Personajes sin carácter

En pocas palabras se puede decir mucho, aunque parece que con pocas palabras se comprende poco. Leer una frase abundante en sabiduría no te convierte en sabio. Volverla a decir, volverla a leer; leerla a la luz de nuevas palabras, de frases diferentes, de experiencias distintas, tal vez te ayude a comprenderla. Una sola frase puede decir mucho. Pero el tiempo para comprenderla escasea. Tal vez por eso requieres de frases breves para tener la exagerada pretensión de comprender mucho en poco tiempo. Eres. Soy. Somos Karl Rossmann llegando a América; conociendo la prisa por primera vez al buscar su paraguas mientras le deja su maleta a un casi desconocido; entrando a la prisa de la vida adulta, al estrés consecuencia de la productividad masiva. Kafka sintetizó en los capítulos sueltos de América, que relatan la vida del joven Rossmann, las críticas de Nietzsche y Marx contra el naciente imperio. La industria de América, entiéndase Estados Unidos, marcó el paso de la industria alemana y mundial hasta calar en el espíritu humano. Es decir, tenemos tiempo para contemplar la vida en sus exteriores, en las hermosas postales que vemos en redes sociales; nos aferramos a la belleza más rápida, la que encontramos en un vistazo; lo bello se ha convertido en lo llamativo. Un rostro sometido a las kafkianas exigencias del cirujano plástico no es bello, ni feo, pero atrae, llama la atención como un berrinche. Grita con discreción “¡mírenme!”, “¡mírenme!”, “¡aquí estoy!” Sólo eso pide, que se le vea. No que se le cuestione, que se ahonde en el motivo de su existencia, en su para qué. ¿A quién le gusta que le pregunten por cuántos procedimientos quirúrgicos se ha realizado en el rostro? Kafka no va tan lejos, no se imaginó las múltiples alteraciones de la fisonomía, no le interesa la minuciosidad de los rostros. Describe a montones, hasta su punto más aburridamente absurdo, los exteriores. Los detalles del funcionamiento de un elevador, la cabina desde la que trabajan los porteros de un inmenso e inexistente hotel, lo que rodea un barco; son detallados con una precisión necesaria en las complejas fórmulas matemáticas. El carácter de los personajes es narrado de forma grotesco, cual si sus personajes no lo encontraran. Sus personajes no tienen carácter. ¿Podríamos decir que no tienen alma? El alma la pone el mundo. Tal vez por eso pareciera que el mundo es el que condiciona a los hombres. Tal vez por eso Kafka detalla con tanta exageración el exterior, porque la vida interna de los personajes, lo que debería de definirlos, es borroso, difuso. Los personajes del siglo XX no tienen carácter. La vida interna de Karl Rossmann no existe.

Yaddir

Pérdida de miedo

Una amiga que trabaja para un periódico me preguntó con una extraña preocupación: «¿me estaré volviendo insensible?, ¿estaré normalizando la violencia?, ¿mi empatía hacia las víctimas se estará yendo por todas las notas y fotos que a diario debo hacer? No sé por qué ya no me sorprende la cantidad de asesinatos del día.» No sé si entienda bien las causas de su preocupación. Ella es una persona que podría ser considerada como buena por la mayoría. No creo que se estuviera transformando en un robot de datos al que sólo le importan las notas, es decir, que sólo se viera preocupada por su trabajo, o dicho de una manera más directa, dudo que paulatinamente, con una lentitud que impide observar el cambio, haya pasado de ser amable a ser completamente egoísta. Ella no quería eso. Supongo que pocos desean transformar su alma de buena a mala. Las evidencias, en cambio, nos muestran que el destino de los demás importa cada vez menos. El mayor miedo es comprender que tal vez vivimos en una sociedad en la que todos pelean contra todos.

