El vacío

El monje extendió la mano para tocar el vacío. Su discípulo lo miró desconcertado y preguntó si lo que había tocado no era el tronco de un árbol. En ese momento una rama se quebró y cayó justo en la cabeza del discípulo. El maestro, riendo, respondió, “el árbol, en su infinita benevolencia, te acaba de abrir la cabeza para que puedas vaciarla”.

 

Gazmogno

Alumno Zen

El maestro Zen reía

mientras el discípulo,

tragando, comprendía.

Jornada a las Tierras donde Nace el Sol (3)

Cuando mi amigo me pasó la taza, me pidió de manera delicada y serena que primero disfrutara de su aroma. Al tomarla con ambas manos me percaté de su temperatura y de la extraña sensación de la porcelana caliente. La acerqué lentamente a mi nariz sintiendo la tibieza del vapor, que exhalaba, en mi rostro e inhalando profundamente llené mis pulmones con el aroma de aquel líquido verduzco que me inspiraba tranquilidad y serenidad a la vez que reverencia. Imágenes de antiguos y olvidados senderos polvorientos llenaban mi cabeza, senderos otoñales desgastados por el tiempo y cubiertos con el oro tributado por los árboles marchitos que en alguna primavera remota volverían a enverdecer. Y me veía a mí mismo en medio de aquellos caminos, milenario, viejo y empobrecido, decidiendo direcciones.

Pero algo en la visión de ese anciano empezó a perturbarme; algo en su mirada; algo familiar. Una especie de intranquilidad comenzó a nacerme en la boca del estómago mientras la imagen del anciano se volvía cada vez más nítida; podía observar la textura de su barba, las llagas de la sed que carcomían sus labios, las arrugas que el tiempo había trazado en su piel como extraños ideogramas de una sabiduría perdida que, de alguna manera, contaban toda su historia, y lo más terrible de todo era su mirada: opaca y difusa como de quien ha dejado de ver sin perder la vista; mirada extraviada de quien ha olvidado el rumbo y no sabe ya qué camino tomar ante una encrucijada de cien direcciones; mirada que comprendí era la mía, y cuya angustia cayó sobre mí en ese instante con todo el peso de la realidad. De pronto, la intranquilidad nacida en la boca del estómago se desató recorriéndome por completo y paralizando cada fibra de mí ser. Mis sentidos se bloquearon y un millar de preguntas y pensamientos se arremolinaron en mi cabeza en una lucha a muerte por la supremacía. Me encontraba de nuevo sin dirección ni propósito, con una tensión interna tal que incluso respirar se me dificultaba y cada latido de mi corazón retumbaba en mi interior estremeciendo la cristalinidad toda de mi ser.

“Bebe”, escuché de pronto tan intensamente que no supe si era la voz de mi amigo o de alguna parte de mi interior.

Al primer sorbo un intenso calor recorrió mi cuerpo, cimbrándolo. Desde mi lengua hasta mi estómago comenzó a ramificarse por mis extremidades y mi cabeza como un río desbordado en poderosos caudales que barren con todo lo que encuentran a su paso. Un escalofrío me invadió y sentí claramente como si algo se quebrara en mil pedazos dentro de mí. En ese instante abrí los ojos todo lo que pude mientras llenaba mis pulmones de aire en un movimiento violento en involuntario. Me aferré desesperadamente a la taza y empecé a beber sin parar. Lo bebía todo: el calor hirviente que me quemaba las entrañas, la amarga serenidad que este néctar de oriente me producía, la necesidad de algo que por fin clamara la sed por tantos siglos padecida… y a cada sorbo me invadía una extraña sensación de purificación, como si el caudal que me estaba bebiendo barriera con los pedazos de un terrible naufragio dejándome solo y a la deriva en la inmensidad del océano.

Paradójicamente, entre más líquido ingería más vacío me sentía; vacío de todo: vacío de sentido, vacío de dirección, vacío de soledad, vacío de deseo, vacío de anhelos, vacío de vida, vacío de tiempo… y adentrándome en este vacío se fue terminando el contenido de la taza hasta no quedar ni una sola gota, y en ese instante pude sentir claramente cómo el tiempo en su totalidad se detenía, mientras una especie de oscuridad me envolvía obnubilándome la vista.

