Hacia una comprensión animal del hombre (II)

¿Por qué pensar al hombre en comparación con el animal? Comentábamos en la entrega pasada que muchas veces algo se define desde lo otro: una aproximación que nos permita la comparación y el contraste normalmente ayuda a comprender no sólo aquello por lo que estamos preguntando sino también a eso otro que entra en relación. Así, la visión monolítica de la nación mexicana en aislamiento nos puede llevar a la tara diplomática de pedir que nos pidan perdón, o si no…; o para poner un ejemplo en positivo, cuando intentamos dirimir alguna diferencia con un amigo frecuentemente notamos que el malentendido sucede por visiones parciales, a veces hasta adulteradas, de lo sucedido. Pero en el afán de claridad por los hechos se nos revelan notas del ser del otro, y del mío propio que no eran accesibles hasta que se hablan las cosas.

En nuestra relación con los animales sucede algo similar si nos aguantamos la pereza de conformarnos con definirla como una relación utilitaria, ya sea porque nos alimentamos de ellos o producimos bienes a partir de ellos y su empleo. Podemos encontrar otro extravío frecuente, aunque en dirección opuesta en los casos en que se identifica lo humano con lo animal por el mero hecho de que la anatomía comparada y los procesos fisiológicos son los mismos entre hombres y animales. Esto va desde la gente que prefiere el trato con las bestias en lugar de los de su especie, hasta el caso de la gente que saca a sus perros en carriola, les ponen zapatos y hasta un lugar en la mesa. Ambos son casos que evitan la pregunta por la vía de ignorar la cuestión, ya sea reduciéndola al plano utilitario como en el primer caso, o mediante el truco de ignorarla en la identificación. Por supuesto que en estos extremos existen gradaciones, y uno de mis episodios favoritos de esta equidistancia es aquél en que la ciencia descubrió que produciendo vacas melómanas ávidas de Beethoven obtendríamos 7.5% más leche que si les dejamos a ellas sintonizar cualquier otra estación de su preferencia en la radio.

 

Pero esta entrada no va de estos asuntos, sino que nos preparamos para comparar dos visiones interesantes acerca de la relación que existe entre hombre y animal. La primera de estas nos lleva a revisar los tres fragmentos de Heráclito que hablan expresamente de dicha relación. Primero las cito, y a continuación haré algunas notas.

 

“Si la felicidad estuviera en los deleites del cuerpo, llamaríamos felices a los bueyes cuando encuentran legumbres para comer” Heráclito, Fragmento 4

En este primer fragmento podemos notar que el marco comparativo hombre-animal es la pregunta por la felicidad. Esta no puede identificarse con el placer. La relación entre placer y felicidad es a veces ambigua, pero en modo alguno identificable pues entonces también los animales serían felices al encontrar algo de comer. Aunque este fragmento se utiliza frecuentemente para dar pie en la conversación a que se analice el papel del placer en la felicidad, parece que hay que notar la manera sutil en que la palabra entra como elemento diferencial entre hombres y animales: el centro de la observación de Heráclito apunta a la manera en que apelamos de manera conjunta a las manifestaciones de la felicidad a través de la lengua y de las creencias que nos hacen comunidad. La palabra aparece como comprensión de lo que decimos y como ámbito en el que articulamos nuestro mundo y relaciones.

 

La felicidad animal queda en misterio para quienes mantienen tendencias agnósticas y en un imposible para quienes prefieren sacar conclusiones de lo evidente, pues al respecto sólo atina Heráclito a considerar que “los asnos elegirían antes las barrenaduras antes que el oro; pues para los asnos el alimento es más agradable que el oro.” como aparece en el fragmento 9 recogido por Aristóteles.

Heráclito mantiene bien diferenciados, en esferas similares pero distintas a hombres y animales. Estos no participan de la dura faena de las aspiraciones que en cambio performan la ventura o desventura del hombre. Y sin embargo dichos ámbitos no permanecen sin contacto, pero tampoco sin una importante aportación a otra de las cuestiones cardinales del hombre.

