Primavera juvenil

La juventud cruza los diálogos platónicos. Gimnasios, festines, ágoras están plagados de conversaciones y mancebos. En ocasiones aparecen como soles del diálogo: toda la atención y acción gira en torno a ellos. Son interlocutores, objetos de fascinación, interés, atracción. Cármides deslumbra a los circuncidantes. Fedro ilumina a todo el que lo ve; quedan admirado por su belleza y aparente brillantez. Sócrates permanece afuera de su amada ciudad por dialogar con él. Su preferencia por los muchachitos atizó una de las acusaciones en contra suya. Para lectores contemporáneos dicha atracción fue una travesura o parafilia. Como todo gran genio, tiene excentricidades. Si los bigotes de Dalí fueron tallos de flor, Sócrates fue un viejito incontinente. O los personajes célebres en su contexto: Sócrates es el ejemplo de la pederastia cotidiana en la antigua Grecia.

El principio del Laberinto de la soledad ofrece una imagen hermosa: inclinado sobre el río, el adolescente mira el rostro deformado que aflora desde las profundidades y se convierte en conciencia interrogante. No se reconoce como lo que fue, no sabe lo que será; se transforma en problema y pregunta. Navega en la incertidumbre, en una tempestad, pero finalmente ha partido de la ribera. Es un joven que se cuestiona e intenta descubrirse. La condición erótica no garantiza futuros ciertos. La adolescencia es la coyuntura para esta navegación, aunque no es exclusiva. Tampoco las edades son condiciones necesarias; sería absurdo pensarlo. Alguna vez supe de un maestro de ochenta y tantos años con un espíritu más erótico que todos las promesas de su salón. La jovialidad y libertad propia del eros juvenil refulgía entre los espectros.

Los jóvenes no sólo se distinguen de los mayores por las arrugas o su coqueteo con la hiperactividad. Se caracterizan por su libertad e incertidumbre. Usualmente trazan distancia con su familia y tratan de pertenecer a un grupo (un sinfín de intentos de psicólogo se engolosinan con esta idea). Muchos llegan a preguntarse quién son y buscan su identidad. Tratar de pertenecer es otra expresión de esa búsqueda. Pueden reinventarse en actitudes, costumbres, ideas. Para el hombre nada está escrito; en la juventud esta verdad brilla con más esplendor. Hay mayor posibilidad de que los adultos se aferren a sus costumbres e ideas. La ortodoxia aprisiona su porvenir. Las ideas, arraigadas en la médula, anidan hasta trastornarse en prejuicios. El corto plazo conforma su horizonte y la rutina adormece su espíritu (en vez de provocarlo). Más desprendidos, arrojados, los jóvenes tienen oportunidad para descubrirse. Edad idónea para la introspección. Sin embargo demasiada búsqueda puede desembocar en una rebeldía necia o en dispersión fangosa.

El espíritu juvenil subyació en los movimientos estudiantiles de 1968. Diferentes países, diferentes contextos, similitudes en los protagonistas. Octavio Paz tiene un comentario muy atinado en cuanto al movimiento mexicano: fue más parecido al de Europa Oriental contra el comunismo. Lejos del afán incendiario de la protesta francesa, los estudiantes mexicanos confrontaron a la estructura estéril de la burocracia. O en ojos de Paz: intentaron revitalizar un sistema con esclerosis. La apertura democrática parecía un sueño realizable. Cada indignación, cada protesta, la marcha del silencio, inquietudes externadas por sectores inconformes de la sociedad, como los ferrocarrileros, hacían creerlo. Sin embargo acaeció la represión. El manotazo del Partido Oficial no destruyó solamente la organización civil o la libertad de expresión. Aplastó el intento por erotizar la vida pública. Como predijo González de Alba: Tlatelolco ya se olvidó (sería imprudente como ofensivo confundirlo con la matanza de las Vegas o la masacre de Allende). Hasta la señal de victoria ya nos la arrebató Fox.

 

El Ocio Responsable

“El hombre maduro sabe mandar y sabe acatar mandatos.”

