Este blog acaba de cumplir sus nueve años. Son nueve años personando letras, apalabrando ocurrencias, letreando tonadas, conviviendo concordias, sugerencias, juegos, y todo lo que se nos viene a los dedos en broma y en serio. El nueve es un número bello por la proporción de sus partes con el todo (es tres veces tres), los dígitos de su cuadrado (nueve veces nueve) suman nueve, porque forman el ochenta y uno, y la frase nueve años tiene nueve letras; pero además, nueve es el número de integrantes de esta gran banda bloguera. A veces harmonizamos tocando notas que caen como gotitas pacientes, y otras más bien nos salimos de tono e improvisamos por unos compases en la disonancia como manantiales de jazz. Es verdad, también nos metemos en laberintos de acordes y fraseos, pero siempre es con esperanza de encontrar la salida. Y como cualquier banda que se respete, ensayamos mucho, que por etimología es algo así como andar pesando para probar qué valor tienen las cosas (con todo el pesar de empujarlas si no tiene uno una balanza). Con cada ensayo, esperamos darnos a entender mejor (o cuando menos, darnos). Y cuando hemos estado tomados, aunque sea un poco, por el pánico escénico, siempre hay quien devuelva la atención a la música y disipe el mareo. Eso, claro, si no resulta que es la música la que tanto nos marea como a quien da vueltas a ciegas y aspavientos a ver si mientras denuncia la fealdad de pronto se topa con la belleza. Dicho todo, pues, dialogamos. Y el concierto empezó así, siendo guisa del diálogo. Por más plan y acuerdo que haya habido, nos encontramos con el diálogo ya ocurriendo. El canto ahí está y nosotros vamos descubriendo la melodía. Bueno, esto es un decir; pero todo lo humano es un decir. Nos mantenemos queriendo decir, queriendo sonar; y no diciendo lo que sea y dándole a este blog larga continuación nomás por el gusto que algunos tienen de la longitud, sino queriendo sonar bien. O más bien, queriendo sonar mejor. Es igual con la vida entera, que es buena por las ganas de vivir bien. Que el concierto sea concordancia y convivencia. Este aniversario es motivo de gusto, de amistad y de celebración, pues siendo tantas las tonadas y tan diverso el ritmo, estamos sin embargo juntos confiando en la palabra, queriendo vivir bien.
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Celebrando el amor
Hace poco un amigo de espíritu crítico me preguntaba: “Hey, tú, quien se ha relacionado con estudios humanísticos ¿se puede celebrar el amor?” Antes que prestarle atención a su pregunta, me desagradó el tono con el que me habló y pensé que lo habría llevado a hacerse esa pregunta. Creyendo que tenía una idea completa de lo que estaría pensado, supuse que estaría dolido porque fechas como estas le recuerdan su soledad; él dice estar al margen de toda celebración popular, pero el mundo, con toda su artificialidad, sigue afectándolo. Después pensé que su situación, su aceptación y rechazo de las costumbres de las que no puede esconderse, lo habían llevado a una buena pregunta: ¿se puede celebrar el amor?
Deambulando en posibles respuestas, no le encontré defecto a celebrarlo, si es que es algo que le hace bien a las personas. Pero como en casi toda celebración, el éxtasis del momento, el saberse parte de un movimiento que se subsume al modo de vida aceptado por el mundo en el que se vive, condiciona lo que debería ser una celebración del amor. Es decir, el que haya un día específico para el amor, puede llevarnos a creer que ese día es suficiente para celebrarlo y que en los demás hay que vivir de acuerdo a la búsqueda del éxito. Por otro lado, también se puede ver en la celebración del amor una consagración de ese éxito, pues quien más puede participar en todas las celebraciones y de manera envidiable es quien tiene los medios para celebrar. ¿Qué va a celebrar el pobre hombre que anhela comprar rosas y no se puede procurar ni el listón para envolverlas? Exagerando esta postura, vemos que la celebración está limitada a quienes pueden celebrar; los demás están vedados. Pero esa fue sólo una respuesta con la que choqué. Otra fue que en el día en el que se celebra el amor había una aceptación tácita a cualquier modo de expresión posible; si a una persona se le ocurría cantar en el metro alguna canción de Armando Manzanero a su pareja, eso se podía considerar como un gesto del más dulce y valiente romanticismo y casi inmejorable manera de celebrar dicho día; en cualquier otro momento, el tipo sería tildado de loco, ridículo o muchos insultos más. Finalmente llegue a la conclusión de que celebrar el amor no debería ser un asunto público, toda celebración es pública y política, que más bien se trata de una unión íntima, de dos personas que siendo plenas son felices.
Yaddir
Las uvas de los muertos
Las uvas de los muertos
Entre los rubicundos escozores de nuestras mejillas se delata nuestro particular modo de beber vino. Entre las categorías del abstemio y del exceso, se derraman las loas de la salud, del cuerpo, y la teoría de las dependencias destructivas. Gozamos de exagerar el elemento irracional del vino, y los transformamos en máscara filosófica de nuestra sinvergüenza bohemia; lo transmutamos en sustancia tóxica, y en eso se diluye nuestra alegría en pequeños ríos de sangre y jugo. Lo cierto es que el vino perdió para nosotros todo valor genuinamente humano o incluso misterioso, y fue porque nosotros lo hemos querido así.
