Días de mayo

El calor

hace arder

la acera;

el esmog,

nuestra propia

sublimación.

Mayo 2019

Dormirse en la costumbre

«Al comienzo fueron vicios, hoy son costumbres”

S.

Era el primer día de calor. Calor de a de veras, calor de muerte.  Ya casi nos derretíamos. Podía ver cómo, poco a poco, todos nos escurriríamos. De por si prefiero el frío, la lluvia y el viento. El sol ahora sí parecía estarnos presumiendo todo de lo que era capaz. Estará muy feliz o muy enojado. Era sorpresa cuál de las dos era. Pero no era sólo yo, la mayoría tampoco podía más. Dolores de cabeza y mal humor. Agua, huaraches, gorras, bloqueador, abanicos y ventiladores portátiles. Todo cargábamos, pero nada parecía ser suficiente. “Seguro es Dios, nos está matando lento” –me dijo mi amigo, el que cree que es como de vampiro… La semana siguiente el calor no se había ido. Seguía igual: infernal. Pero ahora casi nadie parecía padecer tantísimo calor. Poco a poco nos íbamos quejando menos. Cada vez nos acostumbrábamos más. Quizá era bueno, para estar de malas, para no sufrir tanto. Quizá sea inevitable eso de acostumbrarse, y más al calor, porque así como mucho contra él no podemos hacer. Aunque, también, luego la costumbre se confunde, o viene acompañada de conformismo e indiferencia. Así como al calor, poco a poco, nos acostumbramos a lo feo. Ya no nos asusta, nos parece extraño ni ajeno. Cada vez pesa menos estar a treinta y tantos grados de temperatura,  leer de la violencia y  de los tantísimos muertos que siguen habiendo. Quizá sea inevitable, quizá sea nuestro mecanismo de defensa o escape. Pero qué cosa tan triste que lo que ahora nos duela, arda o quema, luego se desaparezca. Qué triste acostumbrarse a lo feo, conformarse, vivir y hasta , como dicen, ser feliz con lo que hay. Tal vez sea cierto eso que leí el otro día que decía que los satisfechos no aman, pues se duermen en la costumbre. 

PARA APUNTARLE BIEN: “Cuando los vicios nos dejan, nos envanecemos con la creencia de que los hemos dejado. Lo que nos impide muchas veces entregarnos en manos de un solo vicio es el estar prisioneros de multitud de ellos” Francois de La-Rochefoucauld

MISERERES: Rectoría sigue “tomada”. La SEP ordenó urgió –según- a los encapuchados a que se libere. Pero sigue sin pasar. Por otro lado, ahora sí ya se aprobó la reforma a Telecom, aunque hubo modificaciones al final (está bueno saber, además, que ahora en las novelas de Televisa se están anunciando esto de las reformas). Luego del escándalo de la SEDESOL en Veracruz, aún no es claro en qué estado está el llamado “Pacto por México” y las próximas reformas. Acá el artículo de Aguayo de la semana pasada sobre eso: http://www.sergioaguayo.org/html/columnas/Preocupemonos_240413.html

Insufrible Calor

Por fin, cayó la lluvia que rompió el manto del calor sofocante, pero el ímpetu por hacer concordar una metáfora se me quedó frustrado: la violencia sigue ardiendo como nunca. Es reconfortante que por fin la tierra se refresque, pero más me gustaría el pronóstico de que la sequía en los corazones de nuestros vecinos dejará de abrasar. Sin embargo, los días más bien apuntan a que nuestra crisis no se enfriará pronto. La desconfianza en los otros nos ha hecho vivir la más quebradiza de las experiencias de justicia: la que se da alejádonos de todos los demás. Se habla mucho de la muerte súbita y la desaparición de inocentes (no es poca cosa), pero además esta violencia cobra más vidas de las que comúnmente se cree, porque no se cobran sólo las vidas que se quitan, también las que se arruinan. ¿Qué es si no arruinada una vida dedicada al odio de los demás? Aquí no hay lluvia que refresque. Y duele pensar que muchos de los más violentos son niños o jóvenes que se mueven engañados por la imagen ilusoria de una revolución que nunca ocurrirá. Se disfraza a la guerra civil con la cara del cambio necesario, a la disidencia de pluralidad, a la ferocidad de valor, y este recubrimiento tosco basta para engañar. La inversión hace que los que actúan como fieras sientan que son más dignos que ‘los suyos’ que los rodean. Estamos inclinados a desear algo mejor, y si la promesa al final de esto que muchos llaman lucha contra la represión es una mejor vida, es fácil encender el ánimo y hacer del juicio una borrachera borrosa. No veo nada de malo en la represión si es la que obra uno en sí mismo cuando reprime actos que avivan el fuego del odio civil. Creo que, desafortunadamente, aun siendo fácil que la demagogia ofusque el buen sentido, es necesario haber recorrido mucho tiempo ese camino para que hayamos llegado hasta donde estamos nosotros: muy adentro del desierto, muy lejos de la salvación en cualquier dirección, y muy alejados entre nosotros como para acordar hacia dónde caminar para salvarnos.

