Llegada.

no hay que llegar primero

pero hay que saber llegar.

 

Llegar a un lugar es un acontecimiento importante, en ocasiones vital, sólo que no nos percatamos de ello debido a la frecuencia con la que solemos llegar a distintos lugares o a distintos momentos de nuestras vidas. No siempre nos percatamos de que nuestra llegada es un suceso anhelado, quizá tanto como el regreso de Odiseo a Ítaca, bien pensándonos a nosotros mismos en comparación con el melancólico hijo de Laertes o con la llorosa y esperanzada Penélope. Tampoco vemos que hay ocasiones en que nuestra llegada a un cierto lugar es signo de pesar y llanto, quizá no tanto para quienes nos reciben como para aquellos que nos vieron partir de su lado y presencian como caemos en lo que menos deseaban para nosotros.

Tal vez sólo cuando vemos con el paso del tiempo cómo nos afecta llegar a un sitio vemos lo importante de acercarnos lenta o apresuradamente a un lugar, lo que torna más peculiar la reflexión en torno a una llegada, pues el movimiento que realizamos para llegar o no llegar a algo nos ubica reflexivamente en el futuro, en lo que todavía no es, pero que puede ser, para bien o para mal, pero la importancia que tiene la llegada a un lugar o a un tiempo sólo se aprecia completamente una vez que la acción ha sido completada y es posible pensar sobre el modo cómo se dio el suceso.

Este aspecto del acto que es llegar nos invita a preguntar cómo es posible saber llegar a un sitio o momento cuando el camino se va recorriendo por primera y única ocasión. Afortunado quien en su camino encuentre a un arriero amigo y sepa escuchar su descripción del mismo.

 

Maigo.

 

Paz y tranquilidad.

  En el discurso cotidiano solemos hablar de la paz y la tranquilidad como algo sumamente deseado y en cierto modo inalcanzable. Sólo unos cuantos parecen ser merecedores de tener paz y tranquilidad, y de entre esos merecedores pocos son los que logran conseguir el bien tan deseado sin morir en el intento  y descansar para siempre, o al menos eso es lo que cotidianamente se cree; también se piensa que muchos seres indignos son los que consiguen tener paz y vivir tranquilamente sólo porque la Fortuna les ha sonreído, y de ellos se espera que pronto pierdan eso que los demás no tenemos.

Se habla descuidadamente de la paz y la tranquilidad, estas palabras son tan comunes que ya no reparamos en ellas y en la manera como las entendemos, de modo que al pedir o rechazar las propuestas de quienes se dicen pacifistas ni siquiera nos fijamos en lo que ellos proponen ni en lo que nosotros queremos.

Por lo general, he escuchado que nos referimos a la paz y a la tranquilidad como si el destino de la humanidad fuera buscar constantemente algo que no alcanzará sino hasta que aprenda a dejar de buscar inútilmente, y se ocupe de lo que es verdaderamente importante, pero al preguntar por lo que es verdaderamente importante es muy sencillo toparse con un largo e incómodo silencio.

La idea de dejar lo fútil y ocuparse de lo que importa no suena tan mala para quienes gozan de aprovechar el tiempo y siempre hacer algo útil, y menos aún para aquellos que consideran que la paz y la tranquilidad es un estado al que se accede como premio después de haber trabajado y padecido lo suficiente.

Pero, si vemos con detenimiento la comprensión de paz y tranquilidad, que subyace en el habla cotidiana, veremos algo más que los problemas apenas señalados unas líneas antes, nos daremos cuenta de que esa obscura comprensión que se tiene respecto a la paz y tranquilidad está alejada de una idea de bien que vaya más allá de la ausencia de trabajo y ejercicio constante de lo que implica ser un animal que habla, y que por lo mismo es político. La paz y tranquilidad anhelada por quien se ocupa de lo útil, son la paz del inmóvil y la tranquilidad de quien ya no se preocupa ni por malentendidos, ni por los buenos o malos efectos de sus pasiones.

Así pues lo que se busca cuando no se piensa con cuidado en la paz y tanquilidad que tanto se piden,  es una paz sin bien, la cual no deja de ser una paz malentendida, pues requiere de la deshumanización del hombre que anhela la paz,  ya sea convirtiéndolo en un dios libre de pasiones, o bien animalizándolo al procurar anular lo más posible la polisemia de nuestro modo de comunicarnos.

Viendo este problema, quizá nos convenga pensar con cuidado en qué paz  piden los pacifistas, y en qué tranquilidad buscamos nosotros,  antes de apoyar o rechazar a quien venga trayendo la buena nueva de paz y tranquilidad para el hombre.

 

Maigo.

