Belleza extinta

Se dice que la belleza es un bien efímero, que con la edad se va terminando ese tesoro que viene acompañado de la juventud.

Las personas que así piensan, que es una mayoría, se ven en el espejo y lloran por lo que se ha ido, o más bien por lo que se ha ido añadiendo al lienzo, ese rostro que en algún momento estaba libre de marcas.

Se dice que la belleza es un bien efímero, porque las cosas bellas suelen durar poco, el tiempo hace lo propio y las flores de la primavera se marchitan, llegan las lluvias veraniegas y los frutos se asoman para después dar paso a las otoñales hojas y a los fríos inviernos.

Se afirma el final de la belleza, como se afirma la fealdad de los inviernos y la falta de gusto en los otoños, la añoranza por las lluvias veraniegas y el anhelo por las primaverales flores.

Pero, no hay nada más falso que el carácter efímero de lo bello, porque lo bello en realidad perdura, sólo que con el tiempo olvidamos que la eternidad no es visible y que las amistades se forman con el tiempo.

Se miente sobre lo bello para que admiremos lo que es bonito como si sólo eso fuera verdadero, pero dejamos de lado lo noble, lo valioso y duradero, como la posibilidad de ver la belleza de las flores sin tener que destruirlas para ello.

Cuando niña yo cortaba a las flores, y las hacía marchitar más rápido sin darme cuenta de mi crueldad.

Ahora con admirarlas soy feliz, porque entiendo que lo bello se esconde en su temporalidad, en su fragancia y en su capacidad para guardarse en mi memoria, ese extraño baúl que atesora rayos de sol.

Se dice mucho sobre lo bello, pero en mucho de lo que se dice olvidamos lo que esto es, y lo confundimos con lo que atrae para pasar el rato, lo que es efímero, lo que es ligero y que es propenso a que se lo lleve el viento.

No entendemos qué es lo bello, porque ya no volteamos a verlo, y no lo miramos siquiera porque no entendemos que lo bello no se encierra entre lo nuevo, lo bello es un chispazo de la eternidad que nos rodea.

Maigo

Los ríos del hombre

 

Los ríos del hombre

 

Porque quizás algún día alguien nos leerá y nos rescatará del olvido. Porque quizá nuestras almas amanecerán de la noche solitaria. Porque ya no hay quien reparta el pan ni el vino, ni quien cultive hierbas en la boca del muerto. Hoy revisito a un desconocido. Buscando un artículo en viejas revistas estudiantiles de Estados Unidos, encontré un breve poema que me gustó. No tiene título. Se publicó en la primavera de 1983. El autor es John S. Carnes, quien al parecer nació en 1956. Probablemente es abogado y comenzó a ejercer tres años después de que escribió este poema. Podría vivir ahora en el condado de Chester, en Pensilvania. Va la revisitación.

 

Incómodos los silencios

—el tiempo tartamudea lento

cuando de mi amor te hablo.

No quiero ser llano o vago.

Por la espesura el deshielo

va corriendo veloz y puro:

—y nuestro amor, te lo aseguro,

es feliz por los arroyuelos.

Y si tardo tartamudeando,

es por nuestro común esfuerzo

—la necesidad de pensar.

Al final me alegra no encontrar

discurso fácil, palabra lista;

ya vendrá cuando la llame,

cuando oiga a quien me ame.

Námaste Heptákis

 

Coletilla. “La belleza que se marchita por la soberbia es vergonzosa”. Clemente de Alejandría

Magnolia

En medio de la noche
eres vulnerable;
ni tus tépalos perfectos
aguardan tu belleza.

Con mirada viperina
has sido premiada,
mujer ofidia
cuyos pistilos llaman
a oculta maravilla.

Jactancias y engaños,
no eres plantada
en el jardín de tu amor,
sino un adorno
a la derecha
del corazón.

Sin el claro de Apolo;
tépalos perfectos,
pétalos de terciopelo,
puramente simétricos.

