Silueta
A veces, los amantes cubren un resquicio inconfesable en su desnudez mutua. Un haz de luz se cuela para ofrecer la vista de una figura amada en las tinieblas, y hace pensar en esos sueños que se saben en el deseo de volverlos a producir, tras haberlos desbaratado un parpadeo. No hay verdades simples, ni cuerpos que sólo se froten húmedos por nada, aunque pueda ser por poco. Se cubre el tiempo con el manto del tacto, aunque siempre acabemos descobijados ante la vuelta. El viento que se cuela entre las grietas del silencio hace recordar que no nos vemos todo, como si al amar hubiéramos de remediar el muro evanescente de la carne, para reflejarnos en la transparencia ambigua de una mirada. En esa transparencia, uno frente al otro, vemos lo de siempre y lo de nunca, alegoría primeriza del amor como sello de la vida humana. En lo familiar descubrimos lo lejano: por eso no basta pensar al deseo a partir de la ausencia y la presencia. Si el otro fuéramos nosotros, sería imposible amar, aunque eso no impide que el otro se deslice sobre la ventana por la que nuestra alma mira, figurándose a veces su mano mediante la nuestra que traza con carbón y agua. Posiblemente el autoconocimiento requiera del amor para que no desista el pensamiento en el deseo incuestionable, en la seducción que la voluntad propia representa. A la vez, ¿qué es más claro en la experiencia del amor que la complejidad implicada en afirmar que estamos enteros en algún momento?
Tacitus