Los Malos Buenos Deseos

To be happy with you have,

you have to be happy with what you have to be happy with.

-King Crimson

Muy fácil es decirle a alguien que aprenda a conformarse con lo que tiene, y fácil también (aunque no tanto), es convencerse a uno mismo de que debe hacerlo: la vida es de por sí dura como para que encima le añadamos más problemas mortificándonos por lo que no tenemos; no sólo eso, sino que al estar pensando en lo que nos falta perdemos la mirada y dejamos de atender lo que sí tenemos, de darle el valor que merece; si dependemos de lo demás para sentirnos bien entonces nunca seremos dueños de nosotros mismos; y además, por inconformes vivimos infelices, cosa que parece muy tonta si la felicidad depende de decidir estar bien con lo que se tiene, sea lo que sea, sea cuando sea.

Este discurso, plenamente recurrido por muchísima gente en nuestro país, y seguramente en el resto del mundo, no sólo es fácil, sino que muy perjudicial. La razón es que no es cierto que convenciéndose de que a uno le basta lo que tiene, le basta. No es cosa de recitar la nueva vida lo que lo deja a uno comenzar a ser feliz, porque de hecho la necesidad de tal convencimiento surge de sentirse infeliz por lo que no se tiene (o por lo que sí se tiene que uno no quiere). Y tener lo estoy usando en un sentido muy amplio, que puede ser de objetos o de privilegios o de una buena vida. Si sentimos que nuestra vida no es digna, no hay modo de convencernos de que la felicidad está allí en la indignidad, tan pronto como nos persuadamos de que en lo único en lo que radica el gozo de vivir es en la decisión de disfrutarlo. En ese sitio yace lo que más nocivo encuentro de la propuesta conformista: equipara todas las posibles decisiones, las concentra en el mismo punto y las deja todas a la par, sin distinción de buenas o malas, ni de buenas o malas vidas. Decidir que se vive bien, vívase como se viva, es lo mismo que decir que hay que autoconvencernos de que no importa lo que decidamos hacer, si decimos que está bien las suficientes veces como para llegar a creerlo fervientemente.

Especialmente estas épocas escuchan mucho de esto porque cunden de buenos deseos y esperanzas renovadas (por lo menos entre los que no creen que la Tierra explotará mañana) por la satisfacción de los deseos. Estos anhelos, dicho de paso, casi siempre son económicos, y de ahí que haya tantos rituales y supersticiones con las que se afirma que el siguiente año tendrá más dinero y éxito-en-el-trabajo: como se supone que las ganas de que todo esté bien son suficientes para que lo esté, no hay por qué suponer que uno no incrementará sus riquezas, si tanto lo desea. Pero ese camino fomenta que uno no tome consciencia de sus errores y pierda la perspectiva sobre la profundidad de las consecuencias de sus acciones. En el mercado (porque por supuesto hay un mercado amplísimo para esta tendencia) se habla sin parar de prosperidad y éxito, de valores y caridad, de calidad de vida y de innumerables fórmulas que ya no nombran nada porque todas tienen un mismo cometido y están pensadas desde una misma perspectiva: crear la noción de que la buena vida la puede tener cualquiera, viva la vida que viva. El camino, entonces, es facilísimo, porque requiere únicamente admitir que uno lo quiere, y después de eso todo llegará solo. Pero la prosperidad no se puede obtener, creo que afortunadamente, en los libros de Sanborns ni en el radio matutino. No es verdad que sonreír siempre es fácil, y que “no cuesta nada”. No es verdad que la vida sea muy simple y sencilla y que los problemas sean en realidad la actitud hacia los problemas. Quien está convencido de que éste es el camino para ser feliz se pasa todo el día hablando de ello, esforzándose, repitiéndolo: tiene que callar la muy obvia sensación de infelicidad que lo llevó ahí en primer lugar. Decirle a miles de personas que abran sus corazones para la llegada de la luz al mundo y que liberen sus almas y que despejen sus mentes y que gocen su yo interior no sirve a ningún buen propósito si quien escucha tales cosas no tiene la más mínima preocupación por mejorar. Y mejorar sólo es posible si uno no está conforme, y si uno no admite que así como vive está mejor que de cualquier otro modo.

