Plana ciencia

Ilustrados mucho o poco, solemos pensar que es provechoso para la sociedad que se divulgue la ciencia. En realidad, la información científica divulgada es impactantemente menor a los resultados de las muchísimas investigaciones patrocinadas por gobiernos y concejos universitarios en todo el mundo. Pero desconozcamos ese detalle provisionalmente por la suma complicación de su naturaleza. Será más fácil enfocarnos en esa idea que nos es tan cómoda, tan común, tan suave para nuestro pensamiento como que algo pesado es jalado por la Tierra, de que es provechoso para la sociedad divulgar la ciencia. La causa es muy sencilla: conocer la verdad de las cosas de este mundo nos surte de bienes. De éstos, los que más frecuentemente se ofrecen a la vista son los más útiles (cosa que se entiende porque son los más vistosos); con los que se explica, por ejemplo, que es gracias a nuestro conocimiento de las magnitudes físicas de los materiales que somos capaces de construir puentes kilométricos, o que el conocimiento de los pormenores eléctricos de los órganos humanos nos permite idear soluciones, producidas en masa, que regulan su funcionamiento en casos de enfermedades. Por la difusión de los descubrimientos psicológicos es más probable que halle comprensión un autista y gracias a la ciencia política no toleraríamos nunca más vivir bajo regímenes tiránicos u oligárquicos.

Otra idea, menos difundida aunque no por mucho, es que la ciencia requiere para su realización un ánimo desafiante, un arrojo marcado por la duda antes que la asunción irreflexiva y la apertura al descubrimiento, un ímpetu difícilmente contenido por la ortodoxia o impedido por el conformismo –que no es otra cosa que una corrosión del carácter provocada por esa ortodoxia–. Si tienen oportunidad, hablen con algún científico al respecto. Lo más probable es que les diga que esa imagen es bastante fantasiosa y que el trabajo científico es mucha más rutina, grilla y burocracia de la que uno primero sospecharía; pero aunque ésta sea una importante observación, podemos dejarla al margen mientras consideramos que el paradigma de hombre de ciencia que se nos presenta desde que somos pequeños se parece mucho más a esa fantasía. Nos enseñan a admirar a Galileo prefiriendo la verdad a la propia vida, a Newton descubriendo la llave del universo que permaneció escondida por milenios o a Einstein desafiando las convenciones gravitacionales en contra incluso de antiguos gigantes astrónomos.

Hay una tensión entre estas dos ideas. Cuando la divulgación de la ciencia se realizara por entero, todas las personas por igual aceptarían y aprenderían todo lo que hay por saber tal como es. Se lograría educar en el terminado y comprehensivo dogma de la verdad universal. Pero al mismo tiempo, el ánimo científico estaría eternamente desafiando el dogma simplemente por ser ortodoxo, sin atender si es o no verdadero, y jamás la gente educada para desplegar tal ímpetu podría aprender lo que la ciencia divulga. Esta contradicción frente a la ciencia resuelve a momentos la tensión devaluando alguna de las dos convicciones o ambas. Por ejemplo, pensemos que la mayoría de las veces la ciencia no se enseña en realidad, sino que más bien se ayuda de imágenes inexactas para persuadir a personas neófitas de asentir ante modelos, conceptos o sistemas que se quieren divulgar. Es decir, se vulgariza la ciencia. Es mucho más fácil concebir distancias en un planisferio representándolas como líneas rectas, aunque no sean así exactamente, que haciendo cálculos de curvas sobre secciones de esfera u ovoide. El resultado no es el conocimiento de la verdad sobre alguna parte de la totalidad universal, sino la aceptación pública de cierta doctrina. Pensando en el otro lado, se educa con el discurso de la belleza del espíritu desafiante, pero al mismo tiempo se caricaturizan algunas doctrinas de manera que se tiene algo para desafiar incluso cuando no se cuenta con muchas ganas de meterse en verdaderos problemas. A los ojos de la opinión común sólo hace falta decir que «la religión no es sino colección de supercherías primitivas» para ponerse la camiseta del equipo de la ciencia. Y celebramos con razón que por decirlo nos echen porras y no piedras. Estos dos suavizantes ‒el de la divulgación y el de la infatuación científicas‒ no solamente alivian la tensión, sino que forman una dinámica perfectamente comprensible y cómoda, hasta lógica, en la que parecería que nunca existió ninguna contradicción. Así, la gente de a pie podemos asentir al proyecto de educar a la humanidad siempre que desafiar tal o cual añeja norma nos rinda los beneficios útiles y vistosos que estamos esperando de nuestra ilustrada civilización. Somos valientes que ponen en duda toda convención… o eso nos dicen y no tenemos por qué ponerlo en duda. Al asentir a lo dicho por los expertos nos convertimos automáticamente en expertos nosotros mismos, ¡y sin haber quemado ni una sola pestaña! Incluso para el autoestima es una ganga: somos parte fundamental del mejor y más benéfico cambio que ha sufrido el mundo humano jamás y lo único que tuvimos que hacer fue ser nosotros mismos.

