Cena de fin de año

Vengan a cenar,

prendamos las velas,

el aroma cubrirá

el olor del hogar.

Florezca la armonía

entre los rencores sembrados.

La mujer más digna

La más digna de las mujeres se asumió como sierva, y sin presumir humildades se fue a atender a su prima, que estaba por dar a luz. Ella embarazada, y con el riesgo de ser señalada por una comunidad dada al juicio fácil, siendo la más digna se puso a cocinar y lavar pañales.

Tiempo después, al regresar a casa se enfrentó al peligro de ser rechazada, vilipendiada y hasta apedreada, pero la fe la mantuvo hasta el momento de dar a luz.

Siendo la mujer más digna entre todas, parió en un establo rodeada de animales y pastores, y en lugar de quejarse por este tipo de dolores guardó silencio y agradeció la bendición que recibió.

También calló al enterarse que una espada atravesaría su corazón, y al tener que dejar todo para irse en calidad de refugiada en tierras con costumbres y con una lengua extraña.

Pasó de ser madre a ser fiel compañera, una vez que su hijo tomó su camino y junto con él subió la terrible cuesta, e incluso lo bajó, lo bañó con sus lágrimas, y aún así la fe que la sostuvo nunca perdió.

Siendo sierva, sin ostentar una humildad palaciega, sin presumir de honesta, siendo oído atento más que voz cantante y siendo silenciosa más que discursiva respecto a la esperanza con la que vivía, María se convirtió en el refugio de los dolientes y arrepentidos.

La mujer más digna es la puerta del cielo porque nos enseña a tener fe a pesar de lo que vemos, calla al decir “hagan lo que mi hijo les diga” y nos acompaña al cielo que es real y no a la falsa promesa que se esconde tras las farsas políticas, tras reparto hipócrita de bienes y tras la búsqueda de amores comprados como aquellos que sólo puede recibir un Tirano.

Maigo

Propósitos

En México tenemos la tradición de usar un calzón color rojo el último día del año si queremos que el siguiente esté lleno de amor o usar uno amarillo si queremos que el próximo año venga con mucho dinero. Amor y dinero como lo más preciado. Tras una larga indagación, poco precisa, pues en cuestiones de amor no se requiere la precisión, me percaté que el calzón rojo se vende más. Amar y ser amados es lo que más queremos, por encima de ser millonarios (aunque tal vez no falte algún desorbitado que diga que el dinero puede comprar hasta el amor). Tal vez suene ridículo que un calzón nos traiga la suerte en el amor, pero los defensores de esta tradición la siguen practicando porque aducen que es más ridícula la tradición de tener doce propósitos. Lo cual sonaría absurdo, pues los propósitos pueden buscarse a partir de lo que somos, creemos que estamos siendo o queremos ser. Sé que aunque delinee mis doce propósitos de tal manera que todos apunten a que aprenda a dibujar (realizar trazos una vez al día, calcar fotografías, terminar un libro de dibujo, ir a clases, perfeccionar mi caligrafía, etc.), jamás lograré hacer algo más complicado que un auto simplemente inexistente. ¿Cuántas personas no se proponen algo descabellado?, ¿viajar pese a que apenas puedan gozar de una semana de vacaciones en su casa?, ¿aprender un idioma cuando desconocen la mayor parte del suyo?, ¿aprender una técnica sin vislumbrar sus límites? Quizá los defensores de los propósitos puedan decir que no importa no haber alcanzado la perfección, sino que lo importante es intentar hacer algo que permita comenzar a mostrar habilidades que sin ese intento serían desconocidas; el que no puede costear unas vacaciones puede visitar a pie los parques de su ciudad. Además, habrá quienes sí puedan cumplir el propósito, perfeccionarlo y ser feliz porque sabe que es más de lo que creía ser. Se vive mejor teniendo, planificando y ejecutando uno o varios propósitos que vagando entre las especulaciones de la rutina. El defensor de los calzones rojos podría decir que efectivamente da alegría sentir que se hace algo por la propia vida y, tal vez, por la vida de los demás, pero que sin amor nunca se será realmente feliz. Y el amor no es algo que se pueda tomar como propósito. No se puede planear tener un amor por cada mes. Nadie puede obligar a amar a otra persona. El amor depende en buena medida de la suerte. Por eso, es menos ridículo creer en la suerte que en las propias habilidades como dadoras de felicidad. Aunque ya hay demasiados grupos enconados como para creer que dos tradiciones posiblemente complementarías se podrían oponer. Sería excesivo creer que hay que adoptar una tradición en lugar de la otra, pues ¿qué son el amor sin propósito y los propósitos sin amor?

Yaddir

Reflexión festiva profunda

En este año que agoniza hemos aprendido tanto, que hasta parece que el día de mañana será mejor.

Tal vez eso no lo hemos aprendido tan bien, pero no importa, tenemos el resto de nuestras vidas para seguir tarugueando.

