Mientras el misterio lo consentía

 

Mientras el misterio lo consentía

(Mi afición a Reyes III)

 

A 130 años del nacimiento

y 60 años del fallecimiento

de Alfonso Reyes

 

 

Arrancar una sombra.

Olvidar un olvido.

Luis Cernuda

 

Siempre podré presumir que mi afición a Alfonso Reyes es el único logro de mi vida. He tenido la fortuna de encontrar en Reyes la cortesía y la gracia que no hallo en los más de los días. Leyendo a Reyes he pasado los días más tristes de mi vida; leyendo a Reyes me he encontrado varios de los momentos más alegres de mi vida. Mi afición a Alfonso Reyes es la más grata compañía. Sí, lo sé lector: vida vacía la de un hombre que sólo puede presumir su diálogo con los libros. Pero es lo que tengo, lo que me queda y con lo que me quedo.

         La presencia de Alfonso Reyes en mis días es constante. A veces despierto entusiasmado creyendo haber atrapado un verso maravilloso entre los sueños, pero de pronto a lo largo del día encuentro ese mismo verso en mi libro más hojeado, el tomo X. A veces, tras un día difícil, tras un enojo, tras el cansancio, a punto de dormir, en mi alma Reyes repiquetea porque la vocecita no deja de llorar. Hace unos días, llorando otra vez, nuevamente estaba Reyes en mi alma con la imaginación henchida de fantasmas: me supe grito; algo más que agradecer a don Alfonso. En los momentos difíciles, pero también en los fáciles, ha estado presente Reyes con su “suavidad conmovedora”, como José María Chacón y Calvo distinguió en un diario cubano de octubre de 1922 al poema La elegía de Ítaca.

Ni forma de la vida, ni pensamiento pasa,

ni luz, ni voz, ni tengo calor ni compañía,

cuando, súbitamente, rompiendo el alma mía,

penetran, como pájaros, los ruidos de la casa.

 

¡Claro rumor del agua bajo los platanares,

y canto de las aves en el amanecer!

Y ¡oh visión de las nobles figuras familiares,

que ya no he de miraros donde estabais ayer!

 

Dispersos los hermanos, ¿qué harás, antigua casa

adonde cada objeto me saludaba ya?

¡Si hasta la misma tierra, después que el agua pasa

ansiosa se pregunta si ya no pasará!

 

Camina con tu cruz; llévate, peregrino,

lo poco que guardábamos de paz y de virtud.

Yo voy también abriendo con los pies el camino,

soltando a cada trecho mi gota de salud.

 

Los remos temblorosos esperan la partida:

Ítaca y mis recuerdos, ay amigos, adiós.

Somos dos en la barca: el agua está dormida.

¡Ya diremos los cantos del mar entre los dos!

 

 

Leamos el poema. La primera estrofa se oculta tras una impresión primeriza: que quien habla en el poema está en la plena tranquilidad hasta que un sonido imprevisto lo perturba. Si bien puede leerse así, la plena tranquilidad —si acaso un hombre puede experimentarla— no corresponde con los seis elementos mencionados en los primeros dos versos. Es decir: vida, pensamiento, luz, voz, calor y compañía son límites naturales de la pretensión de una plena tranquilidad. Porque somos hombres queremos llevar nuestra vida a la luz de los pensamientos, con el calor de la compañía, reunidos en la voz. Porque somos hombres buscamos la felicidad en los mejores diálogos, en compañía de los mejores. Cuando eso ya no es posible, o llevamos mala vida, o somos malos hombres. Quien habla en el poema se encuentra ante el problema de su propia felicidad: parece que no puede vivir como los buenos hombres. De ahí la ruptura del alma. No es la tranquilidad interrumpida por el rechinido de una puerta, sino el alma rota en llanto y el eco repitiendo el llanto en una casa desolada. Quien habla en el poema se ha encontrado completamente solo, incapaz de vivir bien, incapaz siquiera de escuchar su propia voz: sólo se repite su propio llanto. ¿Has llorado, lector, tan a solas que el eco de tu llanto incremente tu necesidad de llorar?

         ¿Quién es este hombre sorprendido por su propio llanto? Buscando la respuesta en la memoria, encuentra el paisaje bucólico al inicio de la segunda estrofa. ¿Es muy difícil reconocer allí a Sócrates y a Fedro escuchando el rumor del Iliso bajo el platanar? Claro, en el diálogo platónico cantan las cigarras; en el poema alfonsino cantan las aves. Las cigarras fueron hombres y nos recuerdan nuestra humanidad. A las aves escucha el que llora solitario en este poema, ¿todavía tiene algo que recordar? Del recuerdo, pasa a la mirada. La casa está sola, los lugares asiduos están solos, no aparecerán los que antes aparecían. Quien habla en el poema sabe que nadie vendrá nuevamente a platicar. ¿Por qué?

         La tercera estrofa inicia con una parte de la respuesta: quienes antes nos encontrábamos, en quienes antes nos encontrábamos, ahora están dispersos. Dispersión, claro está, que no habla de espacialidad, sino de aquello que nos reunía. ¿Cómo podemos abandonarnos al grado de no hacernos lo mejor? La pregunta, para quien habla en el poema, para Alfonso, para mí —¿también para ti, lector?—, torna insoportable. Da vuelta sobre uno mismo: ¿qué harás, antigua casa?, ¿qué harás, bendito Alfonso?, ¿qué podría hacer yo? El segundo verso de la tercera estrofa es conmovedor, pues describe el ideal de la hospitalidad: es nuestra casa un lugar en el que cada cosa nos responde, son los de casa aquellos que siempre nos responden. Mas cuando las cosas no están ahí, cuando no nos orientamos entre las cosas, la casa torna ajena. Cuando nos dispersamos al grado de no respondernos —¡hacernos responsables de lo nuestro, de nuestra búsqueda de lo mejor!—, los amigos también tornan ajenos. Responde la sabiduría de don Alfonso: las mismas dudas de este hombre que llora son las de la naturaleza toda. Nunca la tierra tiene asegurado su porvenir. Nunca los hombres tienen seguro su futuro. La tierra se pregunta ansiosa si el agua volverá a pasar. ¿Hay hombres que hagan todavía preguntas ansiosas?