Una verdadera educación científica de toda la sociedad es imposible, para empezar, porque no existe tal cosa como el científico todólogo que pueda hacerla de maestro mundial. Todos los científicos son especialistas a tal grado de finura que, por así decir, entre un químico electroanalítico y otro podrían no entenderse nunca porque uno se dedica a la formación de sistemas que permitan cuantificar electroquímicamente la concentración de dopamina en una muestra dada, mientras que el otro intenta perfeccionar métodos de electrodeposición para sintetizar catalizadores para celdas de combustible. Los resultados de sus investigaciones se harán más o menos conocidos dependiendo de las instituciones que les den los fondos y de las revistas que los publiquen. Ninguno de los comités a cargo de las revistas prestigiosas de divulgación científica tiene representantes de todas las especialidades, ni tiene por qué esperarse de ellos cosa tan descabellada, que sería como esperar de un vivero que contenga cuando menos un espécimen de cada distinto vegetal sobre la Tierra1. Y todo esto no es demasiado escandaloso porque tampoco es posible que todas las personas sean férreas defensoras de la verdad sin asegunes, en todas sus formas, feas o hermosas, finas o gruesas. Francamente, a pocos les interesa. La ciencia suele interesar por sus efectos, por los resultados que porta2. La resistencia del material del que está hecho el puente kilométrico no importa a prácticamente ninguno de los que lo cruzan más de lo que les importa que el puente esté ahí para ahorrarles la vuelta, esté hecho de concreto, madera o cristales de nitrato de uranilo. A la mayoría de las personas les daría igual si la Tierra girara al rededor del Sol o si fuera viceversa, si todo lo demás en sus días fuera igual. Ésa es la vida real de la mayoría de nosotros los ilustrados contemporáneos.

Con todo, últimamente ha estado dando vueltas la noticia de la existencia de los Flat-Earthers. Entre la sorpresa, la incredulidad y el escarnio de todos los demás, se trata de un grupo considerablemente numeroso de personas, especialmente en Inglaterra y Estados Unidos, que dedican sus esfuerzos a contravenir la doctrina de que la Tierra es redonda y a sostener que más bien es plana. No son una sociedad nueva, pero últimamente han estado llamando la atención por su incremento (de hecho hay varios de estos grupos más o menos serios, pero por ahora consideremos solamente la Flat Earth Society como representante del resto). Las redes sociales han ayudado mucho a compartir su discurso, entre los que lo creen y los que lo toman a guasa. En una convención recién celebrada este noviembre, miles de personas asistieron gustosas a conocer a sus congéneres y a disfrutar conferencias acerca de las implicaciones lógicas y prácticas de que la Tierra sea plana. Y créanme, ellos son en verdad más ilustrados que los ilustrados contemporáneos. El mismo valor que se admira en Galileo es necesario para decirle al mundo entero, con todo y sus agencias de exploración espacial y su tradición educativa centenaria, que están equivocados quienes suponen que la Tierra es redonda. La agrupación se presenta con la intención de fomentar el pensamiento crítico, de negar el dogma que no ha sido probado y de confiar en las capacidades propias para realizar razonamientos científicos antes de acceder a ninguna conclusión. Y esto no es cosa ligera: ¿qué fuerza puede tener la tradición, por más que sea centenaria, si es irreflexiva, contra un instante de visión en ojos propios para contemplar la verdad? (Que no se diga que es imposible para un ilustrado ponerse romántico). Las consideraciones de este grupo son, a su propia vista, muy serias y comprensiblemente mal recibidas por la mayoría de las personas; después de todo, esa mayoría es la que está educada desde la niñez para repetir doctrinas que no entiende. Argumentan tanto positiva cuanto negativamente. Los sentidos, dicen, son nuestra primera aproximación al mundo y su verdad, y nunca ha de desconfiarse de ellos si no se presenta antes una razón para ello tan convincente que no deje ninguna duda; el peso de la comprobación recae en los que nos quieren convencer de que no vemos lo que vemos, no al revés. Y si uno se fija bien, toda observación personal que se haga, siguen diciendo, del horizonte o de la perspectiva al escalar una montaña, nos mostrará sin reservas que no hay ninguna curvatura a todo lo largo del mapa que no sea solamente un accidente geográfico. Los experimentos que proponen trazar una recta de la visión para después corroborarla a lo lejos o a lo cerca usan telescopios, boyas, faros, observaciones del mar y movimientos de banderas o velas de barcos; y éstos siempre concluyen que no podría ser redonda la Tierra, pues de lo contrario la visión se perdería allá donde no se pierde: la recta de la visión coincide siempre en el punto de la observación independientemente de la lejanía o cercanía de los objetos hallados en una recta correspondiente a la planicie terráquea, por más alejado que esté el horizonte. ¿Y las fotos de los astronautas, los estudios astronómicos, los cálculos de aviación o de predicción meteorológica? La respuesta que dan los planitérreos es que algunas de estas cosas son resultado de la propaganda política y otros de coincidencias que pueden ocurrir lo mismo para una Tierra redonda que para una plana. La cereza del pastel retórico es esta consideración de aire conciliatorio: ellos dicen que la doctrina de la Tierra redonda no es un intento malintencionado para engañar a la población (¿qué se ganaría con ello?); lo que en realidad pasa es que las grandes fuerzas políticas que apoyan el dogma creen que la Tierra es redonda pero, aunque no tengan los medios para comprobarlo, fingen que lo han hecho porque lo que les interesa en realidad es un discurso internacional fuerte, cuya raíz fue la carrera de expansión que en la Guerra Fría libraron EEUU y la URSS y cuyas ramitas son todas las querellas políticas entre potencias mundiales de hoy.

