Pensaba el otro día que engañar no es lo mismo que mentir nomás, porque con la falsedad del engaño siempre viene un poco de malicia, o de ofensa burlona. No es en todos los casos, pero la mayoría de las veces en las que hablamos de engaño tenemos esa noción de que es una especie de insulto. Por ejemplo, si nos mienten por prepararnos una sorpresa, casi nunca reclamamos «¡me engañaste!». Este reproche lo soltamos cuando la mentira la dijo alguien insultándonos de algún modo con ella, puede ser porque al revelarse como mentira nos muestre también que el mentiroso piensa que no merecemos que nos diga la verdad de frente y ya; o puede ser porque sea molesto aprender que actuamos pensando algo que no era, cuando lo hecho ya no se puede deshacer. El mismo ingannare de donde dice el diccionario de la RAE que viene la palabra es traducido como «burlar». Yo diría que la burla es un tipo enojoso de insulto con el que se trata de hacer de alguien, o de algo que esa persona considera serio, objeto de risa de quien exento de la burla, la atestigua. Como solemos reírnos de cosas feas o pequeñas, o de poca importancia, es obvio por qué da tanto coraje haber sido convertido en alguien ridículo por creer en una mentira.
Todo mundo entiende también que engaño es un modo coloquial de hablar del adulterio, y en un uso tan extendido que a veces hasta se le llama así cuando el adulterio no es secreto; pero este uso ya es un exceso del sentido, pues es contradictorio pensar que se puede revelar a alguien la mentira como tal, y que siga creyéndosela como mentira. Me refiero por ejemplo a la contradicción de decir a alguien «te estoy engañando con esta persona», cuando esa frase revela el fin del engaño y la verdad sobre lo que antes se mantenía como mentira[1]. En realidad, si uno intenta encontrar cuál es la raíz del encono que casi cualquiera le tiene a este modo de engaño, se encuentra con la burla como la ofensa principal. Mientras más insultado se sienta el burlado, mayor su furia. Mas no hay burla para quien nota la concupiscencia del adúltero, ya sea antes o después de su acción, porque en tal caso la verdad sobre su disposición está a la vista. Podrá acaso haber una ofensa, pero ésta no es burla ni engaño.
Es claro que esto que digo depende de que la causa del adulterio esté en la disposición que inclina hacia la acción, y no en la acción misma. Sin embargo, es muy raro que se tome en cuenta al engaño de esta manera, porque lo más frecuente es fijarse en las acciones con mucha más fuerza que en otras cosas. Eso es lo que nos parece bien evidente y de donde la mayoría de las veces se sacan las conclusioines al respecto de quién es y quién no es concupiscente (u otro tipo de persona). Pero existe el problema de que, como hay cosas que por nuestra costumbre consideramos adulterio pero que no son consideradas de ese modo en otros lugares del mundo, tendríamos acciones que son y no son adúlteras; o más aún: ahora que el adulterio ya no es ofensa legal, tendríamos que preguntarnos por qué nos sigue pareciendo un asunto tan enojoso si ya no «debería de ser así» según la ley. Pero es diáfano que no son así las cosas: si el engaño del adulterio tuviera su raíz en la acción, entonces los asuntos del amor serían solamente convencionales y todo problema conyugal podría ser resuelto de antemano con un buen contrato que especificara qué cosas se harán y cuáles se omitirán, y de qué modos. Me refiero por ejemplo a que besar a alguien más de tal o cual manera no es un insulto a nadie por sí mismo, sino por lo que nosotros suponemos que significan tales muestras de afecto (y ya estoy suponiendo que muestran afecto). En un lugar en el que tomar de la mano a una muchacha es manifestación del deseo de casarse con ella, puede muy bien airarse quien mire a su esposa siendo tocada en la mano, mientras que aquí eso no es casi nunca visto más que como un asunto casual o de inofensivo afecto.
La vida cotidiana se mueve en una vorágine de nombres y acciones que nos dejan ver muy poco sobre la médula del problema del engaño, pues lo más corriente es identificar las acciones con lo que nombramos de ellas, y lo malo de eso es que tan distintas pueden ser dos cosas que se ven iguales como fueron distintos quienes las hicieron. Tan es así, que cuando se discute si alguien ha o no engañado a otra persona, se convierten en elementos fundamentales de la discusión si los involucrados son o no novios, o esposos, como si un par de «novios» siempre fuera idéntico a otro en lo que toca a la sinceridad o la mentira. Este nudo de títulos y comprensiones de las acciones obstaculiza más de lo que ayuda a entender en qué consiste el engaño. Para haber sido burlado alguien tiene que haber quedado en ridículo por creer que era serio lo que no lo era, y dependerá de cada quién sopesar qué tan cándido y confiado fue como para sucumbir a la mentira, pues es cosa más risible haber creído en lo más obviamente falso. Por esas razones yo opino que no puede reclamar haber sido engañado quien conoce la disposición del mentiroso, pues ya no cae en el engaño. Y del mismo modo, no tiene por qué alguien temer ser engañado si conoce la disposición del otro para serle sincero. El que sabe de qué modos puede ser insultado sólo puede serlo de frente.
[1] Dicho sea de paso, entre la 22ª edición del DRAE y la 23ª hay una interesante diferencia en la definición de «adulterio»: la primera habla del «Ayuntamiento carnal voluntario entre persona casada y otra de distinto sexo que no sea su cónyuge», mientras que la última dice lo mismo pero omite la distinción del sexo.
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