         Más que una pregunta, el poema continúa con otra respuesta. Quien habla en el poema anuncia que dejará todo, lo dejará al que pase, al peregrino que lleva su cruz. Si algo nos queda de paz y virtud, mejor llévelo el peregrino. ¿Cómo perdimos la virtud y la paz? El poema no lo dice. Si acaso hay todavía hombres que hagan preguntas ansiosas, quizás ellos sabrán el destino de la paz y la virtud. Los que estamos con quien habla en el poema en la casa solitaria donde el eco sólo reproduce el llanto y el llanto sólo alimenta al eco, tomaremos camino. ¿Tomar camino es un modo de seguir preguntando? Es hacer camino, eso es claro, pero también es soltar lo que nos queda de salud. ¿Acaso la pérdida de la virtud y de la paz acabó con nuestra salud? ¿Acaso nos vamos porque queremos encontrar la paz y la virtud y con ellas la salud? El poema no nos lo dice; el poeta no puede decirlo.

         La sabiduría de Alfonso Reyes se muestra plenamente ante las preguntas anteriores: los remos están temblorosos. Nos vamos, con miedo, con dolor, con llanto, pero también con una cierta esperanza. Nos despedimos de Ítaca, nos despedimos de los amigos. Nos vamos ahora que el agua está dormida; quedan en paz. Y ahí va quien habla en el poema con lo que le permite hablar. Confianza en cantar nuevamente. Confianza en que la palabra no se ahogue. Confianza en que la vida, incluso cuando parece imposible y en entredicho, busque nuevamente la virtud y la paz. El poema, el tristísimo poema, termina insistiéndonos en la búsqueda de lo mejor. El sabio Alfonso, al despedirse llorando, nos insiste que busquemos lo mejor. Ojalá nosotros asumiéramos su insistencia. Ojalá no dejáramos de buscar lo mejor. Ojalá… Porque la vida no es segura, pero tampoco es tragedia. Porque a pesar de la sequía se puede dar agua todavía. Porque ver lo mejor es amarlo. Porque soy hombre: duro poco. Porque lo mejor siempre será mejor. Por ello, podrá cambiar todo en una vida, pero espero que de la mía Alfonso Reyes no se me vaya nunca.

Námaste Heptákis

 

Escenas del terruño. El escritor Guillermo Sheridan recibió en su domicilio una carta de amenaza. La discordia que destila cada mañana el presidente, la intolerancia que caracteriza a su movimiento y la indiferencia a la justicia en el nuevo régimen favorecen las amenazas a la inteligencia.

Coletilla. Tema recurrente en la poesía de Ulalume González de León es el dolor del amante hecho menos por el amado. Ella dedicó muchos poemas a un gran amor que si acaso la leyó, ni la valoró, ni atesoró la belleza. Fue hasta después que tuvo la fortuna de encontrar a Jorge Hernández Campos, el cómplice de su vida, con quien y para quien transformó toda su obra poética. Del número 5 de la revista Vuelta, de abril de 1977, copio “Consejo a un amante”, una exploración del soneto monosilábico con la que quiero recordar a la maravillosa Ulalume a diez años de su fallecimiento.

 

Fiel

vas

tras

él.

 

Miel

das.

Mas

hiel

 

te

da.

De

 

tal,

¡sal

ya!

Amor y palabra

 

Amor y palabra

(Mi afición a Reyes II)

 

A 130 años del nacimiento

y 60 años del fallecimiento

de Alfonso Reyes

Amor y palabra: el lugar del hombre. Mejor, en la reunión del amor y la palabra se encuentra el hombre, sabe de sí, se conoce, se aclara… ¿se explica? Quizá no es para tanto. Mas el amante sabe que negar su amor a la palabra siempre lo oscurece, lo olvida. “Si no conociese a Fedro, no me conocería a mí mismo”, dice Sócrates. Por las palabras, los amantes se conocen. Por el amor, las palabras se dicen. Y por el amor a las palabras, que bien podríamos llamar poesía, sabemos privilegiadamente de nosotros mismos. Valga de ejemplo un ejercicio alfonsecuente.

En junio de 1909, Alfonso Reyes escribió el siguiente poema.

Amiga: por el noble silencio; por el alma

de las cosas silentes de la tarde, y el agua

 

quieta que se enamora de su inmovilidad;

por los labios que tiemblan en el valor de hablar;

 

por el hondo suspiro que se queda en el pecho;

por la yema que apunta en el tallo derecho

 

y, avergonzada acaso de los vivos colores

que ya siente, en la savia, dentro de sí, recoge

 

los pétalos que estaban por salir, y a la tierra

cae con su pudor y su esterilidad.

 

Por todas las estrellas cuya luz no miramos;

por aquella verdad interior que callamos,

 

(¡oh verdad que sólo eres verdad informulada!)

amiga, no dejemos hablar a nuestras almas.

 

No digamos, amiga, lo que sabemos. No

digamos ni a nosotros mismos esta interior

 

palabra. ¡Sí, podría ser eterno! lo sé

Lo siento… hoy duerme, hoy duerme ¡ah, no lo despertéis!

¡Callad que escucha en sueños lo que decimos dél!

 

El poema carece de título. De hecho, en el cuaderno donde se encuentra escrito, las letras iniciales de algunos versos tienen un trazo apresurado, como si delataran al joven que quiere atrapar la inspiración en la tinta. Son cuatro las palabras que están escritas sin titubeos, con una claridad notable del trazo: agua, inmovilidad, colores y recoge. Me llama la atención la seguridad en las últimas dos. Claramente no son consonantes. Se trata de una rima difícil. El joven poeta intentaba algo arriesgado. ¿De qué habla el poema?

El poema procede por comparaciones. Primero compara al silencio y al agua. En segundo lugar, la comparación se encarga de reunir el temor y los suspiros. Luego viene la imagen central: la flor. La tercera comparación es la de oscuridad y silencio. Y tras apelar nuevamente a la amiga, el poema presenta su desenlace. Parece sencillo.

¿Qué es “el alma de las cosas silentes de la tarde”? Simplón sería decir que es sólo una metáfora. Hay más. El poeta nos planta al final del día, terminando los quehaceres, contemplando lo hecho: el silencio satisfecho de haber cumplido un día más de labores. Frente a ello, “el agua quieta que se enamora de su inmovilidad”. ¿Acaso no es la descripción del alma satisfecha? Véase si no: la claridad de verse plenamente a uno mismo, de tenerse tan comprendido que nada en uno se mueve. Quizá la labor cumplida deja al alma parmenídea. ¡Aparente solución de la vida humana! Pero el amor… ah, el amor. Aparecen los labios temblorosos. ¿Cómo podría confesar mi amor? ¿Cómo arriesgarme a perder la tranquilidad del alma? Los labios temblorosos se parecen al íntimo tremor del suspiro sofocado. Suspiramos porque no nos atrevemos a hablar; temblamos silenciosos porque nos aterra la oportunidad perdida. ¿Dónde ha quedado nuestra tranquilidad?

