Candidatos

Hay candongos que se sienten candidatos porque a fuerza de discursos han manchado la palabra.

Lo peor es que no se saben zalameros, de verdad creen que usan togas blancas porque encandilados con sus promesas han perdido la vista, el juicio y hasta las sandalias.

Hace tiempo, cuando a penas se acuñaba la palabra, los que usaban toga blanca en realidad la buscaban púrpura.

De tanto buscar la ropa púrpura, los cándidos que se creyeron candidatos y acabaron siendo candongos, quemaron la ropa que traían y ahora desnudos salen a mostrar la falsedad de las cicatrices que tanto presumían.

Esos mentecatos y holgazanes que sus falsas batallas presumían lloran al verse al espejo y darse cuenta de que los engañados no fueron los otros, en realidad fueron ellos porque ahora son la burla de los que los veían.

Maigo

Con esta entrada cierro el bloque, nos vemos cuando hayan pasado las elecciones

Cándidos y astutos

Cuando un ciudadano romano estaba en busca de un ministerio, vestía una toga de un color blanco brillante que se conseguía tratando la prenda con tiza. Toga candida la llamaban. Se decía que tal aspirante estaba «blanqueado», usando una palabra nacida del brillar intenso candere, como el de luz blanca, de modo que por candidarse ‒permítaseme el barbarismo‒ se clamaba que estaba candidatus; que era candidato. Es fácil adivinar la dirección de este símbolo: el que se ofrecía como buena elección para ejercer un cargo público evocaba la imagen del bienintencionado, el inocente, el cándido; o lo que es lo mismo visto al revés, se proclamaba incapaz de hacerle canalladas a quienes le confiaran la pretendida posición. En este ritual la única parte que hoy ya no se usa es la toga blanca.

El juego del blanqueo tiene sin embargo dos lados. Es inevitable que el «ingenuo y sin malicia» sea también alguien «simple y poco advertido»1. Esta ambigüedad no fue diseñada con la artería de ningún funcionario público, sino que es natural. Piénsese en la defensa que los más preocupados por los animales suelen hacer: imaginemos un perro que fue agredido por una persona y en respuesta la mata. Dirían entonces que la bestia es incapaz de hacer mal, no porque se niegue la realidad de la mordida en la yugular, sino porque se reconoce la imposibilidad del animal para elegir: no tiene uso de juicio, no actuó, sino que reaccionó del único modo que podía. Así tampoco tienen juicio los niños y de ellos se predica una «inocencia» semejante. La idea que cimienta esta clase de defensa es la misma blancura de la candidez. Una persona incapacitada para elegir un mal es cándida en ese sentido; pero la misma causa por la que sería incapaz de imaginar cómo abusar de los demás lo privaría también de imaginar cómo hacerles bien. No tiene la capacidad para concebir el engaño y después, elegir no engañar. El cándido carece de malicia, sí, pero carece también de prudencia. Un cándido prudente es una quimera. El candidato, con su espectáculo de blancura y pureza pretende encarnar esa quimera, modelando arteramente solamente uno de estos dos lados y confiando en que su brillantez nos ciegue al otro.

El juego se mantiene así porque es frecuente que quien más ha sido engañado por anteriores ministros del gobierno esté aún más dispuesto a apostar por la candidez del candidato que más brille de blanco. Supone que, cuando menos, sería mejor quien no sepa qué hacer que quien sepa muy bien cómo fregárselo. También él es imprudente. Los profesionales de la política saben por eso y sin indicios de duda, que no quieren a ningún candidato en realidad cándido sino a uno astuto que entienda la importancia de parecer inmaculado. La toga cándida es completo disfraz. Lo único brillante del candidato es su prenda y tiene que cubrirla por entero de tiza. La simulación deshonesta de prudencia se basa en la idea que complementa la ambigüedad del cándido: que tener la visión de los intereses de uno, de muchos o de todos se da viendo también la posibilidad de abandonar los intereses públicos a favor de los privados. La constancia del ritual asegura que tarde o temprano haya muchos que, sintiéndose entendidos, jueguen a saber lo mismo que sabe el profesional de la política. Éstos intentan asegurarse en secreto de estar en el círculo privado que corresponde a los intereses del candidato, para que ganen algo cuando éste «inevitablemente» se incline a ejercitar su astucia en nombre de la comunidad engañada. El engaño propaga la desilusión y siembra rencores, incrementando el anhelo de los «desentendidos» de encontrar a alguien cándido. A ese paso y conforme a la medida del hábito para la simulación, la astucia que presenta pantalla de inocencia comienza a ser admirada hasta que ésa es una de las cualidades que brillan para los electores «entendidos» del candidato. Su esplendor llega a ser el disimulo. Tal cinismo está enraizado en la sediciosa máxima que reza «quien tenga la posibilidad de actuar injustamente sin sufrir castigo, lo hará necesariamente».

