Comparaciones

Comparamos casi tanto como nos gusta conocer gente. Pocos o casi ninguno se sienten satisfechos con lo que son. Las figuras públicas en nada ayudan a tranquilizarnos. El jugador profesional cuya vida suena guionada; el futbolista que desafía las habilidades de los programadores de videojuegos; la cantante con lujos que, de no ser por ella, no sabríamos que existen; la influencer que gana millones por lucir bonita; el hombre que tiene más dinero que la mayoría de los habitantes de un país latinoamericano. Los caminos parecen marcados. Los vemos todos los días. Parece que sólo existen esos. Lo único que podemos hacer es esforzarnos y quedarnos a la mitad. No tenemos opciones propias. El exceso de comparación nos deja sin opciones de vida creativas.

Ahí encuentro la razón por la que existen personas insatisfechas consigo mismas, pues caminan por senderos que no surgen de ellos. No sienten que su vida tenga momentos significativos, con los cuales podrían rellenar sus fatigas cotidianas, porque sus actividades no significan mucho para ellos en comparación con las gloriosas proezas de los famosos que exhiben los noticieros. Esto no es ley universal, como la primera ley de la termodinámica, conozco a un dentista que es muy feliz por haber estado trabajando a lado de su padre en su consultorio y que luego, después de un disciplinado ahorro, puso su propio consultorio donde pretende que su hijo trabaje con él. No lo dice porque esté condicionando la vocación de su progenie. Él fue feliz y quiere que su hijo sea feliz. Él ya conoce el camino; pretende allanarlo lo suficiente para que su descendencia pueda caminar con la misma facilidad con la que él lo hizo. ¿Hubiera sido feliz si desafiaba los dictados paternos?, ¿hubiera tenido el mismo apoyo de haber escogido, por ejemplo, la carrera de letras clásicas?, ¿fue libre de escoger?

¿Somos libres de escoger o es un error comparativo? Si nos equivocamos al elegir determinado camino, si al transitarlo lo encontramos lleno de piedras, atosigado por serpientes, con tantas nubes y lluvia que nos hemos olvidado del sol, es nuestra equivocación. No podemos culpar a alguien más de fracasar al perseguir un camino que nosotros mismos elegimos. ¿A quién le hubiera echado la culpa si el dentista referido hubiera fracasado?, ¿hubiera aceptado el error, asumiendo que no tenía la misma pericia de su padre, o hubiera culpado a éste por darle falsas esperanzas en un oficio que bajo ninguna atenta consideración era para él?, ¿cómo hubiera podido saber si él tenía la capacidad de ser un dentista digno de sacar una muela sin riesgo de infección para el paciente? Los dientes le dieron de comer en sus primeros años, ¿cómo iba a ser posible creer que en algún momento se lo impedirían? Se ignoraba tanto que ignoraba de lo que era capaz; más importante aún, ignoraba aquello de lo que era incapaz.

Conviene compararse y no conviene hacerlo. Conviene si se tienen claras las diferencias, si se ve uno con la misma claridad con la que cree ver al otro; se saben así las incapacidades propias, por qué sus capacidades hacen feliz a la otra persona y por qué me harían infeliz a mí. No conviene la comparación si la usamos para enlodarnos con pensamientos miserables. Bajo muy escasas circunstancias lograremos ir más lejos que las figuras públicas o las personas admiradas, pero si vamos por nuestro propio camino, por aquello que es para nosotros, nos hace felices y no provoca la infelicidad de los demás (porque no es injusto), podemos descubrir un nuevo camino. Parece que existen los que son felices sintiéndose fracasados.  

Yaddir

El diálogo en la oficina

Trabajar en una oficina es querer contradecirse. Se entroniza el diálogo, pero las voluntades particulares (los yoes trajeados) gustan de imponer sus deseos; se alaba la empatía, pero cuando se le pregunta a alguien “¿cómo estás?” sólo queremos que nos responda “bien”. Se busca el éxito personal, pero se trabaja en equipo. Se cree que algo del lugar es propio, pero el puesto es temporal. Se quiere resolver cualquier problema de manera racional (sólo con palabras y suponiendo que el otro está totalmente dispuesto a ser buen compañero).  

