Progreso y olvido

Progreso y olvido

La expectativa del tiempo se convierte en una idolatría. El progreso es alérgico a la mención de lo eterno. La crueldad del progreso, señaló Gabriel Zaid, es la falta real de consuelo por la mitología que lo envuelve. Su paraíso se queda en promesa que habrá siempre de cumplirse en la tierra, pero en un momento que nunca se vive por nosotros mismos. ¿Será la fe un modo de vivir que se alienta principalmente de una espera de futuro más adecuado? No es el futuro lo que se espera, como no es el pasado y la autoridad tradicional la fuente genuina de la verdad. ¿Qué es desperdiciar el tiempo para la fe del progreso? La respuesta no es tan oscura. ¿No será el mayor dolor del tiempo perdido parecido al descubrimiento del arrepentimiento? Hoy sólo nombramos con esa palabra a los que nos lamentamos de no haber hecho. No hay pecado en el dolor por lo perdido, no obstante. El pagano sensato que no piensa en el arrepentimiento no es el nihilista que no se da cuenta de su frivolidad. Le es posible conocerse. ¿No tiene fe el pagano sensato? ¿Sería la fe del filósofo? Falso: la sensatez no requiere de filosofía. El rasgo distintivo del filósofo es su locura; no la insensatez, la locura. ¿No la fe que uno comparte con los hombres es determinante en nuestra apreciación de la locura? Sócrates veía locura en la ausencia de autoconocimiento, algo para lo que también puede perderse tiempo, o para lo cual el tiempo resulta irrelevante. Si el autoconocimiento no es vocación encontrada fácilmente, ¿qué fe subsiste a la destrucción?

 

Tacitus

La visibilidad moral

La visibilidad moral

La moral se ha vuelto, o la hemos vuelto, cuestión instrumental. ¿No puede todavía ser pregunta? Se ha determinado que el conflicto consiste en los valores adecuados. Pero, en esta dimensión, lo moral no se manifiesta como problema, sino como medio. La dimensión de la moralidad es eminentemente práctica, no obstante. A la visión instrumental de la moral corresponde un pragmatismo que no es cuestionado. Por alguna razón, creemos que la práctica es aquello que nos exige la premura, aquello que se enfrenta mediante actos definitivos. No obstante, ¿en dónde está el conocimiento moral, si sólo se trata de actuar desesperadamente, pues parece ser ese el término cuando no hay manera de “definir” algo? ¿Cómo podría experimentarse el propio desconcierto ante la posibilidad de dar razón de lo que enfrentamos en la práctica misma? Si dar razón fuese imposible, ¿de dónde sacamos el entusiasmo por las medidas desesperadas? Dar razón de lo que nos ocurre es aquello en lo que el entusiasmo podría basarse, pero en ello no tiene lugar la premura.

¿Qué puede alumbrar la moral? Podríamos responder diciendo que siempre permanecen limitaciones tanto ante las decisiones personales como ante las políticas, ante las cuales se vuelve prácticamente inalcanzable la razón más clara. Pero eso mismo se presentaría como una razón clara ante la limitación en la experiencia de nuestra vida. La experiencia por sí misma no enseñaría nada si no hubiera, en el ámbito moral, nada por aprender. La limitación de nuestra visión sería sólo un invento si no remitiera a la experiencia misma. La limitación no es ante la visión multitudinaria de las posibilidades en toda su claridad; no es imposibilidad lógica,  pues lenguaje siempre puede haber sobre la situación propia. La limitación no está tanto en la facultad natural como en la relación con el reconocimiento de lo bueno que se hace posible por la naturaleza misma de la práctica, ante la cual cobra sentido el término experiencia, como aquello que reside en el haber logrado vislumbrar lo que uno mismo ha hecho frente a la situación práctica. ¿Cómo es que hablamos de problemas morales, sin haber experimentado la incertidumbre, la oscuridad y la claridad de lo que nos complace y nos mueve? Sospecho que el bien es algo cuya presencia no puede negarse sólo por haberse equivocado moralmente.