Lo cierto es, sin embargo, que esta máxima no erige la política sino que al contrario, la destruye. Sin meternos en las razones por las que es simplemente falsa, la búsqueda comunitaria del mejor modo de vivir sólo tiene sentido si es posible consentir la existencia del otro. Si, al contrario, la disposición natural humana fuera a hacer la guerra contra todos (y por supuesto contra uno mismo), nada de nuestro precario estado sería problema: viviríamos plenamente satisfechos de lo mal que vivimos. Pero eso es un sinsentido. La glorificación perversa del disimulo naturalmente obra en detrimento del animal político, del ser que constantemente se comunica con voz y sentido. Esto nos permite exhibir la deshonestidad del candidato: tampoco la astucia es prudencia. El candidato quimera no es ni cándido ni prudente. Usando una de las imágenes recurrentes del Sócrates platónico, el más hábil envenenador es el médico; la práctica de la candidatura nos inclina a experimentar la elección de ministros así como si nuestra confianza en los médicos dependiera de cuál es menos capaz de hacernos daño, no de quién sabe curar. Mas nunca creemos que, como el médico conoce más modos de matarnos, nos querrá matar; creer que para un médico es una cuestión de estrategia utilitaria si envenena o cura es malentender por completo el arte de la medicina. Lo mismo ocurre al confundir la importancia política de la incapacidad para el mal (verdadera o aparente) con la capacidad de elegir el bien sobre el mal. Tanto al cándido sin juicio cuanto al astuto sin prudencia les falta lo necesario para gobernar en el mínimo de los sentidos. Esto es, el carácter para elegir el bien común.

Herederos de Roma, celebramos cíclicamente las procesiones de los candidatos que se pasean luciendo sus togas blancas. Entre sus campañas se espetan palabras descuidadas y voces sin sentido, se negocia con bienes ajenos y se ahonda la fractura de nuestros partidos. Y ahora además estamos por atestiguar el desfile grotesco de los candidatos independientes. Ellos responden en solitario con bandera de inocencia porque, afirman, se han purificado ya de la mácula de las sectas de siempre. No solamente estamos partidos, sino que ahora la discordia se ha agudizado con quienes se han partido de los partidos. Este movimiento sirve para blanquear la toga mejor y más escandalosamente que una cantera entera de tiza. Éstos claman la candidez de no tener nexo con nadie y al mismo tiempo presumen cínicamente su astucia a los que saldrían aventajados en caso de unirse a la campaña. Así delatan, con igual descaro que sus colegas, el interés en hacer de la vida pública un negocio privado. Habernos acostumbrado a pensar la política en términos de la competencia en que riñen quienes menos nos pueden hacer mal nos impide dialogar con razón, nos impide esforzarnos por elegir el bien común. Leo Strauss escribió una vez, discutiendo la ciencia política contemporánea, que ésta se erige de tal modo que no permite el escrutinio de los principios sobre los que lo hace y, sin darse cuenta, se convierte solita en lo que más detesta. Ni siquiera puede ser neroniana, dice, pues aunque toca un instrumento mientras arde Roma, no sabe que toca ni sabe que arde Roma. Nuestra vida pública no dista mucho de esto, pues apenas refulge el blanco de las togas nosotros entonamos las cantaletas bajo las sonadas y dispares pautas, comportándonos en todo al servicio del disimulo: como si no supiéramos ni lo uno ni lo otro, como si no hubiera nada más que cándidos y astutos, y en fin, como si nunca entre los hombres se hubiera dado la prudencia.


1 Esto se observa buscando «cándido» en el DRAE. Es notorio que además de estas dos definiciones se ofrece «cándido» como nombre poético del color blanco.

