Ilustrados mucho o poco, solemos pensar que es provechoso para la sociedad que se divulgue la ciencia. En realidad, la información científica divulgada es impactantemente menor a los resultados de las muchísimas investigaciones patrocinadas por gobiernos y concejos universitarios en todo el mundo. Pero desconozcamos ese detalle provisionalmente por la suma complicación de su naturaleza. Será más fácil enfocarnos en esa idea que nos es tan cómoda, tan común, tan suave para nuestro pensamiento como que algo pesado es jalado por la Tierra, de que es provechoso para la sociedad divulgar la ciencia. La causa es muy sencilla: conocer la verdad de las cosas de este mundo nos surte de bienes. De éstos, los que más frecuentemente se ofrecen a la vista son los más útiles (cosa que se entiende porque son los más vistosos); con los que se explica, por ejemplo, que es gracias a nuestro conocimiento de las magnitudes físicas de los materiales que somos capaces de construir puentes kilométricos, o que el conocimiento de los pormenores eléctricos de los órganos humanos nos permite idear soluciones, producidas en masa, que regulan su funcionamiento en casos de enfermedades. Por la difusión de los descubrimientos psicológicos es más probable que halle comprensión un autista y gracias a la ciencia política no toleraríamos nunca más vivir bajo regímenes tiránicos u oligárquicos.
Otra idea, menos difundida aunque no por mucho, es que la ciencia requiere para su realización un ánimo desafiante, un arrojo marcado por la duda antes que la asunción irreflexiva y la apertura al descubrimiento, un ímpetu difícilmente contenido por la ortodoxia o impedido por el conformismo –que no es otra cosa que una corrosión del carácter provocada por esa ortodoxia–. Si tienen oportunidad, hablen con algún científico al respecto. Lo más probable es que les diga que esa imagen es bastante fantasiosa y que el trabajo científico es mucha más rutina, grilla y burocracia de la que uno primero sospecharía; pero aunque ésta sea una importante observación, podemos dejarla al margen mientras consideramos que el paradigma de hombre de ciencia que se nos presenta desde que somos pequeños se parece mucho más a esa fantasía. Nos enseñan a admirar a Galileo prefiriendo la verdad a la propia vida, a Newton descubriendo la llave del universo que permaneció escondida por milenios o a Einstein desafiando las convenciones gravitacionales en contra incluso de antiguos gigantes astrónomos.
Hay una tensión entre estas dos ideas. Cuando la divulgación de la ciencia se realizara por entero, todas las personas por igual aceptarían y aprenderían todo lo que hay por saber tal como es. Se lograría educar en el terminado y comprehensivo dogma de la verdad universal. Pero al mismo tiempo, el ánimo científico estaría eternamente desafiando el dogma simplemente por ser ortodoxo, sin atender si es o no verdadero, y jamás la gente educada para desplegar tal ímpetu podría aprender lo que la ciencia divulga. Esta contradicción frente a la ciencia resuelve a momentos la tensión devaluando alguna de las dos convicciones o ambas. Por ejemplo, pensemos que la mayoría de las veces la ciencia no se enseña en realidad, sino que más bien se ayuda de imágenes inexactas para persuadir a personas neófitas de asentir ante modelos, conceptos o sistemas que se quieren divulgar. Es decir, se vulgariza la ciencia. Es mucho más fácil concebir distancias en un planisferio representándolas como líneas rectas, aunque no sean así exactamente, que haciendo cálculos de curvas sobre secciones de esfera u ovoide. El resultado no es el conocimiento de la verdad sobre alguna parte de la totalidad universal, sino la aceptación pública de cierta doctrina. Pensando en el otro lado, se educa con el discurso de la belleza del espíritu desafiante, pero al mismo tiempo se caricaturizan algunas doctrinas de manera que se tiene algo para desafiar incluso cuando no se cuenta con muchas ganas de meterse en verdaderos problemas. A los ojos de la opinión común sólo hace falta decir que «la religión no es sino colección de supercherías primitivas» para ponerse la camiseta del equipo de la ciencia. Y celebramos con razón que por decirlo nos echen porras y no piedras. Estos dos suavizantes ‒el de la divulgación y el de la infatuación científicas‒ no solamente alivian la tensión, sino que forman una dinámica perfectamente comprensible y cómoda, hasta lógica, en la que parecería que nunca existió ninguna contradicción. Así, la gente de a pie podemos asentir al proyecto de educar a la humanidad siempre que desafiar tal o cual añeja norma nos rinda los beneficios útiles y vistosos que estamos esperando de nuestra ilustrada civilización. Somos valientes que ponen en duda toda convención… o eso nos dicen y no tenemos por qué ponerlo en duda. Al asentir a lo dicho por los expertos nos convertimos automáticamente en expertos nosotros mismos, ¡y sin haber quemado ni una sola pestaña! Incluso para el autoestima es una ganga: somos parte fundamental del mejor y más benéfico cambio que ha sufrido el mundo humano jamás y lo único que tuvimos que hacer fue ser nosotros mismos.