La relación entre el hombre y lo divino –más precisamente, el lugar del hombre ante lo divino– se ilustran como analogía descendente gracias a los animales como podemos ver en los fragmentos 82 y 83.

“El más bello de los monos es feo al compararlo con la especie de los hombres” y “El más sabio de los hombres parecerá un mono en comparación con Dios; en sabiduría, hermosura y todo lo demás”

Así pues, con la semejanza que mantenemos, y la imposibilidad de su identificación, parece que podemos comprendernos un poco más dentro de los límites vistos por Heráclito.

¿tú qué opinas, lector?

Hacia una comprensión animal del hombre (I)

Desde la antigüedad se ha echado mano de la relación entre hombres y animales para comprendernos mejor. El paralelismo, que bien podemos trazar por la proximidad de los animales con nosotros ha tomado posturas y matices muy diversos. Algunos han llegado a considerarlos máquinas perfectas de la naturaleza, otros han pensado en ellos como compañeros, herramientas, servidores, compañeros, fieros peligros, e incluso como modelos morales. Pero qué pueden decirnos ellos de nuestra humanidad.

Hesíodo pensaba que eran uno de los pilares de la casa al recomendarlo en tercer lugar después de la casa y la mujer. Esopo vio la materialización de las pasiones y los vicios –humanizándolos– y nos brindó en sus Fábulas una muy colorida aunque no por ello menos valiosa brújula moral. Habrá que notar en una línea similar, aunque un poco más cínica, la Metamorfosis que conocemos de Apuleyo bajo el nombre de El asno de Oro. Y ya entrados en cínicos, no podemos dejar sin mención a los que confundieron la felicidad con la económica suficiencia del perro.

Para Platón será imagen de sabiduría el mismo perro ante la educación de los guardianes, y las aves una metáfora de la volatilidad del saber en la memoria. Aristóteles catalogará su alma a medio camino entre las de propiedad nutritiva y las que son de índole racional, aunque ciertamente no se limitará a separarlos de nosotros. Antes bien, dejará circunscrita la humanidad en aquella diferencia específica provista por la edificación de ciudades y el uso de la palabra; ámbitos recíprocos dentro de lo animal.

La tradición latina pintaba a los cuervos como benévolos al llevar comida a los presos, pero también como procrastinadores (su graznido cras, cras, es lo que desesperadamente quería escuchar el narrador del célebre poema de Poe). Y más adelante San Francisco Predicará a los animales. Y mucho omitiré al no mencionar el rico simbolismo que nutrieron sus estampas tanto en oriente como en occidente.

La llegada del siglo XVI no los dejará bien parados, una corriente los verá como autómatas y la otra como parte de una naturaleza a la cual torturar para saber sus secretos. La separación entre lo humano y lo animal comienza. Pero quizá lo que más me atribula es aquél complicado Siglo XIX en que la biología –más casada con las teorías económicas que con la verdad— señala que los animales practican mejor que muchos banqueros el utilitarismo. Para Darwin y su escuela la utilidad individual es el mecanismo que rige la adaptación. Ahora calculadoras bajo el principio costo-beneficio la incipiente moralidad que atribuyeron filósofos, poetas y hombres religiosos, los animales actúan como economistas ingleses y si parece que realizan un gesto, juegan o tienen alguna conducta, ésta se considerará supeditada a la efectividad de la supervivencia. Si parece que juega, seguro es porque maximizará su éxito en la caza de alguna presa, la huida de algún depredador o el cortejo de la pareja para su proliferación como especie. Curiosa manera de proceder para la ciencia, pues anuncia primero el principio y luego cuadra los datos observacionales al mismo.

Una nota curiosa es que en otras latitudes los biólogos se comportan de manera distinta. El darwinismo en Rusia no sienta como principal mecanismo adaptativo a la competencia, sino a la cooperación como hizo Piotr Kropotkin en “El apoyo mutuo”. Lo cual nos deja con la incógnita de si los animales cooperativos de Rusia propiciaron el florecimiento de la URSS o si ocurrió al revés.