Jornada a las Tierras donde Nace el Sol (2)

Lo recuerdo muy bien, era una tarde de abril y había sido invitado a casa de un gran amigo que apenas regresaba del Japón. “Traje algo que te cambiará la vida”, me dijo con su habitual seriedad.

Cuando llegué estaba esperándome en la puerta vestido con un kimono negro y me pidió que me descalzara antes de entrar. En silencio cruzamos una amplia estancia hasta llegar a una puerta de madera que conducía a un pequeño cuarto. Dentro pude observar que la decoración iba muy acorde con la vestimenta de mi anfitrión y su reciente viaje al oriente: había un pequeño nicho dentro del que colgaba un lienzo de seda con unos caracteres japoneses finamente trazados, y frente a él se encontraba una pequeña y delicada flor que danzaba sutilmente dentro de un hermoso jarrón de porcelana antigua.

Con un gesto de reverencia, mi amigo me indicó que me sentara frente a una mesita al ras del suelo. “En sazen”, dijo, mientras se arrodillaba sobre los tobillos, con las rodillas juntas y los empeines hacia el piso. La posición era bastante incómoda, por lo que de cuando en cuando tenía que sentarme en medio loto para evitar que se me durmieran las piernas.

Mientras mi anfitrión sacaba algunos trastos de una caja que se encontraba junto a un hogar, me percaté de algo que había pasado inadvertido hasta ese momento. Un sonido como de agua cayendo llegaba cristalino hasta mis oídos. “Ah, comienza a despertarse tu oído”, dijo mi amigo, mientras me alcanzaba una tetera de metal y un par de tacitas de porcelana, “siéntelas para que se te desperece el tacto”. La sensación del metal y la porcelana en mis manos resultaba extraña y perturbadoramente similar a la del sonido del agua que llegaba a mis oídos. Cuando le regresé los utensilios, vertió un poco de agua en la tetera y la puso al fuego mientras machacaba un puñado de hierbas.

En ese momento reparé en el ideograma dibujado en el lienzo de seda y percibí que a mi alrededor había una cierta asimetría y frialdad que, de alguna manera, me proporcionaban una profunda calma. “Zen, es lo que acaba de despertar en tu vista”, dijo mi anfitrión mientras echaba las hierbas en la tetera. “Significa ‘meditación’”. En ese instante un olor añejo envolvió la estancia toda, aroma amargo que sugería sobriedad, vejez, y que poco a poco despertaba en el corazón una especie de dicha, de regocijo, como si de pronto a uno le llegara el recuerdo de algo largamente buscado, pero a la vez largamente olvidado; algo perdido que se encuentra cuando menos se le espera y, sin embargo, uno no puede dar cuenta de ello; como si un torbellino de recuerdos de lo que alguna vez fuimos revoloteara a nuestro alrededor y tratáramos, como entre sueños, de asirnos a él.

Absorto, tratando de descifrar ese torbellino, escuché de pronto lo que parecía ser un burbujeo mientras mi mirada se posaba tranquilamente en la tetera que ardía sobre el fuego, desvaneciendo cualquier residuo de pensamiento que se arremolinara dentro de mi cabeza. Fija la mirada sobre el metal y el oído en el agua hirviendo, comencé a imaginar cómo era que el agua burbujeaba dentro de la tetera; cientos de caprichosas e inestables perlas naciendo y muriendo y danzando, ora grandes, ora pequeñas, formando interminables hileras y flancos de vastos y terribles ejércitos aperlados atacando los pedazos de hierba, obligándolos a rendirse para ofrecer su esencia, sangre aromático que se derrama tiñendo el agua de un color verduzco, mientras el olor se volvía cada vez más penetrante, y una sensación de calor bajaba por mi garganta extendiéndose por mi pecho hasta llegar a mis brazos y culminar en la palma de mis manos. “El té está listo”, escuché como desde la lejanía, tratando de dominar mis sentidos para concentrarme en el momento en el que mi amigo vertía el contenido de la tetera en las dos pequeñas tazas de porcelana.

 Gazmogno