Año Nuevo

Luces teatrales, incandescentes y cada vez más cercanas, iluminan el fondo a la mitad de la noche. Sufres una palpitación al percibir las luces de colores que se funden en una irradiación blanca. Recuerdas lo que hiciste en el día: cuando jugaste al principio, cuando entraste fatigado a casa y decidiste comer, y rumbo al atardecer te esmerabas por acabar tus tareas. Es el borde de la noche. La música festiva suena en bocinas desgastadas y el ritmo, a los oídos, se vuelve lento sin dejar de ser atractivo. Risas de niños y alegría de padres se reúnen ante cada vuelta. Ves caballos marrones, negros, blancos; cada uno con su silla adornada, con listones al costado de sus lomos, dispuestos a ser montados y empezar la carrera. Asumes que el reto para ganar no es sólo rebasar a los otros, sino controlar al caballo que crees indómito. Lo difícil es no perder la dirección y mantenerse en el carril. Escuchas a tu lado personas que te animan y confían que llegarás a la meta. Envalentonado escoges el tuyo, por el que despertó mayor seguridad, y lo esperas después de otro. El caballo sigue y sigue y sigue y sigue y sigue y sigue. Así dos vueltas. Tú observas con una sonrisa optimista.

Doce uvas

Me causa miedo tener que comer doce uvas en un santiamén. Pienso que podría ahogarme con ellas si no veo antes por qué las como. Es como pensar en un propósito, en ningún caso podría comerlo por comerlo, antes debo pensarlo, ver cuidadosamente qué pido para saber si puedo acercarme a su cumplimiento. ¿Cuántos propósitos de los que uno mismo se establece se cumplen? La locura irradia cada que llevamos una uva a la boca. ¿Habrá planes para saber cómo se come con cuidado un propósito?, ¿se comen porque es bonito creer que están dentro de nosotros y, en cualquier momento, saldrán? Pero los propósitos ya no se ven igual una vez que salen. En menos de un mes se pueden olvidar todos los propósitos. Sería mejor tener un gran propósito, en lugar de los tradicionales doce, pero que fuera posible. Sería mejor preguntarnos de lo que somos capaces. Lo mejor sería que el comer uvas para empezar el año fuera un ejercicio de autoconocimiento.

Yaddir

Preguntas familiares

Las celebraciones decembrinas nos trajeron, además del cambio en nuestra propia materialidad, una reflexión sobre las propias tradiciones. Al menos eso pude apreciar en cada amigo y colega al que le preguntaba cómo le había ido en navidad y año nuevo. Que el año nuevo traerá muchas cosas buenas, que te deseo lo mejor a ti y a toda tu familia, que las tradiciones familiares solidifican nuestra unidad individual, que el año pasado fue tan malo que sería imposible que este sea peor, entre otras frases que quizá tú no escuchaste fue lo que más me dijeron. Pero hubo una respuesta menos trillada que mis preguntas: “Bien. En resumidas cuentas me fue bien. Pero me di cuenta que la mayor parte de la gente sólo convive con su familia por mera convención.” Intrigado ante la originalidad y sinceridad de su respuesta le pregunté que si lo que dijo nacía de una experiencia negativa en sus últimas reuniones. Ante esto me contestó: “No. Siempre han sido así mis reuniones familiares. A los amigos los escoges, a la familia no.” Asentí sobre esta última aseveración, tan simple como compleja, pero le dije, para animarlo a hablar, que esa frase era casi un cliché. “Pues no creo que los demás piensen lo mismo que yo. Yo pienso que convivimos tanto con la familia que inevitablemente mostramos nuestros defectos, nuestras ambiciones y lo poco que nos preocupamos por nuestros semejantes. Con la familia convivimos a todas horas, en todos los momentos y a distintas edades. ¿Es posible esconder nuestros peores estados de ánimo las veinticuatro horas del día? Imposible.” Quedé asombrado por su reflexión, fruto quizá de un constante silencio en sus reuniones familiares, de un desapego familiar argumentado. Así como a ti, si eso pensaba dicha persona, me surgió la duda de por qué seguía asistiendo a reuniones familiares. Pero, para que no se molestara más, le pregunté si eso también le pasaba en su trabajo, donde tampoco se escoge a los superiores y a la gente con la cual se convive. Riendo, respondió: “Ahí paso menos tiempo. El trabajo es temporal y, si uno se dedica a lo suyo, los jefes casi no molestan.” Le di la razón y le añadí que en el trabajo nos daban una paga y, para algunos, una buena paga era suficiente motivo para soportar a cualquier compañero. “Eso es discutible. Siempre discutible. Pero a los compañeros los puedes reportar, a los tíos insoportables no. Tampoco puedes renunciar a la familia…” Pero sí puedes renunciar a las reuniones familiares, me apresuré a interrumpir. “Sí”, contestó secamente, “pero tanta convivencia ayuda a uno a saber cómo convivir mejor con los demás. La familia es una escuela. Además, si se reconocen, aceptan y perdonan los peores defectos, la convivencia puede tomar otro rumbo. Nadie es perfecto, pero podemos intentar entender a los demás y, en consecuencia, portarnos bien.”

Yaddir