Unamuno nos dice en la agonía del cristianismo que agonía es lucha, y como tal es la búsqueda por conservar la vida antes de ver cómo todo ha sido consumado y exhalar el último aliento. Si pensamos en la agonía de una persona, vemos que ésta lucha por conservar su ser a pesar de la inminencia de la muerte, y que ésta lucha es necesariamente solitaria y, en ocasiones infructuosa.
Es solitaria, porque aquellos que ven al agonizante no pueden asistirlo en su lucha con la finalidad de que salga victorioso; en ocasiones la asistencia que se da al agonizante radica en ayudarle a bien morir, lo cual resulta paradójico, porque el cariño que mueve al asistente a estar con el agonizante sólo le permite procurar que la lucha contra lo inminente cese lo más posible. De alguna manera busca que el que luchador descanse en paz.
Es infructuosa, porque el que agoniza lucha para no vencer, lo que significa que lo hace para ser vencido honradamente, finalidad sin la que no es posible comprender por qué el que agoniza acepta la asistencia de quien le ayudará a ser vencido.
Si nos deshacemos de la finalidad que tiene la agonía como lucha para ser vencido honradamente, la asistencia que se pueda dar a un moribundo no pasará de ser un montaje teatral en el que la posibilidad de divertirse se vea muy borrosa. En esos montajes todo importa menos el sujeto que lucha, y su presencia en medio de ese teatro sólo se justifica bajo la premisa de que quien acompaña a alguien mientras agoniza lo hace para reafirmar que también puede morir, aunque aún no sea su hora.
Por desgracia para quienes no vemos con claridad el valor que tiene el bien morir, entendiendo esto como morir honradamente, la muerte del otro y nuestra presencia ante ella no pasará de ser un montaje teatral, de modo que el respeto que se pueda tener ante algo o alguien que agoniza es nulo.
Maigo
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