Con la esperanza de lo que me enseñaste en la vida, no te digo adios, sino hasta pronto.
Descansa en paz que con tu cansancio ya muchos descansaron.
Maigo
"Una docena de años viendo cómo se parten por docenas otras cosas en el mundo"
Con la esperanza de lo que me enseñaste en la vida, no te digo adios, sino hasta pronto.
Descansa en paz que con tu cansancio ya muchos descansaron.
Maigo
No voy a negar que me duele tu ausencia, saber que no te veré más no es algo agradable, saberte refugiado en el seno de la tierra hiela mis sentidos y llena mis ojos con copiosas lágrimas, una más amarga que la anterior.
Sin embargo mi dolor deja de ser sólo mío cuando veo que no sólo yo siento tu ausencia, al elevar la mirada entre los montones de tierra mi dolor se acrecienta ya no sólo por la falta que siento, sino por la que veo en torno tuyo.
Me duele tu ausencia, pero también me duele el vacío que dejas en tu casa, se quedan ahí unos hijos sin padre y una esposa sola para cuidar de ellos, todos llorando y siento a una el mismo dolor…
Me duele su dolor, pero no sólo son ellos se van con el alma partida al dejarte en la tierra, se va tu madre privada de su hijo, se van tus hermanos y hermanas, tus muchos sobrinos y tus siempre fieles amigos, quienes sienten que algo de sí mismos dejan junto contigo.
Me duele tu ausencia, pero ese dolor no es único pues muchos nos acompañamos en él.
Maigo.
Y si me hundo en mi nostalgia, ¿quién habrá de sacarme ahora?
¿Y si me pierdo en el olvido, quién me hará recuperar el camino?
Porque dos mil cinco era el año y septiembre corría, un jueves llegaba y veintinueve era el día…
Hiro postal
«A nadie pertenezco, y a todos; antes de entrar, ya estabas aquí;
quedarás aquí, cuando salgas.”
Diderot
Ya era hora, le dijo su padre. No supo de qué, ya había hecho la tarea, ido al fútbol y al inglés. Era lunes, no había clase de piano y, como siempre, no era hora de ver televisión. Hora de qué, se preguntó de nuevo. Pero apenas iba a tomar los kilos de valentía que siempre se requerían para hablar con su padre, éste se le adelantó. Ya era hora de crecer, de ni siquiera ser niño grande. Era hora de ser hombre. Pero ¿y esa hombría en qué consistiría? Se animó. Le preguntó. Luego un silencio violento y avallasador. Luego palabras desesperadas. Un hombre era el que ya no jugaba, sino el que trabajaba. El que solito vivía y se mantenía. Así que era hora de que pensara qué estudiaría, qué licenciatura, maestría y hasta doctorado haría. Que planeara bien, cuánto dinero necesitaba y cuánto ganaría. Eso era la hombría; tener las mil especializaciones, trabajo y dinero. Tener un cuerpo saludable y contento. Tener seguro de vida y seguro médico. Casa, vestido y sustento. Crecer era tener la cartera y el currículum bien rellenos. No. No era cosa de encontrar al amor de su vida. Ser hombre mucho menos tenía que ver con ser valiente, honorable o prudente. Uno no debería crecer hasta no ser mejor persona, se atrevió a pensar. Pero ya era demasiado tarde. Ya no había tiempo de curiosear; era hora de ser grande y madurar.
PARA APUNTARLE BIEN:
“And I’ll dance with you in Vienna,
I’ll be wearing a river’s disguise.
The hyacinth wild on my shoulder
my mouth on the dew of your thighs.
And I’ll bury my soul in a scrapbook,
with the photographs there and the moss.
And I’ll yield to the flood of your beauty,
my cheap violin and my cross.”