En una de las imágenes más intrigantes y enigmáticas de los Diálogos, se recuerda a Sócrates como saliendo ileso de los efectos de la bebida, después de haber compartido con los comensales un día de discursos. Sócrates puede ser el único cuerdo entre sus compatriotas, y ser el héroe que surge victorioso por entre las aguas de Dioniso. El filósofo soporta descomunalmente el vino porque nada puede turbar su razón. En esta versión, Sócrates es el Aquiles de la razón, de la razón moderna.
El evangelio relata cristalinamente el pasaje de las bodas en Galilea. En él, Jesús transforma el agua en el vino que hacía falta para seguir la celebración; se especifica que sólo él guarda el mejor vino para el último momento, a diferencia de otros. Ese fue, según se cuenta, el primer milagro realizado por Cristo. Siguiendo la lógica moderna, supongo que Jesús tendría que ser, en este caso, el hombre bonachón que no permite que la falta de vino sea un obstáculo para seguir la fiesta. Jesús muestra su misericordia y su caridad en una obra sencilla de simpatía; el milagro puede ignorarse, u omitirse.
Después de la furia romántica, Nietzsche aprovecha para burlarse de más de uno de nosotros. La imagen magnética del hombre dionisíaco se antoja como el idilio transgresor del “espíritu de la música”. El resultado de la añoranza de lo dionisíaco, de aquella disolución de lo individual, sirve muy bien de pretexto para el establecimiento de una vida regida por la disolución, por creer que es ese el modo perfecto de consumir fatuamente la vida, o de denostar el bienestar burgués. Pero hay mucho de problema con la perversión de esta imagen, hecha por el esteta dionisíaco: que su tragedia ha perdido la causa, pues su fantasía pagana ya no tiene dioses. El vino que servía como elemento necesario en el sacramento de Dionisio ya no tiene olor; la negrura del elogio que Nietzsche hace de la tragedia ante el racionalismo socrático mediante Dioniso se pervierte con la simple comodidad del inconformismo o del nihilismo moderno.
Nuestra relación con lo festivo y lo alegre del vino tiene en realidad la siguiente función: el de servir de anestésico para las penas de nuestra senescente adolescencia. Creo que no hace falta ser demasiado circunspecto para notar que nuestras tertulias, que dicen utilizar el vino como catalizador de la amistad y la convivencia de los dogmas, no son más que la máscara de lo triste que es nuestra visión del amigo. Es falso que sólo en el exceso balsámico uno sea más fraternal y sincero: si es así, vivimos entre canallas. En la defensa del exceso perdemos el verdadero placer del vino en la alegría de una celebración: que él no es necesario para ser feliz. Nuestras fiestas no entienden el placer del vino porque él se ha convertido en la señal de que ya no hay motivo alguno para celebrar.
Entender a Sócrates como el héroe de la razón ante el vino puede tener parentesco con esto. Los detractores del vino en favor del sentido común y la salud pueden sacar un ejemplo fácilmente de esa imagen misteriosa del filósofo. En ese caso, sólo negamos el hecho de que Sócrates bebió en una reunión en donde se habló del tema que le era propio: Eros. Los admiradores de lo racional y del bienestar pierden de vista que no es principalmente el vino lo que derrumba la inteligencia, sino que hasta puede servir como vinculo fogoso de la discusión; sin caer, en esto último, en las ridiculeces del que quiere discusión y amistad en el vino al tiempo que cree que nada vale la pena. En el caso del milagro que transmuta el agua en vino, se agrava nuestra distancia en relación con el relato. ¿Qué importancia puede tener que sea ese el primer milagro realizado por Jesús? Quizás ese buen vino que Jesús otorga a los esponsales esté vinculado con su buena nueva. Tal vez si Jesús permite que la celebración de la boda continúe es porque en él se haya la verdadera alegría, implicada en el milagro y en el misterio de su encarnación. Tal vez él venga a decirles tanto a los racionalistas de la medida como a los falsos paganos que en el vino, que también representa un sacramento, se celebra que todo vale la pena.
Tacitus
Fiesta decembrina
Hay festejos que cuestan la vida, ya sea del festejado o del festejante, y no lo digo pensando en tantas reuniones interrumpidas por la violencia, que bien puede ser interna, cuando ésta proviene de algún asistente mal comportado, o externa, que es la que proviene de algún no invitado decidido a lanzar maleficios y todo lo que tiene a la mano en contra de los festejados.
No, esos festejos cotidianos que se ven frustrados por la violencia no siempre cambian la vida de quienes acuden a ellos, pues estos no cambian en nada el modo de ser de los asistentes, quienes pretenden seguir siendo los mismos que son tras el paso de unas cuantas horas, y quienes deciden reconstruir su vida diaria tras la ruptura de una cotidianidad que a veces parece no gustarles.
