En un viejo anfiteatro representábase una escena inverosímil, mágica y al mismo tiempo ridícula. El silencioso monólogo de un mimo habíase trocado en un cuadro absurdo. Sentado, inmóvil, encontrábase reproduciendo, con una profundidad incoherente a su naturaleza, aquella escultura del pensador. Pero en vez de haber sido esculpida por las manos de Rodín, parecía haber sido cincelada por los versos de los poetas. Aquel espectáculo encerraba toda su melancolía y su tristeza. Un débil puño sostenía una cabeza pesada; sus cabellos negros, como aquella noche, escondían unas mejillas consumidas por la tristeza. El cuerpo no era la excepción, flaco, mutilado, cubierto por unos harapos a manera de disfraz. Un rostro mal pintado, blanquinegro, llevaba una pequeña y demacrada lágrima delineada como sarcasmo de su vida. Lo más terrible era su mirada; una mirada que contenía el vacío del tiempo, la pérdida de toda esperanza.
Esa vulgar escena, contradictoria desde cualquier ángulo, representaba el drama de la vida. Por un lado la comedia, la farsa, la incoherencia misma del sarcasmo. Por el otro la tragedia, misteriosa y perfecta, como nunca pluma alguna llegó a trazar. El drama de los dioses, falsos y verdaderos, condensado en aquel cuadro aterrador.
El acto había sido representado noche tras noche sin interrupción. Era una especie de ritual nocturno, pagano; mándala de condenación de un alma liberada por sus propias cadenas. Era la eternidad de un instante. Aquel universo de tinieblas en el que nunca salía el sol era la oscura prisión de aquel mortificado ser. Su antiguo anhelo de luz, de fuego, habíase tornado en una obsesión lastimera y su espíritu olvidaba cada noche con más intensidad ese ensueño, alguna vez tomado como verdadero. La esperanza habíale consumido de tal manera que terminó por exiliarla. La luna era el único destello luminoso que acariciaba sus pupilas. Amante y madre. Único espectador digno de sus actuaciones.
El mimo vivía para su arte, pues no conocía otra cosa que no fuera el movimiento silencioso de sus pasiones. Jamás había salido de aquel oscuro anfiteatro. Se dice que había nacido allí y que allí mismo perecería. En cada función representaba algo distinto, algo nuevo; dramas tan sutiles que resultaban en comicidad a los ojos del vulgo. Las representaciones eran producto de sus sueños, porque éste mimo soñaba con tal intensidad y realidad que había momentos en que no podía distinguir el pequeño hilo que separaba la realidad del sueño. No se sabe si estos sueños los vivía mientras dormía, pues nunca nadie le había visto dormir, o si eran producto del trance de su actuación. Quizás actuaba lo que soñaba o, más bien, lo vivía. Eso sólo lo sabía la luna, único ente que había escuchado su voz y conocía su alma. Estos sueños eran su verdadera realidad…
El momento de la representación se acercaba y el mimo, cabizbajo, presentía lo que pasaría, sería su última función; el telón bajaría para no volver a subir. Sin embargo estaba tranquilo, indiferente. Había perdido toda esperanza y esa visión trágica ya no significaba nada para él.
Espectros y sombras comenzaron a llegar; lentamente iban ocupando su lugar seres grotescos, putrefactos. Un infernal desfile presentábase en las gradas: seres amorfos, demonios, monstruosos entes infestados de sangre y pus. Una aquelárrica visión de ángeles demoníacos mostrábase ante los ojos del mimo que inmóvil seguía en sus cavilaciones.
Una vez colmado el anfiteatro, el mimo desvaneció sus ensueños. De un salto se puso de pie mirando con desdén al auditorio que gritaba y gorgojeaba palabras incoherentes e incomprensibles a manera de ovación. Escudriñó la grosería que se mostraba ante su sepulcral mirada, reconociendo esos intentos de rostro, esas metáforas malformes. A cada uno, parte de su tormento, conocíale perfectamente: cómo se reían, escupiendo a su alrededor sangre u otro fluido visceral, cómo aplaudían como imbéciles cuerpos decadentes. Algunos se ahogaban con su vómito intentado reír. Otros golpeábanse entre sí hasta quedar inconscientes. Miraba a cada uno con tristeza… hasta que vio tres espectros nuevos. Tres seres diferentes, casi hermosos, incluso reales.
