La obra auto-evidente

Mi yo se manifiesta una y otra vez, aunque haya una densa oscuridad en definirlo. Toda nuestra existencia es absorbida por él: nuestros pensamientos, elucubraciones, fantasías, obras. Nuestra vida se halla abarcada por el ego. Jeff Koons lo reconoce perfectamente. Sabe que no hay mejor material que el mundo interno, inasible, del hombre. Si el asombro incandescente fue el primer motor del artista, era por ser humano, no por las maravillas de su exterior. El arte mismo, la excelencia en la técnica, la mímesis única, todo depende de la visión personalísima del artista. ¿Qué sucedería si la demostración de este acto cognitivo fuera la obra misma? Su simbolización es metáfora de una experiencia humana. Es así que llegamos a una de sus obras maestras, récord en las subastas: el conejo plateado. 

Sus contornos suaves y curvados recuerdan que la realidad es flexible. Los caminos y rutas no se hallan trazados con rigidez o previa determinación. Contemplar el conejo nos arroja de vuelta nuestra vista y vemos que vemos. Magistralmente Jeff Koons nos devuelve nuestro propio interior y le da libre vuelo a nuestras reflexiones e imaginación. En contra del establishment del arte, el oligopolio burgués, el brillo redondo disiente. La ignorancia sumisa es quebrada en destellos. El arte de Jeff Koons es rebeldía hecha a partir de materiales comunes: afiches publicitarios, aspiradoras, balones de básquetbol, estrellas de cine, pornografía . A través de la estridencia, revienta el universo consumista y acontece una explosión de color. Aquel pequeño conejo plateado subraya la interioridad humana, eso que nos vuelve únicos e irrepetibles. La mayor obra soy yo, pese a vivir en la hegemonía capitalista.

Prueba de su crítica al consumismo es su obra The Empire State of Scotch. Una botella de güisqui se alza, se erige como rey, y sobresale a las demás. La referencia más evidente para cualquier neoyorkino (o conocedor del país yanqui) es el famoso Empire State. Dicho rascacielos es símbolo de la ciudad que nunca duerme, materialización del éxito, estandarte de la libertad económica, orgullo burgués y muestra del progreso humano. Nueva York es la concreción del proyecto norteamericano; lugar cosmopolita establecido por migrantes de todo el mundo (la cultura madre y orígenes raciales quedan atrás en the sweet land of liberty), región donde el visionario es recompensado por sus esfuerzos. Asimismo, Koons desnuda este símbolo y nos revela su sexismo inherente. Si la Gran Botella sobresale, es por su erección. Es visionaria, toca el cielo, domina, por ser el falo mayor. Triunfa al erigirse, triunfa su masculinidad. La cultura norteamericana premia al hábil para generar su patrimonio y defender su propio sueño, aunque eso implique la selección natural de pasar sobre el débil. Esta conducta es presente no sólo en el orden económico, sino en el sexual. Ambos confluyen en el consumismo, la ideología tan fomentada por los Estados Unidos.

En vez de premiar al poderoso, la obra de Koons rescata la preciosa individualidad. Nuestros deseos han sido arrebatados y explotados por la mercadotecnia de las grandes compañías. Con genialidad. Koons lo asume y produce su arte liberador a partir de ello. Atrás quedó la era del canon, teórico del arte, pomposas exhibiciones, arcanos museos, el creador de obras maestras. La atención está en los espectadores. Cada uno, con su propia interioridad, es quien le da vida a las obras de artes. A través de la evidencia y meditación espontánea, es ejercicio de libertad. Sea dicha finalmente mi palabra.