El voto inútil

He escuchado y leído muy enérgicas recomendaciones por el voto útil en estos últimos días antes de la elección presidencial. La verdad es que no soy muy conocedor ni de política ni de las pequeñas sutilezas a su rededor como para estimar en mucho mi opinión al respecto. Entiendo que el voto útil se refiere a que votar por uno de los candidatos menos probables logrará que para el probable sea mucho más difícil quedar electo, y la posibilidad claramente indeseable de que el más probable ganara hace más útil votar por un candidato menos peor. Es más, lo que de veras sirve es no dividir los votos eligiendo a «cualquiera» de los menos probables, sino más bien hay que votar por el segundo lugar en preferencia para acrecentar significativamente la dificultad para el aparente ganador.

Me parece que no hay ninguna falla en el razonamiento: si suficiente gente vota por el aparente segundo lugar, podrá convertirlo en el primero, y si el actualmente preferido es más indeseable que aquél otro, luego vale el esfuerzo por obstaculizarle el camino. «Pero –se piensa–, necesitaríamos muchísimas personas que nos ayuden con su voto útil para que se junte esa ‹suficiente gente›», y por eso se explica la gran insistencia, añadiéndole al discurso que sólo es útil el voto si se empata en un solo candidato. Esto es suficientemente obvio. Los que no me parecen tan obvios son los supuestos de estos razonamientos. Para empezar, se debe aceptar que es evidente quién de los candidatos es más indeseable que quién; en segundo lugar, que es mejor que el voto sea útil.

Es falso que sepamos con tanta seguridad cuál de los candidatos a la presidencia sería peor gobernando. Es fácil olvidar que en nuestra vida pública todo discurso de los candidatos termina siendo parte de su campaña, no del diálogo político, y con mucha dificultad conocemos su posición hacia asuntos de interés público (sus «verdaderas» intenciones y posibilidades, podría decirse). Las campañas están diseñadas para agradar lo más posible a los votantes, y esto es lo mismo que decir que las campañas funcionan con principios demagógicos, mercadotécnicos, no políticos. La confianza en que el segundo más preferido será mejor que el primero, descansa en nociones quebradizas y manipulables en las que el descontento de los ciudadanos por el gobierno actual juega un papel grandísimo y difícil de tener en perspectiva. En nuestro estado fácilmente se caldean los ánimos, y el que mejor se aproveche del sentimiento logra más allegados a su supuesta causa. Las «propuestas» terminan siendo más bien estrategias para recaudar votantes y lo que debería ser un ejercicio democrático termina siendo una competencia por los números. La condición de nuestras «elecciones» inclina a una carrera estadística antes que a la defensa de una posición preferible de gobierno. Me parece más cierto que nunca, que no sabemos quiénes son los candidatos, y ellos intentan lograr que esa sensación se disipe con el mayor esfuerzo posible para «ganar votos», nunca para que los conozcamos.

El segundo supuesto, que el voto tiene que ser útil, resulta para mí parte del problema. Debería llamarnos suficientemente la atención que nuestra «democracia», para empezar, no se enfoque al bien común, y para continuar, que esté virando del ya triste elegir el menor de los males, al todavía peor evitar el mayor de los males. Estoy seguro de que cuando se decide entre todos cómo combatir algún desastre es posible hacerlo democráticamente, cuando es algo inminente como una amenaza externa al Estado; pero nuestro caso es diferente. Ahora sucede que el mencionado desastre (o los cuatro desastres posibles) es uno de nosotros (y eso suponiendo que tenemos claro qué significa «nosotros»). Decir que los candidatos son males menores o mayores es lo mismo que decir que no nos representan. Si ninguno de ellos nos representa, elegir a uno de ellos no es un ejercicio democrático, sino un ardid pragmático. No debería ser que votáramos para evitar que gane el peor, debería de haber alguien considerado por nosotros como el mejor. Pero es dudoso que lo haya. El voto es, tomándolo en serio, el modo de pronunciar nuestra elección; es la afirmación de nuestra preferencia por el modo de gobernarnos. Sin embargo, es tan ajeno a la realidad y tan ingenuamente idealista decirlo así, que se nota que en el voto no hay más que resabios, si acaso, de democracia. Cuando aceptamos que nuestro voto se convierta en peso estadístico estamos accediendo a que nuestra opinión valga lo mismo que eso: paja demagógica, cemento para los escalones de los mejores compra-votos (porque el dinero, las gorras y las tortas no son los únicos medios para comprar votos).

Resta considerar la anulación del voto. Para empezar, es claro que no es útil y comúnmente se le critica por ello. Tampoco parece haber razones para recomendarlo, pues su predominio podría hacerle más mal a una democracia vulnerable. Si acaso, sólo podría decirse que mantiene la dignidad del «ejercicio democrático» que admite estar reducido a una pelea deshonesta que desmerece a un ciudadano. Los verdaderos ciudadanos pueden confiar en que es suya la elección de la forma de gobierno; el voto nulo, por otro lado, es tan sólo la afirmación de que ninguno de los representantes representa.

