Deseo amistoso

Deseo amistoso

La idea más elemental en torno a la educación alude a la necesidad de un guía para que la ignorancia vaya siendo minada. Pensamos aspirar a que el lenguaje sea el vínculo, el transistor del conocimiento del maestro en sentido teórico y moral. Otros sostienen que la educación comienza con una presencia que nos haga cuestionarnos nuestro pensamiento sobre lo común entre los hombres. Desde ahí comienza la imitación. Pero la imitación siempre es compleja. Además de que la educación no existe en donde no hay palabra. Recuerdo haber leído que los sordomudos tenían mayores carencias intelectivas que los ciegos. La imitación se mantiene en nosotros sin intención de ser gesticulación. La palabra reminiscente se mantiene a veces como un eco, a veces como un murmullo en medio de la lluvia y los truenos, otras como una mano amiga, vigorosa pero no dominante. Ni la presencia ni la rapidez intelectiva nos liberan de nuestros dogmas, de nuestras oscuridades en torno a la naturaleza de la relación educativa, que es una relación. Existe el interés del que se intenta educar y el interés complejo en el caso del verdadero maestro de mantener su palabra al aire, esperando ser seguida, de conocer a quien tiene en frente. La educación es, quizá, un problema sobre la amistad.

Es creíble que al alma tecnocrática le parezca inverosímil esa relación. En la profesionalización y la credencialización, sabemos, no se requiere de amigos, sino de contactos. El éxito no es lo mismo que el interés por mejorarse. Se puede ser exitoso en más de una manera. El camino del educando da mejores frutos en la oscuridad propia que le brota como individuo. La actitud del viejo que tiene las cosas seguras es antipedagógica en la medida en que no está dispuesto a que una conversación no sea otra cosa que la confirmación de sus inclinaciones. Por eso creo que los amigos no solamente son aquellos que comparten nuestros intereses. Podría preguntarse incluso si nuestras relaciones sociales y amistosas integran la presencia de lo irracional para encubrir algo, en vez de para enseñar y mostrar la cercanía. El éxito puede lograrse en la ignominia total; el límite entre el fracaso y el éxito está bien delineado para el burgués movido por su orgullo, aunque logre disimularlo.

Pero no sólo de oscuridad nace la posibilidad de mejorarse. Sería imposible perseguir algo que no conocemos de ningún modo. La importancia de la palabra no es que pueda ser siempre la misma para toda alma. Su vitalidad consiste en su carácter dialógico. En que pueda mantener al deseo y al ánimo en constancia. Por eso la amistad requiere de dos al menos. Pero, ¿no era necesaria la igualdad para el lazo amistoso? La desigualdad del maestro y el educando no es ontológica, evidentemente, sino de trayecto y, muchas veces, de talento, pero nunca es desigualdad radical. La imitación se nutre de esa unión y separación. ¿Qué distingue a la educación de la sofística o, en todo caso, cómo es que todo tipo de educación no es sofística en algún sentido? Es una pregunta actual en tanto afrontamos el lenguaje como problema técnico: la educación actual busca métodos de enseñanza. Es incluso más profundo si le agregamos la posibilidad de que la naturaleza sea también un problema técnico. La amistad permite no ser sólo un náufrago entre la crisis, sino que ayuda a la memoria a que la presencia y la palabra no sean recuerdos, sino actualidades que no se han de defraudar. Permite, ya desde ahí, pensar en lo mejor. Es un acto privado, pero no por ello ha de ser atrincheramiento.

Tacitus

El palacio enmohecido

El palacio enmohecido

El agradecimiento se da entre amigos, entre justos, entre ciudadanos, pues éstos reconocen el bien y lo celebran. Entre villanos se pagan favores, no es lo mismo, ya que la justicia no es negocio. Cuando se piensa a la justicia como una sucursal de favores, de préstamos, de contactos, de la fuerza, el resultado es una cadena de compradores insatisfechos con lo que han adquirido. Al no conseguir protección inmediata y poder o impunidad y placer; al no poder regresar el producto comprado, al notar que esta inversión fue una pérdida, lo que queda es negar la justicia re-inaugurando sucursales propias con miembros de cárteles, bandas, a fin de hacer del palacio una cueva de villanos.