Voz sin eco

 

Voz sin eco

 

inerme y blanco tal una flor cortada

Luis Cernuda

Conmovido, profundamente conmovido. Mi voz no encontró su eco. Mi pregunta no encontró respuesta. Se dispersaron mis palabras. Pero todo encontró su orden. Las voces encontraron su orden, cada una, como sabiendo su lugar. Los anhelos dolorosos del mundo corriente se encontraron con los anhelos gozosos de las voces ordenadas, del magistral ejercicio de integridad, armonía y resplandor (Suma Teológica, I, 39, 8) que es Sicut Cervus de Palestrina. ¡Vaya contraste! Mantenía en la memoria el al taazveni que me dejó en el alma un escritor admirado. Repasaba el salmo en el descanso de las lecturas. Sobre todo ahora que reviso viejas revistas literarias para poder conversar sobre los libros que leo. Sobre todo ahora que las memorias y los epistolarios son mi sobremesa. Yimale fi tehilateja repetía en el alma. Voz sin eco; ventanal de mi experiencia lectora, le llamé alguna vez. Súbitamente, empero, la polifonía presentó cuatro partes vocales reunidas en un único anhelo: perfección. Uno es espectador, inevitablemente. Aunque es decisión propia enmudecer o buscar la palabra. Den elpízo típota… comienza una juiciosa frase griega. Supongo que las luces de Lacio conmoverían a los vientos del monte Athos; o quizá ningún musico inconforme se reunirá jamás con un monje ortodoxo. Maravilla del motete: cada voz sigue su propio camino, una armonía casi teleológica. Obra del arte, sin duda. Los hombres, parece, no podríamos simplemente confluir así: somos imperfectos. Nuestras voces, parece, se dispersarán en el tiempo. Eímai lephtéros, concluye este epitafio. Y aun así, conmovido, prefiero confiar, desiderat ad fontes aquarum, en que alguien escuchará la palabra.

 

Námaste Heptákis

 

Escenas del terruño. 1. «Ricos, pobres, medianos, minúsculos o gigantes, ¿qué importa? Caminan unidos y satisfechos hacia el ocaso de la memoria y el fin de la pregunta creativa», observa (¿a tiempo?) Guillermo Fadanelli. 2. En la semana recordé un poema de Luis Antonio de Villena. Mi prudencia, lo sabe el lector, no me permite citar el episodio que dio ocasión al recuerdo (que además es meramente anecdótico y digno de alguna charla de bolero, pero quizá no tanto para conversación de taxista). Obviamente, siendo yo tan decente y recatado, respetuoso de las formas y los pudores, no citaría el poema completo. Cito los versos finales y el libro del que procede. «Y así es este Iker de ahora mismo (exacto número áureo)|brilla y mucho nos arde pues lo conocemos irremediablemente caedizo», en Desequilibrios, Visor, 2004. 3. «El nuevo fanatismo por lo políticamente correcto está dañando a la cultura actual», afirmó Nick Cave, quizás el rock no merezca ser salvado, concluye. 4. Se ha concedido el premio Xavier Villaurrutia a Fabio Morábito por su novela Lector a domicilio, que reseñé aquí. Buena noticia.

Coletilla. «No llamo aficionados a leer a todos los que pasean perezosamente la mirada por las hojas diarias, buscando el amargo tónico de los rencores políticos; ni siquiera a los que, por oficio, escarban hasta los rincones de los libros y transforman en frío objeto de consulta un volumen de palpitantes versos. No; unos y otros van a la lectura, o por profesión o por utilidad, o por manía o por aburrimiento. Pero hay otros -de estos los míos- que van a los libros por amor, como a un cultivo benéfico y diario del espíritu, donde se curan de los enojos y las importunidades cotidianas. Gustan de traer el libro en la mano, lo leen a ratos, lo acarician un poco, y lo tienen por verdadero amigo». Alfonso Reyes

Dos frutos

Dos frutos

¿Cuál era la fruta que provocó la caída? La pregunta no parece tener fundamento. Las escrituras no parecen revelarlo: no utilizan la literalidad en ese caso, además de que lo que provoca la caída no fue el fruto como tal. Uno se tiene que imaginar que había un árbol cuyo fruto contenía la ciencia del Bien y del Mal. La ambigüedad genérica permite mantener la imagen de la producción natural de Dios en el paraíso junto al problema alegórico de la ingesta frutal. Pero entonces, ¿por qué el fruto de un árbol? Las ideas actuales sobre la ingesta requieren de la persuasión química. El ealimento como tal ya no es lo cocinado o lo cosechado, sino los componentes que mantienen la labor de subsistir. El fruto y el cuerpo son materia en contacto: una hecha para procesar, y otra capaz de ser procesada. Con una pizca de asombro basta para comenzar a degustar el misterio de las relaciones que permiten la vida. Sin ese contacto, ¿cómo comprender que aquella ciencia del árbol pudiera transmitirse en un bocado? Mientras la ingesta se resuelva en procesamiento, la imagen bíblica permanece irreconocible. ¿Será coincidencia? Así como el fruto se desvanece en el atomismo de las partículas, la ciencia del Bien y el Mal se difumina si en vez de la imagen del fruto utilizáramos la medición calórica de las intenciones reprobables.