― Leonard Cohen en Stranger Music
MISERERES: Según la fundación City Mayors, Mancera es el alcalde del mes. Sin embargo, muchas de sus acciones han sido cuestionadas por más de uno: desde el caso en Coyoacán (construcciones ilegales) hasta los desaparecidos en la Zona Rosa. Muchas promesas y palabras pero, dicen muchos, nada se está resolviendo. Y la violencia en todo el país sigue: balaceras en Toluca, Naucalpan, Santa Fe, en la carretera México-Querétaro, en Jalisco. En todas, por lo menos, hay un muerto. Todas fueron, además, en los últimos cuatro días.
LA DESPEDIDA: La covacha del soponcio se va. Esperando que sea sólo un ratito y no un para siempre.
“Febrero loco”,
mi corazón por vos;
“marzo otro poco”,
pasa el tiempo veloz.
Abril robado,
según canta Joaquín.
Calor de mayo,
tú y yo en el jardín.
Juntos, por junio,
varios meses ya son.
Asueto en julio:
sentirás mi pasión.
Adiós me dirás
en agosto sin más
y al mes que viene
mi olvido retiene.
Lunas de octubre,
sollocen conmigo:
¡Luto salubre,
noviembre perdido!
Diciembre glacial,
se acerca el final.
Mientras yo espero
la cuesta de enero.
Hiro postal
Dedicado a la veci que tan sólo me dejó un cochino encendedor y unos pinches discos
¿Qué decir, qué hacer ante la partida de un amigo? ¿Cómo sostenerse en pie y dejar atrás tantos recuerdos, tanta dicha vivida?
Porque los recuerdos lo acechan a uno. Se arremolinan locos y chapotean entre sentimientos que no terminan de aclararse y tan sólo señalan el sendero de la ausencia por venir. Pero la ausencia no llega. Está, pero no llega. Aparece a ratos, pero se desvanece ante la evocación.
Es verdad que algo se muere cuando se va un amigo, pero algo perdura. Una luz pequeñita permanece constantemente prendida dentro del corazón. Luz que de a ratos se inflama y quema, calcina por la ausencia, por el vacío, por el hueco que nada puede llenar más que la presencia del amigo.
Pero otras veces reconforta, pequeña hoguera que hace de nuestro corazón un verdadero hogar, un santuario. Por eso la amistad es un milagro. Es un regalo que no se sabe cómo empieza ni cuándo se recibe; simplemente aparece, como si siempre hubiera estado ahí.
De Amigos de Gines, unas sevillanas:
I
Algo se muere en el alma
cuando un amigo se va
y va dejando una huella
que no se puede borrar
No te vayas todavia
no te vayas, por favor
no te vayas todavia
que hasta la guitarra mía
llora cuando dice adiós.
II
Un pañuelo de silencio
a la hora de partir
porque hay palabras que hieren
y no se deben decir
No te vayas todavia
no te vayas, por favor
no te vayas todavia
que hasta la guitarra mía
llora cuando dice adiós.
III
El barco se hace pequeño
cuando se aleja en el mar
y cuando se va perdiendo
que grande es la soledad
No te vayas todavia
no te vayas, por favor
no te vayas todavia
que hasta la guitarra mía
llora cuando dice adiós.
IV
Ese vacío que deja
el amigo que se va
es como un pozo sin fondo
que no se vuelve a llenar
No te vayas todavia
no te vayas, por favor
no te vayas todavia
que hasta la guitarra mía
llora cuando dice adiós.
