«La gente no cambia» tal vez sea una de las frases más inocentemente dudosas que se dicen con frecuencia. Esconde un intento de comprender el fondo del pozo del alma humana al trasladarlo a una frase exacta y breve. Pero los cambios en el carácter son notorios. Las situaciones lo modifican de una manera tan sutil y paulatina, que de no ser por nuestra memoria seríamos incapaces de percibirlo. ¿Qué persona logra mantener intacta su esencia del principio al fin de su vida? Supongo que sería un desafío olímpico lograr mantener un rasgo de nuestro ser de la infancia por toda la vida. Aunque tal vez lo desafiante e importante no sea conservar intacto una parte de nuestro carácter, sino que esa parte se incline hacia lo mejor. Si el niño fue berrinchudo, no vale la pena que eso lo externe si logra ser presidente de una nación. Tal vez ese sea el sentido de la frase, enfatizar con amargura que las características negativas perduran por largo tiempo. El rencor perdura, el perdón escasea. Es más fácil que uno mismo mantenga presente sus mejores cualidades que sus peores vicios. Es más importante mirar nuestros defectos. Reconocerlos a detalle, mirar de dónde nacen. Tal vez sea más correcto decir que «La gente casi nunca quiere cambiar «.
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El zapato virulento
Al salir por la puerta trasera de mi departamento me encontré con algo que me dio más miedo que ver a un sujeto con overol negro y máscara blanca a punto de apuñalarme: un reguero de ropa y zapatos. No tenían orden alguno, no eran un pedido ni un paquete. Los pantalones estaban hasta el rincón de la izquierda, las playeras embarradas en el rincón de la derecha. Enfrente de la puerta de mi vecina había un suéter que parecía estar abrazando una sudadera y un chaleco. La verde planta que nos alegraba la vista estaba regada de calcetines y lo que parecían unos leggins. Pero lo peor de aquel escenario fue el viejo zapato frente a mí, con la boca abierta, como si él estuviera sorprendido de verme ahí, como si yo fuera el que estuviera violando su intimidad con mi sucia presencia.
Después de esquivar los obstáculos, cual si estuviera evitando rayos láser, me percate que la ropa era de la vecina y su familia. Claro, en tiempos del Covid-19 hay que tomar todas las medidas posibles para evitar contagiarnos, aunque expongamos al que hace la limpieza, a los vecinos, a las mascotas e incluso a nosotros mismos. No era sorprendente. Era una vecina a la que le gustaba limpiar su casa sacando la basura al pasillo, dejando que habitara ahí hasta que alguien la quitara. Tal vez pensaba que el viento se la llevaría hacia el basurero o que el smog la aniquilaría con sus potentes sustancias o que se iría volando y que a cada coche de la ciudad le caería un pequeño pedazo, de esa manera a nadie le haría mucho daño. Me sorprendí de que no me hubiera acordado de la vecina hasta que dejó desechos tóxicos afuera de mi puerta. La idea me sorprendió más porque se cruzó con otra: “la cuarentena no nos va a hacer mejores personas”. Apenas permiten disfrutar de las playas, las abarrotamos, creyendo que el virus se ha desvanecido; si la cifra de enfermos aumenta, lo más seguro es que culpemos al gobierno o a otros de nuestra propia imprudencia. Supe que un conocido, quien vive solo, compró víveres y productos básicos suficientes para que no tenga que pisar la calle por más de un año. Ni hablar de las tiendas que venden sus productos como si estuviéramos en tiempos de post guerra. Tal vez estemos tan acostumbrados a las peleas, tal vez los ataques sean tan sutiles, que no nos damos cuenta que no pocos viven en constante guerra.
Al volver a mi casa, me puse los guantes que había comprado y comencé a echar la ropa en bolsas gruesas. El zapato ya no me miraba con altivez, sino con una especie de súplica, pero aun así lo encarcelé junto con todo lo demás. Tiré mis guantes a la basura para poder escribir una nota que decía lo siguiente: para la próxima ocasión que confundan el pasillo con un clóset les quemo la ropa. Atte: un vecino que tiene cloro.