El amante que no se atreve a confesar su amor semeja una flor que se marchita. Ahí está, primero, enamorado, la yema al punto de florecer. Sin embargo, le avergüenzan sus colores (¡ah, los colores del enamorado!), le apena la visibilidad de su pasión, la vida manifiesta en su deseo, la sensualidad de su querencia. La flor recoge sus propios pétalos: frustración de la vida: negación de sí mismo. Y al final, marchita, queda en el suelo pudorosa y estéril: cosa vana.

¿Podría haber sido de otro modo? Oscuridad plena del triste, mareo cósmico de la frustración. ¿Qué será de la luz de esas estrellas que no miramos? (“¿A dónde irán los besos que no damos?”, escuché en una canción; “¿dónde quedarán las llamadas que no son contestadas, los mensajes que nunca llegan?”, se pregunta una entrañable anciana en Nuestro mismo idioma). ¿Estamos condenados a la oscuridad o nuestra vida pudo haber sido luminosa? ¿Hay luz para quien calla la verdad interior?

Y ante las dudas, ante la posibilidad de ser eternos, o ante el miedo de serlo, quizá para evitar el riesgo, quien habla en el poema prefiere callar. ¿Por qué?

En abril de 1910, Alfonso Reyes realizó una segunda versión del poema. Lo intituló “Filosofía a Lálage”.

Duerme en la chispa frágil la palpitante fragua,

y en el fugaz intento nuestra fatalidad:

seamos, por el noble silencio, como el agua

quieta que se enamora de su inmovilidad.

 

¡Lálage! los destinos se enhebran ciegamente,

y, por lo que hoy se acierta, mañana se ha de errar:

amad, mejor que el gárrulo discurso y elocuente,

los labios temblorosos sin el valor de hablar.

 

Irrumpe lo que huíamos por lo que deseamos;

nos entra la derrota por nuestra voluntad;

amemos las estrellas cuya luz no miramos,

y, abajo de la roca, la sensibilidad.

 

Duérmase todo intento como se duerme un niño.

¿A qué abrir un destino como un ciego tropel?

Absórbase la sangre si cae en el armiño,

y no nos oiga el sueño lo que decimos dél.

 

El cambio, lo habrá visto el lector, es notable. Primero se introduce un título y desde ahí se llama la atención a un personaje. El poema, además, mejora formal y rítmicamente. Concentrado en cuatro estrofas, el poema conserva las comparaciones y añade el movimiento entre quien habla en el poema y a quien se habla en el poema. Parece que al sustituir a la cotidiana “amiga” por el personaje Lálage, las comparaciones no sólo son presentadas a la otra persona, sino que permite a cada comparación ir y venir entre los enamorados del poema: pasamos de la confesión amorosa al diálogo de los enamorados. Personificar a veces permite al hombre hablar con mayor claridad que en el discurso directo, pues ante la personificación no se está sólo ante la opinión del otro, sino ante la representación del carácter de otro. ¿Acaso la caracterización nos permitirá comprender el silencio?

Entre 1910 y 1913, Reyes siguió intentando la perfección de su poema. Sin fechar, pero posterior a la segunda versión, se encuentra otro “Filosofía a Lálage”.

Duerme en la chispa frágil la palpitante fragua,

y en el fugaz intento nuestra fatalidad:

seamos, por el noble silencio, como el agua

quieta que se enamora de su inmovilidad.

 

¡Lálage! Los destinos se enhebran ciegamente,

y por lo que hoy se acierta mañana se ha de errar:

amad, mejor que el gárrulo discurso y elocuente,

los labios temblorosos sin el valor de hablar.

 

Irrumpe lo que huíamos por lo que deseamos;

nos entra la derrota por nuestra voluntad:

amemos las estrellas cuya luz no miramos,

y bajo la roca, la sensibilidad.

 

Duérmase todo intento como se duerme un niño

y el destino sofrene, pasmado, su corcel:

absórbase la sangre si cae en el armiño

y no nos oiga el sueño lo que decimos de él.

 

Son pocos los cambios, pero importantes. El más notorio se encuentra en el verso catorce. Además, la puntuación se modifica con la presencia de los dos puntos en el segundo verso de cada estrofa, situando con mayor claridad las comparaciones. También es de resaltar la modificación del sexto verso, que al omitir las comas deja de ser fatalista. Y en la nueva versión del doceavo verso volvemos a mirar arriba. En una forma más refinada, el poema casi se va volviendo filosófico.

¿Quién es Lálage? Lálage es la enamorada del cantor horaciano en Odas I, 22. El poema narra un prodigio. Yendo Fusco por el campo entonando las canciones amorosas que le inspiraba su amada, un lobo apareció, mas no hizo nada al cantor. Al inicio del poema, el episodio se presenta como ejemplar de la fortuna del íntegro y el puro. Al final del poema, Fusco pide que se le libre de prodigios, se le libre de peligros, pues él seguirá cantando y amando a Lálage. Lálage es el amor de un cantor cuya integridad y pureza le vienen únicamente de amar. Horacio podría mostrar que hay un amor despreocupado que nos devuelve a la pureza. ¿Estamos, por tanto, ante un Reyes epicúreo?

En su discurso de ingreso a la Academia Mexicana de la Lengua (9 de febrero de 1984), Tarsicio Herrera Zapién [Churintzio, 1935] consideró que en este poema don Alfonso volvía estoico “el epicúreo aire de su modelo”. Pues, evidentemente, la mofa posible en Horacio, parece reprobación en Reyes. ¿Pero no supone eso identificar a Reyes con el Fusco de su poema? Creo yo que Horacio tiene todavía más humor que el permitido por el epicureísmo: Fusco no es nombre de libre, sino de esclavo (su nombre viene del adjetivo para su color de piel). Si Lálage fuese mujer decente, la pureza de amor del esclavo sería pura inocencia (en el más despectivo sentido del término). Si Lálage fuese una (mujer) cualquiera, sobre todo una de la que tanto se habla (nuevamente pensemos en la etimología de su nombre), el amor del esclavo no debería verse desde la llaneza. La ironía de Horacio es más profunda. ¿La captó Alfonso Reyes? “El silencio es el pudor mexicano, nos entendemos a medias palabras”, observó en torno a este poema Max Aub [París, 1903-Ciudad de México, 1972] con su habitual juguetón silencio (Cuadernos Americanos, marzo-abril de 1953).