Pero la oficina no modifica el alma de sus oficinistas, son los oficinistas los que le dan alma a la oficina y entre sí se forman en ese tipo de persona. La naturaleza humana ya es contradictoria. Lo mismo se toma una decisión por los mejores motivos, como por los peores, buscando a veces evitar lo peor y a veces querer lo mejor, respectivamente. Pocas personas son tan congruentes como para no cambiarles constantemente de adjetivos. Decir algo general sobre las personas es casi imposible, y cuando puede decirse, resulta de poca ayuda para entenderlas. Que el amor sea una serie de químicos relacionados complejamente en el cerebro, no nos ayuda a evitar actuar como tontos, locos, inspirados o una mezcla de las tres cuando nos enamoramos. El neurólogo más sagaz no podrá evitar enamorarse de una persona a la que jamás pensó siquiera voltear a ver en una calle. Podemos desear algo hasta la locura y al momento de obtenerlo comenzar a aborrecerlo. Podemos odiar y amar a la misma persona.

Una mujer odiaba profundamente a un hombre. Él le dijo que quería verla en la noche. Ella sabía que si lo veía, perdería la calma, comenzaría a actuar como una loca. Él tenía el poder de llevarla a la locura cuando quisiera; ella podía hacer que él jamás dejara de pensar en ella. Ambos sabían que si se veían, si cometían el error de encontrarse, no sabrían de lo que serían capaces. Ninguno de los dos quería verse. Ella y él querían verse.

Es falso que las contradicciones nos definan. Pero bajo tanta aparente contradicción, solemos tomar decisiones motivados por algo misterioso, a veces le damos una explicación, en muchas ocasiones la tiene, pero en las más importantes, en las más problemáticas, la explicación es insuficiente o incompleta. No encuentro otro motivo para ello que el percatarme lo poco que nos conocemos a nosotros mismos. Ignoramos por qué odiamos tanto el trabajo de oficina y seguimos haciéndolo.

Yaddir

Idealismo realista

Pensar en el futuro nos lleva al pasado. Las decisiones que tomamos, que hubiéramos tomado, cobran más importancia. ¿Será un exceso de arrogancia o vanidad decir «no me arrepiento de nada»? Como si de alguna manera, al decirlo, estuviéramos creyendo que podemos enmendar cualquier error. Los más optimistas creerían que de los errores se aprende. Quien dice eso, al menos, se cuestiona que podría haber actuado mejor.
Las expectativas que armábamos siendo jóvenes sobre lo que haríamos en un futuro, con casi ninguna excepción, se vislumbraban sobre suelo arenoso. Qué poco conoce sus capacidades el alma juvenil. Encima se debe lidiar con montones de opiniones sobre lo que se debería hacer, aparentemente basadas sobre los talentos que supuestamente se poseen por las pruebas de campo realizadas en esos laboratorios llamados escuelas. Las propias circunstancias limitan la posibilidad de actuar. Si podemos morir simplemente por subirnos a un camión, si un capricho nos puede hacer desaparecer de un momento a otro, si la influencia familiar pesa más en la consencución de un trabajo que los conocimientos y talentos, las opciones no se achican, se minimizan.
Conocernos a nosotros y a nuestras circunstancias parecen actividades separadas si queremos fusionar expectativa con realidad, pero no pueden coexistir la una sin la otra. El Covid nos enseñó la profundidad de su nexo y la importancia de entender ambas. La infelicidad no es algo que nos pasa; ser felices no depende simplemente de nosotros y de lo que queremos.

Yaddir

El antídoto del aburrimiento

Nunca pensé escucharlo, ni tampoco decirlo: las series nos están aburriendo. Tal vez no a todos les aburran. Quizá no sea culpa de las series mismas, que poco a poco, de tanto repetirse, estén perdiendo su sabor, o la sal que les daba su sabor. Podría ser que tantos maratones nos incitan a mirarlas en automático, sin fijarnos en los detalles, sin reflexionar en algún acierto del guion (esas frases perfectas que parecen aplicarse a lo cotidiano) o impactarnos cuando una escena sea exageradamente verosímil. Posiblemente lo interesante de ver una serie es el contraste con lo cotidiano. Al cambiar lo cotidiano, las series son demasiado irreales. No pasa lo mismo con los libros porque los libros nos contrastan a nosotros con nosotros mismos.