El sello sobre el lienzo

El sello sobre el lienzo

Por alguna razón, nos hallamos imbuidos en la ignorancia de lo que nuestros sentidos pueden ofrecer para instruirnos. Una mayoría fácilmente podría decir que el criterio se forma al mantenerlos al tanto de novedades y cosas desconocidas. Los viajes permiten observar panoramas desconocidos, visuales, táctiles, olfativos y gustativos. No hablemos de la efusividad que se ha desarrollado por la técnica industrial de la música, que evidentemente no es lo mismo que el gusto honesto por ella.  Los sentidos se ofrecen como vehículos para una memoria inane: ¿cuándo habremos de incluir, en ese panorama de la sensibilidad, la posibilidad de observar la conexión que todos tienen con el recuerdo y el olvido para nuestra formación? Independientemente de si creemos o no verdadero el ardid cartesiano en contra de la percepción, no podemos negar que a través de lo que recordamos haber sentido se precipita la particularidad de la sensación. Aunque lo sensible mismo pueda ser desfigurado por nuestro recuerdo, puede también ser recreado para otros. Aunque podamos experimentar muchas variantes sensibles, la diversidad de recuerdos y sensaciones no puede asegurar mayor conocimiento del mundo, y mucho menos conocimiento de las honduras de la sensibilidad.

Cuando comenzamos a meditar en torno a placer y el dolor, polos de lo sensible, caemos en redundancias inopinadas. No sabemos atribuir una verdadera razón a nuestra persecución o evasión de ellos: lo admitimos como un hecho. Hay quienes incluso evitan ciertos placeres, otros ven en sus placeres de antaño una deficiencia culpable, aunque eso, al parecer, no niegue el hecho mismo del placer. Pero ¿se puede hablar de hechos en el caso de la sensibilidad? La pregunta es interesante, porque nos permitiría ahondar en el impacto que el objetivismo moderno ha tenido para abordar la actividad sensible. Si la sensibilidad se puede esquematizar en la corporalidad, unión que permite decir que sólo es cognoscible lo relacionado con el cuerpo en este caso, los juicios sobre aquello que me produce placer provienen siempre de la opinión. En dado caso, no niego el hecho y las diferencias en torno a los juicios de mi sensibilidad, los juicios estéticos, no abarcan el terreno de lo objetivo.

Además del placer y el dolor, con los que somos tan proclives, más por una sospecha que por una fantasía pura, a moralizar la reflexión, ¿qué sucede con el conocimiento de lo que nos dan los cinco sentidos? En torno a ellos no moralizamos generalmente porque el acto sensible que realizamos bajo su poder, al parecer, no tiene mucho que ver con la voluntad. No obstante, el arte abre una posibilidad para esas facultades que el mundo natural no puede tener. Incluso puede entrenar el sentido del que requiera. Los productores de perfumes tienen una capacidad mnémica impresionante para los aromas que se producen por ciertas combinaciones artificiales; los catadores de vino pueden también distinguir ciertos elementos de lo que toman. Con el lenguaje, nuestra memoria y voz no recrean sólo sonidos al leer un poema, sino una música. Nuestra sensibilidad está abierta a ese fenómeno, y eso establece los distintos grados que hay entre los indiferentes y los apasionados. El oído para los versos no es sólo un atributo intelectual, sino capacidad auditiva. ¿Cómo se entrena el sentido? ¿Interviene la voluntad en su educación, además de los talentos necesarios? Para vislumbrar el arte no sólo necesitamos nuestros sentidos, aunque sean lo primero que tengamos frente a las producciones humanas. De otro modo, la diferencia entre lo artístico y lo poco inspirado sería siempre elusiva en su totalidad. Al tiempo que podemos conocer lo sensible de manera común, podemos ejercer cierta influencia sobre la producción y sobre nuestra apreciación de sensibles que muestran la compenetración de nuestra inteligencia en lo que juzgamos de nuestro sentir, a tal grado que no se puede hablar con absoluta seguridad de subjetividad y objetividad sin ser arbitrario en alguna medida. Cabe hablar, en cambio, de la presencia ineludible de la imaginación y su función potente. La memoria es la mejor compañera del resguardo de lo sensible, pues sólo quien trata de mantenerla sabrá mejor de los engaños frívolos de lo actual y lo curioso.

