Con cariño de papá

Lo odiaba. En esos momentos verdaderamente lo odiaba. Él decía que era por su bien, pero ella sentía en el fondo que le estaba haciendo daño. Aunque después se sobrepusiera, aunque terminara olvidándolo todo. Nunca se lo había confesado a mamá, no se atrevía. A pesar de todo, esos momentos creaban un lazo, una intimidad extraña en la que ella se sometía a la voluntad de papá, a su firmeza, a su violencia… a su cariño. Y eso le gustaba. No recordaba desde hacía cuanto, pero sabía que todo había empezado desde muy niña, desde bebé. Desde aquella vez que empezó a sentir el calor y las manos del padre sujetándola firmemente, abriéndole la boca, introduciendo violentamente el tubo y descargando ese líquido viscoso y amargo que le costaba tanto trabajo tragar. Lo detestaba. Detestaba el sabor y la consistencia así como detestaba a papá por hacerle esas cosas. ¿Y si se lo dijera a mamá? Pero ella tal vez no entendería, o la obligaría, pero sin esa complicidad que sólo con papá podía darse. No, tenía que aguantarse como la niña grande que era. “Ya no eres un bebé, pórtate como niña grande,” decía papá mientras la acariciaba suavemente antes de meterle el tubo a la boca. Y ella se limitaba a cerrar los ojos, abrir la boca y esperar a que apareciera ese viscoso sabor amargo que apenas podía tragar de tan hinchada que se le ponía la garganta. El asco le subía desde el estómago y un impulso le obligaba a querer zafarse, pero las manos del padre, firmes como el tubo que le presionaba la garganta, le sostenían la nuca obligándola a tragar. “¿Ves?”, decía el padre mientras guardaba el tubo en su lugar, “no ha sido nada, ya pasó, has hecho muy feliz a tu padre.” Aunque ultrajada, se sentía orgullosa de las palabras de papá. Lo había logrado, como tantas otras veces, y ahora casi sin poner resistencia. Pero, a pesar de lo cansada y adolorida que se sentía, sabía que al día siguiente se encontraría mucho mejor, pues el jarabe para la tos que le daba papá nunca fallaba, y aunque le daba asco el sabor, siempre le quitaba las molestias de la garganta inflamada por la enfermedad.

 

Gazmogno

Es que somos muy chiquitos

Desde pequeña siempre preferí el diminutivo abuelita al sustantivo abuela para referirme a la madre de mi madre por considerar que el sonido de aquél era mucho más amable, suave y tierno que el de este otro, el cual resultaba –a mi parecer– no sólo más seco sino irrespetuoso e incluso despectivo; nada idóneo, pues, para llamar a alguien a quien yo quería tanto. Sin embargo, no fui consciente de cuán usual era esta costumbre hasta que un día, mientras tomaba clase de portugués, alguien preguntó cómo es que se decía abuelita en ese idioma. El profesor se mostró extrañado ante aquella pregunta y, aunque aclaró la duda de la persona en cuestión, enseguida nos hizo saber que, al menos en los países luso-parlantes, no se acostumbraba usar diminutivos para referirse a los abuelos, ni siquiera por cariño; ésa más bien parecía ser una práctica oriunda de nuestro país.

Ciertamente, México no sería México si su gente no hiciera uso de diminutivos a diestra y siniestra en frases como “¡Pásele, güerita!”, “¿Me esperas un momentito?”, “Ahorita voy…”, “¡Ay, virgencita!” y muchas otras que podemos escuchar a diario en casi cualquier lugar donde nos encontremos; “la cuestión –como dice cierta chela– es buscarle” o, en todo caso, escucharle. Sea como sea, algo que me causa bastante gracia sobre este asunto es que no importa si la palabra no admite diminutivos, nosotros por nuestros calzones se lo inventamos, ¿pus por qué no? Tal es el caso de ahora que, por su calidad de adverbio, resulta una palabra invariable, pero nada de eso nos impide sustituirlo por el mexicanísimo ahorita que, para terminarla de amolar, no quiere indicar “en este momento” sino “en algún momento”; en resumidas cuentas, el ahorita significa que si bien haremos lo que nos mandaron, no será en el momento en que nos haya sido encomendado, sino cuando se nos dé la gana hacerlo… si es que se nos da.

Ahora bien, lo mismo sucede con algunos nombres propios como el mío, por ejemplo. Al principio, la gente batallaba con él por tratarse de un nombre extranjero, pero tan pronto se sintieron familiarizados, comenzaron a buscarle un diminutivo. Primero optaron por acortar el nombre y pasé de ser Hiromi a Hiro, lo cual no me desagradó en absoluto; luego decidieron que Hiri tenía más pinta de ser diminutivo que Hiro y tampoco me molestó el cambio; sin embargo, justo cuando creí que ya me estaba librando de la temible terminación –ito(a) que generalmente acompaña al nombre para hacer de él un diminutivo –como Anita, Juanito, Panchita, Jorgito, etc. –, la gente comenzó a llamarme Hiromita. Con el tiempo me he ido acostumbrando más porque entiendo que me lo dicen de cariño que por otra cosa, aunque –como en el caso de abuela– no me gusta el sonido que produce porque me resulta cacofónico; no obstante, esto llevó a que me preguntara por las razones que tendremos para seguir haciendo uso de los diminutivos aunque el resultado sea nefasto, por decir lo menos.