Cambio de mentalidad
“¡Todos debemos cambiar de mentalidad!” Escuché que alguien decía arriba de un templete hace varios días mientras más de un centenar de personas gritaban llenas de emoción: “¡Sí!” Me quedé estupefacto por la frase. No es la primera vez que la escucho. Pero sí la primera vez que escucho que alguien la dice arriba de un templete, es como si Facebook hubiera encarnado y alguien escribiera eso mientras recibiera cientos de likes al momento. Aunque algo que ninguna red social podrá dar es el sentido de unidad que se percibía en aquel grupo. Estaban emocionados, comprometidos con lo que escuchaban; siendo parte de ese momento. Pero pensándolo bien, ¿era una orden o un consenso? Porque en el primer caso, se podría especular que el de arriba del templete se situaba en una posición superior porque él sabía cuál era la mentalidad a la que había que cambiar. ¿Habrá sido una buena mentalidad la que tenía entre sus manos? O ¿quería crear y dirigir un grupo que se sintiera superior a los demás?, ¿cómo sería capaz de cambiar la mentalidad de alguien? Si entre los entusiastas asistentes había algún buen profesor, supongo que se quedó ahí no para recibir la mentalidad ofrecida sino para saber el secreto del cambio de las mentalidades. El cambio de mentalidad, ¿se daría según una serie de discursos o mediante una serie de ejercicios?, ¿habría un programa para dicho cambio? Porque al hablar de mentalidad se podría ir a cualquiera de los dos lados: el cambio en las ideas o el cambio en los modos de manifestarse en el mundo. O quizá creía que la mentalidad incluía ambas, que lo que se hace en alguna circunstancia cambia según las ideas que se tengan y que al realizar algo distinto en la circunstancia se cambian las ideas. Pero creo que es más importante preguntarnos: ¿para qué cambiar de mentalidad? Supongo que el grupo de seguidores no estaban contentos con su mentalidad y por ese motivo, no poco importante, querían cambiarla. No pocos estarían dispuestos a hacerlo si supieran cómo (las cosas están muy jodidas en el mundo, un buen cambio de mentalidad a varios no les vendría mal; pero creo que los que más joden el mundo son los que menos quieren cambiar su mentalidad). Aunque cambio de mentalidad suena muy radical, como a pensar y de vivir de un modo completamente distinto al que se ha llevado. Creo que no podríamos cambiar nuestra concepción de la derecha y la izquierda o de arriba y abajo, de lo sólido y de lo blando, de aquello que nos permite situarnos de modo espacial. Tal vez los objetivos de la persona del templete eran más modestos, algo así como preferir comer vegetales en lugar de carnes o de ayudar a las personas en lugar de perjudicarlas (claro que cómo ayudo a alguien no siempre es algo sencillo de saber). Pero si lo que dijo lo dijo sólo para captar adeptos, está usando una frase poderosamente retórica para objetivos perversos. El que tiene que cambiar de mentalidad es él. Aunque, si lo que quería decir era precisamente lo que él representaba, ¿en qué mundo viviremos?
Yaddir
Cambio
Cuenta una leyenda que Constantino, un descendiente en el poder que alguna vez ostentara César, venció a sus enemigos al luchar bajo un signo de una religión que predicaba el amor al prójimo.
Además cuenta la leyenda que ese mismo César, que para entonces gobernaba un imperio ya en decadencia, se convirtió a la fe que hablaba de un Dios de amor y predicaba el perdón a los enemigos, lo que incluía el perdón a quienes en algún momento habían ofendido al que perdonaba.
Por si fuera poco, la leyenda cuenta que tras la conversión del mandatario se asentaron las bases del poder terrenal de un nuevo estado, indicando con ello que los cambios en la fe de los hombres suelen ocurrir desde arriba hacia abajo.
Esa leyenda, como todas las leyendas mucho tiene de falso, porque el cambio real en los hombres no viene de arriba a abajo, nace del corazón de los mismos y de la aproximación con el amigo.
En la amistad y la conversación que ésta implica se encuentra la salvación y la conversión,la última de gran ayuda para dejar de lado los errores que alejan al hombre dela felicidad de ser salvo.
En la amistad se encuentra la superación del egoísmo que suele caracterizar al tirano y quizá por ello aquellos que piensan que los cambios en el corazón del hombre se dan desde arriba a lo que está debajo buscan anular la amistad y por decreto determinan la diferencia entre lo bueno y lo malo.
No faltan los entusiastas que creen que los cambios en el corazón son producto de la historia,del progreso o del trabajo, aunque por el momento tímidas suenan las voces de quienes suelen criticar a los primeros.
Los críticos parecen voces en el desierto y con tormentas de arena son callados por los optimistas que hacen la alabanza de los supuestos cambios alcanzados. Supongo que por decreto a todos nos toca sentirnos alborotados, como ante un pastel o juguete lo haría cualquier ingenua niñita.