Los experimentos que aquí refiero, lectores, son todos derivados de los que dio cuenta Samuel Birley Rowbotham3. Apenas uno considera que todos son el mismo experimento, nomás maquillado por acá o por allá, y que en él se cae en la tremebunda omisión de las distancias continentales y de la refracción de la luz, queda todo su fondo demostrativo sin un gramo de crédito. Y leer la explicación que los planitérreos ofrecen de las observaciones de la gravedad es apenas un paso menos irrisorio que escuchar a algún compañero pedestre explicar la teoría de las supercuerdas. Sin embargo, eso no es lo importante. Es un deleite observar que en tantas personas sobrevive tan vivo el fuego ilustrado de la divulgación científica y el desafío a las convenciones, que están dispuestos a poner a prueba con todo el rigor del que son capaces, la que muchos propondrían como la más ridícula de las nociones en la ciencia natural. No son intransigentes ni absurdos, al contrario, actúan con mucha congruencia. A menos de padecer de una mente poco reflexiva, de golpe caerá uno en la cuenta (apenas se pase la risa), de que la mayoría de los que desprecian a la Flat Earth Society de hecho no podría demostrar matemáticamente ni el movimiento de la Tierra al rededor del Sol, ni la necesidad de su forma ovoidal para que la intensidad de su campo gravitatorio acelere 9.81 metros sobre segundo al cuadrado los objetos a ella sometidos4. Podrá la vida llana alejarnos de las verdades del universo, pero la tendencia naturalmente humana a conocer no dejará de aparecer en nuestras sociedades, por más que las contradicciones en las que vivimos parezcan haberla sofocado por entero. ¿Y no son una lúcida, brillante muestra ellos que en pleno siglo XXI defienden que la Tierra es plana? ¿Importa si están bien o no?5 ¡Celebremos que nuestra educación aún puede rendir estos frutos! Y es que con éstos que han aprendido todo lo importante del furor por el mejoramiento de la humanidad y el reparto de mercedes a su género, ¿quiénes dirán entonces, hombres de poca fe, que la Ilustración no ha sido todo un éxito?


1 Eso por no mencionar que aquello de la rutina, grilla y burocracia de la profesión científica domina aquí con máxima fuerza.

2 No es gratuito tampoco que usemos como usamos la palabra ‹importar›, con la idea de que si nos interesa es porque nos da algo que viene de fuera.

3 Parallax, Earth Not A Globe, 3ª edición de 1881. Más exactamente dicho, muchos son derivados de estos experimentos, pero varios razonamientos que ofrecen tienen también otras rutas, algunas más antiguas.

4 Con más exactitud, son 9.80665 m/s2, al nivel del mar.

5 «La ilustración estaba destinada a convertirse en ilustración universal. Parecía que la diferencia de dotes naturales no tenía la importancia que le había adscrito la tradición; el método probó ser el gran igualador de mentes naturalmente desiguales» y «La nueva ciencia política pone en preeminencia las observaciones que pueden hacerse con la máxima frecuencia, y por lo tanto, por personas con las capacidades más mediocres. De este modo culmina frecuentemente en observaciones hechas por personas que no son inteligentes sobre personas que no son inteligentes». Leo Strauss en Liberal Education and Responsability y An Epilogue, respectivamente.

