El porqué los tuiteros no saben tomar café

No puedo evitarlo, sé que llegaré tarde, sé que me volverán a regañar en el trabajo por ser el último en empezar a trabajar, quizá hasta me descuenten una cantidad considerable de mi sueldo por tantas impuntualidades, pero no puedo apurar mis dos tazas de café. Treinta minutos por lo regular me toma tomar mis dos tazas de café. Caliento el agua hasta que hierve; la dejó enfriar por un par de minutos; le echo una cucharada de café por cada taza; dejo pasar dos minutos; agito el café; espero dos minutos más; lo sirvo después de echarle una cucharadita de azúcar; dejo pasar otros dos minutos y lo bebo. La primera taza me toma saborearla quince minutos; siento cómo el calor y el sabor se posan sobre mi lengua, cómo van viajando por mi garganta y caen a mi panza; en poco tiempo el efecto comienza a recorrerme: despierto y me siento pletórico. La segunda taza refuerza lo anterior, pero esa, dado que se ha enfriado, me toma beberla diez minutos. Si una historia o una idea anda paseando en mi cabeza, me puedo tardar el doble de lo normal en beber mi sabroso café. A mi jefa no le hace ni pizca de gracia el que justifique mi tardanza explicándole lo mucho que me gusta saborear el café, que una buena taza de café es bueno saborearla como se saborea una buena plática; me contesta que eso es poco productivo, que así como se me paga un salario debo corresponder a eso con mi tiempo. Ella también se tarda en beber su café, pero en lugar de saborearlo, trabaja mientras lo sorbe: con una mano escribe 240 caracteres por minuto mientras con la otra alza su vaso para beber su líquido vital. ¿Por qué no puede distinguir el tiempo laboral y el tiempo de la vida, el más valioso? Seguro se debe a que tanto el alfabeto como el café los usa para lo mismo, para trabajar; seguro se debe a que la vida para ella está en las redes sociales.

 

El alfabeto era usado con calma y disciplina porque leyendo y escribiendo, enseñando y aprendiendo, se pretendía alcanzar la sabiduría. El alfabeto nos permitía vivir mejor. Ahora lo usamos como una herramienta. ¿Cómo vamos formando nuestro uso del alfabeto al escribir en las tumultuosas redes sociales? Escribimos abreviando las palabras, reduciendo los significados, simplificando las ideas, para que podamos entrar al torbellino de la conversación momentánea. Un par de horas está de moda la película del momento, y en otras dos se lamenta el suicidio de un cantante; si la muerte del cantante estuvo precedida por el escándalo, se producen dos horas de polémica y dos horas más de opiniones sobre los distintos bandos de la polémica. Twitter es un medio que exige muchos comentarios, que requiere una capacidad de reacción rápida, digna para juzgar sin pensar. El uso correcto del alfabeto pasa a segundo plano. Lo importante es opinar, meterse a la monstruosa tendencia. Una o dos erratas no tienen tanta importancia como llegar a tiempo al mercado; con suerte alguien logrará expresar una opinión, un punto de vista. Las palabras son navajas, se usan para atacar, no es extraño que en las redes se lean más groserías u ofensas que cumplidos y palabras agradables. Quien no ataca o escribe de modo ácido, quien no se alista en algún ejército es olvidado o visto con ojos somnolientos. Nunca hay consenso en Twitter (tal vez sólo en dos ocasiones lo haya habido: cuando todos se burlaron del YaMeCanse de Murrillo Karam y cuando en el juicio contra el Chapo Guzmán se dijo que Genaro García Luna había recibido sobornos millonarios en pago por protección al cartel del capo, a lo que los tuiteros sólo retuitearon); no se quiere resolver ningún problema. El alfabeto se desperdicia en las redes sociales y, con ello, se le da el peor uso a la vida.

Yaddir

La amistad es mejor

La amistad es mejor

Hay un comercial circulando por la televisión –no lo he escuchado en la radio– que habla sobre lo extraordinario de una cerveza. El mensaje es claro. Hoy todo es extraordinario, lo cual nos imposibilita ver lo realmente asombroso. O dicho en otros términos, si todo es extraordinario, nada es extraordinario. Y es que hay que aceptarlo, la vida común es en gran parte ordinaria, aunque no por ello aburrida. Que sea ordinaria atiende principalmente a un orden y a un deseo por perpetuar ese orden o hábito. ¿Entonces, cuándo la vida se vuelve extraordinaria? Según el romanticismo juvenil, la vida es extraordinaria cuando rompemos las cadenas que nos sujetan a la vida común del trabajo, la familia y los amigos. Y los amigos son, en el mejor de los casos, quienes nos ayudan a romper esas cadenas, quienes se arriesgan con nosotros a ir por un rumbo quizá clandestino en donde la vida sabe más al paraíso prometido. Y todos tenemos amigos; todos tenemos, por eso mismo, una vida en parte extraordinaria.