-Proverbio marinero

Hacer un elogio apropiado del ocio es de lo más difícil. No sé si siempre haya sido de la misma manera o si esta época prueba ser peor que todas las anteriores para ello, pero sospecho que se debe a la disposición de la mayoría de las personas para admitir un modo de vida distinto al más práctico. Cuando alguien escucha un elogio, en el más aciago de los casos, debe estar abierto a que lo que se discute tiene algo de bueno; pero vivimos en un mundo dominado por la idea de que el ocio es madre de los vicios (nunca de las virtudes), cuna del capricho, deleite de los vagos y guarida de los perezosos. Por el contrario, el trabajo duro es valorado como lo más importante de la vida, el hombre de negocios es modelo de excelencia y los más poderosos y tomados por mejores hombres también son los mejores negociantes. Evidencia de esto es que nuestra sociedad está infinitamente más dispuesta a decir que un buen hombre que hace lo que quiere es autoempleado, el objetivo de muchos, antes que admitir que es un desempleado, que suena hasta a insulto.

Mientras más dominante es el mercado como el modelo de organización de todos los asuntos vitales, obviamente también es mayor la inmersión de las personas en los negocios. Los negocios son mejores cuando son veloces, cuando son muchos, bien dirigidos y eficaces. Los negocios deben tener resultados visibles porque deben producir. El trabajo que no produce nada es inútil, y por tanto, se le toma por indeseable (apostaría a que pocos pensaron en la posibilidad de trabajo inútil y deseable). Ahora, por ejemplo, la palabra económico se usa como sinónimo de rápido y eficiente. Sin embargo, la maestría de esta técnica tiene un precio (como todo negociante sabe bien): consume el tiempo del exitoso empresario en el interés de todas las cosas que lo rodean y éstas lo alejan de cualquier pensamiento ajeno a sus negocios. Los primeros pensamientos exiliados son los que conciernen a uno mismo: es imposible conocerse bien a uno mismo sin pensar en uno mismo, pero como hacer tal cosa no produce nada, es tiempo desperdiciado desde el punto de vista práctico. Hay muchas cosas en este mundo que no tienen una buena respuesta cuando se pregunta “¿y eso para qué?” Todas ellas las desdeña el hombre práctico. El buen negociante tiene que desprenderse de la posibilidad de pensar en sí mismo demasiado, o en cualquier cosa que no sea útil. Este escrito, para empezar, ya es demasiado largo como para que merezca ser leído por un buen negociante. Obviamente, la sugerencia de que el ocio es deseable no vale la pena siquiera considerarse porque se pierde tiempo para el negocio.

Hay una consecuencia interesante de todo esto. A mi juicio, un adulto hecho y derecho es una persona responsable. Me parece que responsable quiere decir que puede responder por lo que hace y lo que dice, que puede enfrentar las consecuencias de sus acciones porque sabe por qué las hizo (hasta cuando las hace por equivocación) y, en caso de errar, está preparado para encarar el error de la que considere la mejor manera. Por supuesto, nadie puede ser completamente dueño de sus acciones porque nadie conoce el futuro; pero el responsable debe serlo en la medida de lo posible. Un hombre responsable vale tanto como vale su palabra y como vale su acción. Él es quien da cuenta de quién es, y también se da cuenta de quién es. Eso no se puede pedir de un niño porque las más de las veces hace cosas sin saber qué hace. Ya sea que interpretemos que “el impulso” lo domina, o simplemente que no tiene un juicio plenamente formado, el niño no es responsable de sus acciones porque al querer darse cuenta de lo que hace sigue sin entender bien qué pasó. Lo bueno y lo malo de sus palabras y acciones no es suficientemente evidente para él como para que tome decisiones, plenamente hablando. Resulta, pues, que el niño no puede actuar como adulto porque aún no puede juzgar y aún no puede juzgarse. El hombre de negocios, por su parte, se obliga a alejarse de pensar en sí mismo. Como ven, esto lo acerca más al niño que al adulto.