Maravillado los observó… los admiró. Uno de ellos, el de en medio, parecía humano, el primero que veía en su vida. Llevaba un hábito de monje con la capucha cubriéndole la cabeza. Lo único que divisaba era una sonrisa inmortal que brillaba en su rostro. Al lado de él, en cada extremo alzábanse dos colosos que doblaban su estatura. Ángeles parecían, gigantescos. Uno, blanco, llevaba en sus manos unas pesadas cadenas de oro. El otro, obscuro, traía en sus manos un grial de madera del cual brotaba sangre. Atónito los miraba, y con una melancólica y gris reverencia comenzó su actuación
El anfiteatro estalló en silbidos y carcajadas formando una vulgar tonada con la cual bailoteaba y canturreaba patéticamente aquella grey infernal. Esa noche la actuación no iba dedicada solamente a la luna, sino a los nuevos espectadores que miraban atentos aquel sublime acto. Era la representación de un alma en pena, de una historia que se elevaba hasta el infinito de una manera espléndida. Representación de Dioses ofrecida lastimeramente a la vulgaridad. Una blasfemia artística donde la luna parecía bendecir únicamente al mimo y a aquellos celestiales seres que observaban embelezados.
La actuación transcurría en medio de una atmósfera pestilente y putrefacta, mezcla de orines, vómitos y eructos. Parecía un ángel danzando en el infierno. Con los ojos cerrados movíase ora con delicadeza, ora con rabia, ora con melancolía. Movimientos y tiempos exactos, como si representara la vida misma en una obra destinada a perecer. De pronto abrió los ojos dirigiéndolos con tristeza hacia los seres celestiales. Un súbito estremecimiento recorrió su cuerpo junto con una sensación de confusión e irrealidad que le hería en lo más profundo.
Un reflejo, una imagen ¡su imagen! Sus ojos penetraban sus propios ojos adentrándose en un infinito laberinto de caos, en un eterno viaje a la conciencia. Su mirada había dado con un enorme espejo sostenido por los dos ángeles, justo en el lugar donde debía estar el monje. Aquella era la primera vez que veía su imagen, era Narciso contemplándose en esas aguas de cristal. Por vez primera veía su espíritu, su esencia. Algo en el pecho que le recorrió cada rincón del cuerpo: su corazón comenzaba a latir. Había nacido en ese encuentro consigo mismo.
De pronto nada existía, ni el ruido, ni el aquelarre, ni la luna, ni el anfiteatro. Todo había desaparecido ante su propia imagen. El reflejo comenzó a transformarse adquiriendo la figura del monje, al que pudo ver y contemplar como un hermano. Miró su hermosa e inmortal sonrisa; sus labios rojos, femeninos; sus manos blancas y delicadas como el marfil.
La imagen del monje comenzó a moverse descubriendo lentamente la cabeza, dejando relucir su cabello largo y oscuro; mirada profunda. Quitóse sutilmente el hábito mostrando su cuerpo; un cuerpo blanco, centellante y femenino perfectamente delineado. El mimo, extasiado, recorrió con la mirada aquel misterio; su cuello delgado, sus senos firmes, su vientre suave y sus piernas largas.
El auditorio miraba atónito la interrupción, y el descontento estalló en una oleada de insultos, peleas, gritos. Arrojaban lo que tenían a su alcance, botellas, piedras, arrojábanse unos a otros. Pero el mimo seguía estupefacto, inmóvil. La imagen del espejo comenzó a tornarse líquida y aquella figura virginal traspasó el cristal volviéndose más real, más hermosa. Los dos ángeles tomáronla de los brazos y, extendiendo sus alas, emprendieron el vuelo hacia el escenario deteniéndose justo encima del mimo. La celestial criatura movió delicadamente sus labios pronunciando cuatro palabras que rompieron el silencio hasta llegar a sus oídos, como mariposas revoloteando a su alrededor.
Llorar es un milagro fueron las palabras que desgarraron su alma. El mimo comenzó a llorar y en su llanto concentrábase toda la melancolía, la tristeza y la belleza de los poetas; todo su sufrimiento caía al suelo como semillas, de las que germinaban toda clase de flores y ramajes que extendiéronse a lo largo del anfiteatro encarcelando a la monstruosa muchedumbre. Fantásticamente se cubría el lugar de un verdor oscuro lleno de opacas y descoloridas flores.
Súbitamente el cielo fue desgarrado por un rayo de luz que se intensificaba a cada instante. El mimo contempló anonadado aquel rayo que iluminaba el recinto. Era el sol que salía a su encuentro y, por primera vez, distinguió en su totalidad los colores, las formas, las imágenes. Deslumbrado cerró los ojos mientras las sombras huían con lastimeros aullidos y la muchedumbre consumíase en llamas. El mimo abrió los ojos esbozando una sonrisa. Por primera vez saludaba un amanecer. Cegado por aquel milagro comenzó a reír.
Cuando recuperó la vista encontrándose en un viejo anfiteatro en las penumbras de la noche. La luna llena mostrábase en todo su esplendor. Aquella noche se representarían los dramas de un alma en penas, como veníase haciendo noche tras noche, eternamente.
Gazmogno