Con los amigos la vida siempre es maravillosa y sabe mejor (éste es mi comercial sobre la amistad). La amistad nos acerca a lo mejor de la vida y a ver mejor la vida misma. Quizá por esto mismo Aristóteles no concebía a un hombre feliz sin amigos. El mejor de los bienes políticos va acompañado de la amistad. Pero acercarse a lo mejor, implica si no un conocimiento, al menos sí una ligera intuición de lo que es el bien. No nos hacemos amigos de malvados, a menos de que estén o estemos fingiendo. Y esto último es el gran problema, ya que si todos somos extraordinarios como lo muestran nuestras vidas virtuales, entonces resulta que o no necesitamos amigos, ya que vivimos maravillosamente, o que hemos logrado una sociedad de virtud pura, sin necesidad de practicar el bien. Si no se practica el bien, si no se ejercita la reflexión sobre el bien, la amistad corre el riesgo de ser una asociación de malvados. Nadie quiere hacer un mal a su amigo.

Si revisamos la otra propaganda de la amistad que es la literatura, vemos que en Narciso y Goldmundo, en El viejo y el mar, los diálogos de Platón  o en Platero y yo, de los amigos, siempre uno de los personajes es mejor persona, es más sabio, más bello, más valiente, es en suma mejor. El amigo es, en el mejor de los casos, también un maestro. Reconocer que mi amigo es superior que yo, no me apabulla del todo, sino que me instiga a imitarlo, a acercarme no sólo a lo que sabe, sino a compartirlo con él en una larga caminata o sentados a la mesa tomando un café (anuncio que ya me agrada más el café).

Si ya no reconocemos lo mejor, no iremos en su búsqueda, ni agradeceremos su compañía. Ingratos y solos nos deja este mundo virtual. Por esto, yo reconozco, al igual que Juan Villoro, que mis amigos son mejores que yo.

Javel

Para seguir gastando: Ahora que el Frente por México se anuncia como la nueva alternancia para las elecciones del 2018, habría que preguntarse con qué fundamentos democráticos entraría al poder, si es que gana, es decir, qué sustentaría su veracidad política, si resulta que las instituciones como el INE, ya están resquebrajándose. ¿No tendrían que restaurar el suelo de las instituciones para tener suelo firme? O, hay que estar atentos al modo en que sustentarán su ejercicio político.  ¿En qué consiste su alternativa? No queda claro por qué no sólo es una coalición de partidos como ya lo hemos visto antes.

La última y nos vamos: Hoy se cumplen 44 años de la muerte del gran José Alfredo Jiménez, les comparto una de las que creo de sus mejores canciones: Dios te señaló

El espejo ardiente

El espejo ardiente

Empezó con un sorbo de café. Se quemó la boca en su intento desmedido. Esperaba que esa agua transmutada ejerciera su efecto: disipar el sueño, producir entusiasmo, quizá soltar las palabras como caballos destemplados en carrera hacia una conversación que no recordaría. El ardor en la lengua le hizo pensar si beber café era necesario para quien intenta sobrevivir modernamente: una droga más inocente, producida en masa por su sabor y su efecto traicionero. ¿Por qué esa ansiedad en incorporar la cafeína a su sentido común? No se lo preguntaba. Tenía que quemarse la lengua para sacudirse pronto algo. No era su consciencia. Decía que era el sueño, el aburrimiento. Nadie espera más de una porción de café. Quizá sólo su sabor, misteriosamente dulce cuando se ha pasado la prueba que impone su amargura a la misma lengua que se quemará por el descuido del propietario de la guarida en que descansa, amurallada entre un marfil insensible a ese calor. Sabía que le aguardaba una espera prolongada, pero aun así no dudó en apresurarse.

Un sujeto se apresura cuando está enamorado. También espera pacientemente por interés amoroso. Comparó ambos efectos con su vehemente deseo de beber. ¿Qué cauterizaba la quemadura del café? Tal vez un corazón roto, dolido y todavía renuente a enterrar una oración cuya herencia fue la desdicha. Pero también un deseo: quien no se quema no aprende la regla. Notó su exageración. El efecto del fuego no sólo consume o lastima los tejidos, el tacto. La comparación del fuego con el amor, recordó, llega también a la imagen del martirio. El fuego que permanece encendido en la oscuridad. A Cupido lo pintaron como un niño de ojos cubiertos. La oscuridad de la vista y el fuego eran elementos integrados en una experiencia. El corazón roto era una fábula. Un melancólico no trata de sacudirse su tristeza de esa manera.