NOTA: Este texto fue ligeramente modificado después de su producción original, con la finalidad de hacerlo más claro.

Nausea Política

Hablar de política hoy en día, puede parecer para algunos, un mar de diversas perspectivas que en ocasiones iluminan las características de la misma, para otros, ensombrece cualquier tipo de discurso que se pueda dar de ella. Por un lado podemos notar que el hombre ha dejado de ser, de ejercer y de hacer política, teniendo como consecuencia la perdida de los valores que constituían una polis, convirtiendo a la sociedad moderna en barbárica. Basta con posar los ojos –del cuerpo y del alma- en las noticias provenientes del periódico, noticiero, o bien, en el peor de lo casos presenciar un mitin partidista.

 

Entre nuevos y viejos el espectáculo de la vida política mexicana –pero no exclusivo de esta- se rebate entre dimes y diretes, entre chismes obvios e insultantes. La guerra partidista atrae a una sociedad que no exige propuesta política, sino, cual telenovela, espera que se desenmascare al malo de la historia para acoger en su seno al bueno con su imagen prometedora, sus discursos flojos, aquel que con palabras grandilocuentes (aunque se desconozca el significado de esta grandilocuente composición) deje perplejo a más de uno. Pero no todo –políticamente- versa sobre supuestos, tenemos ahora que para ser un hombre “político” se puede ser desde atleta olímpico, actor de telenovelas, películas, etcétera, en pocas palabras basta que muchos ojos te hayan visto y muchas bocas te hayan mencionado para que puedas ocupar un puesto burocrático bien remunerado tras la palabrería de una representación social. “Mi pasado fue competir corriendo, eso hablará de mi desempeño a favor de las causas y necesidades sociales” palabras más palabras menos de la ex Atleta Ana Gabriela Guevara la cual contiende por la delegación Miguel Hidalgo, pero como sabemos, al pertenecer a la corriente de izquierda, detrás del circo tenía que estar acompañada y apoyada por el ya por todos conocido AMLO y por la falsa figurilla de C.Dior Guadalupe Loaeza, ambas personalidades políticas y apocalípticas dieron las respectivas palmaditas en la espalda a la ahora candidata. Ahora bien, pese a estas peculiaridades, aún se creen que en estos casos, la política esta presente.

 

Si esto no ha conseguido asquear al lector, la tendencia de pseudo-política defequense y mexiquense tiene muchos más ingredientes que invitan a la nausea, tenemos ahora al candidato a la gobernatura del municipio de Huixquilucan Alfredo del Mazo Maza, quien tras el bastión priista , se regocija visitando a sus posibles votantes, en su larga jornada ofrece propaganda en forma de gorras, cubetas y demás objetos arrumbables, pero esto es algo común entre los candidatos a puestos gubernamentales, sin embargo no es suficiente para provocar la nausea grado sumo ya que al estar en boga el modelo de su compañero de partido y gobernados del Edo. Mex. E. Peña Nieto, el cual, más allá de contratar notarios que validen sus promesas, transformó aquella frase que dice: “Verbo mata carita”. Mazo Meza sigue esta línea, optando por la galanura como la mejor manera de obtener votos, es por eso que el candidato monta su espectáculo siendo acompañado por su Club de Fans, compuesto por un grupo de mujeres que a cada pregunta de algún periodista, responden elogiando la gallarda figura de su pusilánime objeto del deseo. 

 

¿Es ésta nuestra política? Por desgracia sí, nos quejamos de promesas incumplidas, sin embargo, es nulo aceptar la responsabilidad que como sociedad tenemos, dado que hemos aceptado que personalidades como las mencionadas tejan los rumbos de una ciudad, de una delegación o municipio, nuestra visión política ya no se enfrenta con lo que en algún momento fue la finalidad de ésta, ahora, cualquier cualquiera puede hacer y hablar de política ante nuestros ojos modernos, sin embargo la vida se nos va de las manos y dejamos que estas cosas sigan sucediendo, mucho se ha dicho del destino de la humanidad cuando se observa esta perspectiva, el asunto se ha tratado, se ha dicho, se ha divulgado, pero es opacado por los espectáculos nefastos que vemos todos los días.