Lo mejor en la pandemia

Algo cambió con la pandemia. Aunque parezca que urge volver a la vida normal y cotidiana que teníamos antes. Cambiaron las jerarquías. ¿Qué es lo más importante para nuestras vidas? Fue la pregunta implícita y explícita que más se hizo. Incluso los que no se la quisieron hacer jerarquizaron la relevancia de hacerse preguntas. Se descubrió que la pregunta sobre lo bueno continúa siendo la más importante.

No quisiera dejarme llevar por las generalidades porque podría ser sumamente equívoco lo que quiero decir. Tampoco asumo que lo tengo claro. No deja de ser importante el saber que este tipo de cuestiones, las relativas a lo que es mejor o creemos que es mejor, son importantes para todos. Y esa es la cuestión. ¿Cómo se piensa algo tan general sin rodar en la superficie? Tomaré pues algunos ejemplos que me parecen ser los que reflejaron las actitudes más alarmantes e importantes; quizá fueron las que más me llamaron la atención. Algún astuto lector dirá que fueron las que azarosamente me aparecieron en mi reflexión.

Lo bueno soy yo. Dicho de otra manera: la persona más importante soy yo, por eso debo procurar mi beneficio a costa de los demás a menos que eso no resulte benéfico. Todos tenemos ejemplos de este personaje o carácter humano. Los que se acabaron el papel higiénico al inicio de la pandemia. Los que no devolvieron tanques de oxígeno; los que vendían gases que no eran oxígeno (entran en la misma maleta quienes comenzaron a aprovecharse de la enfermedad para inflar alocadamente sus ganancias). No en plena contradicción con el caso anterior, pero sí lo suficientemente diferente como para ser considerado aparte, fue quien se fijó en la obediencia de las reglas el mejor fin que podían tener sus acciones durante la emergencia sanitaria. Hay que tomar sana distancia, siempre salir con cubrebocas, no hacer reuniones tumultuosas, no salir a menos que fuera vital, son parte de las normas que sigue este segundo tipo de persona. ¿Busca que su acción sea ejemplar, que se la reconozcan, es simplemente obediente o su sentido común le dicta que es la mejor manera con la que se puede superar al virus? Son detalles que podrían mostrarnos qué tan lejos o qué tan cerca está de ser un completo egoísta. Entre los que obedecen las reglas está aquel que considera que es bueno que entre todos nos ayudemos. Parece exagerado considerar a alguien así. De alguna manera el personal de salud actúa de ese modo. Hay quienes apoyan a los enfermos pese al riesgo de ser contagiados. No les importa cómo se contagiaron, simplemente quieren ayudarlos. Sin que se hayan propuesto disertar con el más frío raciocinio qué es lo mejor que pueden hacer durante la pandemia, responden con su disposición. Sin que supieran con precisión matemática que sus acciones salvarían tal cantidad de vidas si llegaba tal cantidad de enfermos con determinadas condiciones de salud, ayudaron a mejorar la salud de los contagiados. No sólo el personal de salud se mantiene en la primera línea de defensa ante los embates de la enfermedad, hay varias personas que cuidan a los enfermos.

Ante la pandemia cambiamos nuestras actividades sin que necesariamente nos preguntáramos qué era lo mejor que podíamos hacer. ¿Qué es lo mejor que podemos hacer después de la pandemia? Es una pregunta general cuya importancia comenzamos a ver mejor de la misma manera que comenzamos a vislumbrar su respuesta.

Yaddir

De la dificultad de ayudar a los otros

“Hemos perfeccionado nuestra insensibilidad”, me dijo un amigo que trabaja en un periódico de nota roja mientras se veía sus manos manchadas de tinta. No entendí si hablaba de toda la humanidad, de todos los habitantes de nuestro país o de los que hacen posible que las personas se informen sobre los sucesos más importantes. Así que le pregunté, encerrado en la misma generalidad: “¿por qué lo dices?”. Moviendo sus grisáceas manos, empezó a decir que al día ve muchísimas fotos de personas muertas, hombres, mujeres e incluso niños; que él desearía no imaginar cómo murieron, pero a veces leía a detalle sus muertes y no podía entender qué orillaba a la gente a matar así; con sus ojos cargados de una pesada indignación, me detallaba que había ciudades en las que la muerte había dejado de ser algo natural, obra del paso de los años, y que las personas padecían el corte de sus manos, brazos u otras extremidades íntimas; eran enterradas incompletas; vivían incompletas. “¿Por qué pasa esto, por qué no se intenta enmendar esta situación?”, así remató su agitada disertación.