Tomó un periódico. La primera plana le recordó una frase que su generación convirtió sin saberlo en publicidad: el silencio de Dios. Después estalló una risa que contuvo. En algún sentido le parecía ridículo su recuerdo. El ardor del café cauterizaba la ansiedad que genera silenciosamente el desmoronamiento. Se pensaba cercano a la crisis, pero ajeno en el dolor. El café era un fármaco para la desgracia simulada. Sus palabras desbocadas llenaban el silencio de Dios. Pero era inútil. Esta opción había sido insertada por una enseñanza trágica, paralela a la de su fingida melancolía. El silencio de Dios era un prejuicio para interpretar la maldad. No tenía consciencia trágica. La cauterización del silencio de Dios era un alivio vano para su corazón intranquilo. Sumido en su meditación, casi olvida que estaba ahí sentado esperando.

Al fondo del vaso, como sabía por reminiscencia, no quedaba nada, más que el fin del recipiente. No era desconsolador saber que tendría fin aquel café. ¿No es la gracia de todas las cosas que ellas tengan siempre un final? La gracia de lo inmortal se contempla por otros caminos. En la sensación vive el ardor de la lengua, parte de la materia. Se quemó con gusto, porque deseaba probar ese amargor. Todo el tiempo -pensó- estoy yo para escuchar mis pensamientos. No era nuevo. Para eso se quemaba la lengua: para romper pronto el silencio, el hielo que necesita del fuego de las palabras dulces, melifluas, esperanzadoras o a veces más heladas que el frío del silencio, como el hielo seco. ¿En dónde esperaba? Lo hacía en la posición común de espera: sentado. Afuera caía el agua como si estuviera en un nuevo diluvio. Pensó si su asiento era el arca que lo mantenía en espera, con la vida entera, dispuesta para su nuevo origen. Si el amor es ansia y espera, haría falta la sabiduría en él para saber qué nos dice en su dualidad de nosotros. El amor lo hacía esperar, pero también ansiaba salir, olvidar el ardor en su lengua con una palabra.

Llegó. Estaba su cuerpo húmedo como quien saliera del mar. No importa su nombre, ni su género. Sabía de su espera y de su ansía; con un silencio lo revelaba. Había hablado todo. Lo acompañaba ahora. Podía irse, pero nunca abandonarlo: el amor es así. Apareció como si lo convocara en ese silencio que deseaba la palabra. Una oración hacía temblar su lengua herida: “líbranos del mal”. Sintió el regocijo de la presencia amada. El amor y la tragedia se fundían en un gesto amable. Recordó la situación vana en la que se encontraba. Observó que no había banalidad en esa sensación, en la que su confusión seguía latente. ¿Quién había llegado? Porque esa presencia no podía arribar sólo en la espera, de manera tan repentina. La situación se puede repetir indefinidamente. No necesitaba el ardor de un fuego líquido, ni la revelación de su entorno en un papel. La lluvia sigue. Con el ardor todavía presente, sale acompañado de su refugio. La bebida misteriosa era el combustible de las vidas ajetreadas. En ese ajetreo, azotado e impedido por la lluvia, tuvo que caminar a casa. Dios no está en un vaso de café. Al menos no literalmente.

Tacitus

Amistad evasiva

Amistad evasiva

 

El diálogo ciceroniano sobre la amistad, Lelio, es evasivo, y casi nadie consideraría a la evasividad como una característica de la amistad. Por alguna razón que no todos saben preferimos pensar a la amistad con la constancia, como si el trato reiterado por sí mismo permitiese la amistad. Nos engañamos: la enemistad es más constante que la amistad (¿o no decía Rousseau: “dejar de evitarse cuando uno ofende a otro es estar seguro de no reconciliarse nunca”?). El diálogo ciceroniano sobre la amistad relaciona complicadamente la evasividad y la amistad. Además de las ausencias, el diálogo tiene dos evasiones importantes que corresponden con las dos respuestas ciceronianas en torno a la amistad. No captaremos las evasiones si no reconocemos las respuestas y no reconoceremos las respuestas si no conocemos las preguntas.