El posterior desarrollo de algunas corrientes psicológicas sigue a la biología como ésta sigue a la química. Por eso agradezco que mi gato no sepa leer a Skinner y siga siendo una criatura bastante más gentil y desinteresada de lo que usualmente se atribuye a estos animales.

Perro de Llama

De cómo perdí mis sentimientos

De cómo perdí mis sentimientos

 

Una de las ventajas espirituales reservadas a los daltónicos es la expectación burlona ante la inminencia de la pregunta impertinente de quien acaba de conocer nuestra condición. Claro que sé de qué color es el suéter del otro, pero no tengo tan poco humor –ni soy tan humanitario- como para decirle lo que quiere escuchar. Toda mi vida he visto el pasto verde, aunque pronto aprendí que es casi imposible para el normal comprender que nunca vemos el mismo verde. Y no, no sé cómo ven los perros. Desde que tengo memoria –y no la nombro como una facultad potencial, sino como la actividad potente que es- nunca he sido perro, aunque a veces defiendo mi lugar; casi siempre he andado en dos patas y casi nunca acerco mi rostro a los genitales ajenos cuando ando por la calle. No sé cómo ven los perros y ni siquiera sé si tienen sentimientos.

         Momento, no quiero provocar el linchamiento de una turba animalista. Sé que a muchos conmueve el video tal en que llora un pollito. Sé que la mayoría ha oído de la existencia de sesudos estudios sobre el cerebro animal que una minoría dice entender. Sé que no es de buen gusto en esta época, falta de gusto pero prolija en gasto, decir que los animales son eso, animales. No estoy llamando a matar animales, ni a maltratarlos deportivamente, ni a no hacerlo, o dejar de hacerlo, o encontrar el método adecuado, económico y multicultural para hacerlo. Simplemente estoy diciendo que no sé si los animales tienen sentimientos. No lo sé, repito, pero tampoco me preocupo mucho por saberlo. Me preocupa más la acción humana, preguntar por el comportamiento del hombre con los animales, el uso de los animales por el hombre. El comportamiento humano no se cuestiona con un pollito llorando o mediante un colorido electroencefalograma, pues son ejemplos muy faltos de imaginación; al hombre se le cuestiona con preguntas éticas, con reflexión política, con imaginación.

         No todo es burla en mi expectación ante las preguntas inminentes por el daltonismo. En ocasiones, cuando el caso lo amerita o la persona me interesa, me da por preguntarme qué movió su pregunta. Las más de las veces no es una pregunta genuina, pues cualquiera que lo piense con tantito cuidado sabe que en realidad es una pregunta sin respuesta, y que más bien es un intento de normalización, que es una necesaria toma de distancia de lo raro para guarecerse en la seguridad emocional de la normalidad, de la propia normalidad. Preguntar al daltónico de qué color es el suéter es tan insensato como preguntar si los perritos tiernos tienen sentimientos. Cualquiera que piense tantito las preguntas reconocerá que no hay respuesta definitiva. ¿O no sería equivalente preguntar a un perro si acaso ve igual que los daltónicos? Es insensato. Por suerte hasta ahora no me he encontrado a nadie tan inteligente como para preguntarme si los daltónicos tenemos sentimientos, que eso arruinaría indudablemente el deleite de mi burlona expectación.

 

Námaste Heptákis

 