A mi juicio, el lobo de Horacio es el silencio de Reyes. La buena fama de integridad y pureza de quien se enamora de la mujer pública depende de las palabras del lobo. Publicar es la amenaza en Horacio. En Reyes, la amenaza es romper el silencio, pero no es una amenaza pública, sino privada. Quien habla en el poema de Reyes no va jactándose de su amor, sino que vive el amor entre palabras recurrentemente insuficientes y silencios recurridamente bochornosos. No hay integridad y pureza pública que cantar en el poema de Reyes. El amor alfonsecuente es privado. La Lálage de Reyes no es una mujer pública. Para don Alfonso, el amor no puede ser una sátira, sino que es la dedicación íntima a la felicidad. ¿Quién es, entonces, la Lálage alfonsina? Aquello que uno ama cuando no encuentra los modos de decirle plenamente, esto es con la claridad que da el autoconocimiento y el mutuo conocimiento, cómo es el amor. De la Lálage alfonsina no se habla entre el pueblo; su multitud de palabras nombra el constante esfuerzo por saber de nuestro amor y aclarárnoslo. Leamos el poema.

La estructura de la primera estrofa pone en relación las ideas separadas por los dos puntos. La primera idea es un símil: la vida humana siempre puede arder; vivir humanamente es ser capaz de amar. Una pequeña chispa encierra un gran incendio, como una tímida sonrisa podría encerrar todo un drama amoroso. La fragua es la posibilidad de encontrarnos en el fuego, como la vida común es la posibilidad de vivir sin la fatalidad del drama. Sin embargo, la mediación técnica que posibilita la fragua no tiene equivalente en la vida del enamorado: si en algo se controla a veces el enamorado es en el noble silencio. Mas el silencio alfonsino no es nihilista: sólo si podemos amar con nobleza podemos esperar las palabras del amado. El agua quieta es el alma que se ve a sí misma en espera, paciente: te espero a ti, te añoro, rompe el silencio para llamarme. La llama y la llamada se sugieren con la contraposición perfecta, en la estrofa, entre el fuego y el agua: todo fuego amenaza incendio, el ahogo palpita en el agua; ante la fatalidad, Reyes convoca a la nobleza para reunirnos cálidamente y refrescar nuestras vidas. La unidad de las ideas, como el amor, se muestra a la luz de lo mejor. ¡Estrofa perfecta!

La siguiente estrofa reúne los extremos del hombre; Lálage es la posibilidad del reconocimiento. Si uno no puede hablar de lo que ama, si uno no puede dialogar sobre su amor con quien se ama, los extremos colapsan al hombre y la reunión es imposible. Si la palabra nos permite reunirnos, los extremos encuentran una posibilidad. ¿De qué extremos se trata? Por un lado, el destino y su ciega hilandera. Por otro, la palabra y su abuso latente. Quizá más platónico que nunca, aquí reúne Alfonso a la palabra y al tejido. La reunión inadecuada, por no decir sofística, de la palabra y la vida produce el discurso del destino: historicismo. La desunión inadecuada, por no decir retórica, de la vida y la palabra produce el destino del discurso: hermenéutica. Sólo si podemos hablar para clarificarnos la vida y vivir para aclararnos las palabras, podemos esquivar la tragedia. Sólo porque algunos pueden hablar de su amor, sabemos que la nobleza es posible.

La tercera estrofa continúa la reflexión de la segunda, al tiempo que la amplía hacia un campo distinto. De no continuar la reflexión, el lector se quedaría con la impresión que para Reyes la nobleza de la palabra es solución suficiente de la vida. ¿Cómo podría serlo si lo que permite que los amorosos hablen está más allá de las manos del hombre? La voluntad y el deseo son muy propios, aunque no por ello planificables. La voluntad no es una determinación libre; el deseo no es una reacción. Deseo y voluntad son aquello por lo que el hombre se sabe llevado. Los amorosos son llevados uno al otro por algo más allá de ellos mismos. Porque el deseo no se agota en la propia vida, porque la voluntad del amante nunca se agota en sí misma, por ello el hombre puede aspirar a más. Sólo atisbamos lo mejor cuando el amor nos permite verlo. Así lo prueba el complemento de la estrofa. No miramos a los cielos para arrancar a las estrellas sus secretos; sino que buscamos las estrellas añorando la luz, como el enamorado añora la presencia de quien ama. No buscamos en la tierra para descubrir tesoros; sino que disfrutamos de este mundo por la vida, como el enamorado disfruta la presencia de la vida por quien ama. No hay cuaternidad posible: los amantes se encuentran entre tierra y cielo, entre la luz y los sentidos, atestiguando la maravillosa mediación que es ser más que uno mismo, amar y hablar de lo que se ama.

La última estrofa aumenta la complejidad, pues ya no habla sólo del encuentro de los amorosos, sino de su actividad misma. Por un lado, entre el niño y el armiño se vuelve a la pureza horaciana, pero en otro sentido: el amante ha de dormir mientras no está listo para amar, pero no puede esperar tanto como para que pase el tiempo del amor. El niño ha de ser amado; quizá no sabe amar. Las manchas del armiño son notables en invierno; quizá la mancha es la perdida oportunidad de amar. La oportunidad perdida es sangre: vida desperdiciada. La posibilidad futura es sueño: imaginación y oportunidad. Entre la vida y el sueño, la palabra. Sin embargo, algo no se resuelve en el poema, pues la palabra sofrenada no es igual al silencio cauto. ¿Qué es lo que nos hace callar ante el amor? Quien habla en el poema vuelve a callar, ¿por qué?

Antes del 10 de agosto de 1913, Alfonso Reyes encontró la versión definitiva de su “Filosofía a Lálage”.

Duerme en la chispa frágil la palpitante fragua,

y en el fugaz instante nuestra fatalidad:

seamos, por el noble silencio, como el agua

quieta, que se enamora de su inmovilidad.

 

Al remero del alma, que dé paz a los remos;

al destino, que frene de pronto su corcel.

Apaga el ansia, baja la voz, filosofemos,

y no nos oiga el sueño lo que decimos dél.

 

Alfonso Rangel Guerra [Monterrey, 1928] observó (Norma para el pensamiento: la poesía de Alfonso Reyes, tomo I, El Colegio de México, 2014) el desarrollo del poema como la clarificación de una idea: se necesita un momento de quietud para que la vida pueda ser entendida. Siendo la quietud semejante al silencio y el poema una invitación a la calma. ¡Vuelve el alma parmenídea! Siendo así, ¿dónde ha quedado el amor? Si el silencio alfonsino es renuncia al amor, el poema es un espejo nihilista. Si el silencio alfonsino puede ofrecernos una comprensión del amor, podemos hablar de un silencio noble. Leamos a Reyes.