¿Qué decirle a mi amigo para que no se sintiera tan mal, pero para que no creyera que lo incitaba a la indiferencia? Porque en alguna ocasión alguien nos había comentado, a nosotros dos y a otros amigos, que no podíamos preocuparnos de todos los problemas que pasaban a nuestro alrededor, pues si lo hacíamos no podríamos ni dormir. Quizá ya había recordado esa frase y no le satisfacía. ¿No resultaría una respuesta políticamente correcta, es decir, que nos hace aparentar preocupación, como cuando decimos que amamos a la humanidad, pero que nos exime de hacer algo bueno porque no tenemos suficiente tiempo para preocuparnos por todos?, ¿debemos anteponer el bienestar de los demás al nuestro?, ¿en qué punto podrían coincidir el bien para nosotros y para los demás? Suponiendo que sí quisiéramos ayudar a todos con todas nuestras fuerzas, ¿cómo hacerlo?, ¿siendo parte activa de una organización no gubernamental?, ¿buscando restos de cadáveres sin identificar?, ¿dedicarnos a lo que nos corresponde? Creo que esta pregunta es la mejor, debemos dedicarnos a lo que nos corresponde para vivir bien. Pero no puede ser una respuesta simplemente pragmática, pues en ese caso tanto se dedica a lo suyo el empresario honesto al hacer dinero, como aquel que engaña, estafa y hace tratos con el narcotráfico. Los narcotraficantes también se dedican a lo que les corresponde, o a lo que ellos creen que les corresponde; un pretexto semejante se dan toda clase de criminales. Así que me pareció conveniente decirle a mi amigo: porque no nos dedicamos a lo que es bueno que nos dediquemos.

La consternación de mi amigo se transformó en curiosidad, así que añadí: por ejemplo, si crees que tu trabajo hace conscientes a las personas del país en el que vivimos y ellos, según sus capacidades, intentan actuar con justicia para evitar la violencia, me parece que es bueno lo que haces. Algo así le dije, pero con muchas más palabras y diversos ejemplos. Pareció más tranquilo, pero una mueca de incertidumbre no se disolvía de su rostro. ¿Por qué no intentó desenredar la pregunta que todavía parecía quedar pegada en su alma? Quizá no quería pasar más noches intentando averiguar si su trabajo valía la pena, o tal vez se había dado cuenta que él sólo no podría cambiar el mundo. Lo que haya pasado por su alma quizá él mismo ni siquiera haya podido sin entenderlo. Aunque me dejo tranquilo el que me mirara a los ojos y con voz sonora y segura me dijera: “debo perfeccionar el modo en el que informo”.

Yaddir

Sobre los daños y los beneficios

Dice una vieja máxima humana que no hay beneficio de uno sin perjuicio del otro. Lo cual se puede traducir en lenguaje más coloquial como que hay que chingar para que no se lo chinguen a uno y el que más chinga es el ganador (en México usamos la palabra chingón). De manera más o menos semejante, si ocurre una tragedia y se caen diversos edificios, habrá quienes tengan trabajo y ganen dinero por eso. Si un matrimonio tiene problemas y no sabe cómo resolverlos, habrá abogados que busquen la manera de beneficiarse del suceso. Si hay situaciones violentas que una comunidad o la seguridad del estado no sepan y no puedan resolver, habrá quienes ofrezcan sus armas para solucionar el conflicto y controlar a los demás. Pero la máxima, pese a que parezca tener sustento en buena parte de nuestra experiencia, no evidencia que el hombre esté contra el hombre o que no sepa entender alguna situación en desgracia para en vez de beneficiarse con la desgracia, ayudar en dicha situación. Podríamos preguntarnos si es una cuestión de justicia dar en momentos en los que alguien lo necesite. Si el amigo requiere de dinero en determinado momento, ¿es justo darle o prestarle ese dinero? Podríamos pensar que es calculador hacer un préstamo buscando su retribución y además el agradecimiento. Pero el amigo puede dar desinteresadamente porque quiere a su amigo. Aunque no querramos a alguien y no busquemos su reconocimiento ni su agradecimiento, ni saldar alguna culpa, podemos ayudar desinteresadamente, sólo porque vemos que se requiere nuestra ayuda y será bueno hacerlo. Podríamos decir que buscamos el bien de la comunidad o simplemente el bien de nuestro prójimo.