Escenas del terruño. 1. Interesante entrevista en la revista Contralínea. En ella se presenta un panorama de la postura práctica, o quizá teórico-práctica, de los comunistas anárquicos. En resumen: consideran que la revolución no llegará, como creían algunos comunistas del siglo pasado, por un grupo de avanzada que mediante la crítica-práctica establecería la dictadura del proletariado, sino a través de la totalización de la violencia. Explican que la inconformidad de la clase proletaria se expresa tarde o temprano en violencia, ellos sólo exhiben que el proletariado ya tiene esta visión. La totalización de la violencia derivará en la revolución y con ello en el exterminio del Estado. Destacan, además, su diferencia con los ecoanarquistas, a quienes identifican como nihilistas, en tanto su posicionamiento a favor de la violencia como necesaria para la revolución no es destructiva de la especie humana. 2. Importante revisión de datos del equipo de Data4. Recientemente se ha repetido que el aumento de la violencia durante el primer semestre de 2017 se debió a las liberaciones facilitadas por el nuevo sistema de justicia penal. Repetido el mensaje, ya se preparan las mesas de trabajo para modificar el sistema penal, para evitar que «sea una puerta giratoria». Lo importante del estudio de José Merino es que muestra con datos que no hay evidencia de la relación entre el aumento de la violencia y el nuevo sistema penal, además de que nos alerta: según las proyecciones, este año será el más violento del sexenio. Vivimos el infierno, aunque el administrador sólo tiene ojos para las buenas noticias. 3. Al presidente le gusta contar las cosas buenas. El pasado martes contó que las cifras de empleo han crecido considerablemente, también contó que eso es una buena noticia. No contaba el contador con la capacidad de contar de Enrique Quintana: sí, ha crecido el índice de formalización de los empleos, pero eso no significa que el empleo haya crecido conforme a la demanda. Lo cual nos recuerda el viejo adagio: cuando cuentes cuentos, cuenta cuántos cuentos cuentas… 4. «Pues usted será el mejor calificado, pero ella es mujer y tenemos que cubrir cuota de género», así se justificó el domingo en una deplorable columna la decisión para conformar al comité ciudadano del Sistema Nacional Anticorrupción. No estarán los mejores, pero qué bonito se siente afirmar la pluralidad mientras se incita a  linchar a un periódico. 5. Fulminante la pregunta de Guillermo Fadanelli: ¿qué tendría que hacer un hombre sin alternativas políticas? Y para responderla dialoga consigo mismo entre la resolución y la soledad.

Coletilla. He leído Jinetes de Tlatelolco [Ediciones Proceso, 2017] de Juan Veledíaz. El libro tiene la intención de volver la mirada a la Plaza de las Tres Culturas el 2 de octubre de 1968, pero preguntando por la versión de los militares sobre aquellos hechos. En particular, el autor se adentra en la visión de Marcelino García Barragán, quien por ese entonces era el titular de la Secretaría de la Defensa. La investigación es valiosa porque incorpora una perspectiva olvidada en la historia del caso. De su lectura extraigo tres datos importantes.

  1. Se confirma la versión presenciada por Luis González de Alba y presentada por primera vez en Los días y los años [1971] (recuérdese que La noche de Tlatelolco de Elena Poniatowska es un libro plagado de imprecisiones): en el tercer piso del edificio Chihuahua se apostaron unos jóvenes de guante blanco que al recibir los disparos del ejército gritaron asustados y al unísono: «¡No disparen, Batallón Olimpia!». González de Alba consideró que no había coordinación entre el ejército y el Batallón Olimpia; el libro de Veledíaz lo confirma. El Batallón Olimpia no fue, como por ahí se ha escrito, un grupo paramilitar de exterminio.
  2. El tiroteo de aquella tarde no inició desde el podio en que se encontraban los dirigentes del CNH, como dice la versión oficial, ni desde la tropa militar situada en la plaza, como bien señaló González de Alba. El tiroteo inició desde la azotea del edificio Chihuahua, donde estaban situados dos francotiradores. El secretario de la Defensa ignoraba la presencia de los francotiradores. El coordinador del Batallón Olimpia ignoraba la presencia de los francotiradores. Los francotiradores fueron situados ahí por orden del jefe del Estado Mayor Presidencial, Luis Gutiérrez Oropeza. Además de Gutiérrez Oropeza, en el plan de colocar francotiradores que dispararan al ejército desde la azotea del edificio participó el agente de la CIA Luis Echeverría Álvarez, quien por entonces era secretario de Gobernación y quien algunos años después sería presidente de la república.
  3. Durante el conflicto estudiantil de 1968, el embajador estadounidense en México Fulton Freeman ofreció al general Marcelino García Barragán el apoyo del FBI para orquestar un golpe de Estado y poner las cosas en orden. La anécdota confirma lo que Carlos Madrazo dijo a Elena Garro, y lo que Javier García Paniagua -hijo del general García Barragán y padre del actual director de la Agencia de Investigación Criminal- comentó en alguna ocasión.