 

Tacitus

La expresividad de la verdad

La expresividad de la verdad

Se dice que la expresión es un requisito de la genuina libertad. Las obras de arte, desde las literarias hasta las escultóricas, se catalogan, entre la propiedad y el despilfarro, como modos de expresión. La palabra cotidiana, morada de las opiniones y los sentimientos, es el escenario descarnado, a veces decente, en que la expresión se muestra. ¿Qué comparten ambos usos de la palabra expresión? El prejuicio común es que el arte es una manera elevada de la expresión. ¿Y la verdad? El surgimiento de esta pregunta requiere una aclaración. El fundamento expresivo de la palabra cotidiana y de las obras de arte, a las que podemos incluso agregar las obras reflexivas, vale en tanto permite mostrar una opinión, una emoción, una visión. Aquellos que se encolerizan ante esa unificación generalizan el problema del arte y la palabra diciendo que el permitir que todo valor sea últimamente expresivo conlleva al relativismo más agrio; el arte y la reflexión muestran una perfección que no se aprecia desde esa posición. Pero, al mismo tiempo, no queda aclarado en qué consiste la perfección expresiva del arte, ni mucho menos la de la palabra, fuera del talento artístico y reflexivo, que son fundamentales, pero que resultan importante a raíz de otro elemento: aquello para lo que son talentos.

La expresividad del arte es evidente. ¿Está el carácter artístico sólo en expresar algo importante? Evidentemente, no, pues el arte es también una actividad productiva. La expresividad artística de la pintura, por ejemplo, requiere del sentido de la vista y de la imaginación, pero ante todo requiere que dicha imaginación (que no es lo mismo que la creatividad) permita que la reproducción de una imagen sea perfectible: que haya distinción entre la Mona Lisa y los dibujos en una servilleta. El artista puede dibujar con maestría sobre una servilleta, incluso. Si su mano no pudiera ser guiada de manera distinta a aquel que no posee su arte, no habría posibilidad de distinguir certeramente entre su maestría y la expresión del inexperto. La expresividad humana no asegura el arte, aunque sea su fundamento. El arte es una posibilidad de esa misma expresividad. La maestría técnica, no obstante, nunca es abstracta: puede ser enseñada, pero ante todo es modificable: las técnicas de pintado se han configurado a partir de la decisión artística en torno a la aparición de la imagen. La diferencia entre ser e imagen posibilita el arte pictórico, pero obviamente terminaríamos por mentir si decimos que presentar una imagen distorsionada levemente es mentir: ¿cómo sería posible distorsionar la imagen sin verdad? La expresividad de la imagen es a lo que nos afrontamos en el mimetismo de la pintura, incluso en aquellas en las que no aparecen imágenes de “objetos”. Esa expresividad es un enigma que no se aclara en afirmar que toda pintura es “retrato”, por lo que la maestría del pintor no proviene únicamente de la semejanza que imprima. ¿Qué permite la semejanza, si siempre hay una separación indisoluble entre la imagen y lo que representa?

La expresividad artística evidentemente remite a la sensibilidad y el pensamiento de quien produce las obras. En algún sentido tuvo que “formarlas” antes de producirlas. Para los que vemos las obras, esa experiencia no es lo fundamental. Por eso los detalles biográficos son un estorbo para la interpretación. El arte pictórico, por ejemplo, permite que la imagen producida sea la que me haga ver las cosas de manera nueva. Sin la verdad, evidentemente no tendría caso siquiera hablar de arte, puesto que aquello que se me presenta nunca estaría organizado, ni mucho menos dividido. Sin la verdad sería irrelevante decir siquiera que la comprensión del artista es posible. En este caso, la verdad no está sólo en conocer el pensamiento del artista, sin incluso en reconocer el sentido de la manipulación de la imagen. Todos los criterios artísticos responden a la expresividad, pero la expresividad artística es incluso susceptible al lenguaje. La estética moderna pone el énfasis en la producción de emociones, sustentada en la idea moderna de la imaginación, que fundamenta el significado de la “representación”. El mimetismo queda imposibilitado para el noumenismo.

La maestría artística del lenguaje conlleva otro problema igual de interesante. Involucra la relación entre la poesía y la filosofía. No negaremos la maestría del decir filosófico, cuyo ejemplo prístino es el diálogo platónico. Involucra, por supuesto, la cuestión retórica en relación con la palabra, así como la tensión entre el decir poético y el filosófico, como sostenes de la verdad. Sería mejor decir que ambos tipos de palabra se distinguen no porque sostengan en ellos a la verdad, sino por el carácter mismo de la relación entre el hombre y la verdad, que sería imposible sin el carácter dialógico de la relación entre hombres (en plural) y el ser. El carácter expresivo de la filosofía no se resuelve únicamente en afirmar el elitismo de dicho decir, aunque eso no significa, hasta aquí, que la maestría de ese decir no implique siempre una complejidad valiosa para la vida humana. Dicha complejidad es característica de la maestría, aunque, por lo pronto, eso tampoco resuelva la constante de la filosofía: su contraposición necesaria con la sofística. La maestría del decir filosófico permite que la expresividad no sea únicamente pluralidad arbitraria.