La versión final de “Filosofía a Lálage” tiene, además del cambio estructural que Rangel Guerra explica muy bien, un cambio muy notorio y otro que no lo es tanto. En el último verso de la primera estrofa, Reyes introduce una coma que produce un interesante encabalgamiento: caída de agua, no espejo, sino cortina que el amor oculta. En la versión anterior decíamos que el agua quieta es el alma que se ve a sí misma en espera, paciente. Ahora, con el encabalgamiento, el alma no sólo se ve a sí misma, sino que reflexiona. El amante ha comprendido de sí la posibilidad misma del fuego: arde en el deseo de lo que ama. Sin embargo, es innoble arder en soledad. No es el alma la que contiene su propio fuego, sino es el enamorado quien se mira arder en las entrañas y resguarda su luz y su calor para llamar a quien ama. Con la sola coma, Alfonso Reyes ha hecho del alma la hornacina del amor. Ven, amémonos, rindamos juntos el tributo del amor al milagro de nuestra vida. No es quietud ni sosiego, es pasión ennoblecida. Eros, el destructor de los trágicos, es aquí quien nos despliega las alas.

El cambio más notorio de la versión definitiva es la conformación de la estrofa final. Reyes comprendió que el silencio cauto y la palabra sofrenada entraban en contradicción. Si bien la vida humana no puede evitar las contrariedades, no por ello el arte habría de producirlas. Desaparecieron el armiño y el niño; es decir, ya no se está a expensas del tiempo (nótese el instante por el intento en el segundo verso), ya no se posterga al amor a nombre de un confiable mañana. En su lugar, aparecen el remero y el auriga. El alma es una barca; el destino es un carruaje. Reyes deja de lado al alma parmenídea. El alma es llevada por la vida como la barca es llevada por la corriente, mas el enamorado lleva remero, alguien más que dirige el alma más allá del puro fluir, a los brazos que son puerto seguro, por los ojos que son único faro, para arribar al abrigo de los labios. Sin embargo, Reyes pide al remero paz y al auriga freno. Se trata de un amante que no quiere encallar. Y el único modo en que el amor no encalla, descubre don Alfonso, es evitando el silencio, evitando callar: ¡filosofemos! Hablemos y no dejemos de hablarnos. Hablemos de nuestro amor porque ese es también un modo de amarnos. A la tentación constante del silencio, a veces del ruborizado que no se atreve a confesar, a veces del incendiado que no haya qué decir, a veces de quien cree que sólo la caricia es elocuente, el poeta Alfonso Reyes opone el amor a la palabra. Para que el amor no nos destruya, para evitar el nihilismo, amemos el amor y amemos la palabra. ¿Qué palabra? Esa que nos hace dichosos. ¿Y quién es el dichoso? Dichoso el que sí ama, pues en la cercanía de su amor encuentra a dios entre sus brazos. Alfonso Reyes logró, en su “Filosofía a Lálage”, decir en voz baja el amor noble. ¿Acaso en medio de nuestro estruendo todavía tendremos oídos nobles?

Námaste Heptákis

 

Coletilla. “Mi voluntad dormita bajo la superficie brillante y negra de una taza de café”. Julio Torri, a 130 años de su nacimiento.

Aparición de la nostalgia

 

Aparición de la nostalgia

(Mi afición a Reyes I)

 

A 130 años del nacimiento

y 60 años del fallecimiento

de Alfonso Reyes

 

Adverbiando la vida te recuerdo. No estás aquí; mi mundo es más pequeño. Pasan los días, normales, rutinarios, tan pasajeros y de pronto aparece tu recuerdo. Miro el cielo nublado y en la despejada mente reluce tu ausencia. Atiendo a los ruidos que pautan la madrugada del insomne y solo oigo que faltas tú. Por la calle veo a todos los que no son tú. Mejor ya no hablo; intercambio simplemente lo necesario. ¿Qué es una vida sin adverbios? Nostalgia. Sorpresiva nostalgia. ¿Por qué?

         Copio el poema “Apenas” de Alfonso Reyes, compuesto en 1927, durante su estancia en Buenos Aires.

A veces, hecho de nada,

sube un efluvio del suelo.

De repente, a la callada,

suspira de aroma el cedro.

 

 

Como somos la delgada

disolución de un secreto,

a poco que cede el alma

desborda la fuente un sueño.

 

 

¡Mísera cosa la vaga

razón cuando, en el silencio,

una como resolana

me baja, de tu recuerdo!

 

Sencillo, como dice la mayoría de sus estudiosos, el poema es una pequeña perfección. Cumple a cabalidad, como es usual en él, las rimas y los acentos. Menos usual, casi contrario a la opinión general sobre la poesía alfonsecuente, es la intensidad desgarradora del poema. Nótese, si no, cómo resalta la estrofa central en la figura misma del poema: sólo una coma marca la pausa; el resto se acota como la nada, la callada, el silencio y el recuerdo. La nada y el recuerdo se anudan en el secreto del alma. El poema apenas sugiere el huracán interno.

         El verso inicial da la impresión de situarnos en lo ocasional, ese terreno incierto en que nos pasamos entre la sombra de la costumbre y el claro de lo inesperado. A veces pasan las cosas. Sin embargo, quien habla en el poema oculta el drama del mismo: no se habla de cualesquiera veces, sino de esas veces en las que uno se siente particularmente mal, en las que uno se encuentra personalmente solo, en las que a uno lo sorprende la nostalgia. Por ello, el segundo verso identifica lo que pasa a veces: sube un efluvio del suelo. La tierra huele, la tierra clama… pero no clama la sangre en la tierra, en el poema no se acusa ningún crimen. La tierra huele como cuando llueve… pero no está lloviendo. La tierra todavía nos sostiene cuando nos diluvia el alma. A veces, cuando lloramos, la nostalgia nos aparece como hecha de nada.

         ¿De veras podemos llorar como si nada? No se habla de la situación pesarosa de un hombre al que acaba de ocurrirle una desgracia. No es el dolor de un enfermo. Tampoco es la consternación de aquel al que le ha ido mal. Ni se trata del abatimiento del derrotado. El llanto hecho de nada es el de la ausencia. ¿Por qué?

         Quien habla en el poema se encuentra a la intemperie. En torno a él pulsa la vida. El cedro, vecino pero no prójimo, suspira. El cedro suspira calladamente. Quien llora, el triste, escucha su desconsuelo, oye una lágrima arar por la negrura de los ojos, siente el ahogo de sus suspiros. Pero no hay nadie allí, todo es silencio. Si el cedro está presente, no dice nada, no puede: suspira a la callada. Quien habla en el poema recibe el aroma del cedro vecino. Llorando, al suspirar, el aire pasa por detrás de la nariz y el cedro se presenta: madera y ámbar, aire libre y viento del amanecer, luna llena y un día juntos… Las notas del cedro enfatizan la ausencia: salífero llanto frente al aceite maderoso; la lluvia reaviva lo externo, el llanto escuece al interior. Un llanto hecho de nada; inhóspito es el llanto de la ausencia.

