El artificio de la integridad

El artificio de la integridad

 

Siete cuentos morales es una obra maestra. El segundo capítulo se intitula “Una historia”; así de impreciso, así de indeterminado. Una primera lectura no disminuye la imprecisión; la aumenta. La historia parece carente de inicio y fin, ni siquiera puede reconocerse un “nudo”. Cuando mucho parece que casi se acerca a un problema moral. O mejor dicho, “Una historia” nos presenta la latencia de un problema moral en el discurso interno de la protagonista. Ella es un ama de casa, con siete o diez años de casada, que engaña a su marido una o dos veces por semana y que se complace en la perfección de su situación: puede ser feliz teniendo un matrimonio, viviendo una aventura y no sintiendo culpa. No, ella no es una mujer liberada del estigma patriarcal. No, ella no vilipendia el matrimonio y su lugar eminente en el desarrollo personal. No, ella ni siquiera buscó el amorío en un arrebato de deseo o en el incendio de una pasión. Ella ve todo muy claramente: tiene un amante y un matrimonio, dos hombres que la desean y ella está dispuesta a que el amorío sobreviva lo posible y que el matrimonio se conserve hasta que la muerte los separe. La claridad dispensa la culpa.

         ¿Quién podría culparla? Evidentemente el lector, quien sin duda querría una historia completa. Evidentemente, también, al inculparla llevaríamos la historia más allá de la presentación del autor, supondríamos conocer a la acusada mejor de lo que historia nos permite conocerla, resolveríamos la vacilación de lo escrito. La claridad nos engañaría… quizá sin que el lector sienta culpa.

         Coetzee, empero, no deja al lector en el desamparo. El relato “Una historia” está tejido finamente con el cuento “La consumación del amor” de Robert Musil. Miremos el tejido. Una semejanza importante: en ambas historias la infidelidad parece beneficiar al matrimonio. Una diferencia central: la mujer de Musil experimenta estéticamente su entorno, pues posee una sensibilidad privilegiada; la mujer de Coetzee está ensimismada, que nada vea en el mundo le permite suponer que el mundo no la verá a ella. El amor como experiencia estética y el amor como ensimismamiento es la diferencia desde la que podemos pensar “Una historia”. La mujer de Musil, quizá sin culpa, se sabe vejada, sabe de la perversión de su gusto. La mujer de Coetzee, inmune a la culpa, carece de imaginación para el amor. Musil crea un personaje en que es posible el arrepentimiento; Coetzee crea un personaje que ha inventado la integridad.

         El cuento de Robert Musil es rico en sonidos y experiencias sonoras, por lo que cualquier transgresión rompe claramente el equilibrio armónico. Nunca presenta Musil la transgresión amorosa; el lector la adivina al escuchar la respiración agitada. El cuento de John Maxwell Coetzee, en contraste, sólo deja escuchar una voz y por la voz de la protagonista nos llega casi toda la historia. Al inicio del cuento, la voz de la protagonista impide escuchar el sonido del agua, su voz lo inunda todo; el lector reconoce en el soliloquio ensimismado la urgencia de controlarlo todo. La fragilidad del personaje musiliano exhibe la perversión del personaje coetzeano. En “Una historia”, la moral es refugio de los hombres perversos.

         El párrafo central del cuento de Coetzee es el único momento creativo de la protagonista. Ella imagina que si su amante fuese un pintor, ella posaría gustosa para propiciar un cuadro intitulado “Desnudo con máscara”. Ella, se dice a sí misma, no es una inmoral que por todos lados se jactaría de su aventura. Ella, se convence, es una mujer íntegra que protegerá su moral con la claridad de su pensamiento. Con toda claridad, separará su matrimonio y su amorío, su persona de su familia, su cuerpo de su amor… La integridad, piensa ella, es el principio moral por el que aquilatamos el placer. Coetzee consigue exhibir el modo en que la integridad se nos vuelve máscara.

         “Una historia” es el capítulo de Siete cuentos morales que debe leer el hombre experto en engañarse a sí mismo. En “Una historia”, los expertos del autoengaño reconocerán por qué a la negación de sí mismos oponen tanta moralidad. Esos hombres que ―a sabiendas de que se mienten a sí mismos― atesoran sus ratos de honestidad pública presumiendo su moralidad al aceptar que “no deberían ser así”, podrían reconocer ―al menos― que junto al amor quizá también han perdido la posibilidad del arrepentimiento.