Gazmogno
Nunca me ha gustado caminar; sin embargo, no me quedó más remedio que hacerlo cuando vi que el dinero que traía se me había acabado. No quise pensar en el camino a recorrer que me quedaba por delante, por si mis pies consideraban que era mucho y decidían que mejor se quedaban quietos donde estaban ahora. Eché a andar con cautela, como siempre que hago cuando estoy en la calle, y todavía más porque me encontraba sola. Iba a paso veloz, procurando no hacer mucho ruido al caminar, para así poder detectar otras pisadas que no fueran las mías, mientras pensaba: «Por favor, que ya llegue a casa». Ya estaba oscureciendo; el cielo claro, pero gris, amenazaba con tornarse negro pronto y las primeras luces comenzaban a brillar, intentando hacerle frente a la inevitable oscuridad que se anunciaba, así que, por lo menos, no caminaba a ciegas. Eso me tranquilizó un poco y seguí caminando rápido, aunque con más calma. Al poco rato, se dibujó una sonrisa en mi rostro al sentir el frío acariciando mis mejillas, pues siempre lo he preferido más que al calor –en realidad, detesto el calor–. Sin embargo, conforme se acercaba la noche, el viento se hacía cada vez más y más helado y mi sonrisa se fue diluyendo hasta que mis labios apretados formaron sólo una línea tensa, con lo cual pretendía evitar que me castañearan los dientes. Por fortuna, antes de salir, mi madre me había obligado a cargar otro suéter, además del que traía puesto en ese momento. ¡Bendita ella!
Ya había oscurecido por completo cuando llegué al andador que funcionaba como atajo para llegar a mi casa. Como siempre, no había ninguna luz alumbrando el camino. Exhalé un suspiro y en cuanto me hube persignado, continúe andando. No había dado más que un par de pasos cuando escuché el crujido de unas hojas y enseguida volteé hacia el lugar de donde había provenido el ruido con el corazón latiéndome desbocado. Nada me hubiera preparado para lo que vi. A lo lejos, pero enfrente de mí, me regresaba la mirada un par de ojos blancos, tan fríos como el viento que me golpeaba la cara. Sentí el ramalazo de miedo recorrerme la espalda en cuestión de segundos; se me hundió el estómago y un vacío muy hondo ocupó su lugar; el corazón me latía desenfrenado y amenazaba con salírseme del pecho; mis piernas, más que de huesos, parecían estar formadas de goma; todo mi cuerpo estaba en estado de alerta ante semejante ¿peligro? ¡Ni siquiera sabía de quién o de qué se trataba! Lo único de lo que no tenía duda era de que esos ojos poseídos atravesaban mi ser cual filosas navajas y no había nada que yo pudiera hacer para evitarlo. Por un momento no hicimos nada, más que clavar nuestra mirada en los ojos del otro. Sólo había de dos: o se hartaba de mirarme y se daba la media vuelta o echaba a andar hacia mí y entonces sería yo la que pegara la carrera. En efecto, no se hartó de mirarme y pronto vi cómo esos ojos infernales se acercaban muy lentamente hacia mí. Quise correr, pero mis piernas no recibían la señal que mi cerebro les mandaba. Quise gritar, pero fue el silencio y no mi alarido lo que llenó el espacio entre aquellos ojos y yo. Más cerca, cada vez más cerca los sentía y ya no era el miedo, sino el pánico el que brotaba por las lágrimas que empañaban mis ojos. Sólo pude ver al dueño de esos ojos blancos y poseídos cuando estuvo a un par de metros de mí. Era alto, mucho más de lo que yo me había imaginado, y fuerte, o al menos eso dejaba denotar su musculatura.
Mi cuerpo había hecho caso omiso de la orden de huida, así que huir ya no era una alternativa viable para mí; pero ¿acaso podría hacerle frente…? ¡Por supuesto que no! Si a leguas se notaba que bastaría un brinco para que yo cayera acorralada en el piso. No hice más que enjugarme las lágrimas que me impedían ver mi fin y entonces esperé a que esos ojos poseídos, fríos como el viento otoñal, decidieran fulminarme. Sin embargo, eso nunca pasó. El perro, más alto de lo que había imaginado y tan fuerte como se veía, el mismo que era el dueño de esos ojos blancos, fríos e infernales, que miraban como poseídos, sólo atinó a olfatearme. Cuando tuvo suficiente, me miró por última vez y se fue por el camino que yo había andado con la cabeza gacha y la cola entre las patas. También así se fue septiembre y yo continúe andando…
Hiro postal