Cambios profundos

 

Si queremos que todo siga como está, es necesario que todo cambie.

Lampedusa

 

Pensar en el carácter propio de una revolución, es difícil, por un lado se puede considerar la revolución que realizan los astros cuando se mueven en sus órbitas, por otro podemos fijar la atención en un cambio respecto a la disposición que se puede tener con una corriente ideológica, religiosa o política.

He decidido iniciar el texto de hoy citando a Lampedusa, porque al reflexionar sobre la revolución de las conciencias de la que tanto se habla últimamente me percato de la repetición de ciertos detalles que me indican que esa revolución es una más entre el montón de revoluciones que ha vivido la humanidad.

Los cuerpos celestes en el cosmos tienen movimientos constantes que por ocasiones parecen erráticos, tal es el caso de los movimientos que apreciamos en planetas como Marte o Venus, que casualmente simbolizan a la guerra y al amor.

Las tendencias en las poblaciones también suelen parecer regulares. Las ciudades prosperan y decaen, señala Heródoto y con ello nos muestra el orden en el que parece vivir el ser humano, el cual a veces vive periodos de guerra y a veces vive en paz hasta que aparece la  acción de Venus, como es el caso con la guerra de Troya.

Pero la compresión del hombre no es tan simple, si así fuera no podríamos reconocer en lo político la inconstancia que nos dificulta tanto pensar en qué es la justicia o cómo es que se debe legislar la vida de una ciudad, sin embargo, a pesar de esas dificultades hay puntos que permanecen en el cambio y que nos permiten pensar con cuidado en lo político.

Sin eso que permanece en el cambio, no nos mantendríamos como seres humanos, una constante por ejemplo, es la esperanza: Los grandes tiranos han jugado con la esperanza de sus súbditos al grado de hacerlos creer en ocasiones que el Estado se concentra en una sola persona, digamos Luis XIV o de otros que resultaron tan hábiles para jugar con los anhelos de sus seguidores que hubo soldados dispuestos a dar su vida inútilmente, a veces sólo para recibir la mirada de seres como Bonaparte, que indiferente veía a soldados ahogándose en las frías aguas de un río en Rusia.

El deseo de vivir mejor es una constante en el hombre, y la sensación de que se está viviendo de manera injusta porque otros tienen lo que por derecho le pertenece a alguien también parece una constante de la que se nutre la esperanza. Quizá por ello cuando es necesario que todo siga igual hay que hacer grandes cambios fundados en las esperanzas y en el deseo de justicia de la humanidad.

 

Maigo

 

El sentido de esperar

Hace cinco años terminaron las diarias contracciones, la preocupación del momento se ha fortalecido, el cansancio ha crecido bastante y la esperanza se ha arraigado en mi ánimo y se ha estado alimentado cada día.

Lo más demandante que he hecho en mi vida, ha dado sentido a lo que antes mi atención requería. La pregunta por lo bueno me interroga día a día, con cada pasito, con cada palabra y con cada decisión que se va tomando en nombre de aquella por quien desvelo mis ojos para cuidar su sueño.

Hace cinco años se acabaron las diarias contracciones y apenas comienzo con los diarios desvelos.

Valió la pena esperar y sigue la esperanza alimentando la paciente espera por lo que florecerá luego.

 

Maigo

 

 

Sed

Leí en unas páginas escritas por un sabio que para dar de beber al sediento basta tener buen corazón, ¡y agua!. Por desgracia es más fácil morir ahogado entre millones de litros de agua que tener un corazón bueno. Resulta que es fácil sentirse bueno, y lo es más cuando los demás son malos, lo difícil es saberse poseedor del agua y verse motivado a compartirla con el que tiene sed.

 

Maigo

Maldad

¿Qué es la maldad sino el ansia de dañar? ¿En qué consiste el engaño sino en hacer una cosa y simular otra? 

Sermón 353. San Agustín

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Fuego amigo

Fuego amigo

 

El corazón es hierro que se templa en el valor

de un beso fugitivo y claro como la verdad.

La palabra, carne abierta al alma, es el calor

que engendra fuego elemental y luz en la piedad.

Tus horas solitarias son el río de un verso

eterno en la riqueza que es tu práctica mortal;

la belleza tras el polvo de tu paso terso

acude con humor para cruzar todo portal.

 

 

Tacitus

La honesta honestidad

La honesta honestidad

No niego yo –respondió don Quijote– que lo que nos ha sucedido no sea cosa digna de risa, pero no es digna de contarse, que no son todas las personas tan discretas que sepan poner en su punto las cosas.