Reconocer los frutos de la vida justa es labor no sólo del gobernante y de los servidores públicos, sino de cualquier ciudadano. Hace muchos años, cuando los grandes conquistadores salían de sus tierras con sus caballeros a tomar posesión de algún lugar que fuera infiel a las buenas costumbres, se hacía la repartición de aquellas tierras entre los nobles, no sólo porque hubieran mostrado su valor y fuerza en el combate, sino porque se les consideraba dignos de dirigir una nación, o parte de ella. El agradecimiento que se les hacía a los nobles era la oportunidad de mostrarse justos con su rey (o como si dijéramos, justos con su gobierno), gobernando con magnificencia, a fin de que los bárbaros vieran la justicia y fueran justos. Todo esto recaía en beneficio del rey, del noble y del nuevo ciudadano: así se agrandaba el bien y la justicia. Hoy es un poco distinto. El ciudadano vota en pro del servidor que cree es el mejor para la causa de vivir bien. El servidor público siendo justo y agradecido con sus conciudadanos, pone su empeño en ayudar a que éstos vivan bien, de acuerdo a la justicia.

La propagación de la buena vida, los honores y la gratitud parecen ser los únicos y verdaderos frutos de la justicia. La justicia como mercado bursátil es infructífera si lo que se busca es la paz y la buena vida. Claro que el gobernador o los servidores públicos no han de ser pobres, que no sólo de halagos justos vive el hombre. La remuneración por su labor ha de ser justa, no rentable ni conveniente. Si la justicia se ve como mercado, lo que se consigue es tener en el senado, o en cualquier silla presidencial a unos ávidos mercaderes. Cuando la justicia pasa (y ha pasado en todas las épocas) a ser parte del progreso personal, es justificable que el buen hombre, al darse cuenta de esta injuria, saque a patadas a los mercaderes que han tomado posesión del templo de la justicia. Pero sigue siendo cierto que el justo ha de tener más: más reconocimiento de su persona buena, lo que hará que todos lo estimen y que pueda caminar entre los suyos sin miedo y sin rencor, ¿qué mayor bien que ser bienvenido en todas partes?

Por eso, la profanación de la justicia es asunto de todos, sino viviremos ensuciando el mayor recinto que tenemos para vivir bien, y cuando alguien haga algo bueno por nosotros –si acaso lo reconocemos como bueno– no podremos agradecerle –porque el envidioso no agradece– más que con la herrumbre que deja en las manos el negocio del oro, del cobre y de la sangre; no podremos pagarle más que con ingratitud, como ocurre con muchos de los soldados que combaten al narcotráfico por vacación al bien o con quienes nos comparten su dolor para no desampararnos en la búsqueda de la justicia.

La injusticia nos hace ingratos, envidiosos, ciegos al bien.

Javel

Para seguir gastando: Don Quijote nos enseña que es muy difícil hacer justicia, y Sancho Panza que no se puede ser desagradecido con quien va en busca de ella.

Además: Jesús Silva-Herzog Márquez nos hace una invitación para pensar la nación, este mito al que le pusimos alas modernas y corazón globalizado, pero «donde México dejó de ser asombroso, curiosidad, fascinación, para convertirse en un caso.» ese “relato que puede arraigar en la experiencia y en el deseo de un futuro compartido.” La dirección de la invitación es el libro de Claudio Lomnitz: La nación desdibujada.

La máscara

Cuando se quitó la máscara se dio cuenta de que quienes algún día fueron sus amigos lo habían abandonado. ¿Realmente podía culparlos? Y si ellos no eran los culpables, entonces quién, ¿él, la máscara? La responsabilidad de su soledad quedaba reducida al vacío en el que había vivido detrás de la máscara, escondiéndose en el útero de una nada, en una trinchera desde donde todo se confundía, se distorsionaba. Cuando se arrancó la máscara se le fue con ella el rostro, como se le habían ido los amigos, como se le había ido la vida misma. Una vida que ya no valía la pena vivir, nunca había valido, pero al menos habían estado el alcohol, las mujeres y la máscara. Ahora ya n quedaba nada. Ni siquiera el arrojo de quitarse la vida, pues como todo en su vida, no valía la pena.

Gazmogno

Aliados

Dedicado a la veci que tan sólo me dejó un cochino encendedor y unos pinches discos 

¿Qué decir, qué hacer ante la partida de un amigo? ¿Cómo sostenerse en pie y dejar atrás tantos recuerdos, tanta dicha vivida?

Porque los recuerdos lo acechan a uno. Se arremolinan locos y chapotean entre sentimientos que no terminan de aclararse y tan sólo señalan el sendero de la ausencia por venir. Pero la ausencia no llega. Está, pero no llega. Aparece a ratos, pero se desvanece ante la evocación.

Es verdad que algo se muere cuando se va un amigo, pero algo perdura. Una luz pequeñita permanece constantemente prendida dentro del corazón. Luz que de a ratos se inflama y quema, calcina por la ausencia, por el vacío, por el hueco que nada puede llenar más que la presencia del amigo.