La musa contra Cronos

Resentidos llegamos a admitir que la historia está escrita por los vencedores. Las páginas de la historia estarían redactadas por las plumas de los opresores y sus respectivos intelectuales. Las mieles de la victoria tendrían su amargura al considerar que fueron conseguidas por medio de violencia y sangre. En este sentido cada triunfo escondería una atrocidad: un vencimiento quizá injusto. Un triunfo político o cultural socavaría otros grupos humanos o alternativas y no necesariamente por tener una verdadera superioridad. El triunfo estaría basada en otras condiciones no concernientes a lo virtuoso del acto político o la belleza en la obra; estaría en los dados aventados por la fortuna.

Aducirán ciertos universitarios, por ejemplo, que no alcanzamos a reconocer el esplendor mexica por la culpa de la invasión española. Escasean testimonios escritos y arquitectónicos por la destrucción ibérica. O la riqueza de la religión mexica ha sido rebajada a salvajismo por las mojigaterías del cristianismo. Bajo esta dualidad no sólo malentendemos los sucesos políticos y económicos, incluso lo creemos en el arte. Así diversas corrientes o artistas se establecieron por su dominio político. Ciertos artistas posrevolucionarios, conscientes del problema, no permitían que ni un exhalación porfirista pudiera emanarse en los nuevos aires. En las páginas, piedras y muros mexicanos sólo podía haber rastro nacional. O se volvía perfectamente aceptable contener y repudiar al escritor predilecto por el Príncipe en la segunda mitad del siglo XX.

Tal creencia de que la cultura está impuesta por los vencedores destrona a los clásicos. Para algunos esto resulta una humanización: no existe obra inmaculada y toda está mancillada por su creador. Si bien en un sentido es cierto, tomarla al pie de la letra resulta una falsedad. Ya muy bien se dijo que en el fondo todos tienen la probabilidad de ser artistas. El escritor genio es de carne y espíritu como sus lectores. Sin embargo su genialidad radica en tener el primor en su imaginación o la destreza en sus facultades. A pesar de ello, como todo mortal, también falla y su recibimiento no siempre es exitoso con su público o la posteridad. El clásico es aquella obra que su único vencimiento está en el tiempo, es decir, todavía resulta vigente para los lectores. Si perdura hasta ahora no es principalmente por su momento histórico, sino por el acierto que tuvo en mostrar algo que aún importa e interesa: el hombre. Los clásicos ya son humanos sin que haya un afán por destronarlos.

La historia o condiciones materiales brindan la oportunidad para entender nuestra realidad. La inspiración surge de los alrededores. No se necesita un manual o tratado sobre cómo perdurar, basta con ser observador y esperar algún susurro de la musa. Y ésta no reserva o condiciona sus triunfos a los opresores, burgueses, vencedores, etc. Alguna vez Reyes respondía a los preservadores del mito revolucionario que la calle era demasiado ancha para que cualquier escritor. Y es cierto, es demasiado ancha porque todos hemos transitado por ahí. Los genios de nuestros clásicos del arte fueron los mejores paseadores en esa calle.

Moscas. En meses anteriores Enrique Krauze advertía el fascismo inherente en el candidato estadounidense Donald Trump. Ahora en El País lanza otra advertencia inminente: llegando a la presidencia el susodicho desataría una guerra en distintas escalas. Asimismo el documentalista Michael Moore señala cinco hechos por los cuales Trump podría lograr la presidencia.

II. Todos aplaudían la ruina de los circos y los circenses lo lamentaban. Los diputados verdes se colgaban la medalla por la iniciativa progresista y los animales parecían obtener justicia por fin… ¿Qué fue lo que sucedió? 80% de los animales muertos.

III. Y mientras el gobierno de Mancera se preocupa por patentizar el nombre de su ciudad —el cual no pondré por temor a reclamos—, quizá debería preocuparse por uno de sus barrios peculiares.