(Don Quijote de la Mancha, Aventura de los batanes)

Hoy en día en que las brechas del conocimiento por vías de la democracia se han abierto para todos, nos lastima la deshonestidad. El hombre quiere conocer, y ha tiempo –feliz día para todos– que se descubrió que el conocimiento de las acciones del hombre es posible conocerlo para cada hombre dentro de su posibilidad. La honestidad que tanto se busca en estos días ha de ser la posibilidad de ser libres descubriendo la verdad. De la verdad, nos advertía Platón no olvidar, han de ser la bondad y la belleza sus hermanas. Lo más alto a que puede aspirar el hombre es a ser verdadero, bueno y bello en sus acciones. Ser honesto es descubrir la verdad con belleza y bondad, pues no todos los hombres, por su posibilidad, interpretan bien el actuar del hombre; más aún hoy, que se declara ser el hombre un ser malvado

Cuando se declara el hombre un ser malvado, la honestidad ya no tiene cabida en su actuar, es más, se busca descaradamente mostrar toda la argucia posible con que se cuenta para ejercer la maldad. Si en otra época la honestidad era la posibilidad de hacer el bien mostrando la verdad, ¿qué mejor bien se puede hacer hoy que vituperando el mal de los demás y el propio?… Por esto nos lastima la deshonestidad, porque nos imposibilita el sacrificio de nuestra alma a costa de un chivo expiatorio. Hasta al mejor hombre se le pueden encontrar errores, injusticias, ridiculeces en su haber.  Desde que se declaró que el hombre es el lobo del hombre y luego se susurró lascivamente a nuestros oídos que por el apetito sexual se es capaz de cualquier cosa, la honesta honestidad es cosa de caballeros desnutridos de saber.

Saber si en la naturaleza del hombre está actuar bien o mal es una pregunta que se ha de hacer y responder quien quiera ser verdadero hombre. Don Quijote, que en su discurso de la época dorada habla de la honesta honestidad, pone sobre aviso que incluso cuando los hombres eran justos en todo, inclusive ahí era posible actuar mal, por ello, los vestidos de las simples y hermosas zagalejas que andaban de valle en valle y de otero en otero, cubrían honestamente lo que la honestidad quiere y ha querido siempre que se cubra, a fin de no causar tentación. También se puede decir que es una muestra de honestidad lo que hace don Quijote a los cabreros y Cervantes a nosotros, que siendo los oyentes del discurso hombres de la edad de hierro, así es lo más justo que se nos cuente a fin de que atendamos a la belleza y bondad que se nos muestra. De igual modo se podrá decir que don Quijote es un gazmoño, temeroso de la verdad que sí importa, y aficionado a la censura.

Por ello hay que responder a la pregunta del bien y el mal, pues si el hombre actúa en todo siguiendo un ideal o ejemplo, la honestidad y la censura han de ayudar a ver claro a qué debe acercarse el hombre en sus acciones diarias que siempre son o públicas o privadas. Cervantes y Platón ya dieron su respuesta mostrándonos acciones de hombres vivos que en todo mostraron prudentemente el bien y con discreción el mal.

Javel

Luz en la obscuridad

Luz en la obscuridad

Es mentira que coloquemos luz en la noche porque le tengamos miedo a su obscuridad. También se dice que el miedo a la obscuridad nocturna es más un temor por descubrir que en realidad la noche no viene a otra cosa que a invitarnos como hijos suyos al festín de la incertidumbre, en el cual todo vale. Esto último lo dicen quienes consideran la maldad como el quid del hombre. Lo cual ya nos pone de manifiesto dos posturas. Por un lado, resulta que el hombre le teme a lo desconocido, y por el otro, a lo que ya conoce. Por un lado, resulta que el hombre no quiere saber qué le ofrece la obscuridad, y por el otro, no quiere aceptar la obscuridad de su alma. Pero esto último, como dice mi amigo Tacitus, no es un llamado al cinismo.

Colocamos luz en la obscuridad porque deseamos ver. La naturaleza del hombre le inclina a saber de sí. Es natural, pues, que estando el hombre en la obscuridad desee saber de sí. La maldad, esa obscuridad que predomina más cuando no hay discernimiento prudente en el hombre, no es un momento en el corazón humano, pero tampoco es su esencia ¿Pues de dónde vendría la necesidad de compartir con el otro aquello que consideramos bueno? No sin duda del deseo de hacerle mal. Resulta que el hombre desea ver para no hacer el mal. ¿Pero qué es lo que ve con la claridad de su razón? Porque decir que ve el mal, pero lo evita, lo deja sin rumbo fijo. Le quita la posibilidad de actuar. Digamos entonces que reconoce el bien para actuar bien, aunque también sabe del mal.

Pero decir que el hombre ve el bien nos deja incrédulos cuando vemos que actúa mal. Algo en la naturaleza vidente (que ve y alumbra) ha de ser el punto capital del asunto. Decíamos al inicio que el hombre ve por deseo. Pero ¿Qué tal que viendo que ve, desea no ver? Para ello, cerrar los ojos no basta, que aún ahí dentro hay luz. Si todo lo ilumino, se dice el hombre, mis ojos no lo soportaran. Nada veré. Exagerando la solución, se niega el problema, es decir, entre más mejor.

La nueva obscuridad entorpece el andar del hombre. Ya no sabe para qué quería verse en las tecnócratas tinieblas. Quiere ver por qué lo atacan y él mismo se ha cegado. No puede defenderse de su ceguera autoinducida. Pero recibe otro flashazo y todo lo olvida, además sale sonriente porque sabe que con su libertad de ciego nada tiene que ver él en el mundo, porque a fin de cuentas, ya no hay hombre, ya no hay mundo. ¿Que la maldad existe? ¡Qué cerrazón, caballero! Alguna justificación le encontraremos. Pero de la cárcel, todos saldremos.

Justificarlo todo muestra que el hombre sí tiene miedo de su noche; no le importa si hay luz en ella, porque no quiere ver su dignidad: alumbrar en la obscuridad.

Javel