Un problema filosófico se alumbra a través de ese decir. Esta peculiaridad debe apuntar a la presencia de la historicidad en la expresión. La diversidad de caminos seguidos por la reflexión filosófica, posibilitada por la precisión y maestría del decir, ¿permite que hablemos de una maestría en relación con la verdad, como en el prejuicio común al interpretar una pintura? Para captar la maestría del decir filosófico se requiere la posibilidad hermenéutica. No una teoría de la exégesis, sino un cuidado del pensar que exige cuidado de la palabra. Sólo así el decir se alumbra. Así, la verdad se extiende como problema a la vez que como evidencia propia de la relación expresiva. Un problema se alumbra en el diálogo, por ejemplo, en tanto que revivir un argumento es un hecho que rebasa la aplicación de una lógica formal: la lógica reúne la naturaleza de la inteligencia en su capacidad para descubrir “razones”, que no para inventarlas. Ese descubrimiento, visto en su nacimiento y límite en el diálogo, requiere de un ethos. La expresividad filosófica depende de dicho ethos: indaga la relación profunda y laberíntica entre palabra y obra. La maestría del decir filosófico guía al alma en la belleza de pensar.

 

Tacitus

 

La reina de las posibilidades

Leía la otra vez una nota (que se hacía pasar por artículo de divulgación científica) cuya intención era demostrar que las personas más inteligentes tenían mayor miedo a fracasar. Como muchos escritos semejantes, lo central del asunto se iba en explicar los procesos cerebrales, no en por qué fracasan más. La reflexión tampoco consistía en qué sea la inteligencia, si en la velocidad para relacionar una cosa con otra, en entender cuestiones complejas que requieren una larga cadena de asuntos (ninguno igual al otro, pero relacionados entre sí), ni en el papel que juega la imaginación en ello. ¿Se pueden denominar tres clases de inteligencias diversas? Es decir, ¿podemos decir que existe la inteligencia que relaciona rápido una cosa con otra, la que no sólo las relaciona, sino que se percata de sus distinciones e igualdades en una totalidad y la que permite proyectar?

La imaginación tiene la inigualable característica de desviar nuestros pensamientos y, a veces, casi controlarnos. Cuenta un autor del pasado que él se enfermaba cuando veía a gente enferma y la gente enferma podía recuperarse al ver su perfecta salud durante su juventud. Dejando de lado la posibilidad o imposibilidad de su relato, nos señala que la imaginación tiene una fuerza que afecta en lo que queremos, en lo que no queremos y que no le importan las divisiones alma cuerpo, pues la imaginación misma las diluye. Me imagino que el acto de imaginar en su ejemplo sería como si la imaginación se escapase a todo juicio y a toda pasión, para tomar ella la decisión de enfermar o curar. Suena demasiado extraña su función, casi como si fuera un ninja que controlara a la inteligencia y a las pasiones. Tal vez la imaginación lleve de golpe a una idea: el enfermo piensa “yo puedo verme así; me he visto así” y la alegría que le produce el juicio ayuda a que se cure; el joven dice “en algún momento me veré así; inevitablemente he de enfermar” y esa triste idea lo enferma. Suena muy imaginativo todo esto; quizá aquel cuentista que nos echa un mito sobre la imaginación nos quiere decir otra cosa.

Imaginemos qué podemos hacer; imaginemos las diversas maneras en las que nuestros proyectos, aquellos planes que deseamos concretizar, pueden fracasar. ¿Hay más maneras en las cuales se puede fracasar que en las cuales se puede realizar algo óptimamente? Cuando imaginamos eso, nuestras pasiones se ven contrapuestas, alegría, miedo, nuestras ideas (haré esto de tal modo y tal otro; evitaré aquello, pero sin dejar de considerar esto otro; puedo fracasar si hago eso) influyen junto con ello y las imágenes que nos ayudan a proyectar las ideas nos presentan una perspectiva completa de nuestro plan. Podríamos imaginar que la imaginación está relacionada con la inteligencia y con la pasión en algo semejante, aunque no tan estable, como un triángulo. Entonces las personas más inseguras no necesariamente son las más inteligentes, sino las que imaginan más su fracaso. Pero no pueden imaginarlo sin un contexto específico, es decir, sin que sus recuerdos se entrometan. La imaginación funciona junto con las pasiones, la intelección y los recuerdos.