La pelea no es explícita. Mientras caminamos no pensamos en cómo robar a quien pasa a nuestro lado; mientras convivimos con los demás no planeamos cómo aprovecharnos de ellos. Las peleas acaecen en dosis pequeñas. Una de las cuales es la omisión; no hacer el bien cuando puede hacerse. No sé si, pensando nuevamente en cambios paulatinos, los que dejan de hacer el bien cuando pueden hacerlo, posteriormente son los que buscan las situaciones en las que puedan obtener el mayor beneficio con el menor esfuerzo. Y si de esto se pasa a hacer el mal porque se disfruta hacerlo. Tal vez todo esto suceda al mismo tiempo. Tal vez los únicos cambios que sufre el alma humana sean las intenciones o el alcance en el que se perjudica; no es lo mismo, no afecta a la misma cantidad de personas, robar un cacho de queso de la cocina que un millón de dólares. No lo sé. Y mis dudas aumentan cuando pienso en el feminicida que declaró haber matado a un número de mujeres que no recordaba. El asesino, radicado en el Estado de México (una entidad en la que viven más de veinte millones de personas), enterró restos óseos de sus víctimas en su patio. A diario pasaba por el lugar en el que estaban enterrados restos humanos de mujeres que él mismo había matado. Cerca de ahí comía. Ahí dormía. Supongo que ahí convivía con algunos amigos o familares de vez en cuando. Es sumamente complicado comprender lo que hay en el alma de una persona que desde principios de los años noventas comenzó a matar mujeres, quien un mes previo a su arresto había destazado a una mujer que supuestamente era su amiga. Él confesó haberlas matado porque a las mujeres sólo les importaba su dinero. Él se sentía como un objeto y, sin ninguna consideración hacia la humanidad particular de ellas, desterrando por completo de su cabeza cualquier idea de la sacralidad humana, escupiendo en la dignidad de las personas, se vengaba de ellas. Tal vez ese es el pretexto que dio a las autoridades y sí disfrutaba matando mujeres; tal vez ese era su pretexto: queriendo querer y ser querido, veía que eso era imposible, y el mundo en esas condiciones no le gustaba. Pero él hacía del mundo un lugar poco habitable al matar mujeres. Pensaba sólo en sí; no veía que esas mujeres tenían familia, seres queridos que se preocupan por ellas. Era, o es, el egoísta en uno de sus estados más viles y exagerados.

En la película El buen Pedro (2012), un tranquilo oficinista mata a prostitutas. Jamás dicen por qué lo hace. Sí señalan con qué las mata: un cuchillo grande. Pedro está enfermo; requiere que su vecina le aplique inyecciones cada cierto tiempo. No sé específica la enfermedad, pero en ocasiones le duele la espalda. Pedro usa lentes, es robusto y parece que no quiere mantener relaciones de ningún tipo con las personas. Parecería que está enojado con las personas en general por motivos desconocidos. Sufría de bullying en la infancia, o su familia lo trataba mal; quizá alguien en específico le hizo pasar una experiencia traumática en la infancia. Su vecina intenta coquetear con él. Él la rechaza. ¿Por qué hace lo que hace? Tengo una interpretación basándome en el instrumento con el que las mata y la profesión de las personas a las que mata, así como los problemas que padece el detective que investiga el asesinato. Las asesina porque le excitan en extremo y quiere que sean sólo suyas. El egoísmo más obsesivo, más peligroso es el de los asesinos seriales.

«Sabemos tanto de tantos que no podemos entender el dolor por el que padece cada persona de la que leemos en las noticias» fue lo que le contesté a mi amiga para encontrar una respuesta a lo que padecía. La sorpresa de saber que un asesino pudo matar mujeres por casi treinta años sin ser detenido es terrorífica. No alcanzamos a dimensionar que en México haya asesinos que puedan quedar impunes por tanto tiempo. Lo peor es que nos hemos acostumbrado a ser supervivientes en lugar de pretender vivir bien. Algunos ya ni se espantan que las noticias ya no les espanten. ¿Los periodistas verán transformada su vida por reportar la violencia?, ¿es preferible vivir con miedo constante a mirar las noticias como hechos que sea poco probable que nos puedan suceder? ¿En qué clase de personas nos hemos convertido?

Yaddir

¿Cómo han pasado los años?

¿Qué es la edad? La pregunta tiene la cualidad de nunca ofrecer una respuesta satisfactoria, mucho menos una que pueda compartirse. Eso nos hace sospechar que se trata de una pregunta importante. La hacemos una vez, luego otra, creemos poder saber lo suficiente para responderla, pues el incremento de años en nosotros (de edad, se dice constantemente) nos vuelve más propensos a la arrogancia de creer que sabemos tanto de la vida que tenemos respuestas como monedas, pero aumentan los años y aumentan las dudas. Un corazón joven ha pasado la medición de cincuenta años como se cierra la juventud en otro a los cinco. Ambos bombean sangre; ambos viven. Pero es obvio que algo los distancia, que algo visiblemente los distingue.