Un buen comerciante, un hombre práctico y productivo, suele actuar sirviéndose de una base para juzgar, misma que ha asumido por su educación tradicional o simplemente por el sitio en el que nació, pero no tiene el tiempo de someter esa misma base a juicio. Cualquier esfuerzo por hacer eso requiere mucho ocio. O sea, que no puede dar cuenta de sus acciones plenamente. Se ha dicho que en nuestros días la “adolescencia” se extiende por mucho más tiempo que antes, ¿no será ésta una buena razón para explicarlo? Una segunda consecuencia resulta de percatarse de que el hombre responsable “responde por sus actos y palabras” ante otras personas responsables. El adulto no puede ser responsable ante los niños; y no por desdén, sino porque ellos no entienden aquello de lo que él da cuenta. Regresando al punto inicial: hacer un elogio del ocio es responder por la vida contemplativa, pero si éste es el mundo dominado por los negociantes, tal elogio no tiene mucho sentido. El ocio es necesario para someter a juicio nociones como, por ejemplo, que el ocio puede ser indispensable para una buena vida. La negación al ocio sin derecho a juicio es parte de la tradición del negociante, es un prejuicio, y escuchar cualquier discurso que intente acabar con el prejuicio tomaría demasiado tiempo. Es una inversión inútil, y eso se nota en el hecho de que los negociantes hoy en día siguen produciendo muchísimo sin necesidad de valorar la vida contemplativa. Esta reflexión no les aporta nada.

Curiosamente, otro de los prejuicios tradicionales del negociante es que el adulto es el hombre práctico, y eso suele ser lo que se toma por madurez aunque quien tenga la supuesta edad para juzgar no se haga responsable de sus actos. En estas condiciones la vida responsable es confundida muy fácilmente por una vida infantil, porque el que juzga con este prejuicio mira la vida contemplativa y mira la vida del niño caprichoso y mira la vida del vago perezoso y no encuentra entre las tres ninguna diferencia. Como un adulto no puede responsabilizarse de sus actos frente a un niño, ¿cómo elogiar el ocio en nuestro mundo? Desafortunada o afortunadamente, supongo que este escrito sólo será leído sin desdén por los que ya desde antes estaban de acuerdo conmigo.

Hoy tengo que decirte, ¿papá?

Un día, hace no mucho, me encontré con que Teenage Problems era uno de los temas del momento –o trending topics, como suele llamárseles– en Twitter, por medio de una amiga que escribió el siguiente tweet: “Teenage Problems… ñamm ñam… ¿No saber que/quien carajos son?… No se preocupen creces y sigues sin saberlo… [sic]”. Al terminar de leerlo, no pude hacer otra cosa más que reírme para mis adentros pues, en mi opinión, ella decía una gran verdad. No podría asegurar si todos, pero sí creo que la mayoría nos hemos hecho esa pregunta en algún momento y no sólo una vez, sino ya en un par –o una centena– de ocasiones.

La primera vez que yo me hice esta pregunta fue a la edad de once años y, en sentido estricto, apenas comenzaba a ser una adolescente. Si bien es cierto que en esa etapa de la vida te surgen todo tipo de preguntas respecto de casi cualquier cosa que te sucede, dudo mucho que mis coetáneos –de ese tiempo, claro está– también estuvieran preguntándose quiénes eran o que iría a ser de ellos. Y sin embargo, ahí andaba yo atormentándome día y noche con esa pregunta infernal. Pero ¡por favor!, ¿qué motivos podría tener una escuincla para hacerse esa clase de preguntas con sus escasos once años? En realidad, sólo tenía un motivo: yo nunca tuve un papá. ¿Y qué tiene que ver Chana con Juana? Un ejemplo que, me parece, ilustra bien lo que quiero decir es la mitología griega donde, al momento en que alguien era interrogado con un ¿quién eres tú?, respondía diciendo su nombre y de quién era hijo.