El conocimiento de las cosas humanas no puede excluir la mirada dirigida a uno mismo. En ese sentido, quizá el conocimiento de lo que llamamos nuestro beneficio personal esté siempre en relación con el conocimiento del beneficio como tal. Beneficio es un término retóricamente moralizado cuando la retórica misma no es conocimiento de la persuasión en lo conveniente, sino poder incendiario frente a las emociones inmediatas, capacidad de irritación sin sentido de la verdad. Nos descubrimos entrenados en los pretextos y en las razones prontas cuando vemos que no dan en realidad razón de nosotros mismos, sino que evaden la posibilidad de preguntarnos por lo bueno. Concluir que lo bueno es sólo idealismo irrealizable, es no comprender adecuadamente los problemas morales, es prejuzgar la experiencia práctica y desconocerse. Si en realidad estuviéramos convencidos de la imposibilidad radical para conocer lo bueno, ¿de dónde sale el entusiasmo por la premura, por las imágenes exaltadas del valor, por el prejuicio no analizado de que el poder es esencialmente salvífico? Buen desempeño práctico llamamos a la medida desesperada en tiempos desesperados. Pero la práctica nunca es así de abstracta, como sabemos por los problemas morales, que le revelan a uno, en parte, el desconocimiento y el conflicto de su propia naturaleza.

La razón es facultad de lo natural para descubrirse en su naturaleza. ¿Cómo valdría hablar de “naturaleza” si es un término que parece evocar algo ya conocido? El término no alumbra un esquema de la conducta, sino una innegable evidencia de la existencia misma de lo que nos permite percibirnos y vernos preguntando y creyendo. La habilidad de reconocernos desconocidos para nosotros mismos está en que sólo así es posible la pregunta más radical. ¿Qué habría por saber sin pregunta alguna? ¿Qué podría preguntarse en total oscuridad o en total claridad? La mejor vida no se revela, así, como un objeto que sólo se vuelva visible por el acto racional, sino como algo que permite, en su cercana distancia, contemplarnos. La mejor vida no es algo alcanzable por un solo acto, como podría figurarse románticamente, así como el autoconocimiento sería sólo un cuento si el resultado de toda indagación fuese inútil frente a la necesidad de los actos exigidos, si por la indagación no pudiera verse que la necesidad que otros creen como apremiante no pudiera ser también una desesperada hipocresía. ¿No será que siempre nos seduce el pragmatismo porque implica un desconocimiento de nosotros mismos?

 

Tacitus

La renovación mortal

La renovación mortal

Sócrates murió en su ancianidad. Hay quienes defienden que la renuencia a huir de su sentencia está plenamente relacionada con la evidente plenitud de su vida dedicada a la autognosis. Pero la inferencia es demasiado rápida y, por ende, poco cuidadosa: hay una gran distancia entre el conocimiento de sí mismo y el desarrollo de la experiencia, natural con el paso de los años. El conocimiento de sí mismo no obtiene por el paso de los años, a menos que pensemos que esa conexión entre las preguntas que nadie se hace y su último fondo en el problema de la naturaleza humana y su relación con lo inteligible (en tanto que el hombre es el único ente que se descubre pensándose), sea alimentada por el reconocimiento de los límites que nos impone la experimentación. ¿Cómo notaría que algo es un límite sólo a partir de la repetición? En todo caso, sería visible que su edad no es suficiente argumento para comprender el problema de su muerte, que por otro lado tampoco se agota en el argumento ilustrado a favor de la iluminación natural de la razón.