         La estrofa central es uno de los momentos de Alfonso Reyes que más admiro. El hombre cuyas letras me devuelven la sonrisa, el poeta que me templa cuando todo me excede, el escritor al que leo cuando todo va tan mal, quien me pide recordar a mis amigos, quien me invita a no abandonar la civilidad, el literato que me hace vivir otro tanto con gusto presenta nuestra existencia como “la delgada disolución de un secreto”. ¿Por qué?

         La estrofa central comienza con la apariencia de una explicación. Quien habla en el poema y recorre el mundo llorando la ausencia y sintiendo la vida circundante, quizás indiferente a su pena, quiere comprender su propia situación. Se sabe triste, pero quisiera claridad sobre su propia tristeza. ¿Cómo es que de pronto a uno le vuelve el llanto? ¿Cómo es que la nostalgia escapa al propio control? ¿Cómo es que el ajetreo diario es insuficiente para disipar el peso de la ausencia? “Desborda la fuente un sueño”, señala Alfonso Reyes. La nostalgia aparece súbitamente cuando al alma es claro lo que pudo ser… Quizá la ilusión de controlarse plenamente es una renuncia a las claridades del alma. El conformista no necesita nada claro, sólo algo cómodo. El realista no ama la claridad, sólo la diferencia. El apocado prefiere la penumbra que justifica sus miedos. Sólo cuando se quiere saber la verdad de uno mismo al alma se le acosa con claridades y la fuente le desborda sueños: fe después del pensar, ha dicho Antonio Machado. Sólo cuando se quiere saber la verdad de uno mismo es posible descubrirnos como la delgada disolución de un secreto. Somos el secreto de nosotros mismos para nosotros mismos. Somos el secreto de nuestra vida junta. Somos el secreto que se deshila por las cisuras del llanto, las estelas de la alegría, los pliegues de la ilusión y los cauces de la esperanza. Somos la delgada disolución de nuestro propio secreto porque al conocernos abandonamos las seguridades, flotando apenas por encimita de la verdad. Saberse es siempre apenas. Saberse es ser misterio.

         El personaje del poema, lloroso y nostálgico, se sorprende de sí, del recurso de su razón. ¿Acaso no había planificado ya los modos en que podría sobreponerse a la ausencia? ¿No es verdad que se había trazado la estrategia para los momentos de debilidad sentimental? ¿Acaso no se tenía una salida de emergencia por si el alma volviese a ver apenitas la verdad? Razón miserable la del que cree controlar la verdad. Vaga razón apenas la que cree disponer plenamente del mundo. En el silencio, sin ninguna razón contrapuesta que ponga en duda la disposición, el personaje en el poema descubre la limitación de sus planes. Sí, la seguridad que esperaba habitar evitando el recuerdo se ha mostrado falsa. Desolado ante la derrota de su razón, el personaje del poema se arrincona en el frío del obstinado: abandonados quedaron sus planes, helada quedó su astucia. Oponerse a la verdad es autoengaño. Pero incluso ahí, en su obstinación, donde está desolado, donde la nostalgia se muestra plenamente inhóspita, aparece la resolana del recuerdo. Tu presencia evocada por mi memoria es el cálido abrazo de la esperanza. La nostalgia hiela el alma; el recuerdo apenas la conforta. ¿Podemos vivir entre recuerdos? A veces los recuerdos son como llamados, como la humana nostalgia de quien no quiere perder la esperanza.

Námaste Heptákis

 

Escenas del terruño. 1. Importantes las aclaraciones de Manuel Cluthier sobre la manipulación del expediente que el CISEN elaboró en torno a su padre. El régimen de la simulación da nombre de transparencia al maquillaje. 2. «Repitiendo siempre las mismas frases como si fueran sublimes hallazgos de sabiduría, vanagloriándose constantemente de su teatral humildad, sermoneando diario a la República sobre el camino de la santa virtud y la verdadera felicidad, insistiendo en que en su voluntad radica un poder mágico que cambiará la historia de la patria, fustigando a los demonios y a los pecadores, el Presidente empieza a convertirse en una figura tan cautivadora como un tele-evangelista». Jesús Silva-Herzog Márquez 3. Jean Meyer reflexiona sobre los antagonismos que sustentan el ascenso populista: en el mejor de los casos se crea una nueva «mafia del poder», en el peor de los casos una dictadura «popular». 4. Aunque para María de Jesús Patricio, excandidata presidencial del Consejo Nacional Indígena, la estrategia del nuevo régimen es la imposición totalitaria, cual puede verse en el plan de desplegar a la Guardia Nacional en las regiones indígenas para imponer los proyectos «progresistas». «Tenemos que estar preparados para lo que sea», concluye Marichuy. 5. «Si el totalitarismo te preocupa, salir de la dinámica política, crear espacios de arte, espiritualidad, cultura e individualidad sin otro fin que ellos mismos es una forma audaz de la resistencia», señala Emilio Lezama.

Coletilla. “El poeta no es el que escribe versos, es el que mira poéticamente”. Javier Sicilia

Alimento de los ojos

Alimento de los ojos

el rito de acariciar

prendiendo fuego

Leemos acariciando la superficie de la página, palpando los renglones, lengüeteando las sílabas. ¿Acaso la comprensión es el beso entre las palabras y las ideas? ¿O los lunares pautan el estilo de la prosa? ¿Qué sería entonces una lectura compartida? ¿Qué pensar de la lectura pública? Cabe preguntarnos todo esto ante El lector a domicilio [Sexto Piso, 2018], la nueva novela de Fabio Morábito [Alejandría, 1955].

         Ya es lugar común nombrar como inquietantes las letras de Morábito. Cualquier lector habitual de Morábito puede reconocer la exactitud imprecisa de su lenguaje: nadie sabe decir tan perfectamente las cosas más indeterminadas. Inquietante, sí, pero claro, clarísimo sin transparencia, transparentísimo de opaco. Morábito nombra la realidad que se desdice, en él la palabra es una morada eventual, la bruma que sigue al ventarrón. Y, evidentemente, El lector a domicilio no puede ser más claro, menos claro. Comprender la nueva novela de Morábito implica acostumbrar los sentidos a la claridad, reconocer sus capas, acariciar lo poético desde la tersura de la piel en la mirada hasta el incendio del deseo en la boca. Novela sensual, sí, recatadamente sensual.