Una verdadera educación científica de toda la sociedad es imposible, para empezar, porque no existe tal cosa como el científico todólogo que pueda hacerla de maestro mundial. Todos los científicos son especialistas a tal grado de finura que, por así decir, entre un químico electroanalítico y otro podrían no entenderse nunca porque uno se dedica a la formación de sistemas que permitan cuantificar electroquímicamente la concentración de dopamina en una muestra dada, mientras que el otro intenta perfeccionar métodos de electrodeposición para sintetizar catalizadores para celdas de combustible. Los resultados de sus investigaciones se harán más o menos conocidos dependiendo de las instituciones que les den los fondos y de las revistas que los publiquen. Ninguno de los comités a cargo de las revistas prestigiosas de divulgación científica tiene representantes de todas las especialidades, ni tiene por qué esperarse de ellos cosa tan descabellada, que sería como esperar de un vivero que contenga cuando menos un espécimen de cada distinto vegetal sobre la Tierra1. Y todo esto no es demasiado escandaloso porque tampoco es posible que todas las personas sean férreas defensoras de la verdad sin asegunes, en todas sus formas, feas o hermosas, finas o gruesas. Francamente, a pocos les interesa. La ciencia suele interesar por sus efectos, por los resultados que porta2. La resistencia del material del que está hecho el puente kilométrico no importa a prácticamente ninguno de los que lo cruzan más de lo que les importa que el puente esté ahí para ahorrarles la vuelta, esté hecho de concreto, madera o cristales de nitrato de uranilo. A la mayoría de las personas les daría igual si la Tierra girara al rededor del Sol o si fuera viceversa, si todo lo demás en sus días fuera igual. Ésa es la vida real de la mayoría de nosotros los ilustrados contemporáneos.
Con todo, últimamente ha estado dando vueltas la noticia de la existencia de los Flat-Earthers. Entre la sorpresa, la incredulidad y el escarnio de todos los demás, se trata de un grupo considerablemente numeroso de personas, especialmente en Inglaterra y Estados Unidos, que dedican sus esfuerzos a contravenir la doctrina de que la Tierra es redonda y a sostener que más bien es plana. No son una sociedad nueva, pero últimamente han estado llamando la atención por su incremento (de hecho hay varios de estos grupos más o menos serios, pero por ahora consideremos solamente la Flat Earth Society como representante del resto). Las redes sociales han ayudado mucho a compartir su discurso, entre los que lo creen y los que lo toman a guasa. En una convención recién celebrada este noviembre, miles de personas asistieron gustosas a conocer a sus congéneres y a disfrutar conferencias acerca de las implicaciones lógicas y prácticas de que la Tierra sea plana. Y créanme, ellos son en verdad más ilustrados que los ilustrados contemporáneos. El mismo valor que se admira en Galileo es necesario para decirle al mundo entero, con todo y sus agencias de exploración espacial y su tradición educativa centenaria, que están equivocados quienes suponen que la Tierra es redonda. La agrupación se presenta con la intención de fomentar el pensamiento crítico, de negar el dogma que no ha sido probado y de confiar en las capacidades propias para realizar razonamientos científicos antes de acceder a ninguna conclusión. Y esto no es cosa ligera: ¿qué fuerza puede tener la tradición, por más que sea centenaria, si es irreflexiva, contra un instante de visión en ojos propios para contemplar la verdad? (Que no se diga que es imposible para un ilustrado ponerse romántico). Las consideraciones de este grupo son, a su propia vista, muy serias y comprensiblemente mal recibidas por la mayoría de las personas; después de todo, esa mayoría es la que está educada desde la niñez para repetir doctrinas que no entiende. Argumentan tanto positiva cuanto negativamente. Los sentidos, dicen, son nuestra primera aproximación al mundo y su verdad, y nunca ha de desconfiarse de ellos si no se presenta antes una razón para ello tan convincente que no deje ninguna duda; el peso de la comprobación recae en los que nos quieren convencer de que no vemos lo que vemos, no al revés. Y si uno se fija bien, toda observación personal que se haga, siguen diciendo, del horizonte o de la perspectiva al escalar una montaña, nos mostrará sin reservas que no hay ninguna curvatura a todo lo largo del mapa que no sea solamente un accidente geográfico. Los experimentos que proponen trazar una recta de la visión para después corroborarla a lo lejos o a lo cerca usan telescopios, boyas, faros, observaciones del