Quizás el lado más público del conocimiento de sí mismo sea la heterodoxia, palabra que siempre requiere de un contexto general de opiniones. Si los sofistas hubieran sido demasiado ortodoxos en un sentido de la palabra, su éxito no podría explicarse; Esparta no podía distinguir ni aceptar a ninguno de los dos: la palabra estaba claramente limitada por la educación militar. La supuesta heterodoxia de Sócrates parece apuntar a que la investigación sobre lo que uno es no puede saciarse con las normas morales y las opiniones que ordenan el todo común de las ciudades. Pero, a fin de cuentas, esta presentación es demasiado accidental: lo importante es la autognosis, no la censura o crítica de las opiniones ajenas. ¿O son correlativas a tal punto que, por la necesidad que el autoconocimiento tiene de la palabra, y a pesar de ser una empresa fundamentalmente solitaria, no pueden separarse frívolamente? En ese caso, tal vez la sabiduría a la que tiende el autoconocimiento no se limite simplemente a la rememoración de lo experimentado en la transgresión de los límites naturales, sino a aquello que queda siempre relegado por la satisfacción moral. Más que discursos moralizantes o críticas a la moralidad común, el autoconocimiento supone que lo temporal de la moral siempre queda corto ante el único rasgo que no se sacia jamás por un límite definido. Cuando hablamos de la pureza del Espíritu, olvidamos que la práctica de muerte es una imagen de Eros.

¿Puede juzgarse públicamente lo erótico? Las respuestas que parecen inmorales para los conservadores no dejan de ser morales. Puede decirse que no en ese caso, pensando siempre en el papel sentimental y sexual de lo erótico, arraigados profundamente en las oscuridades del alma. La perfección artificial de la polis ideal de la República se debía a la posibilidad del comunismo absoluto por la ausencia de secretos en el fuero interno: el alma era transparente porque todos deseaban lo mismo. La injusticia no existía porque no había nada deseado en mayor o menor medida. ¿Cómo entender ese argumento cuando proviene de un hombre erótico? Si la sabiduría es lo único que se persigue en el autoconocimiento, quizás la muerte de Sócrates sea más una lección sobre el verdadero límite. Con ello no se indica sólo la preminencia de la polis, que no podía ser, como producto humano, imperecedera, a diferencia de lo sabio. Quién sabe si el alma podría dar un vistazo a lo bello si no fuera por la exactitud imaginativa de la palabra que busca llevarla a conocerse.

Tacitus

Digresión del espejo

Digresión del espejo

¿A qué doctrina recurre uno para reconocer sus falsedades? ¿Cómo comprender que la historia de las doctrinas es irrelevante? Doctrinas morales ha habido muchas: puede creerse que todo se resuelve logrando argumentar a favor de una por medios personales. Pero lo importante de lo moral es la comprensión de nuestros actos. Y la comprensión no se agota teniendo claros los medios y fines. Eso sólo es facultad de planear, no comprensión de uno mismo. Incluso la palabra doctrina ha perdido sabor bajo la especialización. Al pensar que la doctrina es un conjunto de enunciados y proposiciones que se coordinan para señalar un punto de vista, el problema se ha evadido. Para que haya doctrina tiene que haber algo por saber, algo enseñable, para lo cual no es necesario que todos estén facultados para conocerlo todo. La tecnocracia requiere adornar con datos y evidencias el altar del vacío: cree que lo importante para las audiencias y la educación es la información clara. ¿Ese tropiezo invalida la educación moral?