Digresión sobre la experiencia del alma

Digresión sobre la experiencia del alma

Quizá sea una imprecación muy injusta de mi parte, pero no creo haber visto demasiadas escritos dedicados a analizar mínimamente la obstinación que tenemos por defender todos los derechos, hasta los de los animales. Un orgullo se torna en una necedad cuando pierde toda posibilidad de estar fundado en una idea defendible de lo bueno. Lo cual no significa que la idea de que existan derechos animales no esté fundado en algo así como nuestra idea de lo bueno; significa que esa idea, además de haber renunciado, en algún punto, a la posibilidad de sostenerse racionalmente (con razones), encubre un equívoco fundamental en nuestra manera de experimentar y explicarnos la verdad sobre nuestra relación anímica y natural con otros entes vivos.

No podemos negar que reconocemos la diferencia. Decir que no la hay es reconocerla implícitamente: tuvimos que realizar un juicio de asimilación y semejanza, a través de nuestra visión del movimiento animal, para llegar a dicha articulación, lo cual no le interesa, en lo más mínimo, al más amigable de los perros. He notado, perplejo, que cualquiera que intente defender que hay algo semejante a lo humano en los animales no puede evadir el hecho de referirlo con términos sacados de su observación de la naturaleza básica del alma: los animales sufren y sienten agrado, placer; saben lo que les conviene; son dignos de respeto. Obviamente, esa afirmación encubre no un equívoco completo, sino algo que puede llamarse intuición con algo de sentido común. Ese tipo de cosas no las diríamos jamás, a menos que quisiéramos bromear, de un ser inanimado. Hay algo en esas relaciones que dice mucho más de nosotros de lo que quisiéramos decir de los animales.

El respeto y el amor debido a los animales, según sus defensores, recibe siempre la justificación de que el sufrimiento es malo para ellos. El problema en esa afirmación no es tanto el hecho de que para dicho intento de juicio moral hayamos tenido que colocar análogamente la experiencia del sufrimiento en el comportamiento animal; no, el problema es el de no saber separar el fin del medio, y lo natural de lo arbitrario en lo que vemos y juzgamos de la vida animal. No es un problema moral, sino de investigación natural. Se torna problema moral, cuando reducimos la felicidad que experimentamos a la región sensible que, supuestamente, compartimos con el animal en nuestra analogía. Se torna problema moral cuando eso muestra nuestra pobre idea que el sufrimiento sensible es el opuesto total a la felicidad humana; se vuelve moral al entrar en la región de los criterios éticos de la vida humana.

No he conocido, jamás, animal alguno que no cumpla eficientemente el fin para el que fue creado. Ello es así porque, en realidad, los animales no necesitan encontrarle sentido alguno a su vida: siempre ha sido, es y será el mismo. Los animales no pueden tener derechos por el simple hecho de que jamás han violado la ley, ello también por el hecho de que eso jamás les será posible de ninguna manera; sólo conocen una ley, y no les es necesario interpretarla o adecuarla: existen por ella y en ella. Ese sentido común que nos hace reconocer la sensibilidad por las caricias o los maltratos, esa necesidad de comida ni siquiera es experimentada jamás del mismo modo que en nosotros: es sólo un reconocimiento parcial. Esa reflexión no se puede hacer a fondo si no negamos, por otra parte, la visión del cuerpo y los organismos más y menos desarrollados biológica y materialmente.

Nosotros hacemos cosas semejantes a los animales, salvo por el hecho de que ni siquiera el comer o el palpar es los mismo para nosotros. Creo que ni siquiera los supuestos niños salvajes ven un plato de carne del mismo modo en que lo hace un animal cualquiera. Ninguno de los modos de “comunicación” animal es algo análogo al lenguaje: en ellos no hay tal cual palabras y unidades articuladas, sino sólo el ruido y el sonido que su propia naturaleza les otorga en cada caso. Y esto lleva a una conclusión al respecto del fin, avisada un poco antes. El hombre tiene la posibilidad de vivir en una dimensión de la ley superior a la que tienen los demás animales: la dimensión política. Los animales pueden pelearse por comida o por una hembra; los hombres discuten por lo que les parece bueno, y se alejan de lo que les aparece como malo, al mismo tiempo de que se equivocan muchas veces en su juicio sobre lo uno y lo otro. No siempre son felices del todo. Pero eso no implica que no puedan serlo; al contrario, precisamente ese hecho de que algo no es correcto, o de que algo no les es suficiente, es muchas veces lo que les permite vivir del modo en que lo hacen. Sobre todo, el hombre tiene la necesidad de vivir o de ignorar la verdad. Esa es su feliz condena.