Como ya se ha visto, expresarle afecto a los otros es ciertamente un motivo para recurrir a los diminutivos, pues –creo yo– la suavidad del sonido que éstos brindan nos remite al cariño de la persona que así nos llama; o bien, una variante de aquél será proporcionarle un trato amable a la gente que nos rodea, con la que quizá no intimamos pero sí tratamos con frecuencia. Una segunda razón es el hecho de que los diminutivos llegan a dotar de mucha fuerza ciertas expresiones que tienen como fin la ironía o el sarcasmo, sobre todo en el caso de las madres, quienes nos dicen cosas como “¡Pobrecito de ti! No te vayas a cansar (de no hacer nada)…” o “¡Qué costumbrita la tuya de dejar todo tu cuarto tirado!”. Sin duda, no sería lo mismo si estas frases no incluyeran esos diminutivos que les dan un estilo muy sui generis de mamá. La tercera razón, aunque suene a psicología barata, podría deberse a ese sentimiento de inferioridad que se nos achaca a los mexicanos, por lo que quizá el uso de diminutivos no sea más que el reflejo de dicha inferioridad, misma que nos impide decir las cosas como son –por ejemplo, llamar a un obeso gordito por temor a herir susceptibilidades– o bien aceptar las consecuencias de nuestros actos –como cuando decimos que “tenemos un problemita” con el afán de minimizar el gran enredo en el que estamos envueltos–.

Puede que éstas no sean las únicas razones por las que usamos diminutivos –o que ni siquiera sean las razones–, pero si algún crédito merecen es el de distinguirnos de alguna forma de los demás habitantes del mundo, orita para bien, orita para mal.

Hiro postal

Sueño de una noche de verano

Dedicado a A. A.

Early one morning the sun was shining,

I was laying in bed,

wondering if she’d changed at all

If her hair was still red

Bob Dylan

Sabe si alguna vez tus labios rojos

quema invisible atmósfera abrasada,

que el alma que hablar puede con los ojos

también puede besar con la mirada.

Bécquer

¿Será? ¿Seré? ¿Seremos los mismos? ¿Qué fuimos? Seis años ha y fue como si retomáramos los viejos caminos en un tiempo nuevo. Como volver a caminar tomados de la mano, aunque cada quién en distinta dirección. Si fuera un tango se hablaría de los recuerdos amargos – como se hizo – de los instantes perdidos – como se reprochó – de los inviernos alojados en nuestras frentes y en nuestra voz – como realmente pasó. Y aun así el tango no pudo con la belleza que se posó en nuestras miradas, en nuestras risas y en las sonrisas de lo que ahora somos por lo que fuimos.

 

Un anillo, un pequeño anillo fue el lazo que unió nuestro pasado con un presente que no deja de seguir, a cada instante, a cada momento, a cada recuerdo… que nunca dejó de rondar, de insistir; desde aquel anillo que sostuve trémulo ante tu incrédula y terrible mirada, hasta el pequeño brillante que tratabas dulcemente de ocultar – brillante que mostraba luminoso el infranqueable abismo que los años lenta e inclementemente cavaron entrambos… aun cuando por un instante parecimos haber sido los mismos, los de ayer, sin anillos, sin recuerdos, construyendo en una breve charla el presente y destruyendo en un fugaz momento el pasado.

 

El tiempo indómito hizo de las suyas uniéndonos y alejándonos y volviéndonos a unir. En los recuerdos, en las fugas, en los anhelos y en los reproches. Una historia que hace mucho terminó quebrándose en dos, volviéndose símbolo de nuestra vida, dos caras de una misma moneda con que nos pagó el destino por las faltas de una juventud malversa, de un amor mal interpretado, cuya llama persistió por mucho tiempo trocándose en cenizas que descubrimos algunas siguen encendidas, esperando el último escozor.  Revivimos felices los momentos dolorosos y volvimos a amarnos en instantes de recuerdos que quién sabe en dónde estén ahora ni qué pueda hacerse con ellos ni si queramos hacer algo.

 

Pero el reencuentro está demasiado fresco, demasiado cerca como para poder apreciar su belleza de la forma en la que, a instantes, la volví a apreciar en tu mirada: tímida, agazapada, como el pequeño león que aprende a cazar y cree que es más un juego que una supervivencia, con la misma seducción y coquetería con la que caí enamorado la primera vez, pero que ahora se confunde con el recuerdo y con el pasado y con tantas imágenes que llegaron a mi mente en un torbellino que todavía persiste mientras intento hilar estas palabras.

 

Sé que no somos los mismos y que hay más cosas ocultas que las que puedo en este momento contar o comprender, o incluso descubrir, y también sé que, como en toda moneda, las caras de lo que fue nuestro amor miran a lados opuestos; pero entiendo que la belleza nos volvió a unir en un instante, en ese pequeño instante en el que, aunque en recuerdos, volvimos a vivir nuestra historia y, embriagados por el pasado, nos besamos aunque tan solo fuera, como dijo Bécquer, con la mirada.

Gazmogno