La risa del final
donde están los arrecifes de conchas blancas,
donde todas las frutas están maduras,
nos encontraremos los dos.
«Nunca es la inspiración la que empuja a nadie a contar una historia, sino, más bien, una combinación de rabia y claridad», dice la ensayista migrante. Ahora me rindo y eso es todo [Anagrama, 2018] es la clara y rabiosa rendición de Álvaro Enrigue [Guadalajara, 1969] a la novela. Si en Los niños perdidos [Sexto Piso, 2016] de Valeria Luiselli [Ciudad de México, 1983] preguntábamos azorados por la necesidad del fin de una historia; en la nueva novela de Enrigue encontramos todos los finales posibles, todas las respuestas imaginadas, y con ello el azoro de que al final eso es todo. El problema, claro, es reconocer lo que se acaba. El problema es aceptar con alegría que a veces parece que eso es todo.
Ahora me rindo y eso es todo es la vida novelada —y perpendicular— de Gerónimo, el famoso jefe apache. El título de la novela reproduce la frase que el jefe apache enunció al entregarse a la milicia estadounidense. La expresión final eso es todo permea a lo largo de la novela, casi como en nuestra vida diaria solemos situarnos frente a los finales… con la única diferencia de que el novelista reconoce la oscuridad del final, lo ridículo de nuestras declaraciones del fin, la impostura necesaria de quien cree que ha visto a algo realmente terminar. Por ello, la novela tiene una forma tan caprichosa, tan inasible, tan complicada como la vida: eso es todo.
En un sentido, la novela narra la formación de Gerónimo, lo mismo como chamán de guerra que como ser humano. Vemos a un joven Gerónimo preparándose para luchar, practicando el acecho, formando el carácter de quien puede ser terrible. Pero también vemos al joven Gerónimo abriéndose al mundo, como puente entre la Apachería, México y Estados Unidos; como inteligencia que permea entre el apache y el español; como estratega que aprende a ver a dos lados a la vez. La formación de Gerónimo es un tópico complicado para la novela: el lector acostumbrado a los finales sólo quiere ver al hombre pleno y ya formado; el lector psicologizante mira a la formación para comprender el carácter; el lector del drama humano quisiera mayor transparencia en los sentimientos, mayor claridad en los episodios que formaron al hombre terrible. Enrigue no satisface a esos lectores (por ello alguna crítica lo acusa, injustamente, de recrear al buen salvaje), al contrario, a través de la novela nos muestra las limitaciones de esos modos de lectura. Mirar en Gerónimo algo distinto a lo terrible e inexplicable, a lo incomprensible y patente, es reducir el misterio de Gerónimo. Precisamente, el hombre que aparece en esa línea argumental de la novela es el hombre misterioso que disfruta a plenitud el descubrimiento de la vida al mismo tiempo que padece con integridad la aspereza de la guerra; sólo así, sólo un hombre tan misterioso, puede afirmar sin ramplonería ahora me rindo y eso es todo.
En otro sentido, la novela narra el final de la vida de Gerónimo, la aridez de la existencia del hombre derrotado, de quien ha aceptado la sumisión disfrazada de paz para al menos compartir lo que queda con los familiares. El final de la vida de Gerónimo es al mismo tiempo el final de la Apachería: destrucción de una nación, exterminio de una raza, declive de un hombre. Ahora me rindo para poder vivir el final. Eso es todo, aunque de nadie dependa que el final sea definitivo. “Hay apaches”, se dirá pensando en reservaciones y casinos. Eso es todo, nos contesta con sabiduría la novela. ¿Qué nación es posible como una reservación? ¿Qué familia sobrevive a la fascinación por la ganancia que hace girar la suerte en los casinos? Un viejo cansado y decadente, sí; un asesino despiadado, sí; un hombre de un mundo que no puede sobrevivir a nuestro mundo, sí; todo eso fue Gerónimo… y eso es todo. La segunda línea argumental de la novela nos reitera el misterio del hombre, la ridiculez del decreto de todo fin.
