Andar la letra
La escritura tiene géneros como muestra de que la palabra escrita rebasa la función meramente testimonial. La misma función testimonial tiene más de una dimensión, como si el testimonio del escritor no pudiera entenderse sin su propia persona, sin el acto que lo confirma como escritor. Cervantes nos enseñó a qué grado puede uno dudar sobre el testimonio de hechos que están entre la historia y lo poético. No existe necesariamente un único narrador que no pueda a su vez estar presente en una obra histórica, mientras el autor sólo existe en los prefacios, aunque sea a la vez un historiador, una obra cronológicamente caótica, y un narrador omnisciente, e incluso sus propios personajes dramáticos. Si se cree que es una obra en verdad histórica se leyó mal; si se cree que la poesía es obra ficticia, cuya dimensión reside meramente en el acto imaginativo, también se ha leído mal. Si se hace la oposición entre historia y poesía en términos de mentira y verdad se leyó mal, aunque la habilidad del escritor en este caso reside en la relación entre ambas, en que se supere la idea de la verdad como término asociado con lo “real”. Mejor dicho, en que entienda que la locura quijotesca invierte el sentido de la razón, para enseñar sensatez y verdad entendiendo la locura.
Es verdad que la escritura tiene siempre un fin pedagógico. Sin él, la censura no tendría sentido. La expresión ingeniosa se distingue no por su exquisitez o elegancia, sino por hacer de la elegancia o la vulgaridad posibilidad de conocimiento. La censura puede, por ello, ser hecho por gente que entiende a los escritores, aunque también pueda llevarse al extremo mismo de la vulgaridad: la censura de lo que nos irrita, simplemente por ello. La pedagogía de la escritura depende en buena medida de quien la realiza: tanto escritor como lector. Las obras de superación personal son exitosas porque esperamos que se nos enseñe algo sobre nuestras emociones y fracasos, algo claro. Su pedagogía triunfa porque confundimos enseñanza con apapachos. Ese es un efecto pedagógico. Incluso en ese nivel se conducen mínimamente por la “verdad”, aunque de manera deficiente, puesto que la verdad es ahí sólo consejo moral, utilidad de la autoestima, sin ser enseñanza sobre la naturaleza de la moral.
Es complicado aseverar que existe una pedagogía en el Quijote, por ejemplo, dado que el autor novelesco es siempre una sombra. Pero estamos equivocados quienes esperamos la declaración del autor para que sus ideas nos sean presentadas, porque el autor existe en su obra, y no fuera de ella. Fuera del Quijote, Miguel de Cervantes era otra persona, aunque no dejara de ser el autor de un clásico. Esa oscuridad entre los testimonios históricos, la narración de notas al pie de página, la intromisión en los pensamientos, extraña para un historiador, son parte de la obra porque en ellos consiste parte de su pedagogía: en que nuestro prejuicio (inventado por el propio autor) por la irrealidad de la obra sea el camino de la enseñanza. Es pedagogía sobre el hombre, la verdad, la palabra y el mundo que ellas forman a través de los cuestionamientos, de las paradojas y las cosas sin resolver. Como si nos enseñara que en nuestra incomprensión radica el sentido de la verdadera tontería. Una lección moral que nos enseña en los disparates y los buenos discursos, así como en las contradicciones. Nuestro idealismo se esconde en la imposibilidad de entender al amante más idealista, y confundimos la ausencia con la mentira. La pedagogía de la escritura se basa en el modo en que nos disponemos a la verdad. Por eso existen las lecturas genéricas.
Tacitus