Afrontar la dificultad de educarse requiere de reflexión sobre la hermenéutica en general. Dado que somos entes de palabras, no puede esperarse que la interpretación se limite a la comprensión de libros. Leer sería imposible si a cada momento tuviésemos que parar para reconocer si acaso las grafías encarnan átomos unidos al azar. La lectura es sabrosa cuando sabe a algo que se vive. El problema de vivir, una vez visto bajo la luz adecuada, es el conocimiento de sí. Dicho así, pareciera que el que escribe ha adquirido la omnisciencia de su propia disposición y naturaleza. Acaso sea ya demasiado afirmar que el autoconocimiento es un problema visible desde cualquier lado que se le mire: es difícil no creer que la palabra apunta sólo a un escrutinio de sí, a un análisis de sus propios afectos y aversiones, a una definición dramática de la personalidad propia. ¿Un encuentro con los humores y la anatomía clásica? Hacer taxonomía de la pasión es imposible sin palabra e imaginación: para reconocerse en las elucubraciones propias no hace falta serenidad impersonal, sino ansia de descubrirse, de enunciar lo que pueda decirse verdaderamente. Quizá sin ese ímpetu pocas cosas puedan en verdad ser decepcionantes en cuanto a nosotros mismos se refiere: sólo veremos mediocridad por huir al éxito, vaguedad en el discurso, apoltronamiento.

Pero esta digresión no puede olvidar aquello de la interpretación. ¿Qué hay más dramático y difícil que las palabras cuidadosas? ¿Qué mayor atención que la presentación pública de algo problemático? La pregunta no puede ser confundida con la afirmación de que todo problema puede ser público, ni de que todo lo que se presente como problemático de manera pública tenga que serlo. La moral no es problemática sólo por lo que se deja ver en público; todo lo moral sería imposible si, a fin de cuentas, cualquier modo de ser fuera deseable. Vemos que a veces lo público es impenetrable, pero eso no implica que nosotros mismos dejemos de ser entes públicos. Aunque otros no vean justamente lo que somos, ¿qué haremos con nuestra propia mirada cuando busca orientación? Tal vez por eso las “doctrinas” nos emocionan tanto: encubren una pérdida recóndita de uno mismo.

 

Tacitus

En el desierto

En el desierto

Se dice que el cristianismo católico conoce mejor que cualquier doctrina la naturaleza humana, y que a partir de ese conocimiento se irguió triunfalmente. Este es parte del argumento para entender el cristianismo bajo el progreso moderno. Es una derivación de la interpretación meramente política de él; el lugar de los cristianos en la historia como congregación política con base retórica, la conformación del cristianismo como doctrina útil en el sentido actual, que requiere de la teoría a partir de las exigencias evidentes de la práctica. Del conflicto teológico reducido, surge el problema de preguntarnos por los actos cristianos con el nihilismo rondando en nuestras consciencias. La visita papal ha puesto en conflicto todas nuestras convicciones modernas, y la dificultad sutil de que ellas sean en verdad cristianas todavía.

El fantasma del progreso parece ser más notorio en países “apocados” como el nuestro, pero esa apariencia no debe engañarnos. La tragedia a que da lugar, así como las mentiras que los sostienen, permanecen en cualquiera que esté dispuesto a abrazar sus principios. Las virtudes cristianas nos parecen dignas de mirarse, pero nos quedamos atónitos en cuanto lo que ellas exigen. Confundimos fe con mera devoción interna, esperanza con ánimos para el futuro y caridad con obligación o amor fatuo. Las muestras sinceras de esas virtudes atacan fuerte y sutilmente nuestras teorías sobre el sentimiento moral, que es lo que comúnmente aceptamos como regla ética.

Con tristeza y conmoción acudimos al llamado por olvidar la exclusión y traspasar la barrera de la distancia, pero vemos difícil el superarla de verdad. Repetimos confiados que el futuro es de la gente joven, pero argumentamos falta de recursos. Afirmamos que somos conscientes de las tentaciones, pero las disolvemos en la historia, o nos importa poco aceptar lo que hemos hecho mal, buscando “sugerencias positivas”. Las virtudes cristianas no parten ni del sentimiento moral, ni de la construcción dogmática del catecismo. Los oídos y espíritu que ellas requieren se explican a partir del cambio que Cristo mismo hizo a la noción de “historia”.