         En lo más superficial, en la piel de la novela, El lector a domicilio tiene una trama absurda. Un hombre al que se la ha conmutado el castigo por un crimen por la participación en un programa de lectores a domicilio. El hombre acude formalmente a los domicilios asignados para cumplir cada semana con cierto tiempo de lectura. En cada casa, el hombre lee una obra distinta. Las semanas en que se distiende el castigo dispensa las tramas de las obras. Peripecias del carácter, imprevista sustitución de la prosa por la poesía y el programa de lectores a domicilio se complica. Pequeños gustos, licencias y concesiones complican todo hasta la consecución de un crimen y la oportunidad heroica del hombre. Así la trama. Pero El lector a domicilio es más que una trama.

         El libro dialoga con un poema de Isabel Fraire [México, 1934-2015], con un recuerdo de un poema de Isabel Fraire y con una vida inspirada con un poema de Isabel Fraire… sin que la poetisa sea un personaje en la obra. En alguna escena, un comité de buenas personas organiza una lectura pública en homenaje de Isabel Fraire. El homenaje se realiza de tal modo que, “organizados para no leer” ha dicho un clásico, no hay lugar ni oportunidad para recordar a la homenajeada. La lectura pública se convierte en un acto de propaganda social; la memoria es impermeable a la belleza cuando se está demasiado ocupado. La imposibilidad social de vivir con poesía es paralela a la incapacidad lectora del protagonista, quien lee en voz alta entonando perfectamente con su perfecta voz sin ser capaz de poner atención en aquello que lee. Cumplir con el acto exterior de la lectura, o cumplir con el cuento público de lo “literario”, puede limitarse al enclaustramiento en el propio mundo, a la clausura en el monasterio del deber. No hay lugar para la poesía ni en la vida pública, ni en la privada, si leer sólo es nuestra confirmación. Para que haya lectura, como en el amor, debemos perdernos en los pliegues del otro, encontrar nuestra morada en la piel ajena —muestra el poema de Fraire.

         ¿Perderse en el otro? ¿La lectura como deriva en lo ajeno? ¿Leer como acto erótico? La novela pone en tela de juicio toda la erudición hermenéutica. El lector que no se pierde a sí mismo en el texto no comprende lo que lee, no lo sigue: hace de la lectura una interpretación, una ejecución pública, un entretenimiento social para un auditorio que sólo entiende lo público como la escenografía de la selfie. El lector que se pierde a sí mismo en el texto está, quizá por primera vez, abierto al mundo, dispuesto al otro, camino al conocimiento en alguien más. Cuando el lector se pierde a sí mismo, se cancela la posibilidad de leer a domicilio. La lectura, ya no mensaje: vida.

         El lector a domicilio muestra la dificultad de la cancelación de la lectura como entretenimiento a través de los problemas sensuales de la obra. El tacto se vuelve problema con el poema de Fraire: la diferencia entre acariciar y tocar es inconmensurable, cual lo prueba el abrazo insípido o el fogoso roce incidental. El oído se vuelve problema en la ejecución pública de la lectura: la bella voz de un mal lector de poesía defrauda a la inteligencia. El olfato se vuelve problema ante la inminencia del peligro, que se respira sin fragancia alguna en el aire. El gusto se desmorona entre las migajas de las palabras mal gustadas. Y la vista muestra incapaz al ojo más allá del horizonte, pues sólo por la lectura reconocemos al horizonte como tal. El problema de la sensualidad es presentado en una de las escenas más morabitanas de la obra: ¿cómo se podría persuadir a un sordo por convención de su capacidad de oír? ¡Tan difícil como persuadir a los cultos que la lectura no es progresiva! ¡Tan lejos como entender al erotismo como pathos!

         La pasión, precisamente, es la claridad opaca que permea la nueva obra de Fabio Morábito. El lector a domicilio nos puede mostrar el verdadero crimen: olvidamos leer con sensualidad, acariciar los versos, susurrar cálidamente los acentos, buscar el camino de las sílabas, perdernos a nosotros mismos en las ideas. A veces la lectura es un espectáculo para dos.

Námaste Heptákis

 

Estantería. 1. Jesús Silva-Herzog Márquez reflexiona en torno a la Cartilla moral de Alfonso Reyes. Dice que la Cartilla moral «es posible que sea el peor texto de Reyes pero, aún si lo es, es infinitamente mejor que los textos con los que nos atragantamos cotidianamente. Nunca será mal momento para encontrarse con Reyes, así sea a través de la lectura de su lista del mandado». Y concluye: «Quien lea esta cartilla encontrará una defensa de la alegría y una burla de la solemnidad. Comprenderá que la tradición es vitalidad y no servidumbre a lo antiguo. Aprenderá también a distinguir la emoción patriótica de la manipulación nacionalista. Sabrá que hay que ser modestos frente a las sorpresas del azar para no caer en la soberbia». 2. Rodrigo Martínez Baracs cuenta la historia de la Cartilla moral. 3. Para Fernando García Ramírez, Gabriel Zaid es un juguetón comprometido con la verdad. 4. Para Humberto Beck, Gabriel Zaid es el renovador de la prosa de ideas en castellano. 5. Para Armando González Torres, el trabajo de Gabriel Zaid es lúdico y omnívoro. 6. Para Julio Hubard, los ensayos de crítica al progreso de Gabriel Zaid se caracterizan por reunir la imaginación y la economía, son la muestra de la perfección de lo pequeño. 7.  Según Malva Flores, la poesía de Gabriel Zaid es el ejemplo perfecto del esmero cuidadoso por la claridad. 8. «Para mí, Gabriel Zaid es una estrella que permite orientarse en el camino. No es una estrella fugaz, no es un meteoro, es una estrella que ha estado ahí, que seguirá ahí y cuya luz no se gasta con el uso», dijo Adolfo Castañón.

Coletilla. Comparto el poema de Isabel Fraire que se menciona en la entrada, publicado por primera vez en el número 27 de El corno emplumado, la revista beatnik mexicana, en julio de 1968.

tu piel, como sábanas de arena y sábanas de agua en remolino

tu piel, que tiene brillos de mandolina turbia

tu piel, a donde llega mi piel como a su casa

y enciende una lámpara callada

tu piel, que alimenta mis ojos

y me pone mi nombre como un vestido nuevo

tu piel que es un espejo en donde mi piel me reconoce

y mi mano perdida viene desde mi infancia y llega hasta

el momento presente y me saluda

tu piel, en donde al fin

yo estoy conmigo

 

Otredad

Lo doloroso de las burlas es que suelen ocurrir por defectos verdaderos. Y bien decía un sabio de lejanos tiempos que no hay encuentro más terrible que el que ocurre ante el espejo

Encontrarse consigo mismo no suele ser ni agradable ni placentero, pero cuando el espejo es la risa del otro, más doloroso es el encuentro.