A un paso de casa

Ellos eran los polos opuestos de un mismo y poderoso imán: César, de piel blanca y sensible; Laura, de piel morena y curtida. A César le gustaba el soccer, a Laura el basquetbol; César era puntual como segundero de reloj, Laura vivía sin prisas y sin tiempo; César se guiaba por sus sentimientos, Laura lo hacía por su razón. Hasta en cuestiones de clima tenían sus discrepancias: a César le encantaban los días soleados donde reina el azul claro del cielo y las nubes motean de blanco el espacio aquel; Laura, en cambio, prefería el cielo gris deslavado con nubes negras que auguran tormentas acompañados de rayos ensordecedores y deslumbrantes más que ninguna otra cosa.

Por esto, a César no le sorprendió nada cuando telefoneó a Laura para que se vieran y ella le contestó con un rotundo no. El día estaba sumamente soleado y Laura había decidido recluirse en su casa a piedra y lodo hasta que pasara aquel martirio. César, empecinado en verla, echó a andar hacia la casa de Laura, la cual se ubicaba a unas cuantas cuadras de la suya. Si bien no era muy largo el tramo a recorrer, sí requería de un cierto tiempo. Estando ahí, ya se las arreglaría para convencer a Laura de que salieran; siempre lo hacía. Se arregló un poco para la ocasión, pues así le dejaba a Laura menos pretextos para negarse, aunque sabía que en el fondo ella moría por salir, sólo que el sol en verdad la ponía de muy mal humor.

Mientras caminaba César se dio cuenta de que el sol de ese día era uno completamente diferente al que había salido todos los días anteriores. El calor que ese sol producía era sofocante y denso, tan pastoso que sólo podía compararse con la espesura digna de cualquier chocolate bien batido. Al principio César disfrutó de aquel fenómeno debido a su peculiar extrañeza, pero pronto comenzó a sentir un hastío indescriptible al respecto. Su frente chorreaba gotas gordas de sudor mientras que su camisa mostraba grandes manchas oscuras a la altura del pecho, la espalda y las axilas. El pantalón de mezclilla, por su parte, se le adhería a las piernas con una fuerza inusitada, lo que complicaba bastante su andar. Con cada nuevo paso César se quedaba con la sensación de que se estaba literalmente derritiendo. Al parecer no mentían quienes aseguraban que el cuerpo humano está conformado en su mayor parte por agua, pues sólo así podría César explicarse que tanto y tanto líquido emanara del suyo.

Faltaba ya menos de un cuarto de camino, pero César sentía que ya no podía más. Usualmente recorría aquellas cuadras en un lapso de no mayor a veinte minutos, pero en esta ocasión sentía que había pasado más de media hora y no veía para cuando habría de llegar. Por supuesto que ya era muy tarde para arrepentirse, por lo que lo único que pedía era encontrar alguna pequeña pero refrescante sombrita donde pudiera sentarse para tomar fuerzas de nuevo y terminar de recorrer el camino más que andado. Ya no sólo era que su cuerpo rezumaba de agua, sino que ahora sus sentidos comenzaban a fallarle. Al parecer, la puerta de la casa de Laura se encontraba a no más de cinco pasos, pero acababa de pasar por la tienda de Don Memo, la cual se ubicaba en la última cuadra antes de la de Laura, por lo que era imposible que estuviera prácticamente frente a su casa. Siguiendo sus impulsos, alzó la mano para tocar el timbre de la casa de Laura, el cual sonó en cuanto fue presionado por el dedo índice de César.

Laura abrió la puerta enseguida. Su mamá le había ordenado que fuera a comprar con Don Memo unos sobres de gelatina, pues el calor estaba realmente insoportable, y a regañadientes, Laura tomó su monedero junto con sus llaves y salió a enfrentarse a ese calor maldito. Cuando abrió la puerta encontró a sus pies una gran mancha que ocupaba casi todo el grueso de la banqueta, como si alguien hubiera arrojado desde el cielo una cubetada de agua justo frente a su casa. Laura comenzó a extrañarse por este hecho, pero un pensamiento más urgente apareció opacando a éste segundo: ir con Don Memo por gelatinas. Laura sólo esperaba no derretirse en el camino. Evidentemente, César jamás lo hubiera esperado.

Hiro postal