mar y movimientos de banderas o velas de barcos; y éstos siempre concluyen que no podría ser redonda la Tierra, pues de lo contrario la visión se perdería allá donde no se pierde: la recta de la visión coincide siempre en el punto de la observación independientemente de la lejanía o cercanía de los objetos hallados en una recta correspondiente a la planicie terráquea, por más alejado que esté el horizonte. ¿Y las fotos de los astronautas, los estudios astronómicos, los cálculos de aviación o de predicción meteorológica? La respuesta que dan los planitérreos es que algunas de estas cosas son resultado de la propaganda política y otros de coincidencias que pueden ocurrir lo mismo para una Tierra redonda que para una plana. La cereza del pastel retórico es esta consideración de aire conciliatorio: ellos dicen que la doctrina de la Tierra redonda no es un intento malintencionado para engañar a la población (¿qué se ganaría con ello?); lo que en realidad pasa es que las grandes fuerzas políticas que apoyan el dogma creen que la Tierra es redonda pero, aunque no tengan los medios para comprobarlo, fingen que lo han hecho porque lo que les interesa en realidad es un discurso internacional fuerte, cuya raíz fue la carrera de expansión que en la Guerra Fría libraron EEUU y la URSS y cuyas ramitas son todas las querellas políticas entre potencias mundiales de hoy.
Los experimentos que aquí refiero, lectores, son todos derivados de los que dio cuenta Samuel Birley Rowbotham3. Apenas uno considera que todos son el mismo experimento, nomás maquillado por acá o por allá, y que en él se cae en la tremebunda omisión de las distancias continentales y de la refracción de la luz, queda todo su fondo demostrativo sin un gramo de crédito. Y leer la explicación que los planitérreos ofrecen de las observaciones de la gravedad es apenas un paso menos irrisorio que escuchar a algún compañero pedestre explicar la teoría de las supercuerdas. Sin embargo, eso no es lo importante. Es un deleite observar que en tantas personas sobrevive tan vivo el fuego ilustrado de la divulgación científica y el desafío a las convenciones, que están dispuestos a poner a prueba con todo el rigor del que son capaces, la que muchos propondrían como la más ridícula de las nociones en la ciencia natural. No son intransigentes ni absurdos, al contrario, actúan con mucha congruencia. A menos de padecer de una mente poco reflexiva, de golpe caerá uno en la cuenta (apenas se pase la risa), de que la mayoría de los que desprecian a la Flat Earth Society de hecho no podría demostrar matemáticamente ni el movimiento de la Tierra al rededor del Sol, ni la necesidad de su forma ovoidal para que la intensidad de su campo gravitatorio acelere 9.81 metros sobre segundo al cuadrado los objetos a ella sometidos4. Podrá la vida llana alejarnos de las verdades del universo, pero la tendencia naturalmente humana a conocer no dejará de aparecer en nuestras sociedades, por más que las contradicciones en las que vivimos parezcan haberla sofocado por entero. ¿Y no son una lúcida, brillante muestra ellos que en pleno siglo XXI defienden que la Tierra es plana? ¿Importa si están bien o no?5 ¡Celebremos que nuestra educación aún puede rendir estos frutos! Y es que con éstos que han aprendido todo lo importante del furor por el mejoramiento de la humanidad y el reparto de mercedes a su género, ¿quiénes dirán entonces, hombres de poca fe, que la Ilustración no ha sido todo un éxito?
1 Eso por no mencionar que aquello de la rutina, grilla y burocracia de la profesión científica domina aquí con máxima fuerza.
2 No es gratuito tampoco que usemos como usamos la palabra ‹importar›, con la idea de que si nos interesa es porque nos da algo que viene de fuera.
3 Parallax, Earth Not A Globe, 3ª edición de 1881. Más exactamente dicho, muchos son derivados de estos experimentos, pero varios razonamientos que ofrecen tienen también otras rutas, algunas más antiguas.
4 Con más exactitud, son 9.80665 m/s2, al nivel del mar.
5 «La ilustración estaba destinada a convertirse en ilustración universal. Parecía que la diferencia de dotes naturales no tenía la importancia que le había adscrito la tradición; el método probó ser el gran igualador de mentes naturalmente desiguales» y «La nueva ciencia política pone en preeminencia las observaciones que pueden hacerse con la máxima frecuencia, y por lo tanto, por personas con las capacidades más mediocres. De este modo culmina frecuentemente en observaciones hechas por personas que no son inteligentes sobre personas que no son inteligentes». Leo Strauss en Liberal Education and Responsability y An Epilogue, respectivamente.