Como toda medición, la edad no está exenta de nuestra arrogancia de querer controlarla. Creemos que se tiene poca edad por hacer lo que el común de los jóvenes hace. Es joven quien sale a tantas fiestas como la cantidad de enfermedades con las que carga. Se cree que no se carga con mucha edad porque se parece de pocos años. Las cremas, tratamientos, maquillajes, tintes, suplementos alimenticios, hilos, inyecciones y cirugías pláticas controlan nuestra edad como propician nuestro ahorro. Las estratagemas rejuvenecedoras a veces funcionan, pero sólo en apariencia. El alma no puede rejuvenecer. Hay cualidades que no podemos controlar. Por eso resulta tan extraño el adulto-joven (en México usamos el oxímoron chavorruco para referirnos a ellos) entre los que tienen el alma joven.

Si bien es difícil saber qué es el alma y qué el cuerpo, pues nunca sabemos dónde empieza una y dónde termina el otro, o cuál función claramente es de uno y cuál de otra, una cirugía plástica no quita años más que a las fotos. La persona de cuarenta años no va a tomar una decisión como la que tomaba a los treinta porque una cirugía o cualquier otro tratamiento le hayan ayudado a verse como si tuviera esa edad. Esa alma ha tomado decisiones que la han cambiado, pese a que pueda no aparentarlo o manifestarlo en su cuerpo.

El misterio de la relación del alma y el cuerpo podría pensarse preguntando ¿qué es la edad? Pero eso, por más que suene a tema temido por su extrema complejidad, no lo vuelve absolutamente incomprensible. Porque esa pregunta no tiene que ver con el febril afán de rejuvenecer. Sino con entender qué clase de vida se ha llevado; qué circunstancias son decisivas para comprendernos; cómo nos conocemos a nosotros mismos a partir de lo que hemos querido hacer. Aquí ya contradije algo que dije previamente, pues hasta el chavorruco podría ser joven si se autoconoce lo suficiente como para saber que es bueno para él ser chavorruco (aunque esto podría sonar contradictorio). ¿Habrá quien ame ser chavorruco? Tal vez la edad se relaciona con lo que amamos hacer; lo que amamos hacer, lo que sabemos que es bueno hacer, no es una cuestión de vanidad. El amor, finalmente, es uno de los misterios que principalmente se manifiestan en la misteriosa relación entre el cuerpo y el alma. El amor nos ayuda a entender lo que somos.

Yaddir

En la mesa, el vino


Los idealismos son, desde hace tiempo, molestos. Maquillaje quebradizo en los rostros del hombre burlón, cínico, fuerte. Cuando vemos que alguno de estos guardianes de las viejas virtudes cae en pecado o parece falsear su postura, gritamos a coro desde el pecho «¡eh, mentiroso!, ¡¿no que un santo?!», pero el cínico que no es un juez, ni pretende serlo, también dice «No te apures, estás a tiempo de vivir bien, junto a mí tienen lugar tus desaguisados», «¿Bebes?». Así se perdona al justo, invitándolo al terreno de lo efímero.  El mal, o mejor no el mal  pues ce mot ofende al puritano de los hechos… más bien, la verdad pura y llana, sin bien ni mal, se hace clara. ¿El viejo bufón ha perdido el rostro? ¡Qué nuevo chiste!, quizá bebía veneno o ponzoña en lugar de vino.

Pero, -porque siempre existe un pero-, en caso contrario nadie dice nada. Ni algarabía ni gozo, más bien hostilidad. Cuando este mismo hombre no falla a su posición, sino que da muestras de entereza, no estamos dispuestos a gritar: ¡He aquí un buen hombre!, pues creemos que la verdad no apunta a ese lugar, a la casa del bien. La existencia es trágica sólo por eso. El tal hombre es un mentiroso de lo peor. Inventa, exagera, molesta a las buenas costumbres. Y la salud preocupa a nuestro anfitrión. En su mesa de vez en cuando alguno enferma de ilusiones, pues quiere ver más allá del banquete. Peor aún, dice que ve o intuye una época dorada donde las bellotas… Pero antes de que siga, mejor omitirlo o alterará las vencidas pasiones que adormeciera el elixir ofrecido antaño por este bufón.

Pero el loco insiste. Algo se fermenta en su pecho. Ahora él tiene sed y hambre de otra índole.