Námaste Heptákis

 

Coletilla. Una vez más la guerrilla intelectual intenta enlodar el prestigio del poeta. Ángel Gilberto Adame aclara: Octavio Paz inició en 1967 su trámite de jubilación, por lo que su renuncia en 1968 fue verdadera. Claro, la propaganda seguirá diciendo que nuestro poeta mintió.

La aparente comunidad aparentemente azul

Que lo que aparece en Facebook es lo que queremos que aparezca, eso nadie lo niega, pero la apariencia no se concretiza totalmente, es decir, el deseo de querer vernos de determinada manera sólo se queda en eso, en algo tan difuso, pero presente, como un deseo. La apariencia parece presentarse, pero también parece inexistente. Las fotos que nos tomamos son fruto de la decisión de un solo momento; no enmarcamos los momentos vitales, los más importantes, sólo los que así nos parecen o queremos que así sean. Las fotos nos fuerzan una sonrisa o una actitud, en muchas ocasiones; Facebook nos fuerza a mentirnos.

Pero más que mentirnos en la cantidad de amigos que tenemos, o en la cantidad de momentos importantes que debemos fungir, Facebook nos ayuda a mentirnos en nuestras ideas. Nos pregunta ¿qué estás pensando? Y, si nos encontramos en un momento de mediana lucidez, respondemos con alguna flor de nuestra reflexión. Pero la mayor parte de las veces expulsamos palabras con algún sentido aparente. ¿El sentido es para nosotros, para los demás, para la imagen de nosotros? ¿Con qué finalidad presentamos un comentario del que no sabemos quién lo leerá, qué tanta atención le pondrá, cómo lo entenderá? ¿Podremos encontrar comprensión en un ambiente tan caótico y ficticio como Facebook? Facebook nos ayuda a mentirnos que pensamos, que alguien nos comprenderá como queremos ser comprendidos.

Compartir una reflexión va más allá de expulsarla, uno debe pensar qué busca al escribirla, para quién va a ser dicha. Como las redes sociales no fueron pensadas para compartir ideas, sino para rellenar los perfiles de likes y comentarios, pues finalmente eso es un negocio, no conviene desperdiciar una posible reflexión en ellas; en la misma red hay espacios más adecuados. No debemos engañarnos con algo tan importante como nuestras ideas, pues, finalmente, muestras ideas siempre tendrán algún impacto en los lectores. Debemos tomar tan enserio nuestras ideas, como a las personas a las que se las queremos dirigir.

Yaddir

Buscando razones

¿Cuántos no nos hemos molestado porque alguien descargue sus enojos pretéritos en nosotros?; ¿cuántos hemos intentado entender la procedencia de la confusa pasión? Resulta sumamente fácil molestarse y tachar de irracional a quien nos trata con agrio desplante; difícil es percatarse de que nosotros estamos molestándonos irracionalmente. Fácil también ha sido decir que nunca se podrá conocer el núcleo, la causa, la razón de una pasión; tan fácil como enojarse por el pésimo transporte público de una ciudad populosa ha sido aceptar que la pasión tiene una procedencia incontrolable. Vemos a un hombre enamorado y le cancelamos toda posibilidad de pensamiento. Pero los enamorados piensan, pueden entender su estado y pueden agradecer a la vida a partir de ellos mismos. Un gruñón puede descubrir qué situaciones motivan constantemente su enojo. Se sabe que iniciar un pleito causará una molestia palpitante, duradera, peor que la temporada de lluvias. Sabemos que hay planes que conducirán a situaciones desastrosas: vemos el cielo nublado y dudamos si conviene o no navegar. El hombre tiene la capacidad de dudar cuando sabe que uno de sus proyectos se romperá o que una de sus acciones no será buena. El hombre también puede vislumbrar por qué está planeando o proyectando algo en específico. El hombre puede darse cuenta por qué quiere algo y por qué le repele otra cosa. ¿Puede equivocarse cuando se da razones sobre sus pasiones? Es decir, ¿puede estarse diciendo que su enojo se debe a una causa totalmente ajena y sin relación a su estado actual? Me parece que eso es lo más fácil y más común. Semejantemente decimos que nuestros miedos se originan en recuerdos falsos, pisoteados por la edición de nuestra mala memoria. ¿Es un error humano o una acción voluntaria el recordar mal o el presentar causas falsas ante el jurado de nuestra consciencia?, ¿nos sentimos mejor con las razones parciales?, ¿la ropa prestada nos sienta mejor que la adquirida por nosotros mismos?  Cotidiano y corriente es engañar a nuestro ineludible juez; algunos se jactan de haberle ganado y ríen sin gracia. No vemos lo que somos, sino lo que creemos que queremos ser. Es de lo más fácil dar razones cómodas y falsas para un asunto tan complicado e intrincado como nuestras pasiones.