Una muerte radical

Una muerte radical

Estaba detenido, de pie, absorto en torno a un suceso mundano, tanto como puede serlo cualquier cosa que nos sorprenda. Digna de sorpresa era también esa pausa. No era la prisa su costumbre, no gustaba de cortar el viento con prisa negligente. Miraba encogido el suelo. Había tirado un montón de papeles por la torpeza de sus manos, que no se alineaban con su control impuesto. Le sorprendió la presencia de una hormiga, que parecía huir de todo ese ajetreo al que era ajena, pues eso hace la organización colonial de esos insectos que sirven a veces de espejo científico detrás de una vitrina. Era sorprendente porque estaba en medio de la calle. Así no se comportan esos animalejos. Él no era dado a sorprenderse. Tal perplejidad podía ser interpretada como parte de su torpeza burocrática. Olvidó por un momento el nerviosismo que le había arrebatado la estampa señorial que la daba el saco color azul marino que portaba. ¿A dónde iba esa maldita hormiga? No podía ser solitaria. Su memoria lo atacó con el recuerdo de una película: la otra mano trémula, emoción disfrazada de seriedad, que recogía sus papeles caídos debido al choque empalagoso y totalmente accidental de dos caminos. Ahora sólo estaba esa hormiga, que no daba mirada gentil y que no fingía tierna demencia con los ojos en pugna entre el suelo y su rostro. Se dirigía extenuada con su alimento a su refugio.

Se levantó en cuanto terminó de levantar aquel desastre. Perdió de vista al animalito. Recordó lo que lo apremiaba. Esos papeles eran importantes para su jefe, que lo había llamado con esa voz imperiosa que ya había identificado como signo evidente de su apuro. No sabía qué los hacía importantes (o al menos fingía no saberlo), hasta que los vio regados como agua y no pudo entonces inventarse versiones secundarias. Nombres, ubicaciones, teléfonos, rostros, debilidades, preferencias. Regresó el nerviosismo que lo había conducido a ese accidente en primer lugar. Pensó en la manera de justificar su retardo.

Estamos contigo, mi Henry- espetó Javier, que lo había encontrado justo a punto de renovar su nervioso paso rumbo a la ubicación de su jefe.

Javier era un antiguo conocido, compañero de la preparatoria y la licenciatura, pero nunca pudo llamarlo su amigo. Lo había abordado con esa frase publicitaria que Enrique (Henry) había propuesto como slogan de su jefe y de toda su empresa. ¿Estaba ahí de nuevo ese viejo sarcasmo por el cual él nunca consideró reducir distancia emocional entre ambos, con esa frase que parecía mostrar algo de conocimiento de su trabajo por parte de su excompañero? Sólo él y unos cuantos más sabían o creían saber lo que hacían. Sólo él y su equipo se sabían creadores de aquella frase.

-Parece que tú también eres víctima de la publicidad- respondió Enrique, buscando la manera de encarnar esa sospecha suya en un intento de regresar lo que le pareció una burla en torno a su espíritu corporativo. Y sonrió para sí, al tiempo que mostraba una mueca que era una farsa de bienvenida. Su respuesta obedecía a que Javier siempre se creyó limpio de todas esas aspiraciones modernas que compartió su generación. Estudió, decía, para sobrevivir, pero no quería cambiar las cosas, y eso, según decía, era lo que lo hacía distinto a los demás. No tenía ambiciones del tamaño de sus compañeros, por lo cual no podía entrar en esa lógica que se convierte en depredación en el momento de competir curricularmente. No se decía realista. Creía, según dijo en más de una ocasión, que el realismo era parte de una dialéctica que debía rebasarse, para no ser esclavos del mundo moderno. Eso lo sabía bien Enrique, quien se acomodaba ahora el cabello engominado, revisando, sin espejo, que su peinado estuviera aún formado para el momento fotográfico de ingresar por primera vez en el día al recinto de mando. Por eso su respuesta le divertía, al tiempo que le permitía pensar en su ligera revancha con placer.

Pero Javier lo abrazó, como si estuviera dispuesto a olvidar esa lucha relampagueante entre egos. Él sabía que Enrique no podía hacer nada para vulnerarlo moralmente mientras siguiera sirviendo a ese aparato laboral.

-¿Qué haces mirando hormigas, cabrón? ¿A poco estás renovando la burocracia introduciéndole momentos dramáticos de autognosis y reflexión?- le respondió mientras le estrujaba la mano, terminando el ritual tradicional del saludo familiar, amistoso, con un tono que además del sarcasmo reiterado lo hacía convertirse en una especie de juez, como si leyera todo a la manera de quien dialoga con un narrador omnisciente.