Por supuesto que a esa edad yo no contaba con este ejemplo, pero desde muy pequeña noté que no tener un padre me distinguía de mis demás compañeros. Ellos cumplían todavía con los estándares de la familia tradicional: la mamá, el papá, los hermanitos y hasta la mascota. En cambio, yo era la hija de una madre soltera y aquello, aún en ese entonces, no estaba para nada bien visto; a ojos de algunos, yo era la hija de nadie. Sí, es cierto que luego mi mamá se casó y mi familia tuvo como nuevos integrantes a mi padrastro y, con el tiempo, a mis medios hermanos –olvidémonos de la mascota–, pero en realidad no era lo mismo. Los papás de mis amigas las llenaban de amor, mientras que mi padrastro sólo me llenaba de insultos, así que seguía siendo la hija de nadie. No obstante, en esa época no me acongojaba no saber quién era mi padre o quién era yo, sino no tener uno para que me quisiera como sucedía con mis amigas y sus padres.

El asunto cambió para cuando cumplí los once años y supongo que fue por la etapa que empezaba a vivir, pues es en la adolescencia cuando uno comienza a buscar una identidad para sí. Por ese entonces, mi mamá decidió separarse de su marido y nos fuimos a vivir a casa de mis abuelos donde nos convertimos en los nuevos integrantes de la familia ya conformada por ellos y sus hijos solteros. Podría decirse que, en ese momento, mis hermanos y yo estábamos en igualdad de condiciones: todos sin un padre. No obstante, en el fondo yo sabía que nuestro caso era diferente: ellos sabían quién era su papá, siempre podían volver a verlo aunque ya no vivieran juntos y aquél, a su modo, les demostraba el cariño que les tenía; en cambio, yo del mío no sabía nada más que su nombre, para mí él era un hombre sin rostro, ya no hablemos del cariño que pudiera prodigarme.

Claro, no falta quien diga que no es necesario tener un padre, sino que basta con que se tenga una figura paterna. En realidad, concuerdo con ellos. Con el tiempo, uno se da cuenta de que tener un padre no te hace menos, ni mejor ni peor persona. No obstante, tampoco es lo mismo y eso que yo tuve dos figuras paternas: mi abuelo y mi tío, y no lo es porque, por ejemplo, ellos no se comportaban conmigo como veía que lo hacían los otros padres con sus hijos, aunque llevaran a cabo parte del rol. Y pues no, tampoco mi mamá fue mi padre: por mucho que ella cumpliera con las funciones que se supone que deben hacer los padres, yo tenía bien claro que ella era mi madre y nada más. Así fue que comenzó a rondar por mi mente la pregunta infernal y ansiaba saber con todo mi ser quién era yo, de quién había venido, por qué yo no tenía un padre como los demás, si acaso algún día lo tendría y pensaba que todo ello se resolvería conociéndolo.

Después de varios interrogatorios, mi mamá me presentó a mi padre, lo cual sucedió precisamente en el año en que mis medios hermanos se quedaron, por así decirlo, sin el suyo. Al principio estaba emocionada, pues en verdad creía que todas mis dudas se disiparían casi con sólo verlo, pero la realidad fue otra. Menos de un año de convivencia bastó para darme cuenta de que ni había logrado obtener respuestas, ni estaba mejor que cuando ignoraba quién era mi padre, pues él resultó ser no sólo lo contrario de lo que esperaba, sino lo más desagradable que pude haber imaginado alguna vez. Todavía hoy, a diez años de ese hecho, pienso que no fue su culpa, sino la mía: yo no debí haberlo idealizado, pero dado que muchos niños consideran a su padre su héroe, pensaba que yo no tenía menos derecho que ellos de hacer lo mismo, por mucho que yo no lo tuviera.

En fin, si bien es cierto que ya no soy una adolescente, eso no quita que la pregunta infernal todavía ronde mi cabeza y siga intentando responderla a como dé lugar, con todo y que ya crecí –como señalaba mi amiga en su tweet–. Sin embargo, las cosas son diferentes a como lo eran en ese entonces, pues toda esa experiencia me ayudó a comprender que la respuesta que yo buscaba no estaba en mi padre, sino en mí: sólo yo puedo responderme –si es que algún día lo hago– quién soy viéndome a mí misma, porque ahora sé que tener un padre –o conocerlo en mi caso– no me define ni define lo que llegaré a ser, ni tampoco les hace más fácil a los que sí lo tienen responderse aquella pregunta. Pero no lo niego, hubiera sido bonito tener uno para que influyera, de menos.

Hiro postal