Yaddir

Comprando almas

¿Cualquier cosa puede ser comprada con dinero? Es una pregunta casi inútil, con respuesta fácil, como cualquier pregunta. Pero una rápida y popular respuesta no satisface el cuestionamiento meditado; es más: tal contestación aleja totalmente de la pregunta. La respuesta es tan obvia, que casi me dan ganas de no decirla, por ser una verdad universalmente aceptada. Sin embargo, anteriormente he defendido que debemos entendernos bien, así que respondo: sí, cualquier cosa puede ser comprada. El problema deviene cuando damos por pensar que cualquier trabajo humano es una cosa, que actividades como la docencia o el ejercer la justicia son cosas cuantificables con facilidad. Pasando a otros ejemplos menos complejos: ¿la prostitución es una actividad con cantidades determinadas con precisión?, ¿cómo se cuantifica lo que vale la intimidad de una persona? Quizá pueda responderse con muchísima facilidad (mucha más de la que fue necesaria para contestar la primera pregunta): dependiendo de la demanda. Aceptando la respuesta anterior se acepta que una persona es un producto, una mercancía, con una calidad medida principalmente por los parámetros de la satisfacción del cliente. No quiero decir que todo trabajo sea injusto, ni que todo trabajo nos cosifique, tan sólo pretendo enfatizar lo complejo de ponerle precio a una actividad donde la persona ofrece su intimidad.

Si pensamos en que el oficio más viejo del mundo se hace de acuerdo a la voluntad de la persona oficiante, nos adentramos en más problemas y estamos aceptando que el dinero convence de todo. Con respecto a lo primero, ya no vemos un problema, más bien se trata de una condición y el motivo por el cual se tomó el oficio (la rápida remuneración económica) es sólo un pretexto para ocultar dicha condición. Pero se olvida escarbar para entender de dónde surge tal condición; nos quedamos en medio de la incertidumbre. Con respecto a lo segundo, ¿el dinero convence de todo y del todo? Es decir, ¿quien paga está apropiándose del asentimiento, sin resquicios de remordimientos, de la persona remunerada?

Del lado de la persona que considera que con su dinero puede comprar voluntades empaquetadas, su poder no radica en la cantidad de sus cuentas bancarias, parecería ser que se encuentra en saber usar una verdad universalmente aceptada: el dinero compra a las personas. Sin embargo, ¿podrá pagar el precio de comprar voluntades volátiles en un mercado donde se convence con unas cuantas monedas?

Yaddir

¿Será verdad?

El hombre es un ser que habla, y cuando habla puede decir la verdad o puede mentir. Cuando miente afirma lo que no es en lugar de decir lo que es para engañar a otro o para engañarse a sí mismo, y consigue esto debido a la ignorancia del engañado. Sin embargo, la mentira no es algo tan simple como para que quede definida con el hecho de afirmar que ésta es el resultado de la acción de mentir, acción que consiste en decir o manifestar lo contrario de lo que se sabe, se cree o se piensa[1]. Exploremos con más cuidado qué es mentir y junto con ello la posibilidad del autoengaño como una instancia de la mentira.

Mentir, en tanto que actividad propiamente humana es algo muy complejo, pues en primera instancia supone la capacidad de hablar y de imaginar lo que no es aquello sobre lo que se habla, yo no puedo decir que en este momento estoy durmiendo si no puedo imaginar esa posibilidad, y no puedo imaginar tal si no puedo unir idealmente cosas que realmente existen, aún cuando éstas existan separadamente en la naturaleza. Conforme a esto colegimos que mentir consiste en ver aquello sobre lo que se ha de afirmar algo, imaginar lo que ese algo no es y predicar lo que no es sobre lo que es con la finalidad de engañar a quien pretende saber mediante nuestro discurso qué y cómo es aquello sobre lo que hablamos.

Hay algo más que podemos ver en lo que supone el acto de mentir, y esto es que la mentira sólo se puede hacer presente en el diálogo, ya sea con otro o conmigo misma pensada como otro, es decir cuando dialogo con el alma, de modo que se hace evidente que para que haya tal cosa como la mentira hacen falta al menos dos sujetos: uno que mienta y otro que le crea al mentiroso.