Amanecer

Amanecí otra vez

entre tus brazos,

y desperté llorando

de alegría.

 

Por lo general vemos en el amanecer una promesa. Con la llegada de un nuevo día se nos hincha el corazón de esperanzas venturosas. A veces, vemos en ese día la posibilidad de mejorar nuestra vida, en otras ocasiones, en cambio, vemos que llegará de manera inminente una sentencia, consecuencia de nuestros actos. Pero el amanecer no sólo es eso, no sólo son esperanzas buenas o malas. Hay ocasiones en que un amanecer no promete nada, porque él mismo es el cumplimiento de una promesa, y como tal lo recibimos ya sea llorando por tristeza o bien por alegría. Cada amanecer es diferente, y cada vez que vemos uno nos sentimos distintos nosotros mismos, sin dejar de ser lo que somos, sin dejar de notar en qué hemos cambiado y en qué somos iguales, y esto ocurre gracias a la peculiaridad de la luz del amanecer, porque es justo con la luz del amanecer que podemos ver claramente el reflejo de lo que tenemos en el alma.

 

 

Maigo.

 

 

 

 

Pesadilla

Se despertó llorando… y sus lágrimas se confundieron con el rocío de la mañana.

Hiro postal

“A Dios rogando…”

“¿Qué es la vida? Un frenesí.
¿Qué es la vida? Una ilusión,
una sombra, una ficción,
y el mayor bien es pequeño;
que toda la vida es sueño,
y los sueños, sueños son.”

Pedro Calderón de la Barca

Era de noche cuando llegamos al lugar, el cual aunque bonito era extraño, pues a simple vista resultaba imposible determinar si se trataba de un café o de un bar, lo que causó mi desconcierto. En realidad era ambos, afirmó uno de mis acompañantes y el grupo numeroso del que formábamos parte ocupó casi toda la sección del café. Los sillones nos llamaban a sentarnos y si a la vista resultaban agradables, al tacto eran simplemente encantadores, ¡tan mullidos y tan blancos! Seguro que así era la nieve, pensé. Y lo mejor de ellos era el espacio, de modo que cupimos todos holgadamente. La luz emanada por las lámparas era lo suficientemente baja para darle calidez al ambiente, sin caer en la apariencia de intimidad que, por lo general, necesitan sólo los enamorados. Enseguida nos dieron la carta y ordenamos nuestras bebidas, y mientras esperábamos nos pusimos al tanto de nuestras vidas, gustosos de estar reunidos todos juntos como era antaño. A algunos de ellos hacía tiempo que no los veía, desde que habíamos salido de la preparatoria –casi tres años para ser exactos–; en cambio había otros que veía seguido, por tratarse de mis amigos más cercanos. Como fuera, estaba contenta de verlos y vernos a todos sonrientes y felices por las nuevas cosas que estábamos viviendo y que ese día compartíamos con los demás. Había alguno que otro que no me era conocido y ver a Mariana, mi antiquísima amiga, conviviendo con uno de ellos me desconcertó de momento, pero dado su carácter parlanchín no era nada extraño en realidad, así que no dije nada. Me limité a sonreírles y continué escuchando las pláticas que tenían lugar a mi alrededor; simplemente nos la estábamos pasando de maravilla. Un momento después, cuando volteé a ver el reloj, no pude creer la hora que marcaba: eran las cuatro de la madrugada.