Le sorprendió que hubiera podido notar su nueva afición. Se preguntó si había alcanzado a observar el desorden con los papeles, además del contenido de cada hoja, y sólo alcanzó, el nerviosismo ahora convertido en un capullo para la vergüenza, a responderle con poca amabilidad:

-Nada, iba yo a entregar algo; eso fue accidental, no seas mamón- terminando con una risa nerviosa, que evidenciaba su deseo por despedirse de inmediato, pero con cordialidad. No podía traicionar el espíritu de esa frase, creada por él mismo, y mucho menos en frente de ese juez espontáneo que aparecía para recordarle eficazmente el asco y el vértigo que él mismo había sentido al momento de ver esos papeles de cerca. El mismo asco que lo hizo distraerse fácilmente con el paso de una hormiga solitaria. Un sonido metálico poco conocido por él le hizo el favor de terminar abruptamente aquella primera conversación. Sintió una férrea presión en su vientre.

-No te muevas, y no cambies de semblante- le dijo Javier mientras sostenía lo que parecía un revólver, una extensión de ese ego calmado y alegre segundos antes. La calle era poco concurrida. Sólo estaban ellos dos y la hormiga escondida en alguna grieta cercana, quizás.

-Quizá por ello la hormiga podía caminar sin temor- pensó, mientras el escalofrío recorría su ser. La piel se le erizó. Controló el temor de sus manos. Javier lo hizo caminar en línea recta por un callejón cercano, mientras lo abrazaba.

-Sabes bien lo que haces- volvió a decirle el del revólver. –Esos papeles no van a llegar a ningún lado. Pensé que eras más inteligente, mi Quique. Pensé que tú eras quién movía secretamente los hilos en la mente de tu jefe. Sabes que la dominación es un teatro, ¿no? Es una mentira radical que tiene que terminar. La burocracia no seguirá metiendo las narices hasta en nuestra privacidad-. El revólver hacía una sátira de sus palabras. Pero parecía que eso no le preocupaba. Con un tono de jactancia, le dijo en voz queda y soltando una débil carcajada, como si hablara solo: “¡Mírame queriendo cambiar las cosas!”.

-¿Para quién trabajas?- terció Enrique.

-Todos y nadie sabemos para quien trabajamos. El rostro de nosotros está en cada uno de los demás. Abolir la ilusión del éxito es desmentir tu felicidad. Estamos contigo, ¿recuerdas? Lo acabo de decir, Henry.

-¿Qué tiene que ver tu perorata nihilista con…?-

-No seas imbécil. No hago esto como terrorista. No pienso ir en contra del sistema sólo por robar una bola de papeles-.

El callejón terminaba en un estrecho paso entre dos casas, que daba hacía un amplio jardín en el que tampoco había nadie. Lo había alejado lo suficiente de su jefe para que nadie oyera un posible disparo o enfrentamiento. Su teléfono sonaba. Intuyó que era una llamada para apurarlo. No podía contestar. Estaban frente a frente de nuevo; él sostenía el arma con vehemencia todavía.

-La pistola sólo es teatro ¿No me pusiste atención? ¿Qué más te hubiera jalado hasta aquí? El éxito se ve bien en ti, Quique. Seduce como una puta, ¿no? Apuesto a que no sabías que tu jefe es también el mío. Es mi padre. Esta es su pistola, de hecho. Le inserta más dramatismo al asunto. Te gusta todavía el teatro como en la escuela, supongo. Ni cuenta te diste del parecido. Te confieso, aquí, abruptamente, que he pensado en el parricidio, pero no funcionaría de nada. Seguiría en mi rostro, en mi voz. Eso me enfurece más. Te traje aquí para que presencies un finale, como dicen esos que escriben guiones. Tú debes ser el único espectador. Te aviso que no vas a morir, eso te lo dejo a ti. Eso te compromete. Espero que sepas qué hacer con todo, pues por eso eres exitoso, según recuerdo. No son celos profesionales ni familiares. Verás un final digno. Llámalo, si quieres, un mensaje absurdo con doble intención, para que sueltes de nuevo tus papelitos, que parecen un libreto valioso por la manera en que los sostienes ahora. No cambiar nada, en eso está el secreto en contra del éxito-, y la oración fue terminada por el punto final de un estruendo. La sangre de Javier salpicó sus brillantes zapatos. Soltó sus papeles, que volaron con un aire violento que se apoderó del ambiente justo después del disparo. Una mezcla de histeria y miedo incontrolables lo invadió.

Se levantó como el filo de una navaja suiza, rompiendo el silencio nocturno con jadeos, empapado en sudor. Vio sus manos, el techo, el suelo y las ventanas para asegurarse de haber vuelto de esa muerte extraña. Apacibilidad total. Se puso de pie y buscó con la mirada el montón de papeles. Pensó en no entregarlos. Pero su pensamiento se disipó gracias a ese garrotazo de realidad. Un sueño después de todo. Una exageración a partir de un encargo tan simple. El nombre de Javier, el suicida, y su rostro aparecían hasta arriba de esa pila. Supo cómo se fraguó tal sueño. El frío del revólver desapareció. Y como si le hubieran disparado, regresó para cruzar el umbral del sueño.