Cada que reviso las redes sociales noto cómo nos aburrimos. La persona que se aburre no es interesante. Creo que algo así leí hace no mucho. Existen montones de actividades interesantes. No haberse interesado en ellas nos perjudica. Conversar es un bien que hemos desvalorizado por cuantificarlo. Una charla no debe ser un negocio para ser una buena charla. ¿De qué podemos presumir, mejor dicho, de qué podemos conversar ahora que estamos en cuarentena? Una de mis amistades, con la que me he entretenido mucho conversando en las últimas semanas, me maravilla describiendo detalles de su infancia y adolescencia. Gracias a esas historias entiendo por qué es como es. Maravillosamente la idea la encontró en Facebook. La mentada amistad iba a hacer lo mismo en el mismo espacio, pero se espantó al encontrarse que en las publicaciones de su amigo virtual los comentarios, con y sin tacto, lo tachaban de loco y querían canalizarlo a un psicólogo. Es más sensato ignorar a un amigo con el celular que oírlo hablar sobre su pasado.

Descubriendo nuevas actividades, me puse a leer todos los comentarios de una publicación de Facebook. Un contacto puso una imagen con una frase en su muro que decía “Cuando salgo quiero volver a casa, y cuando estoy dentro quiero salir.” Además de una infinidad de respuestas en forma de albur, en uno de los últimos comentarios (del domingo reciente) se apreciaba: “Sí sabe lo que quiere, no estar consigo mismo”.

Propósitos

En México tenemos la tradición de usar un calzón color rojo el último día del año si queremos que el siguiente esté lleno de amor o usar uno amarillo si queremos que el próximo año venga con mucho dinero. Amor y dinero como lo más preciado. Tras una larga indagación, poco precisa, pues en cuestiones de amor no se requiere la precisión, me percaté que el calzón rojo se vende más. Amar y ser amados es lo que más queremos, por encima de ser millonarios (aunque tal vez no falte algún desorbitado que diga que el dinero puede comprar hasta el amor). Tal vez suene ridículo que un calzón nos traiga la suerte en el amor, pero los defensores de esta tradición la siguen practicando porque aducen que es más ridícula la tradición de tener doce propósitos. Lo cual sonaría absurdo, pues los propósitos pueden buscarse a partir de lo que somos, creemos que estamos siendo o queremos ser. Sé que aunque delinee mis doce propósitos de tal manera que todos apunten a que aprenda a dibujar (realizar trazos una vez al día, calcar fotografías, terminar un libro de dibujo, ir a clases, perfeccionar mi caligrafía, etc.), jamás lograré hacer algo más complicado que un auto simplemente inexistente. ¿Cuántas personas no se proponen algo descabellado?, ¿viajar pese a que apenas puedan gozar de una semana de vacaciones en su casa?, ¿aprender un idioma cuando desconocen la mayor parte del suyo?, ¿aprender una técnica sin vislumbrar sus límites? Quizá los defensores de los propósitos puedan decir que no importa no haber alcanzado la perfección, sino que lo importante es intentar hacer algo que permita comenzar a mostrar habilidades que sin ese intento serían desconocidas; el que no puede costear unas vacaciones puede visitar a pie los parques de su ciudad. Además, habrá quienes sí puedan cumplir el propósito, perfeccionarlo y ser feliz porque sabe que es más de lo que creía ser. Se vive mejor teniendo, planificando y ejecutando uno o varios propósitos que vagando entre las especulaciones de la rutina. El defensor de los calzones rojos podría decir que efectivamente da alegría sentir que se hace algo por la propia vida y, tal vez, por la vida de los demás, pero que sin amor nunca se será realmente feliz. Y el amor no es algo que se pueda tomar como propósito. No se puede planear tener un amor por cada mes. Nadie puede obligar a amar a otra persona. El amor depende en buena medida de la suerte. Por eso, es menos ridículo creer en la suerte que en las propias habilidades como dadoras de felicidad. Aunque ya hay demasiados grupos enconados como para creer que dos tradiciones posiblemente complementarías se podrían oponer. Sería excesivo creer que hay que adoptar una tradición en lugar de la otra, pues ¿qué son el amor sin propósito y los propósitos sin amor?

Yaddir

Los ríos del hombre

 

Los ríos del hombre

 

Porque quizás algún día alguien nos leerá y nos rescatará del olvido. Porque quizá nuestras almas amanecerán de la noche solitaria. Porque ya no hay quien reparta el pan ni el vino, ni quien cultive hierbas en la boca del muerto. Hoy revisito a un desconocido. Buscando un artículo en viejas revistas estudiantiles de Estados Unidos, encontré un breve poema que me gustó. No tiene título. Se publicó en la primavera de 1983. El autor es John S. Carnes, quien al parecer nació en 1956. Probablemente es abogado y comenzó a ejercer tres años después de que escribió este poema. Podría vivir ahora en el condado de Chester, en Pensilvania. Va la revisitación.