Maigo

Castañón o la lectura como elogio

Castañón o la lectura como elogio

 

yo hasta en sueños fui platónico

 

Fiel a la palabra, así es Adolfo Castañón. Lector, escritor, conversador y nuevamente lector. Incansablemente lector. La lectura parece el centro de su vida. Escribe sobre sus lecturas. Conversa sobre aquello que lee. Lee para leer. Nos escribe para que leamos. Conversa con nosotros para la lectura. Adolfo Castañón es, por ello, el hombre fiel a la palabra. Quizás el reconocimiento de dicha fidelidad (o de la fe) es lo que hace tan gustoso el anuncio por el que se le hace ganador del Premio Internacional Alfonso Reyes. El premio que recuerda al gran hombre de libros de las letras mexicanas reconoce ahora al gran hombre de libros de nuestros días. Celebremos la fidelidad.

         Pocos mexicanos son tan alfonsecuentes como Adolfo Castañón. Castañón ha leído a Reyes, lo ha estudiado, editado, comentado, anotado, investigado, rescatado e interpretado, siempre animando la conversación en torno a él. Don Adolfo ha hecho de don Alfonso ejemplo vital para sí, para los lectores, para los alfonsidílicos de todos lados. En entrevista por la obtención del premio, Castañón dijo: “Reyes ha sido para mí maestro y amigo, confidente y guía, guardián y tabla de salvación”. Encontrar en los libros las ideas que iluminan los momentos tristes de la vida. Reconocer en las letras los vericuetos por los que trastabillan los días. Abrigar en los renglones cada momento, cada amistad, cada amor suspirante y tímida caricia. Adolfo Castañón nos ha hecho reconocer en Alfonso Reyes la más grata compañía, permitiéndonos ajustar el oído al concierto de voces solitarias que es nuestra actual experiencia literaria. Gracias a Castañón podemos leer la mejor prosa del mundo, vivir la fidelidad por la palabra y embellecer la vida.

Si la incuria mexicana por las letras no ha acabado aún con la literatura, mucho se debe al bondadoso trabajo de Adolfo Castañón. En su poemario Había una voz [Universidad Veracruzana, 2000] se encuentra uno de mis poemas favoritos ―a veces confidente, anhelado guía, tabla en mi desesperación―, poema que presenta la bondad de su autor. El poema se intitula “Plegaria del jardinero (Domingo)”.

 

Cultivar un jardín heredado

No sembrar ningún árbol

―regar y podar el ya sembrado

No escribir libros: leerlos

Escribir para pulir la lectura

No tener hijos: alimentar

y educar ajenos

Que otros funden: yo prefiero restaurar

Ahí estaré cuando otros engendren

Cuidando lo engendrado

La muerte será de otro modo          generosa

En primera instancia, el poema aparece con sencillez, como si sólo se comparase la labor del lector con la de quien cuida un jardín. El jardinero ofrece su trabajo al mantenimiento de un jardín ajeno. El mantenimiento embellece el jardín. Como si el jardinero fuese productor de la belleza. Pero leyendo así nos engañamos. ¿Cómo podría alguien embellecer los más bellos jardines del mundo? Además de Alfonso Reyes ―ni jardín ni selva: ¡el mundo!―, Castañón también ha cuidado a Octavio Paz, José Luis Martínez, Alí Chumacero, Los Contemporáneos, José Revueltas, Juan José Arreola, Carlos Monsiváis, Eugenio Montejo, Juan Rulfo, María Zambrano, George Steiner, Alejandro Rossi, Ramón Xirau y Gabriel Zaid. ¿Tiene sentido considerarlo un jardinero embellecedor?

         El poema puede leerse como una crítica a una opinión muy difundida y poco pensada, aquella que supone a la vida con sentido en tanto se planta un árbol, se tiene un hijo y se escribe un libro. El lector sabe que la escritura no es un requisito de la vida, sino su regalo. El lector sabe que un hijo no es mera continuación de la vida, sino su desafío. El lector sabe que un árbol no es cumplimiento con la vida, sino su compromiso. En las letras nos comprometemos, con ellas nos desafiamos, en ellas nos regalamos. Pero esto no nos explica por qué se habla de un jardinero.

         Quizá podríamos leer el poema atendiendo a sus modulaciones. El jardín es heredado, la lectura pulida, los hijos alimentados. El alimento es un pulimiento de la vida, aprendemos en las Memorias de cocina y bodega; lo enseña Castañón en su bellísimo Grano de sal y otros cristales. La lectura es el alimento heredado a nosotros, los casi huérfanos de ideas. ¿Pero por qué un jardín? ¿Qué paternidad podría ser un día de campo? La lectura, el alimento y la herencia podrían ser la restauración castañoniana: pulir los cristales del alma para enseñarnos a seguir leyendo, cuidar el condimento de las letras para que aprendamos a saborear las ideas, regar y podar el campo literario para que la herencia no se extinga. El jardinero a veces también es albacea.

         Sin embargo, el poema es una plegaria. Y no sólo pliega la vida, ni se repliega en las letras. La plegaria se despliega en domingo. El día del descanso, cuando los más se pliegan en sí mismos para reposar en lo ganado por una semana de trabajo, el jardinero despliega su obra, ofrece una plegaria desde su situación precaria. Gracias al jardinero, nosotros, en nuestra incuria, podemos descuidar las letras. Ya nos llegará el tiempo de encontrar los libros, ya le llegará su tiempo a los versos olvidados. Así como a veces la esperanza se mantiene en el mundo por un solo hombre que ora, quizá la literatura se salve mientras todavía haya alguien que lea. El poema es una plegaria no tanto porque anuncie la salvación segura, sino porque suplica por al menos un jardinero más. Si por el poema, si por la plegaria, alguien más puede cuidar el jardín, puede reconocer la bondad de la belleza, la muerte podría por fin haber sido ser generosa. Sólo por la generosidad, la lectura es elogio de la eternidad.

         Celebremos la generosidad. Celebremos al bondadoso Adolfo Castañón. Celebremos la fidelidad por la palabra. Celebremos con alfonsecuencia el amor a las letras, su cuidado, nuestro afán de seguir leyendo. Celebramos: leamos.

Námaste Heptákis

 

Coletilla. “Y en medio de la luz: la soledad”. Adolfo Castañón