Historia Familiar

Ésta es la historia de un niño que tuvo un padre que tuvo un padre que tuvo un padre al que le decían «El Azogue» (que por inquieto, dicen). Muy parlanchín, el hombre, trabajaba diario en lo que se necesitara por ahí y en una de esas urgencias un día perdió el pulgar izquierdo con un machetazo propio. Cuando se le compadecía solía burlarse y replicar «ni pa’ qué chillar que gracias a Dios me quedan 19». No sabía muy bien cuántos hijos tenía por ahí, pero se jactaba de que a los que tenía cerca desde chiquitos los enseñó a trabajar para que no perdieran el tiempo. De viejo, «El Azogue» se enfermó quién sabe de qué y mientras contaba un chiste que no pudo ni terminar, murió en su casa a la hora de almuerzo. A él no lo conoció el niño de la historia.

Este niño tuvo un padre que tuvo un padre al que le decían Don Silvino (dicen que por respeto). Callado y serio, Don Silvino desde bien chiquito trabajó muy duro, pues siempre temió que por perder el tiempo acabara muriendo en la miseria, como su padre. Ya mayor, Don Silvino había reunido un modesto caudal que alcanzó para mudarse a la ciudad a vivir. Por mala fortuna, se enfermó muy fuerte del estómago y tuvieron que extirparle una mitad y todo un ramillete de nervios, así que no podía sentir hambre ya. Le ofrecieron una segunda operación arriesgada para arreglarlo, pero él se negó. «Al fin, decía, la debilidad y el reloj me avisan cuándo comer». De todas maneras siempre a la hora de la comida daba gracias a Dios y escuchaba conversar a su familia cuando se sentaba -justo después de él- a la mesa. Don Silvino tuvo cuatro hijos y dos hijas, y al primogénito desde muy joven le enseñó a hacer lo necesario para no vivir en la miseria. Orgulloso, todo el tiempo se jactaba de todo lo que había erigido con su esfuerzo para su familia, y tenía la esperanza de que todo algún día, seguramente cuando él ya no estuviera en el mundo, mejorara. Doce meses exactos después de que se retiró de la compañía en la que estuvo trabajando toda su vida, Don Silvino, que platicaba muy poco ya, murió a los 67 años. A él lo conoció muy poquito el niño de la historia.

Este niño tuvo un padre al que le decían Memo (por no errar). Muy seguro de sí mismo y potente al hablar, Memo consiguió de joven que su padre le asegurara una posición en la compañía en la que trabajaba bajo condición de que terminara la universidad. Y así, esperando siempre un salto a un puesto mejor o a otro lugar que lo empleara -siempre que eso brillara más en el curriculum-, en su juventud escaló velozmente en el mundo empresarial. Pronto invirtió su dinero y se dispuso a hacerlo crecer lo más que se pudiera, pues siempre temió vivir como un miserable conformándose con lo poco que hubiera, como su padre. Memo pensaba que como nada en el mundo iba a mejorar, convenía por lo menos irse haciendo un nichito para que de viejo ya no tuviera que trabajar. A los 38 años contrajo un cáncer laríngeo que pudieron operar los médicos, pero diez años después terminó por atacarlo un sarcoma metastásico que se le fue de nuevo a la laringe. Entretanto, el malestar y los tratamientos fueron muy lentamente acrecentándose y lo persiguieron gran parte de su vida adulta. Cuando supo que se había vuelto a enfermar, solía decir «Uy, mira: con la tecnología que hay ahorita en los hospitales…» Tuvo dos hijas y un niño, al que enseñó desde chavito a no conformarse nunca con lo poco que hubiera. A los 49 años Memo murió en el hospital durante una cirugía, con un cáncer que se había esparcido por todo su cuerpo y ni adiós dijo. Su hermana llorosa tuvo dificultad de hallar a los hijos para avisarles, pues años antes se habían ido a quién sabía dónde. Con él vivió su infancia el niño de la historia.

Este niño, al que le decían Mike, tenía suficientes videojuegos como para no preocuparse por esas cosas.