         El diálogo ciceroniano sobre la amistad presenta dos preguntas profundas sobre su tema: qué es la amistad y cómo se origina la amistad. La distinción de las preguntas no es desdeñable, pues en ella se distinguen dos posiciones sobre el conocimiento. La primera pregunta considera a la amistad como un fenómeno del que cabe dar razón a partir de una definición adecuada. Saber qué es la amistad –en el campo abierto por la primera pregunta- es una salvación del logos de nuestra experiencia cotidiana. En cambio, la segunda pregunta no considera a la amistad como un fenómeno del que es posible dar razón, sino que pide al que pregunta remontarse más allá de su propia experiencia para reconocer en el origen lo que realmente sea la amistad. La diferencia, para decirlo en los siempre confusos términos de la intelectualidad, radica en preguntar por el ser de la amistad o por los elementos de la amistad. El modo peculiar en que Cicerón enfrenta la diferencia da qué pensar.

         La primera pregunta sobre la amistad lleva por respuesta el fundamento metafísico de la amistad formulado por Aristóteles y ligeramente modificado por Cicerón. La amistad es definida por Aristóteles como consentimiento de la existencia. Cicerón la define como consentimiento de la existencia en cuanto todo lo humano y lo divino. Tras dar la definición, el personaje ciceroniano que la enuncia cambia de tema y se dedica a exponer las ventajas de la amistad. La comprensión correcta de la definición de la amistad es evadida. La comprensión correcta de la amistad es sustituida por las ventajas de la amistad incomprendida. Evidentemente, las ventajas son vistas por quien ignora la verdad de la amistad; el filósofo, quien profundiza en la definición ciceroniana de la amistad, no necesariamente ve ventajas: ¿qué amigos puede tener el filósofo cuando es extremadamente improbable consentir en todo lo humano y lo divino? La evasión es, en cierto sentido, amistosa.

         La segunda pregunta sobre la amistad reconoce tres elementos: la amistad es un amor benevolente por la virtud y la probidad. La respuesta retoma algunas de las vacilaciones de los personajes platónicos del Lisis, pero introduce un elemento realmente novedoso: la probidad. El probo es, contra lo que pudiera pensarse, un fenómeno. El término llega al latín desde el indoeuropeo. El prefijo es una preposición locativa que nombra a lo que está en frente. La última sílaba proviene de la raíz *bhuo, que en griego origina el conocido physis y literalmente significa crecimiento. El probo, por decirlo de algún modo, es el que se presenta tal cual es, el que en la amistad despliega su naturaleza. El probo no es el franco o el honesto. El franco, del germánico Frank (jabalina) proveniente del indoeuropeo *prank (tallo), es quien se abre camino para ser libre, para mostrarse tal cual es. El amigo franco es quien nos obliga a aceptarlo, no así el probo, a quien nos deleitamos con ver en su verdad. El honesto, por su parte, es una idea totalmente romana que nombra al digno de honor –el honor indoeuropeo, el yazas en sánscrito, señala al renombre; el honor griego, timé, nombra la dignidad del ciudadano; el honor de los latinos nombra la disposición al reconocimiento por la propia grandeza, ni es el bello recuento de los nombres del hinduismo, ni el comportamiento ciudadano del griego-, al que no cae en deshonra. El amigo honesto cumple su palabra, incluso por la fuerza del compromiso, mientras que el amigo probo no compromete su naturaleza, del probo se espera el beneficio que nos dona su liberalidad. Que la amistad se funde en la probidad permite pensarla como la única actividad no solitaria que es genuinamente libre. La probidad amistosa permite a los amigos ser tal cual son. Sin embargo, el personaje de Cicerón que menciona los elementos de la amistad nuevamente deja de lado el tema para ofrecer consejos sobre la amistad misma. Evidentemente, los consejos son un consuelo de la ausencia de probidad. El filósofo, quien ya sabe lo difícil que le será tener verdaderos amigos, ahora nota lo importante que sería tenerlos. Ninguno de los consejos, y esto es parte de la genialidad ciceroniana, es filosófico. El filósofo sabe los límites de la probidad. Sabe que la segunda respuesta tiene por límite el genio de la naturaleza. Y en este sentido la evasión amistosa propiciaría la probidad. Pero eso prefiero no explicarlo.

 

Námaste Heptákis

 

Escenas del terruño. El crimen crea para sí una mitología de justificación. En el caso del narco su mitología se extiende desde la impostura religiosa de la Santa Muerte hasta la propaganda musical de los narcocorridos. Por ello es importante tomar en cuenta la mitología de los huachicoleros, crimen mexicano en boga.