En otra línea argumental, la novela presenta al narrador viajando a lo que fue la Apachería, acompañado de su esposa y sus hijos. Un padre que quisiera salvar a su familia ante la inclemencia del afán de ganancia de nuestro mundo. Por un lado, el narrador quisiera salvar la unidad de su matrimonio: él y ella coinciden en la comprensión del drama humano de la crisis migrante, ambos ven la destrucción de una nación, el exterminio de una raza y el declive del hombre; pero ella confía todavía en las instituciones, en la posibilidad de enfrentar civilizadamente el drama que la propia civilización ha gestado; él ve que la administración civilizada es equivalente a la rendición de Gerónimo, que salvar la unidad de su matrimonio es rendirse y aceptar que eso es todo. Por otro lado, el narrador quisiera proteger a su hijo mayor, quien con el afán de independencia y el deseo de éxito necesario para sobrevivir en este mundo ve a su padre como un acobardado reaccionario, como un hombre incapaz de atenerse a las nuevas circunstancias de un mundo que demanda hacerse efímero, acomodaticio, libre de desafíos; claro, para un narrador que piensa de la escritura como un desafío, salvar la relación con su hijo es, precisamente, un acto de rendición y aceptación de que eso es todo. (Y aquí nuevamente falla una de las críticas severas, que con afán de joven libertario reprocha a Enrigue intentar una “novela total” y no conseguirlo, es decir renunciar a su estilo desafiante de Hipotermia [Anagrama, 2006] para entregar un texto aparentemente facilón y mal armado, tan mal armado que —según esa crítica— bien podría haber prescindido de la trama familiar. Oh problema, esa lectura es tan descuidada que no lee lo que la novela sí dice: no sabemos si el narrador se rindió firmando la lealtad al rey de España. Señor crítico: ¡lea con cuidado!). Por otro lado, el narrador quisiera que sus hijos pequeños pudieran apreciar el drama apache para entender el drama migrante; conseguirlo implica la rendición de la inocencia. La ocurrencia final de los hijos nos señala la obcecación del padre: no hay rendición posible cuando el hombre no puede entender los finales. (Y aquí falla otra crítica, que cree que el cuidado de la inocencia de los niños sabios es de corte plenamente moderno. ¿No vio el crítico que el niño ha desarrollado, a la sombra del fantasma de Gilberto Owen, la sabiduría de “el mediano” de Los ingrávidos [Sexto Piso, 2011]? Por ello, la bella escena de Dylan protegido por el brazo de Miquel en la parte trasera del auto es tan clarificadora sobre la diferencia generacional. Hay críticos que creen que todo se lee desde una postura política). La tercera línea argumental de Ahora me rindo y eso es todo deja claro que el drama apache, el misterio de Gerónimo y la indeterminación del hombre tienen en común la posibilidad de la risa.
A partir de un pensamiento del personaje más interesante de la novela, el más ridículo y risueño, el narrador hace la siguiente reflexión: «Los finales, no importa cuán cantados estén, nunca portan la calidad de lo terminal, cuando menos no para quien los va remontando. La última hora de intimidad con el otro siempre parece otra en la línea: un episodio repetible y sin consecuencias. Nunca nadie piensa que esa fue la última vez que se bebió esa saliva ni que lo que sigue es extrañar hasta la muerte el olor de la piel que se arremolina tras el lóbulo de una oreja. No registramos la última ocasión en que nuestros hijos nos dieron la mano para cruzar una calle. Cuando cambiamos de ciudad, de país, siempre pensamos que vamos a volver, que los demás se van a quedar fijos, como encantados, y que a la próxima los vamos a abrazar y van a seguir oliendo a la misma loción, tabaco y café quemado. Pero los amigos cambian, progresan y se compran lociones caras, dejan de fumar, dejan el café, huelen a té verde cuando volvemos. O se vuelven locos, los meten a hospitales psiquiátricos y tienen muertes horribles de las que nos enteramos por correo electrónico. Hay una última conversación lúcida viendo un partido cualquiera de futbol con el abuelo y un último plato preparado por la mano maestra de la abuela, una última llamada telefónica con el profesor que nos hizo lo que somos y que una madrugada se resbala en la bañera y muere». Asumir que estamos al tanto de nuestros finales, que controlamos el término de las cosas, que la vida se ciñe a nuestras decisiones, es absurdo, y la exhibición de ese absurdo resulta ridícula para quien lo entiende. Entender este absurdo parece imposible sin mucha claridad y cierta rabia. Ahora me rindo y eso es todo es una excelente novela cómica sobre quien cree conocer los finales. Claro, siempre podemos leer la novela y la vida como una tragedia, asumiendo que el saber y la verdad son terribles, que nos enceguecen y nos castran. Pero también podemos rendirnos al límite mismo de la vida y afirmar con una sonrisa que al parecer eso es todo.
Námaste Heptákis
Escenas del terruño. 1. «Lo que sí está mal es que se me acuse de ordenar los abucheos», dijo el presidente. No está de acuerdo con los abucheos, aunque no estén mal. Claro, el show y la simulación del Lic. López. 2. Recupera Carlos Puig una mañanera: una reportera acusa a otro periodista con el presidente. Y la censura irá. 3. Y la censura va de la mano de la mentira. Por una diferencia de 12 mil pesos, el SAT investiga a los dueños del Reforma. En su edición de ayer, el diario preguntó si acaso era un medio de presión. El presidente, en la mañanera, atacó a Reforma. Mintió, cual lo demostró el diario unas horas después. 4. Lo más importante del reportaje aquel sobre el espionaje que se hizo a Vicente Fox es que la nota no es el expresidente, sino que por el reportaje nos venimos a enterar que el analista tan enterado, opinador con muchas fuentes, fue agente de espionaje para el Estado mexicano. 5. Por cierto que el analista juega a divulgar la versión de que entre Alito y Narro sólo una carta es del presidente. ¡Ah, qué ganas de servir al nuevo régimen!
Coletilla. «¡Cuán rápido envejecen las revoluciones! Peor, ¡cuán rápido se vuelven respetables!». G. K. Chesterton