Pero otras veces reconforta, pequeña hoguera que hace de nuestro corazón un verdadero hogar, un santuario. Por eso la amistad es un milagro. Es un regalo que no se sabe cómo empieza ni cuándo se recibe; simplemente aparece, como si siempre hubiera estado ahí.

De Amigos de Gines, unas sevillanas:

I

Algo se muere en el alma

cuando un amigo se va

y va dejando una huella

que no se puede borrar

 

No te vayas todavia

no te vayas, por favor

no te vayas todavia

que hasta la guitarra mía

llora cuando dice adiós.

 

II

Un pañuelo de silencio

a la hora de partir

porque hay palabras que hieren

y no se deben decir

 

No te vayas todavia

no te vayas, por favor

no te vayas todavia

que hasta la guitarra mía

llora cuando dice adiós.

 

III

El barco se hace pequeño

cuando se aleja en el mar

y cuando se va perdiendo

que grande es la soledad

 

No te vayas todavia

no te vayas, por favor

no te vayas todavia

que hasta la guitarra mía

llora cuando dice adiós.

 

IV

Ese vacío que deja

el amigo que se va

es como un pozo sin fondo

que no se vuelve a llenar

 

No te vayas todavia

no te vayas, por favor

no te vayas todavia

que hasta la guitarra mía

llora cuando dice adiós.

 Gazmogno

 

Amigos

En vista de tan insigne festividad, cabalmente me he puesto a pensar cómo es que surge la amistad. Del amor el comienzo es medianamente claro: miras a alguien con agrado, intentas conocerlo mejor, salidas, cortejos y si hay química –aquí está lo inexplicable– simplemente se da. Podríamos reducir, al menos el comienzo, groseramente a la visión. Pero la amistad es diferente, no se escoge un amigo por ser atractivo o porque viste de tal forma o porque tiene cierto auto (en una amistad decente), parece pues que la afinidad amistosa surge de otro modo. Afinidad, lo he mencionado, para entonces he de sobreentender que debe entre los amigos haber alguna clase de ánimo compartido, ya bien sea en música, comida, deporte o lo que sea, convienen en algo. He aquí una primera respuesta. La amistad surge en una afinidad. Así si encuentras a alguien en el mismo pasillo en una librería o tomando la misma caja de cereal en el supermercado, podría decirse que tienen algo en común y por ende, podría surgir de allí una amistad.

Aunque la anterior se figure como resolución, francamente no lo es. Muchas veces es evidente la semejanza en gustos o aficiones con personas con quienes no cruzaríamos siquiera palabra. Así un grupo de clase e incluso, extremándolo, las personas con quienes se abordaría el tren. El fin y el interés es el mismo: abordar cierta temática y arribar a igual destino, pero ciertamente eso no hace de los compañeros o próximos, amigos. Y por el contrario, también sucede que dos o más personas no posean entusiasmo por idénticas cosas y que, no obstante, abrigan una buena amistad. Quizá radique también en la clase de ánimo compartido que se posea, no es lo mismo comprar en la misma zapatería que leer a los mismos autores, las charlas –médula del trato– presumirían ser muy diferentes. Al final, la interrogante sobre el surgimiento de una amistad ya no es tan fácil de resolver. De pensar es la posibildad de que tenga incidencia alguna clase de química equivalente a la del amor.

He pensado que tal vez la respuesta podría verse al advertir quién puede ser llamado con propiedad ‘amigo’, empero la cuestión es análoga, cómo explicar quién es éste. Los problemas implicados en la pregunta son graves, a veces los enemigos se hacen pasar por lo contrario con fines algo perversos o no se sabe que alguien es amigo hasta tiempo después o no se consideraría a alguien así sino luego de hacer algo más; como si la amistad necesitase comprobación (¿la necesita?). Llamar a alguien ‘amigo’ no es cuestión de un momento, lleva mucho tiempo, compañía, conversación, diversión, confianza y variadas de esas cosas que hacen saber a uno que tiene a alguien a su lado y que no le traicionará, puesto que la verdadera quiere ser permanente. El amor de amigos es duradero, relajado e íntimo. En lo particular creo que todos sabemos a quiénes se les denominaría tales y quizá hasta las razones de por qué, pero de ahí a descifrar qué es lo que hace de un amigo, ‘amigo’, se me ha complicado harto más.

La cigarra

Ensayo sobre la traición. III

Y no te injieras en guerras civiles.

Ovidio. Met., III.117.