El fin del hombre es controversial, pero nunca está bajo total oscuridad, por mucho que así lo parezca. Nunca podemos actuar en contra de ese fin, pero lo que sí parece es que no llegamos a él del mismo modo, ni otorgándole el mismo nombre. Si creemos que sólo el placer o el sufrimiento son guías suficientes para ese problema, ya hemos prejuzgado, no guste o no, éticamente. Es necesario, sin embargo, que escaparates de nuestra sentimentalidad moderna como los derechos animales, no oculten el problema de verdad: la necesidad de distinguir entre una vida más alta y mejor, y una inferior. En ello se ve la necesidad de la investigación natural que supone el conocimiento del orden de la vida.

Tacitus

La plaga

Al principio, nadie solía notarlas vagabundear por la casa. Andaban de par en par, muy pegaditas una a la otra, y con ese tamaño tan diminuto era imposible distinguirlas de una basurita cualquiera. Después comenzaron a salir en grupos más grandes: cinco, siete o hasta diez integrantes en cada expedición, pero nada que llamara seriamente la atención. Nuestros encuentros con ellas eran escasos y cuando eso sucedía no hacíamos más que sacarlas de nuevo al jardín a donde pertenecían, o al menos eso creía entonces…

Comenzamos a extrañarnos cuando nuestros lugares de encuentro dejaron de ser los usuales: pasaron de estar presentes en los marcos de las puertas o en las plantas apostadas en la entrada para aparecer en el baño, los dormitorios o la sala de estar. ¿Qué carambas hacían caminando adentro de la casa y tan lejos del jardín? Estaba bien que estuvieran en busca de comida, pero en todo caso tendrían que estar marchando hacia la cocina y no escalando el lavabo del baño del piso de arriba…

Sin embargo, ellas captaron definitivamente nuestra atención cuando no sólo continuaron visitando estos lugares inusuales, incluyendo la cocina, sino cuando dejaron de ser cinco, siete o diez para volverse un ejército de treinta, cincuenta o cien, y para entonces fue demasiado tarde: las hormigas se había convertido en plaga. Cientos y cientos de ellas caminaban en fila india a lo largo de dos grandes hileras interminables que bordeaban los marcos de las puertas y ventanas, las esquinas cuanta habitación hubiera en la casa y las superficies de las mesas o cualquier otra superficie lisa en la cual pudieran caminar.

Arrasaban cada noche con la alacena y aprovechaban para hurgar todos los botes de la basura. Los baños, por su parte, no se quedaban atrás e investigaban la bañera, el lavabo y el retrete con sumo cuidado sólo por si las dudas. Aunque en un principio mi mamá nos prohibía matarlas, llegamos a un punto en el que ni ella podía cumplir su palabra. Simplemente, intentamos de todo: remedios caseros, plaguicidas, ahogamiento y nada, absolutamente nada era capaz de detenerlas.

¿Marabunta? No, tampoco era para tanto; no obstante, después de tantos y numerosos fracasos por sacarlas de nuestro hogar, comencé a pensar si no eran ellas las que justamente querían sacarnos de su hogar. Después de todo, ellas ya se encontraban en ese terreno cuando comenzaron a construir la casa que nosotros habitamos y sin duda ellas habían anunciado sus intenciones de mudarse poco a poco, a diferencia de nosotros que un buen día llegamos con todas nuestras cosas a instalarnos en aquel lugar para ya nunca abandonarlo. A ojos de ellas, éramos los extraños que habíamos invadido cínicamente su hogar y, a pesar de todo, habían tenido la decencia de no corrernos… hasta ahora.

Al parecer, era tiempo de recurrir a la fumigación para deshacerse de nosotros, la verdadera plaga…

Hiro postal