Tacitus

La ruina del progreso

Los que descubrieron las ruinas del complejo fueron celebrados en el pueblo, y el recuento de lo que allí se había encontrado pronto pasó a ser parte de la memoria viva. De lugares como éste sólo se sabía por menciones dispersas en algunos documentos, o por historias heredadas. Ahora podían recorrerlo y ponerse en el sitio mismo, como si participaran de una jornada en el lugar. «Alguna vez ‒explicaba con aire orgulloso el conocedor del pasado‒ edificaciones como ésta agrupaban personas que ocupaban sus días en tareas sin fin. No sabemos bien por qué. Pero parece que eran muchísimos y había que meterlos a algún lado, probablemente para que ni murieran de letargo ni se alebrestaran demasiado». Una muchacha que escuchaba con la curiosidad desbordándosele preguntó «¿qué clase de tareas?». Pasaron entre los cuerpos momificados separados por sombras en el piso, que habían pertenecido alguna vez a particiones que, según daba de verse, dividían a esos cautivos en cubículos. Muchos de ellos aún tenían restos de tela mezclados con lo que alguna vez fue piel y aunque ningún asiento o soporte se había conservado completo, algunos cuerpos delataban la posición en la que habían hallado el fin. La chica notó que uno tenía las trazas en el pecho de lo que seguramente fue una corbata. «La mitad de sus tareas ‒fue la respuesta del hombre‒, consistía en inventar nuevos procedimientos con abundantes pasos, no se sabe con seguridad para conseguir qué. La otra mitad consistía en seguirlos y velar por el apego a los procedimientos». Ella lo miró. Le hizo saber que no estaba satisfecha. No tenía sentido para ella. Trató de contrarrestar la falta de la curiosa participante: «Pensaban diferente. ‒Pensó un poco antes de continuar‒. Mira, si tú tienes que lograr algo, te inventas los pasos para conseguirlo ¿no? Ellos hacían algo así, nomás que al revés: tenían que seguir ciertos pasos, entonces se inventaban el objetivo». «Pero ¿por qué tenían que…». El guía sabía que no había manera de explicar lo que la muchacha quería entender. No había muchas razones que ofrecer. Se esforzó de todos modos: «Quién sabe, tal vez creían que le debían gratitud a la máquina de archivo, el Sistema. Pues si éste les dictaba qué hacer, qué se podía y qué no, y de qué modos, ellos así tenían que hacerlo. ¡Si hasta para cambiar el modo de hacer las cosas tenían que hacerlo de cierto modo preestablecido!». La muchacha había venido porque algo en los vestigios de los últimos días de pueblos y ciudades la cautivaba. Ya había visto antes las ruinas de Pompeya, las de Tulum, las de Petra… pero nada se le parecían a esto: aquéllas sugerían propósitos. Caminaron así hasta llegar al pie de un arco muy grande sobre el cuál aún se leía en una lengua antigua «oficina del sindicato». El conocedor explicó los restos y objetos valiosos encontrados ahí, que se creía había sido el lugar más sagrado del edificio. Cerró subrayando que si eran tan importantes estas ruinas para dar testimonio del pasado era por la prodigiosa conservación en que se encontraban sus muchos ocupantes, que se habían mantenido ahí, todos en un mismo lugar. Al terminar esta exposición la muchacha preguntó «pero ¿cómo fue que se quedaron aquí hasta morir?». El conocedor sonrió. Ésa era una pregunta cuya respuesta sí estaba documentada y él podía darla con seguridad: «Se les cayó el Sistema».

Tiranos de Oficina

Burocracia es el nombre del gobierno de las oficinas. Eso es lo que quiere decir esta palabrita tan acudida en nuestros días. A cualquiera que no comparta mi miedo de los burócratas lo invito a que piense en el poder que representa en nuestras vidas tal tipo de dominio para que pronto caiga en cuenta de qué tan extensa es nuestra dependencia. En nuestras instituciones se acostumbra no solamente llenar de poder a las oficinas que se encargan de administración de los recursos, sino que todo movimiento pasa por ellas y responde a sus estatutos antes de que pueda realizarse. Las nuevas pautas de una oficina no vienen sino de otras oficinas. Una oficina, repleta con un montón de gente nadando entre documentos, sellos e impresoras, gobierna nuestras instituciones, y se supone que son éstas en las que confiamos para gobernarnos nosotros mismos[1]. Tenemos entonces que quedarnos con el orden impuesto para no sufrir el desorden y, desafortunadamente para cualquiera que anhele ser libre, elegir entre dos males no es libertad.

