Sintió una fría ráfaga que le rozó la mejilla al mismo tiempo que enviaba el mensaje. No, al mismo tiempo no había sido. Así parecía. Nadie podía leer un texto tan rápido. Era breve, claro, bastante práctico, pero hacían falta al menos cinco segundos para comprenderlo. El contenido no era importante, al menos no al corto plazo, al menos no para las personas a las que se lo había enviado. “Él ya no será el responsable de los telegramas, ahora será la persona de arriba”. ¿Quién se enojaría por ese contenido? Los telegramas se referían a eso, a la escritura de telegramas. ¿Acaso la persona de arriba se confundió con otra persona de un lugar cercano? Nadie más estaba arriba, al menos hasta donde el que había mandado el mensaje sabía. “No maten al mensajero”. Le dio risa corroborar que en tiempos en los que la tecnología avanzaba más rápido de lo que podíamos entender, la tan mentada frase en tiempos sin correo seguía viva como la herida que casi le había llegado a los labios. Quizá había cometido un pequeño error. No conocía completamente el sitio de arriba; apenas si conocía el de abajo. No sabía cuántos rencores se habían cocinado, cuántos rencores se habían plantado. El trabajo es campo fértil para que broten los odios persistentes. “Los rencores: nacen como algo pequeño, aparentemente sin importancia. Crecen, se hermanan con otros pequeños momentos; se condimentan. Las rencorosas plantas se han multiplicado de tal manera, que la pequeña molestia se convirtió en un error irreparable, en la causa de una sangrienta guerra.” Cualquier mensaje hubiera desencadenado la balacera. Las trincheras ya estaban puestas. Había caminado por los hilos de la tensa cordialidad sin cuidado; había caído. “Obviamente estoy exagerando. Este pleito es infantil. Los rencores laborales nacen porque creemos que nuestra vida es importante.” Después de repetir esta frase cinco veces, el dolor comenzó a disiparse.
Yaddir