Los festejos que cambian al hombre no suelen ser tan llamativos como aquellos que sólo lo toman por un tiempo. Los que llaman la atención gracias al furor de su llamado consiguen que el hombre se olvide de sí mismo y de lo que hace con su vida, eliminan cualquier intento de conversación molesta sobre lo que el hombre es con el estruendo se su llamado retumbante. Los otros en cambio suelen ser discretos y a veces hasta silenciosos, tanto que muchas veces no nos percatamos de su importancia sino hasta que vemos en el rostro del hombre una nueva sonrisa y una paz que no habíamos notado antes.
Hacen falta festejos silenciosos, como el que lleva a cabo el alma cuando se pone a pensar en el sentido de lo que festeja, pero estos son tan poco visibles que casi no les prestamos atención, aún cuando pueden llevar a un individuo a ser un hombre nuevo. El festejo en silencio lleva al hombre hasta las profundidades, mostrándole como luz en los abismos aquello que da sentido a una vida cotidiana que no por ser tal es mala, pero que puede mejorar en tanto se tenga presente lo que es bueno.
A su vez, lo bueno se deja ver con más claridad en el silencio de la reflexión, pues en ese silencio el hombre se encuentra consigo mismo, se ve y se juzga, se arrepiente y enmienda el camino para regresar a la senda segura y firme, o la toma y se abraza a ella si es que no había tenido oportunidad de conocerla.
Hacen falta festejos silenciosos, pero eso no implica que deban cancelarse los otros, el estruendo llama al hombre y puede servirle para atraer su atención sobre lo que importa más que las preocupaciones con las que está plagada la vida diaria. El ruido constante hace resplandecer aún más la hermosura del silencio y tras el aroma de la pólvora, usada en los cohetes y quemada la noche anterior, puede notarse la falta que nos hace el delicado perfume de las rosas.
Maigo
Bodas de plata
Con mucho cariño, para el matrimonio Figueroa-Pérez.
“Que todas las noches sean noches de bodas,
que todas las lunas sean lunas de miel…”
Joaquín Sabina y Chavela Vargas
Encina y tilo;
Yazcan siempre así quienes
Gran amor vivan.
Hiro postal
Ocasión de celebrar
“Yo no quiero catorce de febrero,
ni cumpleaños feliz…”
Joaquín Sabina
Existe un día en el año en que cada uno de nosotros pasa a ser el centro de atención de los amigos, familiares y demás conocidos, por tratarse del aniversario de nuestro natalicio. Dicho día es mejor conocido coloquialmente como cumpleaños, ocasión en la cual nuestros seres queridos nos prodigan de palabras afectuosas y muestras de cariño tales como abrazos y besos, así como también de obsequios. Esta ocasión parece embargar de tal alegría a todos aquellos que nos rodean que lo menos que pueden desearnos en ese día es un “feliz cumpleaños”.
Parece no haber duda en que el cumpleaños de uno sea motivo de celebración para las personas que nos aprecian, pero cabe preguntarse qué es lo que ellos celebran en tal ocasión: el que hayamos llegado a este mundo o el que todavía sigamos aquí. Si el motivo de la celebración es la primera opción, parecería que en realidad no nos están celebrando a nosotros, sino que festejan el hecho de que nuestros padres hayan decidido traernos a este mundo, lo cual, a decir verdad, no restaría júbilo a la celebración del cumpleaños, ya que de cualquier modo estarían gustosos de que hayamos nacido. Pero justamente es esto último lo que quiero resaltar: que no es mérito nuestro haber nacido, sino de nuestra madre y de ambos padres, nuestra concepción.
Si el motivo de celebración es que todavía seguimos aquí, parecería que, al menos, en nuestros primeros años de vida el mérito tampoco nos corresponde, sino a nuestros padres de nuevo, quienes nos han otorgado el cuidado adecuado para que nosotros sigamos vivos. Después de cierta edad, el mérito será propiamente nuestro puesto que habremos pasado a ser responsables de nosotros mismos y de cada uno dependerá que sigamos en este mundo. Con esta explicación, dicha celebración parece adquirir más sentido, pues entonces se entendería que las personas que nos quieren estén celebrando que hayamos cumplido un año más, dado que hemos sido lo suficientemente prudentes como para mantenernos hasta la fecha con vida.
Así pues, teniendo en mente este segundo motivo, hoy celebro el cumpleaños de dos personas importantes para mí. La primera es mi hermano Augusto, quien ha alcanzado la mayoría de edad, y aunque haya veces que no lo soporto de tanto que molesta, eso no significa que no me dé gusto que siga vivito y coleando y que, además, sea un adulto en ciernes. La segunda es el cantautor Joaquín Sabina, aquél tan joven y tan viejo que con su música me ha acompañado a lo largo de los últimos dos años de mi vida y de quien, mejor dicho, celebro que no haya sido todavía lo suficientemente imprudente como para ya haber estirado la pata.
¡Mis más sinceras y dichosas felicitaciones para ambos en este día!
Hiro postal