Cualquiera que viniera de visita de un tiempo o lugar remoto diría de regreso a su hogar que amamos la confusión y la contradicción. Esto no es más notorio en algún otro sitio que en la burocracia, en la que los «servidores» gobiernan nuestro futuro. ¡Ay de quien indisponga a un servidor público!, porque su trámite se atora. Aún así llamamos servidores a los que trabajan en las oficinas. Poderosos nuestros sirvientes que nos dicen cómo podemos y cómo no tomar las decisiones de nuestras vidas. Es loable que prefiramos el orden al desorden; pero creer que es posible erigir para todos los asuntos un mismo sistema mecánico de respuestas predeterminadas es necio. ¡Y es allí donde se pone más ridículo todo! Creemos que es posible que, si las oficinas funcionan bien, los problemas y anhelos de cada individuo separado se puedan reducir a un sistema general que conozca respuestas a todo caso posible. Pensamos –por quienes dicen que soy un exagerado– que aunque esto no va a lograrse jamás, serán pocos los casos en los que estos complicados sistemas de respuesta a casos particulares no den con la solución genérica. Y para no decirlo tan rebuscadamente: lo ridículo de la burocracia es que para ella confiamos en que la prudencia y el buen sentido se pueden substituir por un formulario bien hecho. Es como decir: «no tendremos nunca gobernantes capaces, pero por lo menos podemos ponerles montones de trabas por si tratan de tomar malas decisiones», y con ello pensamos en que sí hay quienes sean capaces para pensar en tales trabas. Esta confianza no sólo nos ha hecho invertir miríadas de recursos en la realización de tan inhumano proyecto, sino que en lo que se completa, nos ha hundido en un mar de papeleo –o de datos digitales– tan obviamente estúpido que lo único que tiene sentido es pensar que de alguna manera tuvo que acostumbrarnos poco a poco a su aspecto antes de que hubiéramos decidido seguir ahogándonos en él. Si antes de la gradual y lenta instauración de la burocracia se hubiera visto el papeleo necesario para sacar un título universitario, nadie se hubiera aventado el papelón de proponerla[2].

Y lo más temible de todo este asunto es que parte del yugo inamovible de la burocracia se debe a lo bien que se oculta y cuela entre las figuras y espejismos que nos creemos que gobiernan. Ella no nos gobernaría tan eficazmente si nos diéramos cuenta de que así lo hace. Pero lo logra, porque está calladita debajo de lo que creemos que tiene el control de nosotros mismos. Puede cada quien pensar en su ejemplo para esto que digo con este esquema: una persona en una oficina desea hacer algo que según su juicio es necesario hacer; pero no existe ningún formato que lo autorice y los que sí están disponibles no tienen ese rubro. Lo que pasa entonces es que tal decisión no se toma, y ese movimiento no se hace. Nadie puede hacer nada que esté fuera de las formitas. El oficinista (casi siempre malencarado) no puede cambiar los rubros de la computadora sin la clave, que tiene la encargada que no puede añadir nada sin el programador, que hizo en primer lugar el programa sin libertad de nada más de lo que le pedía esa sección del Gobierno, que no puede pedir nada que no… etc. Qué demeritados tiranos atendiendo tras ventanillas, con oficios por heraldos y sillas de plástico por tronos. Y qué demeritados los así tiranizados, también.

Lo bueno es que en un ambiente aparentemente tan obscuro y triste, aún nos queda reír cuando se hace una encuesta para conocer cuál de los trámites oficiales es el peor, y para participar en ella, es necesario llenar un pequeño formulario: ¡la extensión de nuestra libertad!

 


[1] Aun más miedo me da pensar en el número de sindicalizados que trabajan en las burocracias mexicanas, pero eso es tema aparte y de implicaciones más ácidas, aunque no más profundas.

[2] Para titularse por la UNAM es necesario hacer un trámite para comprobar que uno ha terminado sus estudios en la UNAM, cuyo requisito inicial es haber terminado sus estudios en la UNAM. Por supuesto, es un trámite que cuesta dinero.

Ceguera académica

Para mis amigos que serán maestros.

Huid de escenarios, púlpitos,

plataformas y pedestales. Nunca

perdáis contacto con el suelo, porque

sólo así tendréis una idea aproximada

de vuestra estatura.