Inscrita en oro, la frase “para la más bella” fraguó la guerra de Troya. El oro de los vencedores se funde en aquel mito en una manzana. ¿Qué tendrán las mujeres con los frutos? Uno podría concluir que para comprender el mito basta con apreciar el influjo de la discordia en los eventos humanos, pero la imagen no es tan sencilla como la máxima moral. Los concursos de belleza nunca intentaron ser objetivos. Gana la que soborna mejor. ¿O el mito puede entenderse sin la paradoja? El mejor soborno es lo que dirimiría el conflicto: la más bella. O así lo es tratándose de Paris. ¿Habrá un fin en ese concurso, un punto de satisfacción? La discordia de las diosas por su belleza lo decide el hombre que encuentra la belleza femenina como lo más deseable. Si Afrodita gana, ¿qué es lo más bello? ¿Sabía que Helena era más bella que ella? Cuando la discordia inicia, lo difícil es la sensatez. La hermosura de Paris y sus inclinaciones se acentúan en sus tres opciones. ¿El deseo por las otras diosas habría desencadenado aquella guerra?

Dos frutos, dos circunstancias distintas, dos regiones separadas. ¿Quién no reduce la revelación al campo del mito? ¿Quién no encierra el mito en el limbo de la cultura, en donde cabe todo porque no hay fondo alguno? En realidad, no hay, fuera de la arbitrariedad, punto de unión. Quizá la única coincidencia es el problema hermenéutico de la vida, en el que también puede uno hallarse con cuantas aristas sea capaz de ver. La desobediencia y el origen del conocimiento del Bien y el Mal como sello del pecado no está en la vida que hace frente a lo inescrutable de los dioses. En la manzana dorada no relumbra el destello del pecado irrevocable; la elección de Paris no desobedece a nadie. ¿Será falta de razón eso de adjudicar un vínculo entre lo humano y lo divino de cualquier manera? Tal vez esa incapacidad que Nietzsche veía en el último hombre para poder crear no sea sólo un grito desesperado y mal calculado. Lo verdaderamente difícil es conocer el alcance de la Revelación en la vida, sin reducirla a producción humana; lo difícil del mito es saber si los dioses pueden ser pensados todavía. Si hacemos de las dos un ejemplo de la potencia analógica, ¿no las equiparamos injustamente de nuevo? Hoy la manzana más famosa siempre aparece mordida y es símbolo de nuestras pasiones e imaginación empobrecidas. ¿A qué Dios representa?

 

 

Tacitus

La bella inmoderación

La bella inmoderación

La duración temporal es un criterio pobre para medir la bondad de una vida. Uno puede adornarse bien el cadáver con palabras pegadizas, con pretextos elegantes. Pero no puede uno forzar la mano: el movimiento voluntario, cuyos primeros asomos y andamiajes se encuentran en la adquisición de sujeción, tiene un límite. El agua de un río corre por alguna extraña razón, por una finalidad que la ondula y le da vigor. Quién sabe si esa finalidad que le permite al río recorrer el cauce que se ha formado con él no tenga una analogía con todo lo vivo. Las pequeñas decisiones que alcanzamos a temor con vacilación o con plena determinación parecen ir particularizándonos, pero ¿cuál es la fuente misma que posibilita la diferencia de resoluciones? El deseo, una pulsión que distingue a la vida, ¿tiende siempre a donde queremos, a donde nosotros le digamos que tienda? La imagen platónica del carro y los caballos opuestos, que simboliza el alma, muestra la complejidad de tener tanta seguridad sobre ello: son los caballos los que prueban la capacidad del auriga; sin auriga, no hay mundo, pues nada se podría experimentar como pulsión, como empuje tirante. El deseo nos unifica en lo natural, pero así también muestra que lo natural se diversifica. No hay emoción ni alegría en saberse repleto: reluce más bien la zozobra por saberse incompleto. Sin deseo no hay manera posible de reconocer esa diferencia. La imperfección humana es un problema porque nada la elimina definitivamente, tal vez sólo se le redime, se le incita a lo perfecto. ¿Habrá algo de emocionante en buscar la perfección? Por alguna extraña razón, el erotismo general resalta cierta ceguera del alma cuando estamos enamorados, como si esa ceguera fuera necesaria para sentirse satisfecho. Desde fuera, nadie entiende qué une a dos ajenos, aunque tampoco pueda evitar sentirse igual con respecto a alguien más. ¿Puede haber deseo de la perfección sin ceguera? La pregunta es difícil, porque, en algún sentido, la perfección exige cierta locura, cierta inmoderación nacida del simple hecho de que es imposible vivir lo más feliz posible sin aprender a morir. La perfección no nos ciega ante el mundo: es lo único que lo ilumina, lo único que permite tejer unitariamente. ¿Nos cegamos ante la cruel verdad, ante la nada? Sólo el deseo más noble, más veraz consigo mismo, puede persistir en la ruta que traza la distancia del sol a los antros más profundos de la vida. Con razón se ha dicho que lo bello es difícil.