Podríamos pensar que con ver la miserable situación en que se quedan el traidor y el traicionado, es suficiente para tener una idea más o menos clara de lo que es la traición misma, pero aún falta un aspecto a contemplar si es que no queremos sumergirnos en el dolor de los individuos que son afectados por el acto traidor, me refiero a la comunidad en la que viven estos individuos y que no puede quedar exenta de lo que con ellos acontece.

Que la traición que involucra le pérdida de una ciudad es un acto que afecta en mucho a la comunidad que en ella habita, es muy claro. Por causa de un traidor todos aquellos que vivían en determinadas ciudades se vieron reducidos a la condición de esclavos, lo que significa que del seno de la comunidad misma salió aquello que la destrozaría.

Ver que el traidor que destina a sus familiares y amigos a la más humillante de las vidas es aquel que ha salido de entre esos familiares y amigos, nos invita a preguntar si lo acontecido a dicha ciudad no es algo merecido, es decir, buscado, quizá, de manera no voluntaria por aquellos ciudadanos que se relacionaron desde siempre con el traidor y que le mostraron el valor de obtener lo que deseaba a costa de lo que fuera.

Suponer que un traidor es un ciudadano mal educado, es hasta cierto punto fácil cuando hablamos sólo de aquellos traidores que como Alcibiades pretenden que todos cumplan sus caprichos y deseos más volubles.

Pero qué pasa con el que traiciona a un amigo, ¿acaso podemos afirmar como en el caso del ciudadano mal educado que éste es un amigo mal educado por el amigo? La pregunta que salta tiene tintes de ser ridícula, pues supone que el traicionado es quien educa bien o mal al amigo, lo cual choca bastante con la idea que regularmente tenemos de la amistad, es decir, con la idea de que amigos son aquellos que se atraen entre sí debido a que concuerdan, a que sus corazones ya laten al mismo ritmo sin que uno tenga la necesidad de guiar al otro. Aunque también puede darse el caso de que el preceptor y el discípulo puedan relacionarse de manera amistosa.

En la entrada anterior apuntaba hacia el traidor como aquel que se ve en la penosa necesidad de elegir entre lo valioso, es decir, entre el camino que le dicta el corazón con sus latidos y el apoyo al amigo con el que ya no se concuerda en ciertos aspectos, que no todos, porque aquel con el que ya no se está de acuerdo no ha dejado de ser amigo. Recordando esta pena supuesta en la elección del traidor es que la idea del traicionado como guiando al traidor, como educador del mismo, se torna bastante risible, al menos en lo que respecta a la amistad entre iguales.

El corazón del traidor que traiciona al amigo, ciertamente es un corazón dividido, ha de elegir entre dos valores que le son muy caros, el corazón del traicionado también se divide, se rompe por el dolor padecido y a raíz de esta ruptura oscila entre la tristeza y el enojo, tristeza por el amigo que se fue, y enojo por los planes que se perdieron.

De entre esos dos sentimientos que pretenden gobernar al corazón, y a las acciones del traicionado el más peligroso es el enojo, pues éste siempre conduce a la venganza y es capaz de arrastrar consigo a algunos de los que rodeaban a los que antes fueron amigos. Así entre venganzas y justificaciones por parte de aquellos que son más afines al traidor o al traicionado, la comunidad en la que floreció su amistad se ve afectada por la división que los separa.

Esta primera separación trae consigo muchas otras, al grado de que se pierde algo de común en la comunidad, lo cual no deja de ser un peligro toda vez que tales separaciones pueden desembocar en el mayor de los males para una ciudad, es decir, en la guerra civil que tan nociva es para todos.

Viendo esto se aprecia con más claridad el gran peligro que significa la traición, pues depende de un corazón lastimado y oscilante perdonar y mantener con ello a la comunidad o vengarse y sumergir a sus otros amigos en lo destructivo de la guerra civil.

Maigo.

 

Pequeño Descuido

Alguien se pone a hablar sobre los grandes cismas que se producen entre los amigos porque lo que creían y querían era completamente distinto, ¿y qué hacen los escuchas?: yo me los imagino asintiendo con fingida indignación, como si estuvieran atendiendo un recuento corriente de una situación enojosa y cotidiana; como si se hablara de uno de esos casos que a cualquiera le ha pasado, o que le puede pasar. Sin embargo, hablar así refleja una carencia de tacto para tratar las pasiones humanas, los deseos que juntan a los amigos, y los anhelos que guían las vidas tan diversas. Muchos hombres de muy alta estatura han discutido sobre las pasiones, los afectos, y los anhelos humanos porque a la vez que son cosas característicamente humanas, en la misma medida son misteriosas. Si no se anda con cuidado pueden ser traicioneras, o pueden ser encantadoras. Su encanto característico es la fuerza con la que marcan nuestra perspectiva de las vidas de las personas: «qué tipo de persona es alguien» es una frase que normalmente se refiere a qué cosas le gustan y disgustan, qué deseos tiene, qué lo motiva a actuar normalmente, etc. Y por otra parte, su misterio se funda en la dificultad para hablar de ellas: el hombre se observa mejor cuando se sabe qué cosas despiertan en él, pero cuando ellas despiertan, lo raro es que aún pueda ver bien.

