía un solo trabajo, debía cuidar del jardín y nombrar a las creaturas que en él se encontraban, colocar un nombre es algo fundamental si es que lo pensamos bien, y no sólo porque de ahí en adelante lo nombrado sea denominado de una manera y no de otra, sino porque hace del ser que nombra un ser que conoce y toma en cuenta lo nombrado.
Si Adán deja de nombrar a lo que hay en el Edén éste corre el peligro de olvidar lo que ahí se encuentra, de no tomarlo en cuenta y de descuidarlo en todos los sentidos posibles. La acción diaria de Adán lo hace ser habitante y protector, al mismo tiempo que corona de la creación.
Si pensamos un poco sobre el cambio que recibe la actividad de Adán cuando éste ha probado el fruto de la ciencia, entonces quizá alcancemos a comprender por qué el hombre ya no podía continuar viviendo ahí. El conocimiento que pudieran obtener Adán y Eva una vez que comieron del fruto prohibido cambió en algo su hacer diario, su hacer de todos los días, lo que podía ser visto por Dios ahora había sido abandonado y cambiado por otro, uno que ambos decidieron ocultar por vergüenza.
Viéndolo así, el pecado que cometieron Adán y Eva no fue el de haber comido de un fruto prohibido, sino el de haber abandonado su diario hacer para cambiarlo por otro. Antes de comer Adán se dedicaba a nombrar y a cuidar de la creación, después de hacerlo se ocupó de notar cuán desnudo estaba, lo que significa simple y llanamente que cambió la dirección de su mirada y por ende sus preocupaciones diarias, es decir, cambió él y con ese cambio se hizo indigno de permanecer en el paraíso.
Considerando las graves consecuencias de un ligero cambio de dirección en la mirada, y de unos instantes realizando una actividad que no es la propia de la vida que se supone queremos conservar, no puede dejar de resultar mucho más curioso que haya quien vea a la vida como un cúmulo de momentos claves y traumáticos, y no como un continuo suceder de movimientos, todos determinados por la acción que se va decidiendo en cada instante.
Maigo.
El tiempo y el nombre.
El primer acto de Adán en el paraíso fue conocer a las criaturas que lo habitaban y darles un nombre (Gen 2,19). De igual manera lo primero que hizo al estar fuera del Edén y ver a su compañera fue cambiarle el nombre de Varona a Eva (Gen 3,20) a fin de recordar mediante su nuevo nombre la promesa de salvación que acompañó a la expulsión del paraíso.
Adán comienza su existencia dentro y fuera del Edén nombrando a lo que le rodea, acto que muchos interpretarían como una forma de tomar posesión de aquello que debe dominar o que dominará durante el resto de su existencia. Seguramente quien interprete el nombrar como un primer acercamiento hacia el dominio de lo que nos rodea, ve en este acto lo que realizaban los conquistadores cuando tomaban tierras en nombre del rey al que servían.
Pero, recordando que Dios encomienda al hombre el cuidado de las criaturas a las que nombra (Gen 2, 15), vemos que en el acto de nombrar no sólo cabe la posibilidad del dominio y la explotación de los recursos que se van nombrando, también entra la necesidad de conocer y cuidar de aquello que se nombra.
Esto es lo que se sabe de la naturaleza del nombre conforme al mito de la creación más socorrido después de la Teoría de la evolución, que va dando al hombre la posibilidad de nombrar lo que le rodea conforme va adquiriendo la capacidad de razonar. Independientemente de cuál de las dos ideas resulte más persuasiva o agradable lo que no podemos negar es que en ambos casos la capacidad de nombrar a lo que nos rodea es lo que nos distingue como seres humanos del resto de los seres que hay en el mundo.
Sin embargo, al explorar la naturaleza del nombre no hemos de conformarnos con ver cómo fue que empezamos a nombrar las cosas, o cuál fue el primer nombre que el hombre puso a lo que no es él, el verdadero problema respecto al nombre es qué hacemos al nombrar. Para responder a ello veo dos caminos, o nombramos a fin de delimitar dónde comienza y dónde acaba algo, es decir lo hacemos de manera convencional, o bien nombramos a las cosas o personas para distinguirlas del resto, una vez que ya hemos visto cómo son.
El asunto no es fácil, y sería mucha pretensión pensar que en unas cuantas líneas es posible responder al mismo. No es la intención de este texto dar respuesta a cómo es que nombramos las cosas, o para qué lo hacemos, más bien espero que veamos el valor que tiene el nombre y el uso de la palabra que nos permite nombrar.
Que resulta difícil nombrar es algo que experimentamos constantemente, al menos cuando consideramos que el nombre acompañará a aquello que nombramos por el resto de su existencia; a una mascota la denominamos para reconocerla, lo hacemos con la esperanza de que atienda a nuestra voz cuando emitimos el sonido que conforma su nombre, la nombramos al ver aquello que la distingue de los que le son semejantes –o al menos eso hacemos cuando nos tomamos el tiempo de observarla- curiosamente lo mismo pasa con un ensayo o cualquier otra obra que salga de nuestras manos. Tratándose del acto de nombrar sólo se consigue llevarlo a cabo hasta haber conocido más o menos la naturaleza de aquello que nombramos, y sólo nos ocupamos de nombrar aquello que nos importa.
Tal pareciera que sólo cuando algo no nos interesa lo suficiente no prestamos atención al nombre que ponemos a las cosas. La ligereza al nombrar no sólo indica la poca importancia de lo nombrado, también habla del descuido por lo que nos hace humanos, es decir, del descuido de la palabra, el cual se paga al costo más elevado, es decir, con el descuido de lo que el propio hombre es.
Nombrar antes de conocer a lo nombrado es una forma de descuidar al nombre y a lo nombrado, pues lo que denomina a lo nombrado deja de ser algo conforme a su modo de ser en el mundo y se convierte en un sonido hueco, que bien puede endulzar al oído, pero que deja de significar algo en cuanto lo denominado de esa manera se presenta y muestra lo discorde que es su ser con el sonido al que atiende cuando es llamado. Este acto apresurado es una forma de señalar que junto con el descuido por la palabra que nombra, entra el descuido por lo que con ella es denominado, porque en lugar de esperar a ver qué es lo que distingue a lo que recibe el nombre, se denomina a lo que aún no se ha presentado ante nuestros ojos, a arriesgándonos con ello a que el nombre no nos diga nada de lo nombrado, y a que la palabra se convierta en un sonido hueco, así como hueca se torna nuestra capacidad de nombrar.
Sin tomarnos el tiempo para nombrar a lo que nos importa, es decir, sin dejar que eso a lo que nombramos se muestre tal cual es, el nombre deja de ser un distintivo y ya no nos dice nada sobre lo nombrado, al grado de que podemos encontrarnos con lugares llamados “Jardín de las delicias” sin que tengan algo que pueda deleitar a los sentidos, o con personas o cosas cuyo nombre no se relaciona con lo son.
Así pues resulta irónico que nombremos descuidadamente por ahorrarnos el tiempo que supone conocer a lo sombrado antes de darle el nombre, y que este descuido nos obligue a tomar más tiempo para conocer aquello que ha sido nombrado al tun tun, con la prisa y el arrepentimiento de ver que lo nombrado apresuradamente sí era lo suficientemente importante como para haberle dado tiempo de mostrar sus cualidades y de ganarse con ello un buen y bello nombre.
Maigo.