 

Tacitus

Perfil

Perfil

El amor se expresa en los silencios que buscan no apurar el misterio de otra alma. En la palabra, perfila la existencia de lo bello, que inunda hasta ámbitos de lo vulgar, afirmando un peligro latente, una confusión al filo del placer en la imagen. Que esto último no nos confunda: las imágenes son placenteras, pero es la imaginación y, por ende, nosotros quienes con ellas nos deleitamos. ¿Es que la diferencia entre lo noble y lo reprobable es meramente estética en la imagen? ¿No es eso un atropello de esa facultad que ilumina y nos extravía en el amor? Difícil es separar los mitos que elaboramos en torno a nuestro erotismo de la posibilidad de que sea él la sede de la verdad en nuestra vida. Las discusiones sobre lo exterior y lo interior manifiestan algo extraño: ¿qué justificó separar ambos ámbitos para decidir sobre dos bellezas distintas? ¿Qué hay en un rostro bello que pueda compararse con lo que llamamos un alma bella, si según esa misma distinción parecen corresponder ambos ámbitos a dos categorías distintas?

Parece que la separación obedece al fenómeno de lo visible: lo interior se manifiesta de manera distinta, es, en relación a lo ocular, invisible. Esa distinción es insuficiente, porque lo bello, como señala la pregunta por su ser, no es una cosa. Es lo bello, extrañamente, lo que permite señalar a las cosas bellas. La educación tiene algo que ver con la experiencia de la belleza, pero ella no puede producir la idea misma de lo bello. La belleza de un poema espera de esa capacidad para acariciarnos en ágil comunión: se nos escapa cuando vemos sólo la métrica, y también si aislamos el sentido de la estructura, el sonido y el sentido. La composición siempre es teleológica porque tiende a la unidad, incluso en los experimentos más extremos. Lo bello no se goza por acumulación: el mundo se aclara y se revive desde la visibilidad primaria de lo bello, ámbito del hombre. La producción y los actos son signos en los que el hombre habla esa constante. La poética del amor y su cursilería serían inútiles e inefectivas sin la complacencia amorosa por una sonrisa, por la repercusión afortunada o desafortunada que nuestras señales tienen en otros. Son esas repercusiones las que buscamos.

¿Hay medida alguna para el amor? El hombre la ha puesto siempre. El mero hecho de decir que hay diferencia entre el amor y el sexo, por la cual el acto sexual no debe interpretarse como señal de enamoramiento es una especie de medida. La tendencia a relacionar lo bello con la pregunta por lo bueno es tácita: tan incuestionable para nosotros resulta cada palabra por la misma razón. No hará falta mucho pensar para reconocer que nuestras desilusiones no sólo esconden la verdad de nuestras expectativas: nos equivocamos en juzgar lo que es deseable al perseguir lo eficientemente reconfortante. Lo que nos reconforta tiene siempre la máscara de lo mudable: de ahí la idea manida de que la infelicidad es una constante. Extraña cordura es esa la de quienes reducen la belleza a la sensación aislada. Es razón profunda la que asocia la vanidad a la visibilidad de los rostros bellos: alcanza el dominio de esa voz que se debate cada día por el otro, por la imagen ante el otro, por el ser de lo que perseguimos, llorando en los fracasos, sonriendo ante los éxitos.

 

Tacitus