El hombre existe por la libertad. Su existencia se sustenta en lo trascendente, pues no hay libertad en lo efímero. Si el hombre es verdaderamente libre de desear, pensar y actuar, esto lo hace responsable del mal tanto como del bien. Renunciar o empañar la dignidad del hombre con teorías que lo alejan de este privilegio lo convierten en un resultado pasivo, en la suma total del medio ambiente y social en que se desarrolla, y así como la flor, lo único que le queda es el inevitable destino de abrir sus pétalos o ser aplastado. El fracaso, lo mismo que la mentira o cualquier intento por sabotearse sería imposible. Pero el fracaso, la injusticia, el malentendido son privilegios de la libertad, no por ello necesarios, pero sí posibles dentro de la naturaleza humana. Sólo así se puede entender que errar sea de humanos, como una manifestación de la libertad, de la existencia que se piensa a sí misma. ¡Quiero fracasar! Es un grito humano que ya no entendemos.
El error tanto como la certeza parten del fenómeno de la trascendencia. Es decir, de las almas libres e inmortales. La trascendencia es necesaria para entender el bien y el mal, la verdad y la mentira, de otro modo estamos determinados a nuestra naturaleza primera como los animales. Éstos no podrían ser enjuiciados de asesinar o dañar a otro animal, puesto que no son responsables, es decir, no son conscientes de que el acto en cuestión es una manifestación de su voluntad, de su ser. Y si lo fueran, caerían en la cuenta de «que es lo mejor que podemos hacer dada la condición». El reconocimiento de la individualidad es lo más terrible que sucede en la comunidad humana. Tan pronto como sabemos de nosotros como individuos determinados, singulares, únicos, caemos en la cuenta no sólo del solipsismo como afirman las teorías evolucionistas, sino en la terrible decisión de ser o no libres. ¿Actuar o no? ¿Elegirme a mí como fin de mis acciones o algo superior?
Personificarnos significa aparecer en el mundo. Actuar, ser libres. Pero, ¿aparecer libres? ¿Cómo? La libertad es un misterio, más sensato es el pan, la sed de poder, el hambre de dominar. Antes de justificar el porqué la sociedad materialista, ya sea en su versión capitalista o socialista es la única posible, deberíamos preguntar por qué la comunidad política de la que hablaron Platón y Aristóteles o la fraternidad universal cristiana estuvieron basadas en la intangible presencia del alma. ¿Fue un paso en la evolución o un error técnico? Hace falta un juicio de valor para entender esto, o lo que es lo mismo, una condición metafísica. La liberad.
El divorcio universal a que nos lleva el materialismo u hormiguero, para usar una imagen dostoyevskiana, sigue sin explicar por qué un hombre o mujer aniquilaría su individualidad, es decir, la manifestación más racional de su libertad, en pos de otro. La única respuesta posible es la inmortalidad del alma, y no por miedo al castigo eterno en las llamas del infierno, que eso es no entender el infierno, sino por el amor al otro. El amor al prójimo rompe la cadena de la determinación animal racional, nos hace libres. ¿Cómo entendemos que tantos seres egoístas (esto significa terrenales), quieran vivir juntos y hasta se ayuden? Por el amor libre y consciente de esa libertad recíproca.
El amor nos hace fuertes en algún sentido, eso lo sabemos. Justo lo contrario es la pereza emocional donde suceda lo que suceda, si cuenta con un valor estético fuerte, está bien. El éxtasis de los sentidos, y éstos como una tabula rasa es una de las grandes desgracias humanas. Permitir que todo suceda como si nada importara es aniquilar al hombre, el libro de Raymond Radiguet lo ejemplifica bien. Un jovencito se hace amante de una mujer casada y todos a su alrededor pueden evitarlo o sancionarlo, pero no lo hacen, y ni siquiera es por una justificación de la voluptuosidad (que en ocasiones hay que defender), sino simplemente porque a punto de esgrimir un reclamo, todos sus personajes bostezan. El lema de la roman sería, mañana lo arreglo. El miedo al conflicto es lo que evita un verdadero sobresalto de valor en la novela. Hasta el amor de los protagonistas es perezoso: «hay que buscar una ciudad con un encanto constante», dice ella, no quiere vivir en el campo porque sabe que eso representa su belleza, brillante en la juventud, marchita en la vejez. El amor de ellos no soportaría tal prueba. La muerte de la amante arregla todo, aunque nunca hubo problema, pues «nadie» se enteró de su amorío. La mentira o la verdad habrían sido igual de molestas, afirma él. Él que es un demonio primerizo, a la manera de los Endemoniados, hasta el título lo sugiere: Con el diablo en el cuerpo.
Abolir el alma significa tratar de evitar el fin o adueñarse de él. La muerte nos enseña que el fin no lo podemos evitar, porque no es nuestro. Pero podemos reflexionar de él como de nuestros límites para descubrir nuestra verdadera imagen. El fin de algo es necesario para poner a prueba la trascendencia, su más allá que es interno. Machado aprendió a hablar con el hombre que siempre iba consigo, eso lo hacía libre y ¿feliz? La esperanza en el fin de los tiempos es la reflexión más necesaria si queremos probar un poco de esa dignidad, de ese amor libre, de otro modo la hormiga reina terminará por engullirnos a todos. Y en el juego del egoísmo sólo uno gana: el hambre, la glotonería. La fraternidad es necesaria, por ello habrá que repensar la inmortalidad del alma en estos términos, como dignidad humana de la manifestación de nuestra personalidad. El llamado divino que nos habla, a veces, en sueños o pesadillas de quienes somos.
Radiguet hace pensar que la verdadera dignidad humana está en la tragedia. Cuando siento compasión por otro y ese otro se compadece de mí al tiempo que vemos nuestro destino venir. El egoísmo no reporta tal catarsis.
Javel
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