No es que a partir de él haya un hito de la historia humana, es que la historia, a partir de él, dejó de explicarse sólo con el término de “humana” (lo cual no quiere decir que hizo de todos dioses). El cristianismo no acepta los historicismos modernos, hijos del progreso, por el complejo hecho de que después de la encarnación no hay nada más grande por cumplirse, en el sentido moderno de “cumplirse”. La esperanza, en esa idea, contrario a lo que podríamos creer, se llena de sentido, y no desfallece. Se mantiene uno en la esperanza, a sabiendas de dicho suceso, porque se sabe salvado. Hay razón para ella porque lo venidero puede ser dirigido al gran bien que nos fue legado, como fin de la Revelación. No es progreso material, es la dirección que el amor permite con su luz, participación en la felicidad y consolación del prójimo, bajo la Buena Nueva. Por eso el Papa pide renegar y evitar decir: “nada podemos hacer ya”, frase cincelada en la entrada a las ruinas del nihilismo, en donde todo se explica a partir de la verdad efectiva.

Las tentaciones están íntimamente ligadas con el autoconocimiento cristiano. Ese examen de consciencia que es el inicio del conocimiento de las faltas y aciertos propios llama al conocimiento del Bien. La educación y la cultura modernas pierden todo sentido de sensatez bajo la fundamentación de la axiología moderna, que conlleva inevitablemente al suicidio de la educación misma. En la tentación no hay ausencia definitiva de Dios, pero sí latencia de extravío. De hecho, no hay posibilidad de ser tentado bajo los principios modernos. Las tentaciones se vuelven necesidades o pasiones, contradicción del sentimiento con la razón. Por eso torna complicado explicar el mal en términos modernos. Las tentaciones, en cambio, son manifestación del mal a partir del pecado revelado. Orígenes las explicaba a partir de la búsqueda y la espera en el amor. Quien tiene fe no puede recelar de Dios sólo por la presencia del mal, pues eso sería dar pie al diálogo con el demonio, como lo llamó Francisco. La fe y la esperanza mantienen viva la búsqueda de la verdad ética en el autoconocimiento, y ellas trabajan para la caridad; el amor fiel aguanta tiempos oscuros.

La tentación no debe concebirse como producto de la imaginación, como prejuicio, a pesar de que los prejuicios se conviertan en tentaciones, y por ello el autoconocimiento en el bien práctico siempre se logra a partir de la presencia en nuestra consciencia de lo prohibido y su confrontación con el Bien, que no el deber. En las tentaciones uno puede notar cómo el mal que obramos da pie a un ciclo del infierno: se es tentado a caer por posibilidades a las que todo hombre puede estar sometido, y rendirse a ellas, aunque nos cueste creerlo, tiene consecuencias en los demás. Rendirse al odio es generar resentimiento; aceptar la avaricia es solapar los malos pensamientos, y mantener la distancia nos impide compadecer en la verdad. Las tentaciones son la negación de la historia moderna.

A la espera de la fundamentación moderna de la ética, pedimos principios evidentes y justificados universalmente. Se nos olvida que el mal no es una plaga o, mejor dicho, confundimos las manifestaciones del mal. Queremos que se denuncie de frente y enérgicamente al culpable, deseamos el escarnio público y político, argumentando que el mensaje papal pecó de delicadeza. Pero Francisco mejor que ninguno sabe que nadie puede tirar la primera piedra. Sabe que exhibir la cruenta evidencia no beneficia en nada a la verdad si no se buscan la sabiduría y la razón, y que no se ha de dar satisfacción a quienes hacen de la fe un instrumento retórico. Sabe que no hay solución para el mal en la inflamación del odio, sino que ello halaga el imperio de la injusticia. En el mejor de los casos, Francisco nos ha mostrado que no necesitamos señalar culpables, si ya no estamos dispuestos a velar incansablemente por el otro. Ha clamado por el conocimiento en la Ley y su fin, la encarnación, tratando de llamarnos a buscar resguardo de las tentaciones modernas cotidianas, tan cotidianas como el demonio.

Tacitus