El hambre de ese hombre sólo puede ser satisfecha por la idea de lo eterno y su sed calmada por la libertad. Libertad y eternidad son los grandes destinos del hombre, sólo en ellos se puede compartir una mesa bien servida. Pues aún suponiendo que el cínico no sea avaro, nunca ha sabido para qué compartir su mesa, ni entiende por qué ésta no agrada a sus comensales en el último platillo. Siempre termina odiando al hombre, al que considera rebelde y desagradecido, una bestia baja. Ésa es toda su antropología por la que sirvió su comida. Nunca el bien, siempre el hambre; terminó por ser sólo hambre su festín. y el hombre busca el vino con el cual se embriaga pero no se seca. Ése vino que robustece porque es del interior de su alma de donde mana y se hace común al abrir los odres. Ese vino que es amor y no angustia.

Javel 

«Te amo porque haces que te ame/ porque puedes hacer/ que me suceda/ amarte» Ululame González de León

¡Feliz año, lector!

Es terrible personificar

El hombre existe por la libertad. Su existencia se sustenta en lo trascendente, pues no hay libertad en lo efímero. Si el hombre es verdaderamente libre de desear, pensar y actuar, esto lo hace responsable del mal tanto como del bien. Renunciar o empañar la dignidad del hombre con teorías que lo alejan de este privilegio lo convierten en un resultado pasivo, en la suma total del medio ambiente y social en que se desarrolla, y así como la flor, lo único que le queda es el inevitable destino de abrir sus pétalos o ser aplastado. El fracaso, lo mismo que la mentira o cualquier intento por sabotearse sería imposible. Pero el fracaso, la injusticia, el malentendido son privilegios de la libertad, no por ello necesarios, pero sí posibles dentro de la naturaleza humana. Sólo así se puede entender que errar sea de humanos, como una manifestación de la libertad, de la existencia que se piensa a sí misma. ¡Quiero fracasar! Es un grito humano que ya no entendemos.

El error tanto como la certeza parten del fenómeno de la trascendencia. Es decir, de las almas libres e inmortales. La trascendencia es necesaria para entender el bien y el mal, la verdad y la mentira, de otro modo estamos determinados a nuestra naturaleza primera como los animales. Éstos no podrían ser enjuiciados de asesinar o dañar a otro animal, puesto que no son responsables, es decir, no son conscientes de que el acto en cuestión es una manifestación de su voluntad, de su ser. Y si lo fueran, caerían en la cuenta de «que es lo mejor que podemos hacer dada la condición». El reconocimiento de la individualidad es lo más terrible que sucede en la comunidad humana. Tan pronto como sabemos de nosotros como individuos determinados, singulares, únicos, caemos en la cuenta no sólo del solipsismo como afirman las teorías evolucionistas, sino en la terrible decisión de ser o no libres. ¿Actuar o no? ¿Elegirme a mí como fin de mis acciones o algo superior?

Personificarnos significa aparecer en el mundo. Actuar, ser libres. Pero, ¿aparecer libres? ¿Cómo? La libertad es un misterio, más sensato es el pan, la sed de poder, el hambre de dominar. Antes de justificar el porqué la sociedad materialista, ya sea en su versión capitalista o socialista es la única posible, deberíamos preguntar por qué la comunidad política de la que hablaron Platón y Aristóteles o la fraternidad universal cristiana estuvieron basadas en la intangible presencia del alma. ¿Fue un paso en la evolución o un error técnico? Hace falta un juicio de valor para entender esto, o lo que es lo mismo, una condición metafísica. La liberad.

El divorcio universal a que nos lleva el materialismo u hormiguero, para usar una imagen dostoyevskiana, sigue sin explicar por qué un hombre o mujer aniquilaría su individualidad, es decir, la manifestación más racional de su libertad, en pos de otro. La única respuesta posible es la inmortalidad del alma, y no por miedo al castigo eterno en las llamas del infierno, que eso es no entender el infierno, sino por el amor al otro. El amor al prójimo rompe la cadena de la determinación animal racional, nos hace libres. ¿Cómo entendemos que tantos seres egoístas (esto significa terrenales), quieran vivir juntos y hasta se ayuden? Por el amor libre y consciente de esa libertad recíproca.