Yaddir

Originalidad del Fénix

Originalidad del Fénix

El hombre tiene una inclinación natural a ayudar que la sociedad va pervirtiendo, si bien es cierto que algunos nacen tímidos para ayudar, así como otros orgullosos para recibir ayuda.

Me atrevo a declarar que a todos cuando niños, al ver que mamá preparaba los alimentos o que papá hacía las faenas del jardín, una fuerza irresistible nos empujaba a preguntar con una cierta alegría “¿Te ayudo?” De esto no se esperaba nada a cambio más que un “Sí, mira, así se hace”. Cuando llegaba el no, algo en nosotros agonizaba. Aquí nace la paciencia o el fruto agrío que es alimento del rencoroso. La alegría que nos empuja a ayudar al otro, no que nace después de ayudarlo, sino que está antes del acto, es de los rasgos más humanos que yo he visto.

Ayudamos al otro y así aprendemos el bien o pensamos cómo llegar a él.

Ayudar al otro no implica necesariamente que vea a ése en problemas o que lo juzgue de débil o inútil, de lo que nos acusa este rasgo, es de querer que el bien le llegue a otro con más prontitud. Es decir que desde la pasividad del espectador, el bien se ansía más pronto, hasta que ponemos manos a la obra y vemos que tardará un poco más. Por esto, la paciencia es importante. Que se desea ser partícipe del bien del otro es innegable, pero no por egoísmo, ni por sentir autocomplacencia, ni por agriar el bien obtenido entre los dos con un ‘ahora me debes algo’; por un lado se es desconsiderado, por el otro un mercenario del bien. El bien del otro ya es bien mío, pues puse mi cuerpo y mi alma a trabajar de tal manera que ejercitaba la búsqueda y obtención de lo bueno.

No niego que ayudar es difícil y que ha de hacerse considerando la situación, la personalidad del otro y la mía, el fin que se quiere lograr, los inconvenientes que hay en ello, etc., etc., pero sí creo que pensarlo tanto tiempo nos vuelve lentos para actuar. Ofrecer silenciosamente una mano franca, o preguntar cual niños, ¿en qué te ayudo? Es un hábito que no ha de morir. Lo que sí ha de morir es esta llama enloquecida que arde en el pecho.

Cuando terminamos de tender la mano, sabemos que ahí acabó. Sin embargo, el calor de la antigua llama junto al amor que azuza nuestro ánimo, bien pronto encenderían un nuevo bosque tan pronto viéramos a alguien más en apuros. El deseo de ayudar renace con más fuerza, quizá por esta alegría (que se va haciendo hábito) que hay en sacrificar un poco de nosotros por alguien más. En esto es el hombre igual al Fénix. Del Fénix se sabe que nunca morirá, pero sí puede cambiar su plumaje de aurea antorcha, por plumas de un vanidoso cuervo, si no sabe lo que da, y exige lo que no vale el cariz de su estirpe… así el Fénix no moriría, pero viviría eternamente viejo, feo y rencoroso, acumulando vida, riquezas, odios.

Ayudar: arder en alegría mientras se muere por otro, es de los rasgos más auténticamente humanos que yo he visto: ésta es la originalidad del Fénix.

Ésta es la llama que se ha venido apagando en México.