Coletilla. El mejor café se produce entre el Trópico de Capuchino y el Trópico de Latte. (De nada, Starbucks)

Café

Cuando se trata de café es posible encontrar al menos dos tipos de bebedores: hay quienes lo toman pensando en despertar, y con ello caer en la modorra de los quehaceres cotidianos; y hay quienes lo toman para sumergirse en el sueño que nos lleva a despertar a la vida.

 

Maigo.

La Portentosa Cuchara Azucarera

Ésta es la portentosa cuchara azucarera. Nadie sabe de dónde proviene, pero probablemente la creó hace mucho alguno de los dioses nórdicos con su incomprensible magia. No desaparece de la vista de pronto, no flota, no brilla espontáneamente. No hace ninguna de esas cosas vistosas; pero lo que hace es un poco mejor. Podrían decir que más útil, por lo menos. Azucara. Jamás hay que tomar el azúcar de ningún recipiente, ni hay tampoco que preguntar al que beberá el café cuántas cucharadas quiere: se introduce la cuchara vacía en el café, se revuelve como si se le hubiera endulzado, y al sacarla el café está azucarado. Y nunca más de lo conveniente ni menos de lo que quiera quien vaya a beber. Extrañamente, no puede endulzar ni tés, ni agua sola, ni ningún líquido salvo el café. Su función es suficiente para sorprender a todos los científicos del mundo, pero si no lo fuera, los sorprendería entonces su grado sumo de especialización. Eso sí, sirve en cualquier café, sea chiapaneco, chileno, colombiano, o de cualquier lugar; y sirve en concentraciones de americano, expreso, capuchino o el que sea (siempre y cuando sepa a café). Pocos meses después de su descubrimiento, investigadores de todo el mundo aspiraron a reproducirla en laboratorios, pero las terribles mutaciones producto de tales empresas están mejor confinadas al olvido. No obstante, no toda experimentación con ella ha sido menoscabo. Se ha comprobado hasta ahora que la cuchara puede azucarar una tina de 80 litros de café con el sabor de aproximadamente dos cucharadas por taza, pero no se conoce su límite (ni si lo tiene), y se han usado exitosamente piletas cafeteras así endulzadas en eventos importantes como dinámicas de psicología, de pedagogía, y pláticas de superación personal. Otros experimentos no han sido ni devastadores ni gloriosos, como la vez en que el Dr. Heisenhöhner trató de azucarar una mezcla de café con sal para corroborar si la cuchara añadía suficiente dulzor como para desaparecer el dejo salado, y acabó comprobando en su lugar los efectos vomitivos de la mezcla; o cuando se la llevaron al espacio en transbordador para comprobar su actividad, y no hizo nada que no hubiera hecho una cuchara normal, según dijeron los de la NASA, porque el café que flota no es café. Es más, una vez se intentó montar una planta extractora de azúcar que solidificara el café endulzado milagrosamente para obtener azúcar infinita y terminar con todos los problemas del mundo; y era un noble ideal, pero salía más caro mantenerla que lo que se ganaba con azúcar, así que cerró y fue abandonada. Es una lástima que de todos los artificios sorprendentes que la fortuna pudo haber depositado en nuestro camino para sacarles provecho, hayamos encontrado éste, de tan estrecho alcance; pero lo peor de su hallazgo, por lo menos para mí, es que yo no le pongo azúcar al café.

Triste Tonada

La música que entristece agrava el peso de nuestra propia alma. Mas no es su movimiento el que nos cambia: lo que sentimos por sus notas viene de nosotros. Si no, ¿cómo sería posible que el viento nos removiera la pena en el fondo? ¿Cómo podría la tensión de las cuerdas afinarse con la carga de la nostalgia, o con la quemante melancolía? Con la harmonía fina de instrumentos que cantan voces dolorosas el recuerdo se aviva como si se le viera, como fuego en la chimenea que a punto de enfriarse a obscuras aún es azuzada una vez más, y las brasas debajo de las cenizas vuelven a reclamar la mirada mientras tiñen de nueva luz el olvidado cuarto; arden de potente rojo y lo abrazan todo. El recuerdo de tan cercano que lastima, de tan lejano que se añora, parece consistir en la misma cadencia de la música triste y no le acompaña, le enriquece. La música no se extiende detrás para hacerle fondo a la escena, se vierte completa en él y lo recubre. El recuerdo está incluido en ella. La letra del canto triste es el recuerdo, es su trama, y el alma propia en el fondo compone el alma de la pieza. Por eso el canto triste y el recuerdo se hacen en uno la misma cosa.