Pequeño Descuido

Alguien se pone a hablar sobre los grandes cismas que se producen entre los amigos porque lo que creían y querían era completamente distinto, ¿y qué hacen los escuchas?: yo me los imagino asintiendo con fingida indignación, como si estuvieran atendiendo un recuento corriente de una situación enojosa y cotidiana; como si se hablara de uno de esos casos que a cualquiera le ha pasado, o que le puede pasar. Sin embargo, hablar así refleja una carencia de tacto para tratar las pasiones humanas, los deseos que juntan a los amigos, y los anhelos que guían las vidas tan diversas. Muchos hombres de muy alta estatura han discutido sobre las pasiones, los afectos, y los anhelos humanos porque a la vez que son cosas característicamente humanas, en la misma medida son misteriosas. Si no se anda con cuidado pueden ser traicioneras, o pueden ser encantadoras. Su encanto característico es la fuerza con la que marcan nuestra perspectiva de las vidas de las personas: «qué tipo de persona es alguien» es una frase que normalmente se refiere a qué cosas le gustan y disgustan, qué deseos tiene, qué lo motiva a actuar normalmente, etc. Y por otra parte, su misterio se funda en la dificultad para hablar de ellas: el hombre se observa mejor cuando se sabe qué cosas despiertan en él, pero cuando ellas despiertan, lo raro es que aún pueda ver bien.

El romántico piensa que las pasiones son súbitos estallidos ígneos que toman al hombre prisionero y lo usan como marioneta confinada a escuchar y acatar el llamado natural, una voz que manda desajustar el «orden» de las cosas en el aburrido mundo cotidiano para traer a la vista la cruda –pero bella– verdad que tiene a su cuidado. Todo placer debe ser magnífico o falso, sin alternativa. Logra su magia tocándolo todo con esas manos suyas que desprenden llamas, y hablando marcadamente como desde un sueño palabras aladas. En un sitio mucho más frío se halla el estoico. Él piensa que las pasiones son vagos bramidos del cuerpo que rugen con deseos ciegos, amenazando con distraer al hombre de lo verdaderamente importante, que es su propio cuidado. Para el estoico, la naturaleza humana es la claridad y calma del pensamiento, y las pasiones, los afectos y los anhelos se cuelgan de él como sobrepesadas anclas. El romántico afina el oído para escuchar nítidamente cada impetuoso grito de la pasión; el estoico afina el oído para acallar detrás de un sello hermético cada impetuoso grito de la pasión. Los dos, sin embargo, están de acuerdo en que la naturaleza humana es más que carne y en que las pasiones son un llamado que, por el cuidado de uno mismo, debe de ser tomado en serio.

Quisiera no ser figurado como alguien extremo sólo porque mis ejemplos lo son, pues tengo la impresión de que algunas veces mirar lo más exagerado es de buena ayuda para mirar con mejor tino hacia lo que es más apropiado. ¿Y no es de llamar la atención la posición tan importante que en ambos extremos ocupa el cuidado como la punta del pie en el suelo? En los dos el cuidado se refiere a la buena comprensión de las pasiones, los afectos y los anhelos, aunque difieran sobre cómo se da tal. No creo que sea demasiado difícil de notar que en cualquier caso cuidar de uno mismo implica con necesidad una clase de observación de estas cosas, de qué deseamos, qué queremos, qué nos es placentero y qué doloroso. Pero ¿por qué habría de cuidarse de qué le complace a uno o de qué lo repugna? Es decir, ¿se puede escoger eso? Pienso que en cierta medida sí. Nos cuesta trabajo aceptarlo, y no sé si cada vez más, pero tenemos la posibilidad de cambiar aunque sea un poco nuestros modos de acercarnos o alejarnos de ciertas satisfacciones. Así crecemos cuando pasamos de ser niños a ya no parecer niños. Así nos habituamos a lo que hacemos y hasta nos «des-sensibilizamos» con lo que nos solemos enfrentar. No sólo es cierto que las cosas que placen y disgustan a alguien pintan muy bien su silueta, sino que además, la vida misma que lleva lo acerca de poco en poco a desear las cosas que tiene en ella.

Por eso la amistad es una cosa tan estimable, quizá la más de todas, porque lo que deseamos de alguien más y lo que sentimos por él se vuelve el espejo con el que nos vamos conociendo a nosotros mismos. Qué tan apto se es para conservar a un buen amigo habla excelentemente de quién se es, porque lo que despierta en nosotros cuando estamos cerca de alguien que apreciamos nos acerca a saber qué creemos que vale en la vida y que merece que se la viva. También es ésa la causa de que observemos con tanto placer las cosas que queremos, pues no podemos evitar juzgarlas y meternos a nosotros mismos en ese juicio, viendo en lo que deseamos de alguien lo que queremos de nosotros mismos, o en lo contrario lo que deseamos evitar. Por eso es que no puedo evitar pensar que algo hay de errado en el modo de relatar lo que está ocurriendo cuando hay un «cisma entre los amigos», cuando lo que creían verdadero terminó por separarlos. Quizá perdieron la perspectiva en un descuido, o tal vez no eran amigos pero el nombre pegajoso les gustó por la costumbre, o también puede ser que lo que estos amigos quisieron el uno del otro no estuviera ni en el uno ni en el otro.