Javel

Cenizas en vilo de un soplo nuevo: En cualquier momento, en cualquier lugar, entre cualquier compañía, te formularás la admirable pregunta de Franklin: “¿Qué bien puedo yo hacer aquí?” Amado Nervo.

 

Este muchacho por quien reza el viejo

Este muchacho por quien reza el viejo

Yo contra mi Dios no me rebelo, sino únicamente que no acepto su mundo.

Aliosha Karamazov

De cierto que mi corazón está como el vino que no tiene respiradero, y se rompe en los odres nuevos.

Eliú, hijo de Baraquel buzita, Job 32. 19

Por tres veces ha pasado este muchacho vendiendo su pan.

Por tres veces lo han visto los hombres hambrientos, buscando dentro de su gabán… roto

un par de monedas con qué comprar,

pero el muchacho se aleja y ellos no encuentran con qué pagar.

Entonces, vuelven a buscar, pero sólo encuentran palabras en su pecho.

Porfían que el otro no les fiará.

Este muchacho los mira por el rabillo del ojo;

ya el atardecer lo cubre todo de un añil tristísimo:

Para avanzar, el corazón necesita estar en despojo.

Con sentimiento agrío quisiera bajar,

pues a su mente la calcina ya un pensamiento:

¿Por qué del árbol caído todos hacen leña? ¿Por qué los niños que juegan…

harapientos, a espantarse, sonríen juntos, mientras que en casa lloran?

El muchacho que se asfixia en constricciones, de largo decide pasar…

La fiebre aumenta por la lucha que librará.

¡No, no puedo el pan regalar!, aprisiona en su quijada.

El sol detrás de las nubes lastima más.

En verdad no puede, porque lo pidió prestado.

Y no es que no sepa de caridad, pero el dinero no lo hay.

En casa lo esperan con respuesta ¿Al fiador qué dirá?

Es poco el pan y mucha el hambre.

Yo: digo que es terrible la angustia que da Caridad.

Ha seguido de largo sin advertir que el pan lo ha repartido.

Ha seguido de largo y no ve que en el recodo un viejo lo espera,

con su diáfana mirada y con la sonrisa eterna

de quien todo lo comprende, de quien todo lo dispensa.

Este muchacho ya lo ha visto,

así que más rápido pedalea,

llevando el semblante desencajado,

las manos de rabia enfermas,

latiendo el corazón desasosiego.

La voluntad de tantos vuelcos flaquea.

Al fin se encuentran un momento… El tiempo se torna claro suspiro.

La noche, fiel embustera, no lo cubre todo con su ligero abrigo.

El muchacho pide la mano al anciano

y el viejo la extiende como un amparo.

El niño descansa el rostro en la mano.

Una lágrima tibia humedece al pasado.

El muchacho se aleja pensando, así como se queda el viejo

diciendo: Volveré a ver a este muchacho

regresar cual templado guerrero

o como fino acero labrado en sí mismo,

para ayudar al hombre al dolor perdonar

o para probar su desafortunado filo descubierto.

¿Cuál de los dos peleará por la libertad?

Por lo pronto,

¡Espero y salgas victorioso del desierto!, reza el viejo.

Javel

La buena literatura

La buena literatura

La literatura ha sido pensada, en nuestros tiempos, como uno de los modos que tiene el hombre para expresarse. Sin embargo, dejar el lienzo en blanco, dejar a la literatura con una finalidad así de grade, sin una finalidad más concreta, es arrojarnos al infinito sin tener certeza de lo que hacemos, así como de para qué lo hacemos. La literatura pasa a ser un asunto opcional, un dato más que se puede contar, pero que al final no importa, cualquiera puede hacerlo. La genialidad de los grandes pensadores, de los escritores, se reduce a que encontraron el tiempo necesario para poder decir algo. Asunto que en verdad nos asombra a nosotros, los hombres del estrés y de la vida fugaz, solitaria, muda.