Por tanto, si pretendemos ver con mayor claridad en qué consiste eso a lo que llamamos mentira, necesitamos analizar el mentir atendiendo a lo que hace cada uno de los sujetos que intervienen en este acto, veamos pues primero lo que corresponde al mentiroso y pasemos después al examen de lo que se refiere al engañado.

Para que el mentiroso mienta, necesita conocer, aunque sea medianamente hablando, aquello sobre lo que va mentir, además necesita de la imaginación para decir coherentemente aquello que no es de lo que es de otra manera; pero antes de usar a su imaginación para engañar a alguien, necesita querer engañar a ese alguien, querer inducirlo al error, y ese querer implica que el mentir es un acto voluntario, aún cuando la voluntad no se aprecie claramente en el caso del autoengaño; cuando no está presente la voluntad no cebe hablar de mentira, pues aquello que se afirma es más bien el resultado del error, porque quien afirma no sabe que lo afirmado no es verdad, y de hecho está plenamente persuadido de la veracidad de lo que dice. El hombre decide mentir porque espera obtener algo bueno con lo que hace, y espera que eso ocurra confiando en la ignorancia de aquel al que miente, ignorancia que en este caso se limita al asunto sobre el cual el mentiroso miente.

Como la ignorancia del engañado es necesaria para que la acción del mentiroso resulte, podemos ver que la mentira está limitada a presentarse sólo en los ámbitos de la vida cotidiana en los cuales no hay certeza por parte del posible engañado, si el engañado carece del conocimiento que supone una ciencia, el mentiroso puede llevar a cabo su actividad, de igual manera pasa con el relato de aquellos hechos en los que el engañado no estuvo presente, pero si el posible engañado conoce aquello sobre lo que se le pretende mentir, la mentira es descubierta y no cumple con su finalidad, inducir al error y proporcionar algo bueno al mentiroso.

El hecho de que la finalidad de la mentira sólo se pueda cumplir si el posible engañado es ignorante respecto a lo que el mentiroso habla, nos lleva a examinar lo que ocurre con éste, pues del posible engañado dependen los límites en los cuales una mentira puede o no cumplir con su finalidad.

El elemento más importante que se ha de presentar en el posible engañado es la ignorancia respecto a lo que dialoga con el mentiroso, de modo que un mentiroso no puede mentir sobre aquello respecto a lo que hay certeza, por ejemplo, un mentiroso, por muy buen mentiroso que sea, no puede convencerme como para que pretenda salir de mi casa atravesando las paredes, así como no puede engañarme cuando afirma que lo que siento después de no probar bocado durante mucho tiempo no sea hambre.

No obstante, el posible engañado vive en un amplio campo de acción para el mentiroso, pues los actos humanos no se limitan a la inmediatez que supone la vida de los animales que sólo se alimentan o que limitan su campo de acción al reino de las sensaciones. De esto podemos colegir que el posible engañado necesariamente ha de ser un ser que piensa, pues la mentira se presenta con mayor claridad en las el inconstante terreno de la opinión, y la opinión normalmente se presenta en el territorio de la acción ética o en el campo perteneciente a la vida política, por ejemplo, es más fácil que un mentiroso me engañe sobre lo justo o injusto que ha sido un acto, o sobre la conveniencia de votar o no.

Como para mentir hacen falta al menos dos sujetos, uno que mienta y otro que le crea, y estos se han de caracterizar porque uno conoce aquello sobre lo que decide mentir y el otro no, tal parecería que el autoengaño es un imposible. Sin embargo, afirmar tal cosa implica quedarnos en este punto de la investigación sobre la mentira, lo cual sería bastante perjudicial si lo que pretendemos es ver en qué consiste realmente el acto de mentir.

Negar la posibilidad del autoengaño implica que podemos distinguir de manera clara y distinta a lo verdadero de lo falso, distinción que efectivamente se da con esas características en el ámbito de la necesidad, donde es evidente que si se presenta A, entonces necesariamente se ha de dar B, y a la inversa, que si presenta B es porque A ya se ha manifestado. Esperar en el ámbito de la opinión esa clase de necesidad es quizá pecar de ingenuo, porque la necesidad causal supone la cancelación de la opinión como aquello que se presenta en las movedizas arenas de la vida humana, donde la experiencia bien puede indicarnos algo y la interpretación que hacemos sobre dicha experiencia nos puede guiar hacia el lado contrario.