Cuenta una leyenda urbana -quizá no muy exagerada- que en los tiempos gordos del Priato el presidente preguntaba qué hora era y un oportuno lamebotas contestaba “la que usted diga, Señor Presidente”. ¡Tal era la eficiencia burocrática! Que esa eficiencia no hiciese bien al país, sino que tan sólo cobijase la dictadura perfecta que caracterizó nuestra presidencia imperial es otra cosa. Que el modelo burocrático sea consecuencia de sociedades que se tildan de modernas, que se presumen respetuosas de la dignidad humana y que se asumen ejemplaridad política del porvenir del hombre es lo que deberíamos pensar. Si uno de los rasgos característicos de la sociedad ilustrada es la abolición de la esclavitud, uno de sus enveses más recalcitrantes es la aceptación de la propia esclavitud esperanzada en la bonanza venidera. La servilidad autoimpuesta encontró su sentido en la esperanza del progreso y la reificación del ideal progresista exigió como primer estadio a la academia: así los espacios académicos se colmaron de burocracia.

Siguiendo el impulso moderno de vituperar a lo antiguo, de superar lo arcaico, los centros educativos que se tildan de modernos han devaluado la maestría de los maestros para hacerlos sólo un escalón más del ímpetu progresista de la burocracia educativa. Ahora, sobre todo en ciertas universidades, el maestro no tiene respeto por su saber, por su condición de maestro, sino por su escalafón en el todo piramidal; simultáneamente, mientras podría esperarse que la igualación al maestro viene del cultivo en el saber, en la realidad se iguala al maestro subiendo escalones, haciendo currículo, invirtiendo en capital educativo. Las conferencias, la inclusión en un programa de investigación determinado, los talleres, la selección de cierto asesor de tesis, los diplomados, las cartas de recomendación, los cursos, los seminarios de investigación, los coloquios y la obtención de becas sólo sirven para escalar. Se hace carrera académica para juntar tal cantidad de constancias y diplomas que apilados al pie de la escalera sirvan como escalafón para una subida menos trabajosa y más elegante -porque entre los nuevos esclavos la elegancia está de moda-.

Las consecuencias no podrían ser peores. Primero, se tira por la borda el afán de saber, y con ello se despide alegremente -desde la baranda y con posgrado en mano- a la educación de calidad. Segundo, se elimina por completo la posibilidad de una relación amistosa de acuerdo al saber, pues en este esquema el interesado por el maestro no se acercará a él por el conocimiento, sino por el prestigio curricular que le aporta (certificado de calidad asociado a la marca). Y finalmente, en tercer lugar, se llega a ser maestro por afán de poder, porque se quiere estar por encima de todos, incluso de los que nos son superiores.

Parece que los maestros ubicados, quizá sin haberlo deseado, en la pirámide burocrática de la educación no suelen darse cuenta de su difícil posición, pues no logran percatarse de la inutilidad completa de preguntar la hora, esto es, de promover diálogos académicos. Sus libros, sus conferencias, sus artículos nunca serán escuchados, se perderán en el mar de los discursos, vagarán por siempre privados de un diálogo honesto. En su condición no recibirán más que elogios zalameros y oportunistas participaciones de los discípulos más prestos a escalar, ocupar su lugar -ya oropelado- y disfrutar el boato de una gran trayectoria académica. Los maestros se rodean de cuervos silenciosamente. A menos, claro, que ya no haya maestros y todo en nuestra vida académica sea mera exageración.

Námaste Heptákis

Electolalia. El pasado domingo 10 de mayo Andrés Manuel López Obrador dictó los lineamientos de conducta a los diputados que representarán sus intereses en la próxima legislatura. Mandó rechazar completamente cualquier iniciativa de los partidos no afiliados a su movimiento en cuanto a privatizaciones o impuestos se trata. La primera negativa se explica porque intenta avivar el fuego electorero recordando las arbitrariedades acometidas el año anterior, y que presumió con éxito. La segunda se explica porque la actual crisis económica ha obligado al secretario de Hacienda a admitir que para el próximo año la única manera de hacer frente a la adversidad financiera será o bien aumentando impuestos, o bien reduciendo el gasto, o bien emitiendo deuda, o bien una combinación de las tres posibilidades. Cuando AMLO prohíbe la inclusión de alguna iniciativa respecto a los impuestos apuesta a obligar al gobierno federal o bien a la deuda o bien a la reducción del gasto; cualquiera de las dos posibilidades reditúa a López, pues además de ahorcar las finanzas federales, limitará el campo de acción del gobierno federal y podrá decir, con total desvergüenza, que el gobierno al reducir el gasto reduce el apoyo a la gente y que contrae más deuda para seguir vendiendo al país. Que nada de esto nos sea conveniente, parece no importarle. Tan sólo se limita a reiterar su promesa, al fin mesiánica, de que él llegará al poder y arreglará todas las cosas. Que quede claro, para él la política es la imposición de su voluntad: “¡Nada de discutir en tribuna, nada de debate parlamentario, se dice: esto no pasa y punto!”. La razón de la fuerza sobre la fuerza de la razón. Por eso el próximo 5 de julio hay que negar el voto a los candidatos que confluyen en el desquiciado proyecto alternativo de nación del mesías tropical.