¡Cielo santo! El tiempo se nos había pasado volando tan rápido que ni siquiera noté cuando el reloj marcó la una, hora en la que supuestamente tenía que llegar a mi casa. Un sudor frío recorrió mi espalda; mi madre no me había marcado todavía y eso era mucho peor que si me hubiera marcado. Estaba en problemas, lo sentía en cada poro de mi piel, en la gota de sudor, helada como mi bebida, que me recorría la espalda lentamente, pero sin detenerse. Pero hace mucho que no los veo, pensaba yo con desesperación, y ella lo sabe. ¡Es más! Hasta los conoce, pues crecí con ellos, así que no puede enojarse… Pero es principio de semana, dijo burlonamente una voz en mi cabeza, lo cual significa que tienes escuela mañana a las ocho en punto y además, como todos los martes, te toca trabajar en la tarde, ¿lo olvidaste? De repente fui presa del cansancio, lo sentía oprimiéndome los hombros, cerrando mis párpados, aletargando mi mente. Lo peor es que le había dicho a mi mamá que cualquiera de ellos podía regresarme a casa, pero la verdad era que ninguno daba señales de querer irse. ¿Quién era yo para comprometerlos de ese modo cuando ni siquiera me había tomado la molestia de preguntarles si podían regresarme? ¿Y si le marcaba a mi madre ahora…? No, su respuesta tintineaba en mis oídos aun antes de terminar de formular la pregunta. Te fuiste sola, ¿no? Regrésate sola, me diría.

Mariana, sentada al otro lado con el extraño conocido, se dio cuenta de mi turbación y no tuve que decirle de qué se trataba, simplemente me dirigió una mirada y comprendí que ella me llevaría, ya fuera que vinieran sus papás o que convenciera al extraño de llevarnos. Por un momento, respiré aliviada, pero sólo fue eso: un momento. Transcurrían los minutos y Mariana no daba señales de que nos fuéramos; la ira de mi madre ya estaría en su punto a estas alturas. Tenía que hacer algo. En eso todo mundo comenzó a levantarse de su asiento, las risas dieron pie a las despedidas y de nuevo respiré tranquila. No pasa nada, me dije, todo estará bien. En algún momento perdí de vista a Mariana y al extraño y cuando vi que todos se iban y ellos no aparecían, tuve que improvisar. Le pregunté a Andreas que si por favor me podía llevar a mi casa. Él, tan amable como siempre, me dijo que sí. Llamó a Navi, uno de sus amigos con el que había llegado, y nos fuimos los tres. Comenzamos el recorrido hacia el auto y no dejaba de pensar en mi madre y en la escuela y en el trabajo. Gracias a Dios, por mi mente no cruzó la imagen de mi abuela; con el terror que ya sentía por todo lo anterior era suficiente. Para colmo, no tenía crédito y Navi, siempre bonachón, tuvo a bien prestarme su celular. Intentaba pensar en alguna excusa creíble y cuando la tuve, los nervios me impidieron escribir el mensaje. Apretaba las teclas erráticamente y por más que intentaba calmarme, nada conseguía. Desistí después de varios intentos. ¡Por favor! Que todo sea un sueño, imploraba. Llegué a mi casa y ya no me atreví a mirar la hora; con un poco de suerte ni siquiera notarían que la puerta de mi cuarto seguía abierta a semejantes horas.

A la mañana siguiente, Mariana y Daniela estaban ahí en la casa. ¿Se iban a quedar conmigo a dormir? No lo recordaba, y sin embargo las encontré en la cocina sentadas bebiendo café. También habían preparado el mío, bien cargado para que aguantara todo el día, pero ninguna de las dos me miraba. A los pocos segundos apareció mi madre en el umbral de la cocina, acababa de sacar la basura a la calle, y me miró secamente, pero no dijo nada. Luego arreglaríamos cuentas, pensé yo mientras apuraba el café, pues ya se me hacía tarde para la escuela. Ya clareaba el día y mi madre era seguro que me había visto llegar al amanecer, pero aun así yo seguía rogando que todo fuera un sueño. De la nada, mi vista comenzó a nublarse y entonces abrí mis ojos. Mis ruegos habían sido escuchados.

Hiro postal