El romántico piensa que las pasiones son súbitos estallidos ígneos que toman al hombre prisionero y lo usan como marioneta confinada a escuchar y acatar el llamado natural, una voz que manda desajustar el «orden» de las cosas en el aburrido mundo cotidiano para traer a la vista la cruda –pero bella– verdad que tiene a su cuidado. Todo placer debe ser magnífico o falso, sin alternativa. Logra su magia tocándolo todo con esas manos suyas que desprenden llamas, y hablando marcadamente como desde un sueño palabras aladas. En un sitio mucho más frío se halla el estoico. Él piensa que las pasiones son vagos bramidos del cuerpo que rugen con deseos ciegos, amenazando con distraer al hombre de lo verdaderamente importante, que es su propio cuidado. Para el estoico, la naturaleza humana es la claridad y calma del pensamiento, y las pasiones, los afectos y los anhelos se cuelgan de él como sobrepesadas anclas. El romántico afina el oído para escuchar nítidamente cada impetuoso grito de la pasión; el estoico afina el oído para acallar detrás de un sello hermético cada impetuoso grito de la pasión. Los dos, sin embargo, están de acuerdo en que la naturaleza humana es más que carne y en que las pasiones son un llamado que, por el cuidado de uno mismo, debe de ser tomado en serio.

Quisiera no ser figurado como alguien extremo sólo porque mis ejemplos lo son, pues tengo la impresión de que algunas veces mirar lo más exagerado es de buena ayuda para mirar con mejor tino hacia lo que es más apropiado. ¿Y no es de llamar la atención la posición tan importante que en ambos extremos ocupa el cuidado como la punta del pie en el suelo? En los dos el cuidado se refiere a la buena comprensión de las pasiones, los afectos y los anhelos, aunque difieran sobre cómo se da tal. No creo que sea demasiado difícil de notar que en cualquier caso cuidar de uno mismo implica con necesidad una clase de observación de estas cosas, de qué deseamos, qué queremos, qué nos es placentero y qué doloroso. Pero ¿por qué habría de cuidarse de qué le complace a uno o de qué lo repugna? Es decir, ¿se puede escoger eso? Pienso que en cierta medida sí. Nos cuesta trabajo aceptarlo, y no sé si cada vez más, pero tenemos la posibilidad de cambiar aunque sea un poco nuestros modos de acercarnos o alejarnos de ciertas satisfacciones. Así crecemos cuando pasamos de ser niños a ya no parecer niños. Así nos habituamos a lo que hacemos y hasta nos «des-sensibilizamos» con lo que nos solemos enfrentar. No sólo es cierto que las cosas que placen y disgustan a alguien pintan muy bien su silueta, sino que además, la vida misma que lleva lo acerca de poco en poco a desear las cosas que tiene en ella.

Por eso la amistad es una cosa tan estimable, quizá la más de todas, porque lo que deseamos de alguien más y lo que sentimos por él se vuelve el espejo con el que nos vamos conociendo a nosotros mismos. Qué tan apto se es para conservar a un buen amigo habla excelentemente de quién se es, porque lo que despierta en nosotros cuando estamos cerca de alguien que apreciamos nos acerca a saber qué creemos que vale en la vida y que merece que se la viva. También es ésa la causa de que observemos con tanto placer las cosas que queremos, pues no podemos evitar juzgarlas y meternos a nosotros mismos en ese juicio, viendo en lo que deseamos de alguien lo que queremos de nosotros mismos, o en lo contrario lo que deseamos evitar. Por eso es que no puedo evitar pensar que algo hay de errado en el modo de relatar lo que está ocurriendo cuando hay un «cisma entre los amigos», cuando lo que creían verdadero terminó por separarlos. Quizá perdieron la perspectiva en un descuido, o tal vez no eran amigos pero el nombre pegajoso les gustó por la costumbre, o también puede ser que lo que estos amigos quisieron el uno del otro no estuviera ni en el uno ni en el otro.