Aún pensando en esto, cabe la posibilidad de pensar que el autoengaño no es tal, que éste es más bien un error mal-nombrado, para distinguir al autoengaño del error, considero conveniente tener en mente que el error parece presentarse porque aquel que se equivoca no ha sido capaz de ver con claridad aquello sobre lo que afirma algo, de modo que está plenamente persuadido de la veracidad de lo que afirma, a pesar de que aquello que afirma no necesariamente le reporta algo bueno, el autoengaño se parece al error en lo primero, se presenta donde no hay claridad y distinción porque no hay necesidad, pero se distingue de éste porque aquel que se autoengaña sí pretende obtener algo bueno mediante la interpretación que hace sobre los actos que juzga.

Tomando en cuenta lo anterior, el autoengaño es el resultado de la elección que hace el engañado al creer en lo que le muestra su experiencia o a creer en la interpretación de aquello que ha experimentado, y no me refiero a las experiencias sensibles como frío o calor, más bien estoy pensando en aquello que ha experimentado el engañado cuando se relaciona con los otros. Así pues, el autoengaño sólo es posible cuando se piensa en los actos humanos que vemos cotidianamente, pues éstos no son el resultado de movimientos maquinales que podamos interpretar mediante las rígidas reglas de la lógica, estos no son movimientos necesarios, más bien son movimientos que nos sumergen como posibles engañados en la incertidumbre, pues parece que sobre estos sólo podemos emitir opiniones.

Lo anterior nos muestra que donde hay necesidad no puede ocurrir la mentira, a menos que el engañado desconozca lo que se sigue necesariamente de un movimiento en la naturaleza, y a la inversa, donde es posible la mentira no hay lugar para la necesidad, es decir, que la comprensión mecanicista sobre aquello respecto a lo que se miente no logra abarcar del todo a lo que pretende encerrar, pues siempre se le escapa lo que ocurre y es hasta común en la vida cotidiana, tal y como ocurre con el autoengaño.

Tomando en cuenta lo dicho hasta aquí sólo resta señalar dos cosas, en primer lugar que la mentira, o mejor dicho la posibilidad de mentir es una evidencia que muestra que el hombre no puede ser una máquina perfecta, pues su actuar no se da por necesidad, sino debido a la voluntad del mismo para hacer ciertas cosas. El hombre decide mentir porque espera obtener algo bueno con ello, aun en el autoengaño el hombre elige, si bien no elige ser engañado, sí decide a qué hacer caso, a lo que le muestra su experiencia o a la interpretación que hace sobre los actos propios y los de los demás.

Sobre la evidencia que muestra la posibilidad de mentir hay que tener cuidado, en especial porque podemos pensar que mentir, por ser un acto meramente humano humaniza más al mentiroso, pues eso supondría erróneamente que es necesario actualizar la posibilidad de mentir para que el hombre sea, lo cual implica olvidar que el hombre es anterior a la mentira o a la afirmación verdadera.

En segunda instancia quiero señalar un problema que supone la comprensión de la imaginación como condición de posibilidad para que se dé la mentira, pues a partir de ésta podemos llegar a suponer que todo lo que proviene de la imaginación, es mentira, lo cual implicaría que la poesía como posibilitada también por la imaginación es una actividad mentirosa.

Este problema comienza a solucionarse cuando pensamos en que mentir supone el deseo de engañar a aquel con el que estamos dialogando, y no es del todo claro que el poeta pretenda engañar con su creación al espectador de su obra, al menos no resulta del todo claro que el poeta busque obtener algo con su creación, o que siempre obtenga algo bueno a partir de lo que dice, estoy pensando en el caso de Arquíloco, quien obtuvo la horca gracias a lo que dice poéticamente. Sin embargo, el caso del poeta como un sabio mentiroso, rebasa por mucho los límites que supone este escrito, pues la finalidad del mismo es ver en qué consiste aquella compleja actividad a la que llamamos mentir, visión que no necesariamente nos permite reconocer al mentiroso, pues para hacer eso necesitamos ver no sólo aquello sobre lo que habla el supuesto mentiroso, sino también la finalidad con la que dice lo que afirma.

Maigoalida de la Luz Gómez Torres.


[1] En este sentido, la definición de mentir que aparece en la entrada de diccionario “mentir” en el DRAE, si bien es de ayuda para saber en qué consiste esta actividad no alcanza a dibujarla por completo.