La reina de las posibilidades, la loca de la casa, la instigadora por excelencia, pero también la mejor ayuda para realizar planes, la impulsora del arte, y quien nos ayuda a tomar las mejores decisiones, la imaginación, es central en nuestra vida. No sólo se le debe denostar. Dada su astucia, si no somos suficientemente inteligentes para controlarla, ponerle un alto y hacerla trabajar en nuestro bien, no hemos de echarle la culpa de todos nuestros males. Autoconocernos es autoconocer nuestra imaginación.

Yaddir

Tríada: esbozo mínimo del alma

Tríada: esbozo mínimo del alma

La gracia del arte no consiste en doblar la necesidad. Ningún producto de la inteligencia humana puede transformar la naturaleza de algo: la cocina lo muestra, al igual que cualquier arte. Los ingredientes pueden pasar de crudos a cocidos, absorber mediante la cocción los sabores (porque el sabor es algo que se gusta gracias a la humedad) de las cosas con que se mezclen, pero no existiría la cocción sin agua o calor. El arte del cocinero depende de la manera en que su sazón (el talento artístico) logra ocupar los materiales. Puede haber cocineros que conozcan mayores combinaciones de sabores e ingredientes, pero eso no les da la capacidad de lograr mejores productos. La cocina, el arte como tal no es una especialidad: es conocimiento práctico que se conduce con el talento para algo. Sin la necesidad no hay arte: la actividad creadora es libertad del alma en tanto que la naturaleza del intelecto se recrea ayudada de la materia o, mejor, obrando con ella. La inteligencia humana es libre con las obras de arte aunque las haga para “sobrevivir”, desde un platillo exquisito hasta una pintura en la que retrata su propia efigie. El retrato es posible gracias a la libertad de reconocerse en un chopo claro de agua; el ocio que logró hacer de la imagen cotidiana una proyección colorida, dispuesta conforme a la misma imaginación para el color es muestra de la libertad primaria en el arte. El mundo sigue envuelto en el brazo de la necesidad: somos libres no en oposición a la naturaleza, sino en el mejor modo posible de vivir, que la naturaleza no puede obstruir, pues el hombre es el único animal que puede ser feliz.

El arte médico consiste en sanar enfermos, no necesariamente en evitar la muerte. Sanar a un enfermo, restablecer el estado normal (pues la enfermedad es natural, mas no normal), es decir, regresarle la vivacidad que le fue arrebatada por las garras de un resfriado, una diarrea o una migraña depende de que se conozcan los síntomas del enfermo y el efecto de un remedio. No es médico el que sabe que el té de manzanilla sirve para relajar el estómago, sino el que conoce y puede explicar satisfactoriamente la relación entre el síntoma del enfermo y su condición, para aplicar el remedio que corresponde. Por eso el médico requiere siempre de un diagnóstico. Sabe que su arte nada puede contra la muerte, lo cual quiere decir que las enfermedades no son nada que el ser humano se pueda ahorrar de manera permanente. El arte médico no fue pensado para la prolongación de la vida, sino para la restauración del ser vivo que es el hombre. Aceptar las enfermedades no nos convierte en suicidas. La obra del arte médico no puede producir vida, ni siquiera en las fantasías eutanásicas y eugenésicas de las que somos partícipes. La medicina pierde su nombre cuando se diluye el ser vivo, porque ya no conoce el sentido de lo práctico ante la enfermedad.