La literatura, pues, no puede ser un aterrador infinito al que entramos sin esperanza de salir, sino ¿para qué conservar libros?, ¿sólo para tener más salidas de la vida? Nuestra genialidad de anticuarios se reduce a la cobarde comodidad de no querer vivir. La literatura, si bien es la expresión escrita en verso o prosa de un hombre, no es la irresponsable suplica por ser escuchado, ni una falsa salida, es la invitación cordial, a veces brusca, para comenzar a explorar un asunto que debe ser pensado. Pensar, pues, es la actividad final de la literatura, mas no se piense en cualquier cosa, que las grandes obras literarias universales nos apuntan a repensar, o pensar por vez primera, el hacer, pensar, y sentir del hombre. ¿Por qué ahora se actúa así y antes de otro modo? ¿Qué sé de lo que pienso? ¿Cómo es posible que yo sienta empatía por éste que ni soy yo, ni es cómo yo, ni vive en mi espacio tiempo? ¿Qué me dice eso de mí? ¿Qué perdí, qué cambié, qué gané como hombre? ¿Por qué este personaje es el principal? ¿Qué de bueno o malo tiene? Y muchas más preguntas que debemos intentar resolver, sino sólo acumulamos vacíos.

La literatura puede ser la expresión de un hombre preocupado por el hombre, o de uno que sólo quiere preocupar al hombre para perderlo. Por eso hay que poner atención a la filantrópica preocupación, ya que puede ser fingida. Puede que fingiendo nos haga pensar algunas situaciones de la vida. Puede que pueda movernos guasonamente el alma. Puede que este hombre lo que quiera es admiración, poder. La escritura seguiría siendo la expresión, pero la expresión del poder banal, o del mal intencionado. Hay que tener cuidado, pues al entregarnos así nos olvidamos de que nosotros podemos vivir. No es entregar la vida y que otro nos la solucione, es ayudar a ayudarnos con la ayuda de otro, es acompañarnos. Un hombre que se preocupa por otro hombre casi siempre puede ayudarlo. La literatura nos puede ayudar a pensarnos, a sentirnos, a intentar ser buenos hombres, a ayudarnos.

Es por esto último que guardamos las palabras, los buenos libros, porque nos sabemos necesitados de ayuda para ser buenos hombres. Pero notemos dos cosas: la primera es que sólo nos vemos necesitados de ayuda cuando no nos sentimos omnipotentes, es decir, cuando no ocupamos el lugar de Dios; y lo segundo, que la ayuda no viene de la pasiva colección de palabras, sino de la actividad de leer con una actitud similar al que lo escribió, es decir, como ayudantes, así la relación entre los hombres se hace necesaria, pues no somos dioses solitarios, sino hombres que pueden ayudarse. La buena literatura es la expresión, en verso o prosa, de la ayuda entre los hombres.

Javel

Razones para sonreír

¡Ah! No me desampares, Señor Dios mío; no te apartes de mí.

Sal. 38,22

Mis faltas son tantas… sólo por recordarlas me duele el alma, si trato de enumerarlas mi lengua acaba pegada al paladar; y si contemplo lo que de mí ha resultado con esta vida de pecado, no veo más que huesos raídos y secos.

No es difícil darse cuenta de la necesidad que tengo: necesito el agua que da la vida, pero mis pesquisas son infructuosas, y no logro dar con el manantial. He caído en el pozo del pecado, y en mi soberbia intentado levantarme, sin más éxito que el de caer nuevamente y perder toda esperanza cifrada en mis fuerzas: la ausencia de palabras que me den consuelo, es lo peor de este infierno, el silencio es aterrador y la búsqueda de confort para mi ánimo sólo me ha dado sinsabores.

Despúes de mucho meditarlo: comprendo que no puedo sostenerme en pie por mí propio esfuerzo y veo que sólo de rodillas es posible mantener el equilibrio en medio de la obscuridad de este abismo. Sólo de rodillas alcanzo a ver hacia arriba, y mi sorpresa es grande… veo la mano del amigo, tendida y dispuesta para auxiliarme, veo sus labios sonrientes, capaces de reconocer mi miseria y de perdonar mi falta, veo al fin que todavía hay razones para hablar y sonreir.

Maigo.