Maigo.
Juego de niños
Cuentan las leyendas que cuando era niño Ciro fue electo como rey mediante la votación de sus demás coetáneos, al ir organizando su reino, el niño elegido por los demás entregó una tarea diferente a cada uno de sus compañeros, pero hubo uno que se resistió a hacer lo que se le mandaba y Ciro lo mandó azotar.
El niño que fue castigado por Ciro pidió a su vez que el rey niño fuese reprendido, porque tras aceptar ciertas reglas para el juego de gobierno no quedó conforme con el resultado de las mismas y pretendía cambiarlas.
Entre otras cosas lo que enseña esta anécdota es que aceptar las reglas para después desobedecerlas y querer cambiarlas por otras es una conducta propia de los niños, especialmente cuando se les ocurre jugar a la política.
Educación alquimista
La real transformación del plomo en oro comienza en el reconocimiento que merece el plomo por ser lo que es, y así el que cambia es el plomo que pesa en el corazón de quien busca cambiar al otro y convertirlo en lo que no es.
Maigo.
Tláloc y Heráclito en la CDMX
Tláloc y Heráclito en la CDMX
Año con año la Ciudad de México se desparrama ante nuestros ojos. Sus calles se desmoronan entre nuestros pies y nos dejan con la preocupación de no saber dónde pisamos. Huelga decir que esto es signo de la mala administración, o del mal sistema de aguas, o de la poca cultura de limpieza que tenemos. Todo eso termina en el mismo charco de siempre: en la impunidad, en la artera codicia, en que es mejor chingar a que nos chinguen. Pero estas denuncias nos impiden ver que estamos deseosos de paz. Y la lluvia viene, año con año, a recordarnos que todo sale a flote, que todo busca su fin. Aún en los agujeros más ennegrecidos del alma urbana el agua encuentra sus grietas, así como lo encontró primero la basura. El agua siempre fluye y lo limpia todo.
Fabio Morábito se asombra al ver que “El berlinés no tienen la experiencia heracliteana de la corriente, que es el verdadero encanto de los ríos”, esto le da para pensar que siguen siendo los idealistas de siempre, ya que cifran el movimiento en su cielo amplio. Ya conquistaron la tierra, al grado de que su río se mimetiza con la ciudad. Pero, el chilango tiene otra experiencia del agua, de echo tiene tres experiencias. La primera es que no importa cuánta agua sea, siempre se puede entubar; la segunda es que el agua es una intrusa que revela lo sucio de las vísceras de la capital; y por último, tiene nostalgia del agua, pues a veces escasea. El mexicano tampoco tiene la experiencia del río, porque felizmente se la oculta. Es la negación feliz de la experiencia heracliteana. Por eso cuando ve que Tláloc viene y lo desparrama todo, se asusta al ver que la ciudad se desvanece. Y ve con resignación que con el agua hay que empezar de nuevo todo otra vez, cada vez. Más terrible aún, el cambio nos duele porque no permanece lo suficiente y nos estancamos en las charcas, que se contaminarán y apestarán pasado el tiempo. Pero por alguna razón que no entendemos aún, después del aguacero, todo se ve más claro.
¿El mexicano ansía la quietud del río berlinés? Yo creo que no, porque pasado el aguacero todos salen otra vez como si nada hubiera pasado. Se barre la calle, se pone el puesto, se va a la reunión que no pudo concretarse antes, el tráfico avanza, se llega a casa. ¿La culpa es de Tláloc? Yo creo que no; yo creo que lo que necesita el mexicano es aprender del cambio, aprender a verlo y conducirlo. No se puede retener el agua, pero se puede ver en ella, en su fluir, el camino a un buen puerto. Ella siempre tiene un cauce natural. Esto lo sabían muy bien los tlaxcaltecas que decidieron fundar su ciudad aquí. El cauce natural es símbolo de un cambio cíclico del que nos hemos olvidado en nuestro afán de construir calles sin sentido. Perdimos nuestra esencia campesina y por eso vemos a las lluvias como anuncio de la inundación de las cloacas, arterias y calles (el caos de la naturaleza en nuestro caos social) y no como el milagro de la resurrección que ha de hermanarse con la benigna ventisca de la responsabilidad cívica. Sólo así se refrescaría el panorama bochornoso de la ciudad.
Javel