La inteligencia se topa con pétreo muro cuando trata de juzgar lo artística de una obra de arte escrita. La lectura más común siempre es una muestra de los golpes dados de frente en los muros que abre la vida del artista o autor. ¿Para qué son las obras de arte escrito? ¿Consiste él en el acomodo elegante, complejo de la expresión oral? ¿Su propósito es lo que lo hace arte? El propósito de una obra escrita nunca es claro, a menos que se refiera uno al más evidente, que nutre todo objetivo especial posible: ser leída. No permanecer comunicable, sino ser leída, lo cual significa que, más que se hable mucho de ella o que se elogie, se hace para que los demás puedan ser en el arte de la palabra, que recrea, obviamente, al autor, pero que sobre todo establece un puente en el trabajo lector. El arte poético de las rimas enseña que el sonido de la voz es sentir de la palabra, que es un sentir de la vida como tal, que sería imposible sin que ella, nuestra vida, se aclarara, se gozara, se doliera en la palabra vivida, que puede ser vivida por un lector. No es fácil decir si es posible vivir sin ella, o si acaso merece ser llamada vida aquello que es hueco de la palabra. Las palabras no mantienen la vida, pero son uno de los mejores signos del progreso en el arte. El pensamiento, labrador en la palabra, es quizá el mayor signo de humanidad.

 

Tacitus

Amabilidad de la musa

Amabilidad de la musa

Parece la inspiración una nota distinta en la manera de hablar, obrar y producir. Algo cuyo efecto se nota en lo sobresaliente. Hay actividades que parecen menos necesitadas de inspiración, como esos momentos en que estamos, pero no “hacemos algo”. Existe la actividad continua de la existencia, pero no hay algo en lo que la inspiración halle camino. Creo que sería una exageración falaz decir que la poesía verdadera es aquella que brota de la verdadera inspiración por lo bello, lo grande, la palabra de las musas a los privilegiados. La inspiración no hace una diferencia ontológica. Todas las artes y oficios en su origen y en su ejercicio requieren y requirieron de un inspirado que pudiera imaginarse el modo de modificar o, al menos, modelar, los materiales que la naturaleza daba, imprimirles lo que han visto en la imaginación. Y es precisamente en ese espacio de ociosidad en que nos hallamos en silencio en donde a veces, rondando recuerdos, pueden venir los afortunados encuentros con la musa. Sospecho que el acto de creación poética tiene con legitimidad el nombre de expresión porque no puede ser espontánea únicamente: las palabras no son espontáneas.

Los poetas requieren de las formas poéticas para darse licencias. El invento de los versos y las estrofas, la sonoridad del lenguaje propio no servirían de nada si el trabajo del poeta no fuera trabajar con ellas, aportarles su inteligencia, siendo guiado por ellas al mismo tiempo. Es problema interesante pensar si el ritmo y la rima nacen en el momento de la elección del poeta, pero eso no es suficiente para saber la razón por la que el lenguaje parece tener su propia sonoridad. La rima no es un invento, sino un aprovechamiento de lo potencial. Por eso requiere inspiración: las rimas más sencillas pueden estar genialmente acomodadas, los versos pueden tener apariencia de cultos sin llegar a ser un poema, porque del poema es la musicalidad sólo una parte: por ello puede haber estudio de la métrica que no necesariamente requieren del sentido completo del poema para ser entendidos.

Inspiración se necesita incluso para leer. Todo ámbito de la técnica lo requiere, e incluso de las ciencias. La evidencia de la inspiración no demuestra que lo grande se opone a lo ordinario, sino que todo acto que explica, inventa, que trata de acercar a la persona con el mundo y, por ende, con otras personas, requiere de ella para ser notable. Quizá la lectura lo muestre mejor que otra cosa. Esa región en donde las personas se encuentran a través del tiempo. Nunca hay pasividad en ella, nunca. Algo entendemos, sólo que es un viaje que se hace más largo conforme se hace espejo de nuestra vida, en tanto se hace nuestra vida. Es entendible que se juzgue al amor como un instigador universal de lo inspirado. Quizá haya ahí algo más que elementos románticos. El amor no sólo mueve a la expresión; quizá sea la inspiración una muestra de que el amor no abandona nunca la lógica. No es pasión primigenia transformada en palabra, sino amor que se da por la palabra. Se aplaude que los amantes se muestren inspirados en su expresión y su obrar porque así muestran que el bien no puede separarse del deseo, dándole universalidad a la experiencia amatoria, no individualidad. La inspiración sería, así, más que retórica de las pasiones para el placer.

Tacitus