 

Incómodos los silencios

—el tiempo tartamudea lento

cuando de mi amor te hablo.

No quiero ser llano o vago.

Por la espesura el deshielo

va corriendo veloz y puro:

—y nuestro amor, te lo aseguro,

es feliz por los arroyuelos.

Y si tardo tartamudeando,

es por nuestro común esfuerzo

—la necesidad de pensar.

Al final me alegra no encontrar

discurso fácil, palabra lista;

ya vendrá cuando la llame,

cuando oiga a quien me ame.

Námaste Heptákis

 

Coletilla. “La belleza que se marchita por la soberbia es vergonzosa”. Clemente de Alejandría

Recovecos

Recovecos

Aunque pudiéramos describir el mecanismo de nuestras afecciones, aunque sepamos que cada emoción tiene una explicación causal que demuestra el asiento material de toda sensación ¿qué puede abonar esa explicación al conocimiento de uno mismo? Pareciera que ese razonamiento proviene del análisis de la relación entre el hombre y lo natural. Pareciera que el término “alma” nunca cobra sentido porque no lo usamos más para referirnos a la existencia misma de lo vivo. Bajo la explicación causal de las afecciones en los influjos del exterior sobre el cuerpo, logramos el esquematismo de algo cuya experiencia no tiene nada que ver con la demostración causal. Saber que el amor tiene una química particular, por ser una emoción, me dice poco sobre la vivencia particular del deseo, tan poco como estar ciertos de que la sensación es provocada por un ente externo que me incita a contemplarlo y seguirlo. ¿Será que es verdad que la razón se haya en un estado de oscuridad en torno a la naturaleza de las cosas hasta que no se aplica metódicamente sobre lo que puede verse de uno mismo? Si siempre tengo que separar mi vivencia peculiar, estudiada por las ciencias aplicadas a las representaciones emocionales y a sus orígenes culturales, históricos y personales, de lo que el cuerpo muestra cuando es visto bajo una abstracción, ¿sólo puedo decir que sé de mí mismo lo que ambos caminos me muestran? ¿No el oráculo délfico era tomado en serio por alguien dispuesto a reconocer su propia ignorancia sobre lo que no eran cuestiones amorosas?

En el ámbito cotidiano, ¿no hay presencia de la razón, aunque no sea siempre la facultad para las claridades? Tal vez, se me dirá, es por esa razón que se desea aplicar con el máximo rigor la única facultad capaz de aclararnos algo. El éxito del cartesianismo requiere que la experiencia de todo lo natural esté mediado en la ignorancia natural por una oscuridad inherente a nuestras propias facultades. ¿Será autoconocimiento la demostración de la existencia propia (una demostración que no puede ser particular por no tener nada que ver con lo momentáneo) en la certeza del cogito? Si fuera autoconocimiento, resalta la independencia de la prueba con respecto al examen de las cosas humanas, que nos permiten a veces descubrirnos entrampados en prejuicios sobre uno mismo, en redes que uno mismo se ha puesto, en la falsedad. La razón no es necesariamente una facultad de control sobre lo que nos acaece, sino una realidad que sólo examina fielmente cuando no niega lo erótico.

La universalidad de la experiencia erótica no se agota en ninguna de sus evidencias fenoménicas. Pero, ¿es de verdad una condición universal y necesaria, inmutable? ¿Cambian radicalmente los deseos y fines del hombre como para hacer de lo erótico algo modificable o prescindible por la razón? Eros y logos se revelan como datos imprescindibles de nosotros mismos: ¿cómo podrían desaparecer? Si no desaparecen al grado de hacerse imposibles, ¿no es verdad también que a la existencia de ambos le acompaña la evidencia de la ignorancia radical en la que nos sumimos por la naturaleza de nuestras limitaciones? En la caverna, nunca sabemos que estamos viendo entre sombras y resplandores. Cuando nos descubrimos, no tenemos garantía de haber terminado. Queda el temor de ser sinceros con nosotros mismos, queda la posibilidad de pusilanimidad. Pudiéramos señalar a la naturaleza, diciendo que es propia la oscuridad de los antros de nuestro ser; pudiéramos decir que nada sucede conforme lo establecemos, pero por ahí no se llega a la felicidad del erotismo en la palabra. El defecto de erotismo es hermano de la misología.

 

Tacitus