El amor nos hace fuertes en algún sentido, eso lo sabemos. Justo lo contrario es la pereza emocional donde suceda lo que suceda, si cuenta con un valor estético fuerte, está bien. El éxtasis de los sentidos, y éstos como una tabula rasa es una de las grandes desgracias humanas. Permitir que todo suceda como si nada importara es aniquilar al hombre, el libro de Raymond Radiguet lo ejemplifica bien. Un jovencito se hace amante de una mujer casada y todos a su alrededor pueden evitarlo o sancionarlo, pero no lo hacen, y ni siquiera es por una justificación de la voluptuosidad (que en ocasiones hay que defender), sino simplemente porque a punto de esgrimir un reclamo, todos sus personajes bostezan. El lema de la roman sería, mañana lo arreglo. El miedo al conflicto es lo que evita un verdadero sobresalto de valor en la novela. Hasta el amor de los protagonistas es perezoso: «hay que buscar una ciudad con un encanto constante», dice ella, no quiere vivir en el campo porque sabe que eso representa su belleza, brillante en la juventud, marchita en la vejez. El amor de ellos no soportaría tal prueba. La muerte de la amante arregla todo, aunque nunca hubo problema, pues «nadie» se enteró de su amorío. La mentira o la verdad habrían sido igual de molestas, afirma él. Él que es un demonio primerizo, a la manera de los Endemoniados, hasta el título lo sugiere: Con el diablo en el cuerpo.

Abolir el alma significa tratar de evitar el fin o adueñarse de él. La muerte nos enseña que el fin no lo podemos evitar, porque no es nuestro. Pero podemos reflexionar de él como de nuestros límites para descubrir nuestra verdadera imagen. El fin de algo es necesario para poner a prueba la trascendencia, su más allá que es interno. Machado aprendió a hablar con el hombre que siempre iba consigo, eso lo hacía libre y ¿feliz? La esperanza en el fin de los tiempos es la reflexión más necesaria si queremos probar un poco de esa dignidad, de ese amor libre, de otro modo la hormiga reina terminará por engullirnos a todos. Y en el juego del egoísmo sólo uno gana: el hambre, la glotonería. La fraternidad es necesaria, por ello habrá que repensar la inmortalidad del alma en estos términos, como dignidad humana de la manifestación de nuestra personalidad. El llamado divino que nos habla, a veces, en sueños o pesadillas de quienes somos.

Radiguet hace pensar que la verdadera dignidad humana está en la tragedia. Cuando siento compasión por otro y ese otro se compadece de mí al tiempo que vemos nuestro destino venir. El egoísmo no reporta tal catarsis.

Javel 

De la quimera en soledad

De la quimera en soledad

El príncipe es un hombre solitario. No es eso apología de su virtud (que quién sabe si la requiera), sino rasgo distintivo de su conocimiento y vida. ¿Puede la soledad ser amante, como soñamos (pensamos) a veces cuando decimos bastarnos a nosotros mismos? La sabiduría del príncipe sólo puede hacerle ver el amor como una falsedad: la naturaleza del alma común no cala hondo. ¿Qué es la virtud del príncipe? ¿Qué es la naturaleza? La respuesta superficial parece sencilla: la virtud del poder radica en dominar la adversidad a través de la sabiduría sobre la naturaleza de los hombres. Pero la soledad del príncipe no es la del cartesiano. Eros aún se ausenta, pues el cartesiano sólo puede aceptar como evidencia un movimiento que pueda apuntar claramente. Lo que el cuerpo evidencia, el concepto lo hace sabido. La soledad del cogito no se debe sólo a la sabiduría: el alma que se evapora ya no puede comprenderse en la locura: cree que el mito sobre las alas es un cuento de fantasmas. ¿Será que conocernos sólo permanece siendo un problema, un problema no sólo reducible a los veredictos de la razón que calcula y aclara en soledad, mientras lo bueno y lo bello sean idea en sentido platónico y no valor o concepto del ego que nunca puede comunicarse, que se ve impedido porque cree que el gobierno en general proviene de sí mismo? ¿Qué no la virtud más alta del alma es el dominio de sí? Falso: la moderación sólo culmina en poder cuando no hay locura divina. La virtud del príncipe es solitaria no porque sea afirmación de la razón sin alma, sino porque su nombre depende de no estar subyugado ni por la fortuna. ¿Y Eros, no es algo que escinde a tal grado de hallarse igual de solitario? Falso: Eros pierde su nombre cuando no es sed del otro que se parece a mí. ¿No es el mayor peligro del alma entregarse al fantasma de la soledad, a riesgo de padecer esa cordura de quienes no pueden amar? Razón, cordura, soledad, amor, poder, la espesura de la niebla que cubra la palabra y la vida, que ni en los que se dicen más solitarios es vida inocua para sí misma.

 

Tacitus